Amor de la música: Patricio Marchant
Por Cristóbal Durán
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Amor de la música - Cristóbal Durán
I
Escena-grafía: un agregado de vida
Escribir no conduce a un puro significado, y podría ser que la Biografía se diferencie de la filosofía y que, por el contrario, se aproxime a la pintura y sobre todo a la música, en la medida en que no hay duda de que ella nunca admite un verdadero contenido…
Roger Laporte, Fugue
Esa vida: un gran silencio frente a las cosas, entre las cosas. Una enorme población de fantasmas. Vida que guarda y resguarda su porvenir, que se resguarda en lo que ella disocia, en la discordia que mantiene muy cerca de sí. Vida imposible en su pureza, descartada o descontada: la vida, más bien una vida, una multiplicidad singular que siempre quisiera retenerse cerca de sí por medio de una escritura que captura y archiva una fuga diferencial o disímil. La vida dice que no hay presente; ella tarda en escribirse, aunque secretamente lo haya hecho desde siempre. Cuando tarda, ella misma ya ha sucedido: sin presente, ella sólo se reúne escrita, y así, se desaloja y se expulsa. Se inquieta. De este modo, no hay pureza de la vida. La vida llega tarde a decirse en unos trazos, en unas líneas. La vida se retrasa, como el nombre dado por una madre que da cada vida, esta o cualquiera. Guardar la vida, pretender conservarla para darla sin resto: eso se sobreimprime sobre la escritura de la vida, esa escritura que no sería más que el juego de unas escenas extraviadas, unas escenas que no logran disponerse y de las que no disponemos.
Lo que la vida convoca es lo que ella no puede exponer como si de una simple escritura se tratara. Lo que vive todavía, lo que pareciera no inscribirse todavía, es ese fraseo que no es únicamente un discurso. Ese ritmo es lo que se ha entreabierto: una vida que no es una unidad, o que lo sería sólo si estuviera absolutamente viva. A cada instante, ella no deja de extinguirse en su pasar. Por eso, su paso nunca será distinto de una muerte. Una muerte diferida, que no deja de acompañar, que no deja de morir en vida, pulsando dicho ritmo. Si la vida es cada vez otra cosa que lo que se cuenta, y que eso con lo que se cuenta, ¿cómo contar una vida? Hacerla entrar en escena, pero no para ilustrar un discurso sobre la vida ni para escenificar un concepto de la vida. Contar con la vida, por entero, ¿no sería hasta cierto punto perderla, pretender guardarla demasiado cerca, como algún objeto de museo? La escena bien podría ilustrar un discurso, pero no sólo eso⁶. De algún modo, las escenas prescriben la vida. Pero decir que algo o alguien la prescribe quizá sea mucho decir: la ateología de la escena de la vida, el hecho de que la vida no responda a ningún punto único que unifique su sentido, se lleva a cabo sobre la prescripción de que la escena de escritura se añade a la vida, siempre y cuando esta última lo sea todo. Para no serlo todo, la escena impide que la bio-grafía sea la escritura directa de un presente viviente centralizador y uniforme: la escritura directa es la indirección de la vida. Series de escenas-grafías hacen de la vida una plenitud: sin confundirse con ella, estas escenas de escritura son un resto de vida, una vida que así no puede coincidir consigo misma, que se desfasa y se quiebra para darse un porvenir.
Desde ese momento, la vida es separación. Pero una separación cuya incisión y cuya encentadura siempre pueden no tener lugar. ¿Dónde comienza así una vida, para comenzar una escritura sobre ésta? Con obstinación, aferrándose a ella, Patricio Marchant intentó pensar la singularidad de esta escena, abriéndose paso en sus trayectos y recovecos. La escritura de la vida –escritura de la propia vida, en primera persona– sólo es verdadera al resumirse absolutamente. Si sólo es verdadera, todavía le falta la posibilidad de su desvío y el ficcionamiento en que se sobrevive y donde se imagina a sí misma. La forma de la vida sería más bien el presente quebrado, con un trazado que busca plegarse a cada instante. Si realmente la vida está lejos de ser el objeto de apropiación soberana de quien por ella se pregunta, si más bien allí se trata de "escenas [que] se juegan, esto es, [que] somos jugados por las escenas"⁷, la vida quizá no sea otra cosa que un nombre para nombrar un singular tumulto de escenas.
De un modo extraño, a veces enigmático, Marchant se acercó a una cuestión muy poderosa en lo referido a cómo se implica esa vida en la lectura, en cómo se lee. Y con ello, a la dificultad de hablar de una escena. Como si se quisiera percutir o inclinar una distancia, no tanto para dirimirla o dominarla sino más bien para dejarse envolver por ella y descubrir así que se está completamente afectado por ella. No hay ninguna verdad para la escena, ninguna verdad trascendental: ¿Cómo hablar, entonces, de una escena sin pretender dominarla, ni contándola ni diciendo su verdad, sin ninguna pretensión de exterioridad respecto a ella? Sin duda, trabajándola, dejándose trabajar por ella
⁸.
De este modo, pensar la vida sería pensar la escena, y pensar la escritura de la vida, de la propia vida, no sería otra cosa que dejarse trabajar por cierta distancia que ya no sería la distancia impuesta por los significados trascendentales que buscan decirla y otorgarle su sentido desde esa distancia. Esa otra distancia –esa separación– nunca está presente, nunca es un elemento integrante del discurso sobre la vida o de su registro. Si no hay presencia de la vida respecto de sí, el gesto nunca es puramente crítico o perfectamente distante. Nada parece gobernar absolutamente el juego de la urdimbre, sin restitución o reposición, juego enredado que no deja de acompañar la construcción del argumento: el único riesgo es jugar a