Ungido para los Negocios
Por Edgardo Silvoso
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UNGIDO PARA LOS NEGOCIOS
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Ungido para los Negocios - Edgardo Silvoso
CAPÍTULO 1
CONFESIONES DE UN HOMBRE DE NEGOCIOS CRISTIANO
"Un día serás presidente de la Argentina!" anunció mi abuelo por enésima vez. Tíos y tías aprobaban este pronóstico con entusiasmados aplausos y vítores.
Nacido y criado en la Argentina, soy el primer varón de una familia de origen ítalo-española. Tengo sólo una hermana, ningún hermano varón y mis primos del lado italiano de la familia son menores que yo por diez años o más. Como heredero varón del apellido de la familia yo era el centro de comentarios eufóricos por parte de abuelos, padres, tíos y tías. Para los adultos de la familia yo era il bambino di oro, [el niño de oro]. Cada uno de ellos tenía sus propios sueños grandiosos respecto a mi futuro y yo debía hacerlos realidad.
Algunos, incitados por mi abuelo, me reiteraban que yo estaba destinado a ser el líder de la Argentina. Ellos me recordaban que en el momento de mi nacimiento el médico había anunciado ¡Les presento al futuro presidente de la Argentina!
Mi padre era activo militante en la política, de manera que era de esperar que yo siguiese en el futuro sus pasos. Estaba acostumbrado a verlo dirigirse a la multitud enfervorizándolos con su potente voz mientras discurseaba con pasión sobre los asuntos sociales. Encabezó marchas de trabajadores para exigir elecciones libres; elecciones que una vez realizadas, llevaron al poder a Juan Perón. Posteriormente trabajó con Evita Perón en la ayuda para los pobres y para promover los derechos civiles. Al haberme criado en este entorno, el que yo siguiese una carrera política no era una posibilidad distante. De hecho, era lo que se esperaba de mí. Por otra parte, el sector religioso de mi familia pregonaba que mi destino era nada menos que el papado. Me decían que aunque sería necesario comenzar de cura como cualquier otro postulante, me debería apresurar lo más posible para llegar a ser el papa más joven y el primer papa argentino de la historia. Por ese entonces, yo era monaguillo y activo participante en el Movimiento de Acción Católica; de manera que, al parecer, esta opción también se encontraba dentro del ámbito de lo posible.
Estaban también aquellos parientes que insistían en que me dedicara a los negocios. Luego comentaban risueñamente, "y cuando seas muy rico, puedes cuidarnos a todos nosotros". Yo contaba con una natural facilidad para las matemáticas. Me iba muy bien en la escuela y era muy bueno canjeando figuritas con mis amigos en los momentos libres. Llegué a poseer una gran colección de figuritas, lo cual, en el mundo de los niños, era sinónimo de riqueza y gran éxito. Al observarme canjeando y negociando, algunos mayores de la familia pronosticaban que con toda certeza yo alcanzaría las altas cumbres de los negocios y sería muy exitoso.
Cuanto más oraba, más se hacía evidente la mano de Dios en mi trabajo. Cuanto más intervenía Él, tanto más exitoso era el resultado de cada proyecto.
En ese tiempo no tenía noción de lo que sería cuando fuese grande, lo que sí sabía con toda seguridad es que finalmente elegiría una de esas tres carreras. Al comienzo de mi adolescencia me hice cristiano en una Iglesia Protestante e inmediatamente las posibilidades se redujeron a una única opción. Aceptar a Jesús como mi Salvador fue la mejor decisión de mi vida; pero, esto automáticamente eliminó la posibilidad de ser candidato a Presidente ya que, por ese entonces, la Constitución Argentina prohibía a los que no profesaban la fe Católica acceder al principal puesto político de la nación. Y ya que un protestante no puede ser papa, también se excluía esa opción, dejándome con una sola: los negocios.
Fue así como, con poco más de 20 años, llegué a ser el administrador más joven de un hospital y estaba a cargo de un establecimiento donde prestaban servicio 51 médicos. Dada la evidente falta de experiencia, a causa de mi juventud, era dolorosamente consciente de mi necesidad de ayuda sobrenatural. Por este motivo la oración se convirtió en la columna vertebral de mi rutina laboral. Cuanto más oraba, más se hacía evidente la mano de Dios en mi trabajo. Cuanto más intervenía Él, tanto más exitoso era el resultado de cada proyecto. Luego de observar la negociación exitosa con la que pude evitar que el hospital resulte absorbido por otro grupo, muchos de estos doctores decidieron confiarme sus finanzas personales. Invertimos en un banco local donde además se me ofreció un lugar en el directorio. Una vez que obtuvimos mayores ganancias, iniciamos actividades como compañía financiera. Al poco tiempo, estaba cubriendo tres funciones en los negocios: administrador del hospital, miembro del directorio del banco, y gerente de nuestra compañía financiera.
Era una situación cuanto menos desafiante. Hacer negocios siempre presenta la posibilidad de corrupción, más aún en la Argentina donde evadir impuestos, realizar una doble contabilidad y violar las leyes laborales se las consideran prácticas normales. Sin embargo, yo permanecía inquebrantable en mantener todo legal. Al comienzo mis superiores eran renuentes a actuar de esta manera porque temían perder la ventaja competitiva que provenía de evadir impuestos y de tomar atajos cuestionables. Pero, al comprobar los resultados favorables que obteníamos al desarrollar nuestros negocios de manera ética, comenzaron a depositar mayor confianza en mí. Finalmente me brindaron total libertad para actuar conforme me pareciese conveniente. Mientras hiciésemos dinero, no objetaban mi modo de operar poco usual.
LA SILLA DE JESÚS
Yo disfrutaba enormemente el hacer negocios, comprar, vender y contratar. Por cierto, siempre existían las presiones, pero, cada vez que la presión llegaba al punto de ebullición, buscaba lo que llamaba la silla de Jesús. Esta era una silla que yo había colocado en mi oficina a propósito. Cuando parecía que las cosas saldrían de control, yo cerraba la puerta y me arrodillaba delante de esta silla para pedir consejo divino. Vez tras vez Dios la proveía. En ocasiones lo hacía en forma quieta. Otras veces me daba directivas específicas. En más de una ocasión Dios realizó milagros en los negocios como respuesta a esas oraciones. ¡Resultaba tan reconfortante saber que Jesús estaba allí y que Él me había ungido para este trabajo!
A pesar de las constantes presiones en el trabajo, me sentía a gusto en mi ocupación. No obstante, cuando estaba en la iglesia, no siempre me sentía de igual modo —especialmente en aquellas reuniones en las que se hablaba del llamado al ministerio.
¿Por qué? Porque algunos líderes bien intencionados pero mal aconsejados menospreciaban mi ocupación. Una y otra vez me reclamaban: ¿Cuándo vas a entrar al ministerio? No vives por fe sino por vista. En tu trabajo te relacionas con pecadores, personas que beben y fuman. Hay un llamado sobre tu vida. No seas rebelde. Deja todo y métete en el ministerio
.
Esta crítica de parte de mis líderes espirituales me resultaba confusa y me provocaba frustración.
Me resultaba confusa porque muy en el fondo de mi ser yo sabía que Dios estaba conmigo en el trabajo tanto como lo estaba en la iglesia. Sentía la presencia de Dios en ambos lugares. En el trabajo, mi misión espiritual era llevar a las personas al conocimiento de Cristo. En la iglesia estaba para aprender, para adorar y para atraer a otros hacia una relación más profunda con Dios. La principal diferencia consistía en que en mi trabajo yo dependía exclusivamente de hechos concretos (tales como los milagros en los negocios). Quiero decir con esto que para lograr la misión que Dios me había encomendado allí, su consejo e intervención sobrenatural me eran imprescindibles. De todas maneras, no podía permitirme separar mi trabajo de asuntos espirituales. Yo no hubiera durado ni un solo día si no hubiese sido por el constante poder y la permanente presencia de Dios en mi lugar de