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El ángel de Mora
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Libro electrónico382 páginas5 horas

El ángel de Mora

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El libro Ángel de Mora se desarrolla en distintos espacios, en distintos momentos, donde se desenvuelven las vidas de dos viejos amigos que, en el futuro, revelarán conjuntamente un secreto guardado y la razón de su separación en la infancia. Pero, sin embargo, siempre sujetos a una intervención enajenada que, desde el anonimato, será la que atará los cabos necesarios para su primer encuentro y, finalmente, para su rencuentro. Y, por ende, dejando la duda que plantea el libro, ¿quién es el Ángel de Mora? Más allá de otros personajes que, sin saberlo, sin desearlo, se unirán por un único objetivo nacido por la presencia de una inesperada persona.
Caminos cruzados por una mente externa hará que, en esta primera parte, lo que sea puesto en duda será la persistencia de un lazo a través del tiempo y las influencias de nuevas experiencias. Y, en la segunda, la incógnita tendrá su precedente en la reflexión basada en la importancia de lo que significa añorar.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 may 2022
ISBN9789878724102
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    El ángel de Mora - DR Campos

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    DR Campos

    El ángel de Mora

    DR Campos

    El ángel de Mora / Dr Campos. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.

    Libro digital, EPUB

    Archivo Digital: descarga y online

    ISBN 978-987-87-2410-2

    1. Novelas. I. Título.

    CDD A860

    EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA

    www.autoresdeargentina.com

    info@autoresdeargentina.com

    Índice

    Prólogo. Carta de un humilde escritor

    Primera Parte

    Segunda parte

    Primera carta del pasado

    Julio

    Hugo

    Laurel

    Lucrecia

    Gastón

    Mora

    El juicio

    El encuentro

    El amor, en su gracia, me inspiro y bajo su inspiración

    escribi lo que me comento.

    Prólogo. Carta de un humilde escritor

    ¿Qué debería decir? Bueno, primero me gustaría ofrecerle a mi humilde lector la bienvenida adecuada pues, ante la increíble noticia de mi obra publicada, no puedo entregarle nada más que enormes gratitudes. El modo en que surgió esta idea, luego plasmada en palabras y enunciados, tiene un inicio bastante simple. Un verano, en la quinta alquilada de mi familia, apreciaba el firmamento junto a cada una de sus constelaciones, aquella noche estaba despejada, y recordé ciertas vivencias que se mezclaron con divagaciones filosóficas cotidianas. El fruto de esa fusión produjo que viviera, en persona, una larga historia de dos jóvenes destinados a amarse, pero interrumpidos por caprichos del destino. Aunque, por encima de todo, también me permitió experimentar ciertas cuestiones de un pasado infantil que, por el momento, mantengo reservado y guardado en el cofre de mi alma. Nadie lo sabe y tampoco necesita saberlo. Y, con dicha, espero que cada oración escrita logre agradarle y ser de su gusto. Soy alguien que, por un torpe corazón, tiendo a desear el bien ajeno por encima del personal. La vida, con cada uno de sus porvenires, me ha enseñado que algunos nacen para amar y otros para ser amados. Los dos son dos caras de la misma moneda con respecto a los sujetos del amor. Hay algunos que no pueden evitar encariñarse, entregarse, o darlo todo por otro y, por su parte, existen individuos que prefieren adorarse y, por motivos metafísicos, logran atraer la atención no esperada de personas ajenas a sí mismas. En ese sentido el destino parece ya haberme demostrado cuál de los dos soy y, además, queriendo referirme a tal cuestión decidí escribir esta novela.

    Lo que deseo es que, al leerla, entienda lo que intento mostrar y poner en evidencia.

    Ah, y otra cosa, podrá notar que el libro tendrá huecos por varios lados y no ha de preocuparse pues planeo otra parte. Pero, temiendo la angustia sufrida al desarrollar cada página, no estoy seguro de que lo haga en poco tiempo a menos que un verdadero motivo me empuje. No quiero dejarla inconclusa y, en este caso, le pido que me entienda cuando le menciono mi odiosa actitud por ceder a las redes tentadoras de la melancolía. La sola idea de suspirar mi último aliento me ha parecido, incluso, atractiva pero, por cuestiones sentimentales y doctrinales, jamás cederé a tal tentación. En esos días, de borrachera emocional, es donde puedo expresarme y la imaginación fluye al igual que un hermoso cauce eterno. Le pido por eso que, tras la lectura finalizada de la novela, si he logrado despertar su interés pueda difundirla y avisar a otros hambrientos aventureros literarios pues, cada día que transcurre, la borrachera de la que hablo parece acrecentarse con cada letra que escribo. Lo repito y con esto voy concluyendo.

    Léame, una y otra vez, hasta que incorpore mi manera de ver el mundo, de percibir sensaciones que damos por sentada y, con sumo cuidado, logre guardar mis palabras antes de que mi tinta se seque y mi pluma fallezca.

    Atentamente. El escritor

    Primera Parte

    Capítulo I

    Una brisa suave como caricias inofensivas revoloteaba libre entre los extensos campos, nada la detenía, no había murallas de cemento, ningún impedimento que detuviera su danza entre las hojas verdes de las plantas. El sol jugaba a las escondidas con la tierra, las nubes, sus cómplices, hacían su trabajo de ocultarlo de las miradas adheridas del suelo, entre aquel jugueteo los variados animales, moscas, grillos, hormigas y cigarras se concentraban en hacer su labor.

    Todo tenía un orden, un propósito, ninguno se cuestionaba su función en aquellos campos ausentes de presencia humana, hasta que los pasos de un joven, en sus doce años, interrumpieron aquel intervalo de paz y tranquilidad. Aquel niño tenía el cabello lacio, movido por los soplidos del viento, brisas que venían como buen augurio de las musas literarias, de color marrón café y su trayecto había iniciado a la mañana.

    Todos los días se levantaba para ir hasta la cocina, que se encontraba en un pasillo corto desde su habitación, para desayunar la tan esperada chocolatada de su madre, quien se quedaba para servirle el primerizo alimento, antes de partir a su trabajo, y dedicaba un gran tiempo a la crianza de su hijo, mientras el padre ocupaba un puesto importante en una empresa agropecuaria cercana, y tras terminar cotidianamente su despertar iba hasta el centro del pueblo.

    Julio había conocido la literatura a una edad temprana, en su casa su padre ya lo instruía en la aventura lectora, a su corta edad de dos años ya le enseñaba la fascinación por las letras del abecedario, aunque sus padres tenían una formación hasta el nivel secundario, seguían siendo fuente de inspiración que lo impulsaría a enamorarse de los libros, y todos los días aprovechaba para ir al centro, ya que eran vacaciones de verano, para tomar prestado alguna obra de la biblioteca del pueblo. La Rivera, así lo habían llamado, tenía un centro pequeño pero bastante grande en comparación con otros, quedaba a unos veinte minutos en auto desde Navarro, y, hasta entonces, había pasado desapercibido por varios visitantes al tener solo su empresa agropecuaria como fuente de atracción y empleo. Los extensos campos despoblados, cubiertos por las ruinas de lo que fueron alguna vez casas con la intención de expandir La Rivera, lo cubrían. A Julio le tomaba unos veinte minutos para llegar hasta el centro del pueblo en su bicicleta cromada, en su recorrido inspeccionaba con sus ojos el pasto crecido, los pequeños insectos que revoloteaban a su alrededor, mariquitas y cigarras que cantaban entre tenores efímeros y silenciosos, y apreciaba a sus vecinos a quienes saludaba agitando su mano mientras mantenía el equilibrio endeble del manubrio.

    Una vez llegado a su destino, en la entrada del pueblo, siempre apreciaba el caballo de madera tallado con dedicación, sus patas alzadas hacia el cielo y sus ojos victoriosos databan los actos heroicos que se hicieron en lucha por la independencia y la libertad. Una placa en dedicatoria a su escultor ya demostraba las cicatrices de los años, las lluvias, el frío, el calor, el viento, habían desgastado sus tornillos hasta el óxido y la madera mostraba rasgaduras irreparables. Pero, aun en ese estado reprobable, aquel aire de majestuosidad no había desaparecido sobre la estatua de madera del corcel inmortal. El corazón de Julio latía con fervor cuando leía en la placa de bronce el nombre de Morales Di Nuit, el dueño de esa pieza artística, y lo conocía demasiado bien. En vida, Morales, había sido un gran poeta y escritor de relatos fantásticos. Le encantaban sus libros, aunque sus ejemplares eran pocos y solamente existían dentro de la biblioteca San Verónica. Aquel templo del saber, así le gustaba llamarlo, se edificaba en pilares romanos que sostenían un techo con tallados renacentistas, y desde su perspectiva, ingresar a ese lugar era como entrar al mismo paraíso de los lectores. La paz abrumaba al principio, pero no tardaba en volverse acogedora, una necesidad por convivir entre las hojas de esas preciadas joyas a la lectura se le despertaba cuando veía a la distancia las dos grandes estatuas del umbral, entrada con escalinatas de cemento y cada estatua muy diferente la una de la otra, la del lado izquierdo guardaba un aire angelical, sus alas blancas plegadas y en su mano una balanza que simbolizaba la justicia, aunque sus ojos estaban vendados, y la de la derecha tenía un esencia demonizada, un par de alas que recordaban a las de un murciélago, y un cuchillo casi escondido entre sus manos, aunque sus ojos apreciaban con sufrimiento al cielo. Esa construcción bien planeada de la biblioteca le daba a Julio un éxtasis de agradecimiento, siempre dejaba su bicicleta a un costado para ver un intervalo necesario la edificación que mezclaba estilos antiguos, al terminar su hambruna por una imagen de alarde artístico, se dirigió al interior de aquel palacio lleno del espíritu y la bendición de Salomón. Le divertía imaginarse a sí mismo como un arqueólogo en busca de los tesoros escondidos entre las páginas vírgenes aún de la lectura, iba viendo cada estantería tan grande que parecían alcanzar las planicies de la cúpula del techo, esa luz arcoíris producida por los cristales que formaban la escena del ángel Gabriel dando fin a la tiranía de Satanás sobre el hombre. El bibliotecario lo detuvo antes de que se chocara contra el marco de madera de la escalera, Julio reconoció aquella sonrisa, rodeada por las historias y los santos escritores que dormían en la tumba de sus escritos, Gabriel Angelo había sido el bibliotecario de aquella utopía literaria, trabajaba hace diez años tras mudarse de la capital al pueblo. Se había graduado de la prestigiosa Universidad de Buenos Aires, siempre tenía un aire de erudito y de hombre simple que lo caracterizaba. Estaba acostumbrado a ver aquel precioso cabello lacio color café entrando con un aura de inocencia y necesidad lectora. Los dos fueron hasta el escritorio que estaba a metros de la entrada, Gabriel tenía una fisonomía delgada heredada de su parte italiana paterna, lo que le entintaba su voz de una agudeza que Julio consideraba única y su rostro tenía aquel iris de azul grisáceo.

    En el escritorio de la entrada ya había un libro preparado para que él se lo llevara, en su bolsillo un carné que lo hacía figurar en la base de datos de la computadora fue suficiente para tocar con sus dedos la tapa de Los tres mosqueteros, que tanto anhelaba leer y, al poseer aquel tesoro inmenso, se marchó en su bicicleta hasta un campo a fueras del pueblo. Yendo al norte, se lograba pasar una especie de molino deshecho por el descuido humano, detrás de él había un establo que había perdido toda función original para pasar a ser su base secreta donde leía sin interrupciones externas. Y, sin nadie que lo distrajera, Julio lograba adentrarse en el mar de palabras y oraciones escritas por manos desconocidas.

    Ahora, el campo que estaba al inicio, ese lugar lleno de paz, intocable, puro e inexistente a cualquier persona, conocía la timidez y el calor de los pies de Julio. Sus zapatillas desgastadas se hundían en el césped por debajo de su suela, tranquilo iba hasta el establo abandonado, donde alguna vez se oyeron rechinar los dientes de caballos olvidados. En un pajal se acostó para sacar de su mochila, sostenida por una correa en uno de los caños de la bicicleta, Los tres mosqueteros. Un alivio y serenidad lo inundaron, sus ojos pasaron por el prólogo, luego por el primer capítulo y así fue comenzando la travesía por las aventuras de tres hombres que juraron proteger a la corona con sus vidas. Un ruido lo distrajo, lo conocía bastante bien para percibirlo como un par de pies rompiendo una inofensiva rama y supuso, enseguida, que no estaba solo en aquel lugar desdichado y abandonado. La sombra de un individuo extraño pareció presentarse a través de las maderas gastadas, alguien se escondía y Julio quiso conocer la identidad de su acechador. Fue por el lado contrario, dejó su libro escondido entre unos pajales, creyendo que alguien quería robárselo, y, cuando vio la oportunidad, se abalanzó contra la primera figura humana que presenció. En un instante estaba tirado en el césped fuera del establo, sostenía con fuerza los hombros de su vigilador, quien se defendía para que lo soltara, sintió un empujón en el pecho y cayó del otro lado. Cuando logró reincorporarse apreció un par de ojos claros, tan cristalinos que parecían traspasar el alma misma, y un cabello corto de bronce. Imaginó que le había aparecido un ángel transfigurado en un niño como él y, aquel desconocido llevaba una camisa blanca y jeans cortos, por un instante los dos no dijeron nada. Un silencio celestial los envolvió sin que pudieran poner resistencia, ninguno quería emitir un ruido, ni tampoco sabían qué palabras emplear. Julio, al notar el miedo recorriendo el cuerpo de aquel extraño, con una piel envidiable hasta por los propios mensajeros divinos, decidió levantarse para extenderle su mano. El muchacho desconocido logró ponerse en sus pies, percibió que esa mano, fina como la seda y suave cual algodón, seguía experimentando el terror de su acción repentina. Entonces, en un acto de consolación, Julio le explicó que no le haría nada, no lo lastimaría y mucho menos le haría algo así a un pequeño retoño del cielo en la tierra, y, tras relajarse, se presentó como Omar Ramos. Le explicó que se había mudado hace poco más de una semana a la estancia La Luna, lugar que resonó en la memoria de Julio, conocía la quinta, una que había sido el hogar de una pareja de mayores. Omar le fue contando que su familia la compró a un precio accesible, en su aburrimiento había salido a ver los alrededores del pueblo, durante la semana de mudanza y refacciones no había conocido más exterior del patio trasero de la casa y en uno de sus viajes logró llegar a la biblioteca que le había comentado su madre. Él tenía una afección grande hacia los libros, al igual que Julio, y deseaba conocer lo que tenía para ofrecer la biblioteca de La Rivera. Al igual que una sinfonía magnífica, le llegó al escuchar que el padre de Omar era profesor de Letras que venía a dar lengua en la escuela primaria de Ayacucho. Una escuela que se hallaba en medio de la ruta 30, después de dejar el pueblo y pasar a la cuadra en frente, se llegaba a ese lugar a cinco minutos en auto.

    Sintió una inmensa alegría que no permitió retener y la felicidad de toparse con un aventurero en la literatura lo conmovió, él le contó sobre su familia, su recorrido, y de los libros por donde habían transitado ya sus ojos. Los dos niños se quedaron alrededor de una hora parloteando sobre la grandeza que tenían las novelas, cuentos, poemas y tantos recuerdos de sus autores almacenados en esos tesoros escritos.

    En toda su vida, nunca había tenido la oportunidad de compartir su pasión, más allá de su familia, con alguien de confianza, en su escuela sus compañeros no lo entendían y reconocía que, al comenzar la secundaria, sucedería lo mismo. No tenía relaciones o amigos íntimos, conocidos quizá, pero ninguno llegaba a simpatizar con él bajo el velo de la confianza y la confidencia, fue así como le pidió a Omar verse seguidamente, primero para conocerse, y segundo para intentar que una amistad pudiera nacer entre ambos. Él asintió con alegría, ambos buscaban a alguien con quien empatizar y, tal como si hubiera obrado el mismo destino, decidieron verse en la entrada de la biblioteca mañana a la misma hora. Los dos se pasaron sus celulares, Julio divisó que el reloj digital marcaba ya las tres y media de la tarde. Supo que debía regresar en una hora para hacer unos mandados y Omar coordinó con él en la misma situación.

    Seguía creyendo, en aquella mente infantil, que no conoce fronteras para la imaginación y crea explicaciones evadidas por las mentes maduras de los adultos, que su encuentro con Omar había sido planeado por el cielo mismo. La coincidencia no era casualidad, era una obra ejemplar de su hado y la voluntad divina seguían siendo parte de la vida moderna.

    En la hora restante los dos siguieron hablando del tipo de género que leían, cuáles habían impregnado en ellos una huella sentimental tan grande que grabaron su imagen en sus conciencias, aún en formación, y compartieron títulos desconocidos para el otro.

    Ese diálogo que nunca había logrado tener con alguien parecía brotar por sí mismo, Julio sentía que conocía a Omar hace mucho tiempo por la manera en cómo se refería, en lo coqueto y cordial que era a la vez, y decidieron caminar un poco en los alrededores del establo. Ambos coordinaban en maneras de pensar, posturas, ideas y otras tantas cosas que parecían estar tejidas por una voluntad superior.

    Al final, el tiempo se interpuso entre sus palabras, en su celular ya marcaba que debía regresar, no había notado el paso inagotable del cronos, y tuvo que pedirle a su reciente amigo que se encontrara con él mañana a las dos en la entrada de la biblioteca. Ambos juraron juntarse a tal horario y tomaron caminos separados, una vez que llegaron al pueblo. Pero, en ese pequeño trayecto, el calor parecía disminuir ante la llegada de la refrescante noche que traía las calmadas sombras y las espectadoras en el firmamento.

    En su camino de regreso se hallaron con una extraña escultura, a la cual Omar no le había prestado atención cuando, inspeccionando el área, se dirigió al establo donde tendría su destinado encuentro con Julio. La extravagante figura estaba compuesta por la figura de un ángel, femenino, ingresado dentro de un árbol de moras que crecían abrazándola hasta casi devorarla, detrás de su espalda apenas sus alas agrietadas lograban escapar de la dureza del tronco y su rostro emergía de la madera como si estuviera naciendo de la misma naturaleza. La estatua, inerte por su prisión de arboleada, seguía viendo eternamente al cielo, sin nombre o algo que explique su existencia, estaba ahí y solo una vieja historia databa su leyenda. Julio, al verlo con una expresión reflexiva, le explicó la historia detrás de aquella magnífica pieza de arte encastrada en el interior de aquel árbol.

    Su voz, suave, aguda como la de cualquier joven que aún ingresaba en la pubertad, resonó en los oídos de Omar, quien solo se quedaba viéndolo y expectante de escuchar una maravillosa leyenda.

    —Los que viven en el pueblo –comenzó Julio a contarle, mientras movía sus manos como si estuviera dando una clase enfrente de un salón y sus ojos demostraban la pasión detrás de su posición de cuentista– dicen que la estatua vino del mismo escultor del caballo de madera. Él, además de poeta y escritor, esculpió obras que se perdieron en el tiempo al no tener la relevancia de otros famosos que lo sobrepasaban. Algunos dicen que, en total, sus obras fueron diez, y el ángel de moras es una de ellas. En su adultez, tuvo una hija a la que amó mucho, pero por causas del destino ella contrajo una enfermedad incurable. A la edad de quince años tuvo que despedirse de ella, su corazón congojado no lo pudo soportar, por lo que quiso, de alguna manera, mantenerla viva de las garras de la muerte y el tiempo. Pasó meses encerrado, tallando esta estatua, todo su cariño fue a parar a darle la fisonomía y apariencia que alguna vez había tenido su hija fallecida. Y, debajo de ella, plantó una semilla de moras para que creciera y llevara el alma de ella una vez a la tierra para que nunca volviera a conocer la terrible muerte.

    Unos creen que ella llegó a convertirse en una emisaria del cielo, otros juran haberla visto pasear por los campos ayudando a los pobres transeúntes que sufren por distintas circunstancias y si escribes una petición y la entierras debajo del árbol ella la hará realidad. Por eso, si rasgas un poco la superficie encontrarás innumerables papeles con distintos deseos que no estoy seguro de si se habrán hecho realidad, pero por lo menos es una manera de descargarse.

    Los dos niños se quedaron viéndola, como si estuvieran en frente de una persona de verdad, la examinaban con la mirada de la curiosidad, Omar llegó a tocar el tibio cemento manchado por el jugo de las moras, al igual que estaba adornada por las semillas pegadas, y creyó sentir el impulso de decir unas cuantas palabras. Su lengua hizo un movimiento de querer pronunciar las oraciones que atravesaban su mente al igual que un fluvial de dagas, pero la detuvo, había ciertas cuestiones que deseaba mantener en secreto hasta de sus mejores amistades.

    Los dos avanzaron hasta que llegaron a la entrada de La Rivera, donde el caballo seguía galopando eternamente, se despidieron prometiéndose verse mañana a la hora acordada y, ya en su bici, Julio sentía la brisa del viento atravesando sus oídos. Su cabello revoloteaba cada vez más cuando sus pies pedaleaban con mayor fervor, iba hasta su casa con rapidez, en su celular no había notado que se había atrasado. Las cinco y media lo espantaron de tal modo que casi le produjeron un infarto a su corazón, aún en formación, le impresionó que a Omar no le hubiese importado mucho llegar tarde a su casa y, simplemente, siguió hacia delante deseando que ya fuera mañana.

    Capítulo 2

    Faltaban dos meses para que las clases volvieran a iniciar, las vacaciones de verano apenas habían dado un poco de sus largos días y, sabiendo eso, Laurel revisaba las carpetas donde calificaba a sus alumnos. Las notas que debía inspeccionar como docente seguían ahí escritas en garabatos, algunas más legibles que otras, y leía lo que tenía que mejorar para el año entrante.

    Laurel se graduó de profesor de artes cuando aún vivía en la ciudad, la metrópolis de la Argentina, y se mudó por la condición asmática de su mujer. La extensa diversidad de plantas y latifundios daban el aire puro que podían mejorar la condición de Hortensia. Ambos eran jóvenes de treinta tres años, sus vidas se vieron interrumpidas por esa condición física, pero nunca dejaron de soñar con su casa propia y un par de hijos a los cuales atesorar y adorar.

    Al enterarse de la fatídica noticia de la dificultad de respirar de su esposa, Laurel Monte pidió un préstamo al banco para terminar de pagar un terreno dentro de La Rivera y, con la ayuda de familiares, logró edificar una pequeña casa, faltaban remodelaciones, pero le bastaba con lo que tenían y eran felices conviviendo bajo el mismo techo en que trabajaron para llegar a llamarlo hogar.

    Él se dedicaba de lleno a sus dos grandes pasiones, la docencia y su amor incondicional a su mujer. No había espacio en su corazón para otra vocación, ni mucho menos otro destinatario de su afecto más que la pintura.

    Las carpetas sobre la mesa del comedor ocupaban cada extremo, casi no había lugar para poner ni una lapicera, el mantel estaba manchado de líneas azules y de grafito. Estiró su cuello denotando aquel cansancio fatal que le traía su profesión, se levantó para ir a un cuarto que estaba pasando el patio trasero, una casucha lo suficientemente espaciosa para resguardar un pequeño estudio de arte, en su interior había un lienzo que todavía estaba en proceso de ser terminado, sobre ese papel blanco solo se llegaba a presenciar unas olas de mar, espumosas, chocando contra lo que parecía un barranco y el cielo aún no existía, Laurel atravesó la puerta, donde había una alfombra de bienvenido en el suelo, agarró un pincel todavía mojado de un color rojo y se dispuso a terminar su trabajo. Un amigo cercano de él tenía una galería que le permitía mostrar sus preciosas piezas de arte, en su ámbito era conocido por dedicarse a pintar, en su mayoría, obras que contaban historias a través de paisajes naturales, o así él lo creía, y en poco tiempo, un par de semanas, ya tenía planeada una nueva exposición.

    Los cabellos de su pincel chocaron contra el lienzo, el color rojo se desparramó como un río que se detenía hasta no poder rebalsarse más, las gotas rojizas recorrían la tierra blanca de su imaginación y luego se desparramaban por el movimiento de su mano. Un poco de amarillo transformó su pintura en naranja, luego puso un poco de blanco en ciertos lugares que tomarían la forma de nubes viajeras, un atardecer comenzó a nacer entre cada pincelada, él iba observando cómo su obra emergía desde la nada, la manera en que un trozo de tela sin vida daba a nacer su arte, se sentía orgulloso de lo que hacía y el sonido de unos pasos lo sorprendieron un poco. En el umbral apareció Hortensia, su mujer, su amada, con su vestido de flores violetas, su pelo recogido en forma de caballo, y sus ojos, opacos y oscuros que recordaban a dos perlas negras, lo vieron atravesando toda muralla creativa para llevarlo a la dicha de tenerla ahí presente. Sus manos, con uñas pintadas de magenta, se apoyaron en sus hombros con extremo cuidado, Laurel se dio vuelta y, al igual que ella, abrazó su cintura en un gesto afectuoso. Los labios de ambos se cruzaron en un beso conocido, ese afecto que los dos se daban cuando apenas se volvían a encontrar, fueran días o minutos, y se vieron un tiempo hasta que ella apreció el lienzo que iba tomando el paisaje que él esperaba.

    —Me gusta –le dijo ella al acercarse a apreciarlo más de cerca.

    —Es mi última obra antes de la exposición dentro de unos meses –le contestó Laurel abrazándola desde atrás mientras ambos veían el lienzo.

    —Lo sé, ¿cuándo vas a Capital?

    —No lo sé. Pero Hugo me dijo que iba a avisarme con tiempo, así que no me preocupo de eso por ahora.

    Los dos se volvieron a mirar, los ojos opacos de Hortensia le hablaban, atravesaban cada mirada como una saeta indetenible y cariñosa, flecha que derribaba hasta el corazón más duro de los hombres, esa capacidad le llegaba a Laurel en un acto tan poderoso que en ese instante hubiera cumplido cualquier capricho, hasta el más absurdo, que ella le pidiese.

    En el bolsillo de Laurel el sonido de un timbre los interrumpió, al sacar su celular notó que era una llamada de Hugo, él fue hasta afuera para hablar en el patio. Hortensia en su lugar se dirigió a la cocina donde se encomendó a preparar un almuerzo digno para su amado, y le gustaba ver la caminata de Laurel sobre el césped y sus gestos al hablar con referencia la siguiente exposición.

    Ella miró que colgó y fue directo para contarle que ya tenía la fecha de su partida, le dijo que prepararía todo y volvería lo antes posible.

    Los dos entendían que para ella, quedarse sola, era una decisión arriesgada, su asma, que le dificultaba su respiración, hacía que no pudiera hacer ciertas acciones cotidianas para algunos y, aunque no había aparecido hace bastante y el aire puro del pueblo la estaba fortaleciendo, no querían arriesgarse.

    —¿Hay algún familiar que pueda venir durante mi ausencia? –le dijo, Laurel, mientras sostenía sus manos y paseaba sus dedos sobre su cuerpo frágil temiendo que podría romperse ante la primera aflicción.

    —Mi mamá tiene los días libres, le podría preguntar si puede venir a visitarme antes de que te vayas.

    —Entonces, vamos a llamarla y yo también voy a contactarme con mi hermana para que venga a cuidarte cuando pueda desocuparse.

    Los dos cerraron aquella promesa en un abrazo gentil. En su pecho Laurel no quería dejarla, entendía muy bien la salud de su esposa, las precauciones eran precisas y necesarias, su medicación, el plan de emergencia ante cualquier dificultad que se presentara, siempre hacia todo lo posible para que, en su ausencia, ella pasara el tiempo de soledad lo mejor posible y con los preventivos cuidados ya preparados.

    Pero no podía detener el reloj que avanzaba contra su voluntad y los dos se concentraron en terminar de preparar el almuerzo.

    Los rizos del sol parecían bañar con la presencia de un presagio lleno de bondades, bendecían la tierra, los alrededores, con su calor veraniego a cada uno de los seres vivos por debajo de su lumínico dominio y un par de ruedas de caucho giraban sobre el camino sin asfalto.

    Julio, en su bicicleta cromada, iba hasta el centro del pueblo a la hora acordada, hacia el umbral de la biblioteca donde esperaba hallarse con su amigo recién hecho, le parecía raro que no le hubiera contestado el mensaje que le había mandado a través del celular, pero no quiso levantar dudas en su mente, y decidió sacárselas enfrente de Omar.

    A lo lejos lo divisó, la figura de un ángel esperándolo sentado en las escalinatas, antes de saludarlo le pareció experimentar como si hubieran puesto una estatua nueva en medio de las dos ya existentes, su rostro inocente y cuerpo blanquecino resaltaban ante la selección de prendas que él había hecho, una remera blanca con pantalones de jean negros, y sintió en su pecho un sentimiento ardiente. No entendía muy bien qué era esa experiencia, pero no quiso ahogarse en reflexiones y no le dio lugar alguno.

    Ambos se saludaron, en un costado Julio encontró una bicicleta idéntica a la suya de color azul, Omar le contó que él también tenía un transporte de dos ruedas en su posesión, los dos acordaron ir hasta el establo abandonado, pero, no sin antes, pasar por una heladería cercana, la cual Julio quiso presentársela y planearon ir hasta allá. Antes de marcharse, deseó mostrarle el interior de aquel templo sagrado para las letras, los dos entraron y fueron recibidos por el bibliotecario. Él los acogió con gran estima, había en su sonrisa una mueca de gran felicidad al presenciar el nuevo amigo de Julio, él, ya un hombre mayor, sabía de la inusual actitud antisocial de Julio, por lo que saber que ahora había una amistad

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