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Género y cuidado: Teorías, escenarios y políticas
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Libro electrónico408 páginas19 horas

Género y cuidado: Teorías, escenarios y políticas

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En un mundo globalizado, de creciente relacionamiento y dependencia, donde estos fenómenos están determinados por un ethos individualista y competitivo, vale la pena reflexionar sobre la categoría del cuidado, entendida como una dimensión central de la vida humana. En la actualidad, el cuidado y la responsabilidad por los otros y las otras es un asunto político que atraviesa diferentes ámbitos de la vida social, como lo doméstico, lo local y lo global, y podría permitirnos mejorar este mundo desde nuevas formas democráticas.
¿Por qué una ética del cuidado? ¿Cuáles son las características del cuidado y sus localizaciones? ¿Cuál es la relevancia teórica, metodológica y ética de este concepto para continuar la discusión desde una perspectiva feminista y de género? ¿ Cómo se podría superar la dicotomía entre lo público y lo privado desde esta noción? Estos y otros interrogantes se exploran en este libro, que se divide en tres ejes: el primero reúne varios estudios acerca de la ética y el ethos del cuidado, el segundo aborda escenarios y significados del trabajo del cuidado y el tercero se interesa por la organización social del cuidado y las políticas públicas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 may 2018
ISBN9789587834567
Género y cuidado: Teorías, escenarios y políticas

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    Género y cuidado - Luz Gabriela Arango Gaviria

    PARTE I

    Ética y ethos del cuidado

    CAPÍTULO

    1.

    Economía, ética y democracia: tres lenguajes en torno al cuidado

    JOAN TRONTO

    El CARE¹, UN TÉRMINO QUE SE

    ha asociado de manera desproporcionada con las mujeres, tiene una amplia gama de significados en inglés. Abarca tanto disposiciones como acciones, cuyas valoraciones emocionales pueden ser positivas (me preocupo por ti) o negativas (cuidados y problemas, es decir, el cuidado como una carga). El término incluye a su vez actividades que son muy gratificantes emocionalmente, como alimentar a un niño, junto con trabajos despreciados, tal como el trabajo sucio asociado a la limpieza de los cuerpos y los hogares. De hecho, es la amplitud de este término y su asociación con las mujeres lo que condujo a que algunas investigadoras feministas, en la década de los ochenta, trataran de darle un sentido distinto al de su devaluación y al lugar amorfo que ocupa en la filosofía y en la teoría social y política. El estudio del cuidado ha crecido tanto, que ahora es un tema de preocupación en disciplinas tan alejadas entre sí como la sociología y la economía, la enfermería y la bioética, la ingeniería, la química y los estudios de la ciencia. Sin embargo, hay diferencias importantes en la forma como se utiliza este término, no solo entre el inglés y otros idiomas en los que no existe un término tan amplio como cuidado, sino también en su tratamiento desde diversos feminismos.

    En este texto quiero explorar tres lenguajes diferentes que utilizan el término cuidado desde lecturas económicas, filosóficas y políticas. En particular, quiero defender una manera más política, menos económica y ética, de hablar acerca del cuidado, porque considero que cumple mejor la tarea de hacer que este concepto sea de utilidad para un mundo democrático, pluralista y pacífico, más allá del consenso neoliberal. Debido a que la democracia es un lenguaje político, ella nos permite hablar sobre el poder y la dominación de muchas formas, de la igualdad y la justicia, así como también de necesidades y de derechos.

    Es posible que no logre convencer sobre las ventajas de mi propuesta si se tiene en cuenta que diferentes académicas y activistas en Suramérica han desarrollado un destacado pensamiento sobre el cuidado en términos más económicos. En esta región el compromiso de hacer que el cuidado sea central para la vida humana y tenga un propósito político ha avanzado más que en cualquier otro lugar que conozca. Primero fue la adopción del Consenso de Quito por la Conferencia Regional sobre la Mujer en América Latina y el Caribe, donde los Estados se comprometieron a "(xxvii) Adoptar las medidas necesarias, especialmente de carácter económico, social y cultural, para que los Estados asuman la reproducción social, el cuidado y el bienestar de la población como objetivo de la economía y responsabilidad pública indelegable" (

    CEPAL

    , 2007, p. 8).

    En Colombia la aprobación de la Ley 1413 de 2010 prevé la recolección de estadísticas vitales sobre el trabajo doméstico y otras formas de trabajo no remunerado, información que es central para la implementación de estas políticas (

    DANE

    , 2013). En Argentina los diálogos en curso sobre el cuidado consideran reformas a las políticas públicas (Valdés, 2015) y en Uruguay la academia debate sobre un sistema nacional de cuidado (Espino y Salvador, 2014).

    A continuación, expongo la argumentación con la que pretendo persuadir sobre la necesidad de pensar el cuidado fundamentalmente como un asunto de la vida democrática.

    El argumento a favor de Caring Democracy (una democracia cuidadora)

    En un libro reciente (Tronto, 2013) argumenté que el cuidado debería ser más democrático y que las democracias deberían ser más cuidadoras. He definido junto con mi colega Berenice Fisher el cuidado de manera muy amplia, así:

    En el nivel más general, sugerimos que el cuidado debe ser visto como una actividad de la especie humana que incluye todo lo que hacemos para mantener, continuar o reparar nuestro mundo, de modo que podamos vivir en él de la mejor manera posible. Este mundo incluye nuestros cuerpos, nuestras individualidades (selves) y nuestro entorno, que buscamos entretejer en una red compleja que sostiene la vida. (Fisher y Tronto, 1990, p. 40).

    Sin embargo, lo que comprendí es que, si bien esta definición amplia del cuidado contribuyó al trabajo conceptual al aportar, por ejemplo, dimensiones normativas y empíricas, el concepto también ha asumido, como observa Patricia Paperman (2011), los significados éticos y políticos de las teorías en las que ha sido utilizado. Por ejemplo, Uma Narayan (1995) observó hace veinte años que el discurso del cuidado se utilizó para justificar el colonialismo británico (y, podemos añadir, se usó para justificar el colonialismo español, el tratamiento norteamericano hacia los pueblos indígenas, etc.). Así, todas las sociedades tienen maneras de organizar el cuidado en su acepción de vivir lo mejor posible, lo que me llevó a la siguiente pregunta: ¿existe algún tipo de cuidado que sea específicamente útil si estamos comprometidos con los valores de la democracia?

    Al hablar de los valores de la democracia, me refiero a algo ligeramente distinto de las formas en que habitualmente se piensa esta noción en sus definiciones contemporáneas. Desde el punto de vista de muchos politólogos y de muchas instituciones que pretenden promover la democracia en todo el mundo, ella está presente cuando existen elecciones en disputa (Przeworski et al., 2000) o cuando ciertos derechos liberales han sido prescritos (tales como la libertad de expresión) (National Endowment for Democracy, 2016). Como Adrian Leftwich escribe:

    En su conjunto, el buen Gobierno democrático generalmente se refiere a un régimen político basado en el modelo de un sistema de gobierno democrático-liberal, que protege los derechos humanos y civiles, combinado con una administración pública competente, no corrupta y responsable. (1993, p. 605)

    El marco que voy a utilizar en este capítulo ofrece una percepción diferente de la democracia. Mi preocupación, que está más alineada con teorías críticas de la democracia como la de Iris Marion Young (2000), se centra en cambio en la democracia como una forma en la que aquellos que relativamente están desprovistos de poder en una sociedad puedan tener voz en los asuntos públicos. Aunque Przeworski y sus colegas desestimaron la definición de la democracia como todo lo bueno, porque hacerlo sería poco útil desde un punto de vista analítico (2000, p. 14), su lista de bondades de la democracia (representación, responsabilidad, igualdad, participación, dignidad, racionalidad, seguridad, libertad) se acerca más a la forma en que uso aquí el término.

    Así, entiendo que en una democracia el cuidado debe promover fines democráticos y el Estado debe organizarse para cuidar bien a los ciudadanos, de modo que estos puedan a su vez fomentar la democracia en sus prácticas de cuidado. Por lo tanto, en cierto sentido, una democracia que cuida empuja incluso un poco más lejos las fronteras de las preocupaciones sustantivas sobre el significado de la democracia. La idea básica de Caring Democracy (democracia cuidadora) es redefinir este sistema político: la política democrática debe centrarse en asignar las responsabilidades del cuidado y en garantizar que las y los ciudadanos democráticos sean tan capaces como sea posible de participar en esta asignación de responsabilidades (Tronto, 2013, p. 7). Como se verá más adelante, tal redefinición de la democracia requiere también que repensemos las fronteras entre la vida pública y privada, así como también entre lo que se considera económico y político. Esto implica un seguimiento más robusto de la participación democrática en la reflexión sobre las y los ciudadanos como contribuyentes, en muchos aspectos, del cuidado continuo de unos y otros, de los bienes sociales y públicos, y de los mismos procesos democráticos de mayor participación igualitaria.

    Todas las naciones experimentan actualmente un déficit del cuidado, aunque este toma formas diferentes en distintas partes del globo (Razavi y Staab, 2012). Sin embargo, dada la estructura del cuidado y su devaluación, y teniendo en cuenta las formas actuales de la vida pública y privada, no debería sorprendernos que el mercado, por sí mismo, no pueda resolver este problema. Las revoluciones democráticas han ampliado constantemente su idea de quién está incluido dentro del universo de las y los ciudadanos democráticos. La siguiente etapa de la revolución democrática requerirá hacer que el cuidado sea una parte central de la vida política. Este tipo de práctica del cuidado ha sido en gran medida excluido del discurso político, debido a supuestos de género profundamente arraigados, a prenociones sobre la naturaleza humana y sobre cómo se llega a ciertos juicios éticos y políticos. Por ello, la inclusión de este conjunto de prácticas del cuidado dentro de una nueva concepción de democracia requiere cuestionar los supuestos que tenemos sobre el género, así como sobre la raza y la clase que han limitado la forma en que comprendemos las políticas democráticas. Es a partir de los aportes de las teorías y prácticas feministas que estos sesgos y los medios para superarlos se hacen visibles.

    ¿De qué manera se afectaría nuestra idea de política si como ciudadanía tomáramos el cuidado democrático como un valor político central en nuestra idea de democracia? Imaginar una sociedad cuidadora es concebir una sociedad comprometida con las actividades diarias y extraordinarias orientadas a la satisfacción de las necesidades de las personas. Imaginar una sociedad democrática y cuidadora es idear una sociedad cuyos sentidos de justicia logren balancear la forma en que las cargas y las alegrías del cuidado se equilibren, de modo que cada ciudadano y ciudadana sea tan libre como sea posible. Esta visión requiere que veamos con claridad cómo cuidamos unos y otros, es decir, cómo pensamos acerca de nuestras responsabilidades de cuidado. También significa una mayor atención a los asuntos de género y a las exclusiones históricas de las mujeres de las funciones políticas y otros importantes papeles sociales, así como una mayor atención a temas de clase y a la incorporación del cuidado como un valor político. Este enfoque requiere asimismo un desplazamiento del mercado como la más verdadera de las instituciones humanas.

    En la actualidad no todas las personas son igualmente capaces de participar en la definición de responsabilidades. Como se ha señalado desde hace mucho tiempo en la ciencia política, quienes se sientan en la mesa para tomar decisiones tienen mayores posibilidades que quienes no participan en ella de afectar el resultado de lo que allí se determina.

    Para aclarar este punto, vamos a continuar con la elaboración de esta metáfora. Imaginemos una serie de mesas dispuestas en una habitación grande. En cada mesa hay personas que van a hacer juicios sobre la manera de relacionar personas y responsabilidades. Vamos a llamar a esto juegos de asignación de responsabilidades o círculos de responsabilidad. Obviamente, algunas personas podrán afectar el resultado de la asignación de responsabilidades si son capaces de excluir a otros de este proceso. Imaginemos un juego sobre injusticia racial, en el que se excluye a un grupo étnico o racial del proceso de asignación de responsabilidades. La exclusión es una manera eficaz de controlar los resultados de un proceso político. Desde hace ya un tiempo, diversas teorías sobre la democracia han dado cuenta de la importancia que representa que todas y todos sean incluidos en procesos como los juegos de asignación de responsabilidades, para que los resultados de las decisiones sean genuinamente democráticos. Sin embargo, por lo general las personas con mayor poder tienen la capacidad de excluir a quienes tienen menos poder.

    Pero la exclusión no es la única manera de manipular el resultado de un círculo de responsabilidad. Otra forma de hacerlo es retirarse o eximirse a sí mismo o al grupo al que se pertenece de las personas cuyas funciones son objeto de debate en el juego de asignación de responsabilidades. Si a ciertos individuos o grupos de la sociedad se les concede una licencia para eximirse de esta asignación de responsabilidades, entonces también ejercerán de manera efectiva el poder sobre el resultado mediante la autoabsolución de toda responsabilidad. En un trabajo anterior (Tronto, 1993, p. 121) llamé a este proceso la irresponsabilidad de los privilegiados: las personas con poder pueden ser irresponsables con el cuidado.

    Así mismo, cuando se trata de dividir las responsabilidades para la administración de un hogar, el modelo tradicional de proveedor le otorga al jefe de la familia (generalmente el esposo) una exención de la mayor parte de las tareas domésticas diarias porque ha traído a casa el dinero necesario para el hogar (Bridges, 1979). Pero es importante observar este mecanismo desde una perspectiva moral (como una forma de eludir la responsabilidad, al afirmar que las propias responsabilidades se sitúan en algún otro círculo de responsabilidad) y desde un punto de vista político (como una especie de poder por el cual alguien es capaz de obligar a otros a aceptar responsabilidades, tal vez incluso demasiadas responsabilidades, sin tener que explicar su propia exclusión en la discusión o en las responsabilidades mismas).

    Los principales tipos de exención de responsabilidades que existen en la sociedad contemporánea son numerosos. Estos incluyen la exención por protección, históricamente concedida a los hombres, la cual establece que, debido a que están protegiendo a las personas vulnerables, ello es suficiente para cubrir todas sus responsabilidades de cuidado, por lo que deben estar exentos de cualquier responsabilidad adicional. La exención por producción presume que, debido a que alguien está trabajando y ganando dinero, no necesita hacer ningún trabajo de cuidado en el hogar. La tercera exención es la de cuidar de sí mismo, en ella las y los ciudadanos reclaman que hacerse cargo de su propia familia ya supone suficientes deberes de cuidado, por lo que no deben nada a nadie más. Una cuarta exención opera cuando la persona se desentiende de las necesidades de otros con la advertencia: salga adelante por su propio esfuerzo. Una quinta exención, la de la caridad, toma una perspectiva diferente. Surge al decir hago contribuciones caritativas, presumiendo que estas deben sustituir a otras responsabilidades de cuidado hacia los demás.

    Excluirse a sí mismo de la asignación de responsabilidades de cuidado, sobre la base de estas diversas exenciones, deja a algunas personas llevando la carga de la mayor parte del trabajo de cuidado en la sociedad. En su conjunto, el efecto de todas estas exenciones es que mantienen a los hombres y a las personas de clase media y alta alejadas de las responsabilidades del cuidado. Así mismo, con estas exenciones se refuerza el discurso de la responsabilidad personal que justifica las prácticas actuales de cuidado en el neoliberalismo.

    ¿Qué requiere realmente un proceso de asignación de responsabilidades? Por supuesto, este asunto se complica en gran medida por el hecho de que la mesa en la que se van a sentar siempre tiene un contexto y una historia. Margaret Walker observa que los acuerdos existentes a menudo parecen cuestionables cuando son analizados con claridad:

    En el caso de la vida moral, la transparencia consiste en ver cómo vivimos, tanto a través de como a pesar de nuestros entendimientos morales y prácticas de responsabilidad. En aras de la transparencia, las personas examinan lo que creen valorar y lo que les preocupa, los entendimientos mutuos que creen organizan sus prácticas de responsabilidad en torno a estas cosas y su lugar en el orden resultante. (1998, p. 216)

    Tales discusiones en torno a la responsabilidad requieren que las personas piensen seriamente acerca de sus necesidades colectivas y respecto de los márgenes de variación que deben ser permitidos en la definición de las necesidades. En este contexto, los valores pluralistas pueden causar muchas controversias entre los participantes, pero la ventaja de este enfoque es que en realidad permite que se discutan los méritos de distintos marcos referenciales con relación a necesidades y responsabilidades.

    Ahora estamos listos para valorar la ventaja de este enfoque: el cuidado democrático puede crear un círculo virtuoso. Cuidar democráticamente requerirá, por ejemplo, que prestemos mayor atención a cómo perciben sus necesidades quienes reciben cuidado. Así mismo, si llevamos estas capacidades (escuchar, ver el mundo desde las perspectivas de otras personas, reflexionar sobre nuestras propias acciones) a nuestras prácticas políticas, estaremos más cerca del ideal de ciudadanía democrática y deliberativa. No solo es el cuidado democrático un mejor cuidado, sino que los modos de cuidar de la vida democrática generan mejores democracias.

    En las sociedades donde hay menos miedo, menos jerarquía y más cooperación, los niveles de confianza son más altos. Lo que Waerness llamó cuidado espontáneo (1984a; 1984b) es más visible en los países en donde hay mayores niveles de confianza social. La solidaridad, como un valor social, crea las condiciones para el cuidado entre las personas y también propicia un ambiente de mayor sensibilidad frente a los valores democráticos (Gould, 2014; Schwartz, 2009; Sevenhuijsen, 1998). Las y los ciudadanos que comparten un propósito común con los demás son más propensos a cuidar de las y los otros, y tienden a sentirse comprometidos con otras y otros ciudadanos en virtud de sus propios actos de cuidado. Por su parte, esta solidaridad crea un círculo virtuoso: ya que las personas son más sensibles a las necesidades de los demás, es probable que también sean mejores cuidadores suyos.

    Por último, las democracias cuidarán mejor porque requerirán que pongamos muchos valores democráticos en disputa dentro de la mezcla. Ya señalamos que en la actualidad la asignación de las responsabilidades del cuidado sigue viejas lógicas de exclusión, al privilegiar las necesidades de cuidado de algunas personas y designar a otras la tarea de atender a dichas necesidades. En este contexto, no hay una respuesta sencilla a la pregunta sobre cómo conciliar unas ideas conflictivas acerca de la asignación de responsabilidades del cuidado. Hay quienes afirmarán que el consenso democrático se ha apartado demasiado de la libertad ofrecida por los mecanismos de mercado. Otros argumentarán que algunas personas todavía no hacen lo que les corresponde en el cuidado. Estos serán los temas de las disputas políticas democráticas en un futuro cercano.

    Hemos argumentado que la democracia cuidadora reducirá las inequidades producidas por el acceso desigual a los recursos del cuidado, también hemos sostenido que es preciso que el cuidado se entienda de manera pluralista. Las personas deben tener sus necesidades de cuidado satisfechas, pero no necesariamente de la misma manera. El cuidado requiere que pensemos desde las posiciones de quienes reciben cuidado y tienen menos poder y no solo desde el punto de vista de los cuidadores más poderosos o desde quienes demandan cuidado y tienen mayor poder. Pensar de esta manera el cuidado no crea exclusión, no marca a algunas personas como buenas únicamente para hacer el trabajo del cuidado más despreciado, sino que invita a asumir una actitud diferente hacia las y los demás ciudadanos.

    Ahora bien, cada concepto tiene una lógica propia. El uso de un lenguaje del cuidado derivado de otros ámbitos tiene ventajas y desventajas, pero al final creo que el lenguaje político del cuidado y la democracia es el mejor. Vamos a explorar la importancia de su uso.

    Reproducción social y el lenguaje económico universal del cuidado

    Si el cuidado es un concepto dentro de una teoría, ¿cuál es la teoría en la que concebimos el cuidado como reproducción y cuáles son sus fortalezas y debilidades?

    Las discusiones económicas sobre el cuidado a menudo parten de una bifurcación básica, que sigue una fuerte tradición marxista, entre producción y reproducción. Los marxistas comenzaron a utilizar este lenguaje para distinguir entre el trabajo en gran medida realizado por los hombres en la economía política y las actividades de reproducción que se gestan en el hogar y que permiten a los trabajadores volver todos los días a su trabajo. En América Latina, el término economía del cuidado identifica esta economía paralela².

    Para mí existen muchos elementos valiosos en la concepción que ve al cuidado como una economía alternativa; de hecho, pienso que hace mucho bien explorar esta idea. Sin embargo, una aproximación en esta dirección no ofrece perspectivas para que estas dos economías se reconozcan entre sí, en lugar de continuar por dos vías paralelas. Así pues, la tentación surge de ver la economía del cuidado desde la perspectiva de lo que Nancy Folbre (2001) llama el dilema de la buena persona. Una buena persona se sacrificará para ayudar a otras, pero cuando perciba que su sacrificio no es recíproco, incluso esta buena persona decidirá no hacer más sacrificios de este tipo en el futuro. Para poner esto de nuevo en términos de las responsabilidades democráticas, ¿qué es lo que convencerá a las personas que piensan solo en términos de beneficios y mercado que deben asumir su parte de las responsabilidades del cuidado, en lugar de tratar de mercantilizar dichas responsabilidades para su propio beneficio económico? Al considerar que el cuidado sigue estando muy marcado por el género, la raza y la clase, ¿quién querrá sentirse atrapado en medio de la negociación de los límites entre estas dos economías, mientras otros son eximidos y pueden ignorar estas demandas en términos de tiempo, energía y bienestar psicológico (Molinier, 2011)?

    Hay otra serie de preocupaciones. Utilizar el lenguaje del cuidado como algo que se distribuye puede distorsionar esta noción. Por lo general pensamos en las mercancías como cosas distribuibles, pero el cuidado no es una mercancía. También podemos decidir que el cuidado debe ser uniforme y que un conjunto de instituciones o prácticas de cuidado será adecuado para todos. Pensar en el cuidado en términos universales también aumenta la posibilidad de creer que esta práctica puede ser provista de manera uniforme. Nancy Fraser (1997), por ejemplo, ha determinado que una manera de resolver este problema consiste en transformar a todas las personas en "cuidadores universales (Universal Caregiver). Sin embargo, en una estrecha crítica a esta idea, Alison Weir (2005) señala que una manera de cumplir con las disposiciones de Fraser es a través del empleo de otras"³ para cumplir con nuestras funciones de cuidado. Podemos hacer reglas universales, por ejemplo, que todas las personas de edad avanzada que necesitan un hogar vayan a un ancianato regulado por el Estado. Pero no todas las instalaciones estatales cumplirán con las necesidades de todas las personas mayores. Si pensamos en la provisión del cuidado, sobre todo en términos económicos y universales, ¿cómo podemos estar seguros de que se incluirán posibilidades pluralistas para dar y recibir cuidado? Y si la provisión estatal es el principal mecanismo para el cuidado, ¿qué evitará que una crisis económica derive en un recorte de la provisión estatal?

    Estas son, pues, algunas de las preocupaciones que resultan de pensar el cuidado principalmente en un lenguaje económico.

    Una ética del cuidado y los peligros del paternalismo y del provincianismo (la mentalidad localista)

    Otro de los lenguajes del cuidado es su lenguaje original, el ético (Gilligan, 1982; 2013). Quienes describen la ética del cuidado a menudo se alejan de las preocupaciones sociales y estructurales de aquellos que estudian la economía del cuidado y se centran en él en términos interpersonales, con lo que hacen énfasis en las obligaciones morales de quienes cuidan frente a quienes reciben cuidado. A diferencia de las grandes raíces sociológicas y marxistas del lenguaje económico del cuidado, el lenguaje ético se encuentra en gran parte dentro de una tradición intelectual liberal. Este es también un trabajo valioso, pero lleva a que tal comprensión del cuidado a menudo dé por sentado mucho del entorno social en el que este aparece. Con frecuencia, cuando hablamos en el lenguaje de la ética, se hace casi imposible regresar al lenguaje del poder.

    Así, centrarse demasiado en las relaciones particulares del cuidado puede producir una perspectiva muy estrecha de este. Por ejemplo, Eva Kittay escribe sobre los deberes morales de quien cuida con respecto a su obligación (charge) (es decir, la persona a quien atiende). Tales enfoques suponen la dependencia de la persona que requiere el cuidado y retratan a quien cuida como alguien sin necesidades. Entender esta situación en términos éticos y hacer caso omiso de las dimensiones de poder puede ser desastroso. Cuando quien cuida aparece como alguien más poderoso, de mayor conocimiento y más capaz de existir en el mundo, tal poder conduce con frecuencia al abuso. Así mismo, quienes cuidan no son siempre los actores poderosos en la díada del cuidado. Waerness hace mucho tiempo distinguió entre cuidado necesario y servicio personal. El cuidado necesario es aquel que uno no puede darse a sí mismo. En ese escenario, quienes cuidan son más poderosos. El servicio personal es entendido como cuidado que uno podría brindarse a sí mismo, por ejemplo, la limpieza de la casa, pero que uno prefiere delegar a otra persona para que lo realice. En estas situaciones, la dinámica de poder es más compleja, en donde quien recibe cuidado generalmente se encuentra en una situación de mayor poder.

    En tal formulación, es difícil superar la dinámica de poder. No solo hace que sea imposible pensar en la reciprocidad del cuidado cuando una persona tiene necesidades y la otra no, sino que también hace difícil imaginar a esas personas en relaciones de igualdad. Pero, en verdad, el asunto del cuidado frente al servicio es una cuestión política. Consideremos por ejemplo el cuidado de las y los niños, ¿es esta una necesidad universal provista por el Estado o una facilidad para una madre que trabaja? Dependiendo de la respuesta, la situación de quienes cuidan será muy diferente.

    Un asunto central emerge de esta reflexión: ¿cómo debemos abordar la cuestión de las necesidades? Como Fraser y Gordon (1994) argumentaron, las personas que son vistas como necesitadas también son consideradas como dependientes, inferiores a los ciudadanos plenamente capaces. Es importante enmarcar el cuidado de tal manera que nadie se vea como totalmente dependiente ni tampoco que alguien sea considerado como totalmente autónomo. Después de todo, incluso como adultos capaces, todos y todas necesitamos de cuidado a diario, a pesar de que estemos en facultad de proporcionarnos mucho cuidado. Centrarse muy estrechamente en un determinado conjunto de relaciones de cuidado distorsiona el hecho de que durante toda la vida nos encontramos en diferentes momentos como receptores y como dadores de diferentes cantidades y tipos de cuidado.

    Conclusión

    La democracia cuidadora (Caring Democracy) permite que demos un paso atrás y asumamos una perspectiva más amplia. En cualquier momento y en cualquier sociedad, las personas se encuentran en distintas etapas del ciclo de vida, con diferentes niveles y capacidades de cuidar y de recibir cuidado. Ya que la democracia cuidadora habla en términos de responsabilidad, es posible abarcar marcos estructurales y marcos centrados en la agencia (Young, 2006). El enfoque democrático es tanto un lenguaje de poder como un lenguaje de la ética. El marco de la reasignación de responsabilidades de cuidado es más general que el de la redistribución del cuidado y más específico que cualquier invocación general a cuidar, que solo conduce al dilema de la buena persona, al cual hice referencia antes. El lenguaje de la irresponsabilidad de las y los privilegiados nos permite ver las estructuras de desigualdad y dominación de una manera diferente a la

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