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El errar del padre
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Libro electrónico476 páginas8 horas

El errar del padre

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 l errar del padre   convoca a un debate amplio en el entorno de las ciencias sociales; además de sus dimensiones psicológicas, tiene un hondo contenido político y sociológico, descubre la magia del relato para explicar desde otro lugar —literario, para algunos— los grandes problemas que interrogan a esas disciplinas. Es una búsqueda de respuestas que, partiendo del mito fundador de la cultura, logra interpretar las aparentes sinrazones de la historia de Occidente y descubrir en el devenir de los pueblos las huellas perpetuas del desastre.    
 Esta obra de la profesora Vélez es sugerente, rigurosa, profunda, bellamente escrita, a veces desafiante y trasgresora, y logra, a través de un relato vibrante, traer al presente esos personajes eternos que se salen de la tragedia griega para encarnar en seres comunes que habitan entre nosotros.    
 María Teresa Uribe de Hincapié   
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 mar 2022
ISBN9789585010130
El errar del padre

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    El errar del padre - Marta Cecilia Vélez Saldarriaga

    La autora

    Marta Cecilia Vélez Saldarriaga

    (Medellín, 1954-2019)

    Una de las pioneras del feminismo en Colombia, es autora de los libros Los hijos de la Gran Diosa. Psicología analítica, mito y violencia, Las vírgenes energúmenas y El errar del padre, publicados por la Editorial Universidad de Antioquia; de la novela Mientras el cielo esté vacío (Editorial Eafit) y de ensayos compilados en el volumen de homenaje Creer llorando. Feminismo, poder e imaginación.

    Prólogo

    Cuando leí El errar del padre dos imágenes vinieron de inmediato a mi memoria. La primera es la de una fotografía ampliamente divulgada entre quienes nos hemos acercado desde el rigor de la academia al fenómeno lacerante del desplazamiento forzado en Colombia, a la errancia de miles y miles de personas sacadas a la fuerza de sus mundos, lanzadas a la incertidumbre y al abandono de un exterior lleno de riesgos, de dolor y de pérdidas. La fotografía muestra a una niña campesina de la región de Urabá que transita por un camino de abrojos y de árboles centenarios conduciendo a su abuelo, un hombre viejo, delgado, enjuto y encorvado, que pone su mano nudosa sobre los hombros de la niña y se deja conducir, pues parece que es ella quien sabe hacia dónde van.

    Esta es la imagen contemporánea de la huida, de la marcha obligada por caminos interminables para llegar a ninguna parte, del exilio forzado de niños, ancianos y mujeres que cargan el peso de una culpa genérica, descargada sobre ellos por los señores de la guerra al señalarlos como la encarnación del mal, acusándolos de ser auxiliadores de la guerrilla. Esta niña y su abuelo son la representación del desastre humanitario de la guerra, del despojo, de la ignominia, y con su errancia infinita evocan a esa otra niña robada, a la Antígona de la tragedia clásica que conduce a Edipo, su padre ciego y atormentado, por los caminos inciertos de la desdicha, desde que se cierran para ellos las siete puertas de la ciudad de Tebas.

    La segunda imagen es la de las suplicantes, esas mujeres de negro que se reúnen cada semana en el atrio de la iglesia La Candelaria de Medellín para reclamar por sus hijos desaparecidos, para preguntar por qué se los llevaron y quién puede dar razón de los que se fueron sin dejar rastro, dejándolas sin el consuelo de un cadáver y con un duelo suspendido e incompleto, pero perpetuo; quieren saber dónde quedaron sus huesos para sepultarlos dignamente, de acuerdo con lo que mandan sus creencias religiosas y las leyes de la vida y la naturaleza.

    Esas suplicantes modernas constituyen la representación contemporánea de aquellas que le reclamaron a Creonte los cadáveres de sus hijos muertos en la guerra para sepultarlos según los ritos funerarios de la Grecia antigua, tal como lo había hecho Antígona con el cuerpo muerto de su hermano Polinices, a quien sepultó desafiando las leyes de los hombres, pero en nombre de esas otras leyes de la vida inscritas para siempre en los cuerpos y las mentes de las mujeres, esas otras excluidas y subyugadas desde cuando se impuso el orden de los nuevos dioses y se configuraron las convenciones de la cultura en el mundo occidental.

    Esas dos imágenes son las que abren y cierran el texto escenifi­cando la eterna repetición, ese círculo infernal de la guerra y de la muerte, ese presente perpetuo de antes y de ahora, del mito y de la historia, que reproduce con otros sujetos, en otros siglos y en diferentes entornos socioculturales los mismos dramas de niñas robadas y ancianos agobiados por el dolor y la culpa, las mismas súplicas dolientes de mujeres que reclaman a los gobernantes por sus hijos perdidos en la noche y la niebla; la misma enemistad entre hermanos que disputan por el poder en la polis, fundando sobre el fratricidio el orden de la política, así las luces destellantes de la Ilustración oculten las tramas de sangre y muerte sobre las que se levanta el Estado moderno.

    La modernidad, con sus promesas de orden, equilibrio, seguridad y paz no logró romper el círculo de la violencia y la guerra, del desarraigo y del abuso, y en lugar del Leviatán benevolente y magnánimo construyó un monstruo que empezó persiguiendo a los desobedientes, a los insurgentes, a quienes no se plegaban a las leyes instituidas, y terminó por devorarse todo, hasta sus propios hijos.

    La profesora Marta Vélez recrea en su texto el trasegar del rey Edipo y de su hija Antígona; los sueños proféticos del primero, que le muestran a ese descifrador de enigmas lo que le acontecerá a un mundo empeñado en despojar a los seres humanos de sentimientos y deseos, convirtiéndolos en cosas, en objetos prescindibles, fácilmente sustituibles y reemplazables, atados a esa maquinaria brutal de dominio y subyugación. Las pesadillas de Edipo en su errancia desesperada le permiten situarse en los campos de exterminio, en el Auschwitz contemporáneo, y observar con su mirada ciega lo que ocurre cuando se lleva al extremo la racionalidad instrumental, rigurosa y sistemáticamente aplicada, para destruir lo que hay de humano en las personas, preguntando con Primo Levy si a esos despojos que deambulan por los campos de concentración se les puede llamar hombres.

    Pero, al mismo tiempo, se da lugar al encuentro de Antígona con Medea, la sibila que conoce los misterios de la vida y la feminidad, la sacerdotisa sabia que aún conserva el saber oculto de la diosa madre (brutalmente abolido por los guerreros de la estirpe de los Labdácidas) y quien inicia a la niña-mujer en los misterios del cuerpo y los sentidos, develándole, también, la historia trágica de su saga familiar; iniciación-descubrimiento, revelación de misterios, ruptura de silencios y de olvidos que le permitirán a Antígona descubrirse, y a ambas sanarse de sus antiguos dolores y reencontrar, por caminos diferentes, el sentido profundo de la existencia humana.

    El encuentro entre las dos mujeres, ese saber transmitido por la línea femenina, es una clave para descifrar otro enigma o, al menos, otro interrogante frente a las maneras siempre renovadas y valerosas que tienen las mujeres para enfrentar la devastación en los tiempos de las guerras. Siempre me he interrogado por ese papel protagónico que asumen ellas frente al drama continuado de la errancia y del desplazamiento forzado. En Colombia, son las mujeres, aparentemente débiles e inexpertas, las que se enfrentan a poderes inmensamente superiores en fuerza y en recursos bélicos, las que tienen el valor de denunciar los atropellos de quienes subyugan a sus comunidades y a sus familias, las que organizan la huida siempre precipitada y recrean la vida en entornos generalmente hostiles que les sirven de refugio. Quizá esa fuerza inexplicable, ese saber sobreponerse a la desdicha debería buscarse en el conocimiento profundo de los signos ocultos en sus cuerpos y trasmitidos de generación en generación por una lengua no dicha.

    El errar del padre convoca a un debate amplio en el entorno de las ciencias sociales; además de sus dimensiones psicológicas, tiene un hondo contenido político y sociológico, descubre la magia del relato para explicar desde otro lugar —literario, para algunos— los grandes problemas que interrogan a esas disciplinas. Es una búsqueda de respuestas que, partiendo del mito fundador de la cultura, logra interpretar las aparentes sinrazones de la historia de Occidente y descubrir en el devenir de los pueblos las huellas perpetuas del desastre.

    Esta obra de la profesora Vélez es sugerente, rigurosa, profunda, bellamente escrita, a veces desafiante y trasgresora, y logra, a través de un relato vibrante, traer al presente esos personajes eternos que se salen de la tragedia griega para encarnar en seres comunes que habitan entre nosotros.

    María Teresa Uribe de Hincapié

    Introducción

    Desde los primeros años del siglo xx, un mito ha dominado y tiranizado la comprensión de la estructuración del deseo en los seres humanos: el mito de Edipo rey. Las indagaciones sobre este espejo en el que nos miramos para comprendernos poco han logrado amplificar, profundizar e interrogar de otra manera aquella formalización inicial que nos ha sido legada por el fundador del psicoanálisis: el complejo de Edipo, desarrollado a partir del mito que inspira y da origen a la tragedia de Sófocles, compuesta por la trilogía de Edipo rey, Edipo en Colona y Antígona. El deseo del padre, su supuesta incidencia en el proceso de creación de la cultura en tanto hacedor de leyes y prohibiciones, han sido premisas aceptadas con una obediencia pasmosa. Las consecuencias de esta aceptación y de lo que ello supone cuando lo conceptual se convierte en natural, en justificación, han permanecido en profundo silencio.

    Si el mito de Edipo rey ilumina la comprensión del deseo humano, si desde él asumimos el papel del padre como constructor de cultura dado que establece la separación de la madre (prohibición del incesto), ha de ser el mismo mito, con todo lo que implica (la saga de los Labdácidas desde Cadmo y Harmonía, hasta Antígona), el que nos entregue las claves para entender una cultura que acepta mirarse desde él para comprender su pasado, construirse y desarrollarse. Quizás Freud tuvo la genialidad de develar algunos de los motivos a partir de los cuales se inspiraba la estructuración del deseo humano y aquello que movía a la cultura; sin embargo, permaneció silencioso frente a lo que mítica y simbólicamente era su fundamento y frente a lo que esto, al ser comprendido como único y natural, es decir, propio del ser humano y necesario para la cultura, perpetuaba hasta concluir en la implementación del horror del cual él mismo fue víctima: la Shoah.¹

    ¿Cuáles fueron las razones por las cuales Edipo, luego de una errancia que se supone meditativa, reflexiva y develadora de la interioridad humana, no pudo entregarnos la fraternidad, sino que con sus pasos rengos nos legó el fratricidio, el odio y la muerte entre hermanos? ¿Qué significa este legado de rencor, cuyo mayor ejemplo es la sucesión asesina y caníbal de los dioses padres de los mitos fundacionales griegos a sus hijos, final mítico del cual Edipo es el héroe sacrificial, es decir, aquel cuya vida se inmola para que otros aprendan, o para que otros introyecten la ley mediante su castigo ejemplarizante?

    Los anteriores son algunos de los interrogantes que dirigen esta búsqueda. Mas hay otras preguntas que se deducen de este postulado y de lo que el mito ha establecido y fundado para la humanidad, inquietudes igualmente graves y reveladoras para la comprensión de nuestro destino y para la apertura de otras dimensiones a partir de las cuales podamos construir un mundo diferente. Debemos preguntarnos, entonces, y la pregunta es un poco más grave en tanto permanece oculta, soslayada, ignorada: ¿qué permite concluir que una niña, Antígona, que es expulsada con su padre ciego en una cultura en la que las mujeres no pueden decidir —menos aun una niña—, se fuera con él porque lo amaba con deseo soterrado, escondido, oculto? Antígona no toma la decisión de partir; ella es, por el contrario, una niña robada, sometida por la voluntad del padre, ignorada en su ser; una niña como tantas otras que han sido arrastradas desde siempre por sus padres, que les sirven de esposas y madres a estos y a sus hermanos. ¿Qué libertad de decisión, entonces, tiene una niña o una mujer en una cultura en la cual lo femenino es amordazado, callado hasta su desaparición total, en medio de un lenguaje en el que lo masculino y el padre fungen como El Sujeto, como el universal y, por tanto, como el todo existente?

    Nuestro mundo actual nos enfrenta con millones de niñas y mujeres desoladas por la guerra, desplazadas, violadas, expulsadas de sus pueblos, con sus construcciones y lazos afectivos hechos pedazos, que van recorriendo la tierra, siempre buscando la vida en otra parte, andariegas eternas hacia un lugar donde plantarse, un lugar donde sea posible el amor a la diferencia y no su persecución, ni su destrucción o asesinato. A la vez, vemos hasta el cansancio a millones de hombres, guerreros todos, quienes, sin importar sus ideologías o religiones, arrasan pueblos y dejan un sinnúmero de cadáveres a su paso. Aquellas mujeres repiten con horror la acción de Antígona; y esos hombres, con la cabeza inclinada y dispuestos a obedecer a su padre y destruir a sus hermanos, caminan sobre los pasos de Edipo y con encendido furor repiten, agrandando, el odio de aquel.

    La saga de los Labdácidas ha cosechado sus frutos: el desarrollo de estos postulados a partir del odio y el desprecio a la caverna —que funge simbólicamente como las sombras y los matices, como la oscuridad en la que toda vida se guarda y a la que toda vida debe retornar si de verdad quiere saber de sí misma y de la dirección de su destino—, a la par con una racionalidad que pretende extirpar de los humanos la garra que aún se abre tras nuestras manos y las fauces que se desperezan, inconscientes nosotros de ellas, tras nuestras bocas. Esta saga ha tenido su más clara presencia en el Holocausto nazi, final ilusorio que se expandió por todo el planeta y enseñó no pocas formas de destrucción en la continuación de una lógica guerrera que odia la vida en su asombro constante, que desprecia la oscuridad, vientre la tierra, vientre la madre, desde la cual se eleva.

    Y entonces, ¿qué papel desempeñan Yocasta y Antígona? ¿Por qué no se ha pensado directamente en ellas, o solo se las ha considerado para reforzar el desprecio por lo femenino y, con ello, el desprecio por la vida? ¿Por qué no nos hemos preguntado por aquel ahorcamiento de otra manera y bajo otras premisas que no sean la eterna culpa que en nuestra cultura y en sus fundamentos filosóficos, religiosos y psicológicos ha arrastrado la mujer? Todas las psicologías más o menos profundas han afirmado con vehemencia y contundencia que hay que separarse de la madre, salir del hogar, renunciar a su afecto; incluso que toda hija debe despreciar y odiar a la madre para poder ingresar por el desfiladero del horror, de la ley del padre, de la obediencia a este con el fin de ser transmisora de sus leyes y de su odio. En cambio, no se afirma que hay que abandonar al padre y no emularlo, que hay que separarse de él para poder ser creadores, para acceder a nuevas formas de nuestra psique y de nuestro estar en el mundo. Esta negación o este silencio garantiza lo más horroroso de la cultura patriarcal: la obediencia. Y si no es así, cómo comprender miles y miles de hombres, guerreros todos, obedientes y sumisos a las instituciones del padre, a sus gobiernos, a sus ejércitos, dispuestos a morir y a matar en nombre de la pater-patria. El mito de Edipo como mito fundacional de Occidente es, en el fondo, el mito de la obediencia y de la reproducción horrorosa de una guerra que, mandada por el padre —esa es su maldición—, inocula su reproducción en cada hombre: cada hombre quiere ser padre, dominar a la mujer, ocupar su lugar en el poder, ejercer su dominio y matar a su hermano.

    Yocasta y Antígona, pese a los innumerables análisis y escritos en torno a la segunda, continúan girando alrededor de la misma dinámica patriarcal, de su afirmación. A Antígona se la ha pensado y afirmado como la guardiana de la familia debido a la defensa que hace de su hermano, defensora de la sangre en una cultura que ha construido sus filias en torno del padre para que este pueda diferenciar a sus hijos y establecer desigualdades frente a la vida y, por tanto, poder asesinar al resto; como afiliada al padre, afecta a él, de él enamorada; como contestataria en nombre de una democracia cuyo timo y ardid demuestran que esta no puede ejercerse en medio de la ignorancia, el hambre y las desigualdades siempre sobornables; como rebelde para cimentar mejor el mundo del padre, el mundo falocrático; como aquella que enfrenta el mundo de la polis, masculino y paterno, al mundo del hogar, femenino y materno, como si la tragedia misma no dejara entrever —y la historia, asegurar— que nunca ha habido mundo del hogar que sea mundo femenino, pues las mujeres se van a los hogares de los hombres, donde continúan sus servicios y su esclavitud. No es difícil internarnos en sus vidas, acercarnos a sus dramas, encontrar en ellas las dinámicas y los acontecimientos silenciados. Ellas, Yocasta y Antígona, son también las figuras sobre las cuales el mundo racional ha pensado lo femenino y ha ocultado sus innovaciones, sus grandes variables y los develamientos de todo lo que la cultura del padre ha ocultado, sometido e intentado destruir.

    Aparte de un suicido culposo, ¿qué nos dice el ahorcamiento de Yocasta? ¿O es que en ella nada más es simbólico, sino terriblemente lineal, literal, plano? En una publicación anterior he discutido acerca del ahorcamiento de las mujeres y su honda relación con un lenguaje en el que no existimos, un lenguaje que habla el universal masculino y en el que las mujeres somos el accidente o, a lo sumo, el complemento circunstancial.² Por ello, en esta búsqueda también se aborda el problema del lenguaje, su construcción excluyente en la cual las mujeres tenemos siempre que travestirnos, traducirnos, traicionarnos; es decir, hablar desde, como y en masculino, un lenguaje en el que lo femenino y sus vivencias ocultadas y reprimidas no pueden ser dichas. La lengua es aquí el contrapunto de ese lenguaje, y comprendo la lengua como un murmullo, arrullo, sonido vacío de sentido a la manera del lenguaje, pero soporte de la afectividad y del amor que nos ingresa a la vida. Hablo, pues, de la lengua como brazo, como abrazo, como aquello que con sus sonidos amansa la bestia y, más importante aun, como lo que nos filia a otro ser humano, nos imanta, nos humaniza, nos enseña y dona el amor por el otro y por lo otro. Por tanto, un lenguaje desasido de la lengua, de ella roto y cercenado será un lenguaje incapaz de construir lazos amorosos por la vida, incapaz de amar.

    Y Antígona, ¿de dónde sacó el coraje para enfrentar al tirano? Esa hija robada por el padre, conocedora solo de sus pensamientos, íngrima en su ideología y en su culpa, presa de su lenguaje y atrapada en su odio por la vida, ¿dónde encontró la inspiración y el arrojo para enfrentarse a Creonte? Esa bravura y ese ardor solo pueden provenir de la intensidad con la que somos plantados en la vida; es decir, de esa lengua que nos inscribe y enseña a nuestros brazos los abrazos, a nuestros ojos, la mirada asombrada y abismada, y, a todo nuestro cuerpo, la tensión hacia otro cuerpo, hacia lo otro, lazo amoroso ello. Antígona tuvo que tener una madre que la re-inscribiera en la lengua luego de haber sido robada, que sobre su piel tatuara los sonidos del amor y de la vida, que desde el murmullo incoherente de las palabras de los labios maternos volviera a donarle su valor y la dirección vital y no mortal, la comprensión erótica y no despótica de la vida. Ello es lo que nos hace falta, reconectar el lenguaje con la lengua, reconectarnos con nuestro femenino ocultado y agónico en una cultura tremendamente masculina, guerrera y asesina.

    Esta niña robada halló la potencia y la valentía para defender la vida, no en honor a la filiación paterna, sino a una vida elevada y circunscrita a dos jardines desde los cuales ella se renueva y en torno de los que la ciudad fue erigida: el primer jardín es la agricultura, la huerta, la siembra que posibilita el asentamiento de los humanos y da la vida; el segundo es la otra huerta, jardín de los muertos, siembra también esta, cementerio desde el cual la vida memoriosa encuentra su raíz y nos dona el sentido de pertenencia. Antígona enterrando a su hermano Polinices es fiel a estos dos principios, como son fieles aquellas tantas, miles y millones de mujeres en Colombia y en el mundo entero que reclaman, ya no la vida de sus hijos desaparecidos —demasiado conocidos son hoy los guerreros—, sino sus cadáveres para retornarlos al seno de la tierra, para hacer de la memoria su eternidad y para guardar el sentido de la vida también en su final.

    Exigir que en Colombia y en el mundo sean devueltos todos los desaparecidos que yacen en fosas comunes y rondan incesantes como almas en pena en la memoria, en los sueños y en la vida de todos aquellos que los aman, no es más que repetir el acto de Antígona y de las suplicantes, porque en la repetición hay siempre algo incomprendido, algo no resuelto, algo que presiona para recobrar su sentido. Tanto en el mundo entero como en Colombia, las suplicantes seguirán en las plazas de las ciudades y los pueblos reclamando los desaparecidos por los señores de la guerra. Será una repetición, un clamor eterno, un grito hasta que ellos puedan reposar en el jardín de los muertos, y sus madres, hermanas, hijas y compañeras puedan guardarlos amorosamente en su memoria.


    1 El término hebreo Shoah o Shoá significa literalmente catástrofe y se usa para referirse al Holocausto.

    2 Marta Cecilia Vélez Saldarriaga, Las vírgenes energúmenas, Medellín, Universidad de Antioquia, 2022.

    1. La noche

    Como una rúbea rueda,

    ombligo, venas, arterias.

    Como centro bermejo,

    menstruación, útero, placenta.

    La vida encarnada gira abriéndose,

    círculo rojo,

    cordón umbilical, flujos, sangre,

    ¡roja!

    Como un anillo rojo que gira

    ¡Fuego!

    A punto de enlazar

    ¡Humo!

    Una llama que lame

    ¡Ahogo!

    Aro que cerca

    ¡Asfixia!

    Cenizas.

    La vida arrojada.

    Rojo que obnubila la mirada.

    La muerte, ¡flama roja!

    ¡Llama!, llama.

    Ella, en la repetición del círculo, nudo alrededor del cuello, nudo también en la garganta y nudo, así mismo, estrangulando las palabras, se dejó mecer por el viento. Otras ya habían sucumbido al mismo nudo y al mismo silencio. Ella, ahora todas, yace suspendida en el vértigo mortal, lazo trenzado al cuello, en el vértigo mortal del silencio de la historia como nudo, como ahogo.

    Él se arrancó los ojos para borrar de su cuerpo las huellas de su pasión. Dejó que sus cuencas vaciadas fueran lagos de sangre coagulada. Y allí, rojas sobre rojo oscurecido, las imágenes: sus miradas, el arco labial de su risa y sus besos rodando por su cuerpo, ¡lengua! Rojas sobre rojo oscurecido, las visiones detenidas de sus cuerpos enlazados, nudo también ellos.

    Ellos, cerca del abismo de sus ojos, absortos en las imágenes coaguladas, ídolos también ensombrecidos, cantan el vacío, el vértigo. Sus murmullos hacen eco a los gritos del recién enceguecido, sus plegarias son lamentos y las palmas de sus manos oscurecen el horror en su mirada: auguran su ruina y presienten la partida. Ellos entonan dolidos y aterrados los ayes inútiles frente al maldito. Ya no cantan, callan; ya no plañen, asisten inmóviles al destino, lo ven acercarse en las maldiciones pronunciadas por el asesino.

    Ella pende de un lazo, de un lienzo, o quizá solo está en un columpio: va y viene, entre el cielo y la tierra ondea suspendida de una cuerda. No, ella es un péndulo, de un extremo a otro es mecida por el ritmo del viento en el cuerpo. Verticalmente oscila. Entonces, ella es el tiempo.

    Sus ojos son de piedra, asombro y miedo congelados, espanto y pánico yugulados por el nudo, detenidos por el ahogo. Terror y pavor sus ojos grandes abiertos al abismo, tragándose el vacío, bebiéndose su soledad de cara al Hades. Ella baja, desciende la recién oscurecida cinco ríos limitan el espacio de su viaje y uno solo, vertiente cruzada por un barquero, la conducirá a la meta.

    Él, pavura apoderada de su cuerpo, impreca a los dioses y grita su dolor. Quiere encontrar refugio en ella, pedirle que sea cueva, abrazo materno, vientre protector. Quisiera echar atrás la solución del enigma, deshacer los pasos en el laberinto donde todo ahora es espejo, devolverle la vida a la esfinge, mujer enleonada, mujer leonina, animal mujer. Él maldice a los dioses. Hubiera preferido no haber nacido o, de haberlo hecho, haber durado el corto tiempo de un parpadeo. Hubiera querido haberse quedado en las fauces del dragón.

    Ellos quieren acompañarlo, estar junto a él, arrimarse a su dolor, a su oscuridad; limpiar, acaso, el rojo sobre su rostro. Claman a los dioses pues se saben sus instrumentos, y piden clemencia: todo es debido a aquel que antaño inauguró el castigo y echó a rodar la maldición; no este de ojos oscurecidos, de caminar cojo y de movimientos desequilibrados; no este de pies hinchados, sino el otro, el torcido, el hijo del patizambo.

    Ellos claman: el horror y el espanto son un dios agitándose en la vida de los humanos. ¡Y han visto cómo se ha agitado este dios! Saben, entonces, que el final de la maldición es siempre una culpa, un destierro y una obediencia; saben que el dios sale de nuestra vida cuando hayamos salido de su territorio; el nuestro es la errancia. Él deberá irse, dejar las siete puertas tras de sí. Otra, en otro tiempo, descubrirá que esas puertas eran en verdad peldaños de descenso hacia la muerte. Él tendrá que salir, náufrago del terror, abandonarlo todo, caminar hacia la oscuridad, sombras sus ojos oscurecidos; caminar con las cuencas vaciadas en una noche eterna que abrirá su aurora con la muerte.

    Ella cerró la puerta cuando vio que la verdad había viajado rápido en la memoria del viejo criado. Cerró la puerta, se encerró. Sabía que eso podría ocurrir, pues había ocurrido antes de ellos. Ella y él, de la misma sangre, se amaron. Ella y él permanecieron de espaldas a los dioses, fue una pasión sin el naufragio del odio ni la zozobra de la desconfianza. Se amaron. Habían desobedecido las nuevas leyes que promulga el rayo y no aprendieron la sumisión ni el miedo. El goce crea insumisos. Ahora los dioses de torva mirada iban a regalarles la culpa y la expiación, el repudio y la inquietud, el tedio y el aburrimiento, la costumbre y la ruina en la obediencia.

    Ella corrió, se encerró, se cercó. No estaba dispuesta a traicionarse. Sabía que los oráculos mienten, que los dioses celosos de la temporalidad de los humanos no iban a permitirles la intensidad que su eternidad les arrebata. Sabía que los dioses no les permitirían aquel saber, y sabía, además, que él no lucharía contra ellos: traería el odio y el desprecio a su corazón, traería la noche a sus ojos como vergüenza, como castigo, y se sometería desde ahora a todos sus mandatos y prohibiciones. Ya no se amarían, pues él había aceptado su amor como horror y culpa, había aceptado someterse, respetar los celos de los dioses frente a la intensidad humana y se había prometido el asco ante su goce.

    Ella corrió, se encerró, se cercó. Y el nudo corredizo en torno del cuello dio el último giro, tensó la última vuelta para comenzar un nuevo movimiento: otro círculo comenzaría a armarse en torno de otro cuello, otro nudo ahogaría la lengua, estrangularía las imágenes hasta detenerlas en el profundo asombro atrapado en unos ojos de piedra. Ella se quedaría insumisa y descendería hacia la mansión de los muertos.

    Sabía que su ahogo era el inicio de mil ahogos: otro círculo, otro cerco trancaría las puertas de su ciudad y, de puerta en puerta, siete en total, comenzaría a cerrarse el círculo, a estrecharse, a estrecharlo. El nuevo mundo daría sus pasos firmes sobre los tenebrosos pasos del oscurecido. Morirían los hermanos, moriría la hermana y allí comenzaría la historia como guerra. No, ella se quedaría columpiándose, ingrávida, pavura en la mirada ante un porvenir de fuego y humo.

    ¡Y ella se quedó, inmóvil, toda de piedra, visionaria de un porvenir de fuego y humo! Otra, su hija, niña aún, debería partir, abandonar el reino, dejar a su madre suspendida, oscilante y rígida e irse conduciendo al enceguecido. Ella, de otra manera, iba a ser también suspendida: sería los ojos agujereados del padre-hermano, el andar de sus movimientos torpes, de los pasos rengos de sus pies hinchados; y, niña robada, dejaría las puertas que lentamente se irían cerrando con su partida.

    Los gritos del impuro la habían atemorizado. Sacada de su universo infantil, escuchó las súplicas de los ancianos como letanía lúgubre, como canto sepulcral, sonido de adioses. Se levantó sobresaltada. El siseo se escuchaba cerca y los ayes retumbaban como queriendo trepidar los muros, socavar los cimientos del palacio. Oyó los gritos, las súplicas, y como una voz venida de muy lejos, una voz andante en los tiempos, percibió los ecos roncos de las pitonisas, voces arrancadas del vientre y resonando en el pecho, ecos de estruendo, palabras lentas que retumbaban en su cuerpo. Sintió, llegados acaso desde el origen de los tiempos, conjuros, maldiciones, augurios. Y un presentimiento, sentimiento para ella desconocido, golpeó su pecho. Tuvo miedo. Supo que ese corazón agitado, como cascos de yegua desatada hacia adentro, era desasosiego, vértigo. Supo del grito como súplica, como espanto; del grito como cascada vaciando el cuerpo.

    No eran gritos, pensó. Serían los aullidos de alguna víctima sacrificada a los dioses, súplica acaso inútil. Mas su corazón seguía trotando y ella continuaba sintiendo las huracanadas voces de las posesas. No quería oír. Tenía miedo de aquello que le sería revelado, de esos gritos de animal degollado que comenzaban a galopar en su corazón; del círculo del tiempo y de esa cifra irremediable que está siempre en el origen. Le temía a la noche en gritos y misterios desatada, a la peste, a los cadáveres infectados y a las piras que se incendiaban desde que comenzaba la agonía del día e invadían todo de un olor nauseabundo.

    Tenía miedo; lo tengo ahora. Esos gritos retumban infinitos en las paredes de mi vientre y se escuchan entre las voces quebradas de las mujeres errantes que, de exilio en exilio, de guerra en guerra, trillan la tierra. Fui esa niña robada. Casi todas lo son, aunque de diferente manera: niñas robadas por la guerra, arrancadas en la noche por unos brazos precipitadamente convertidos en tenazas; por unos brazos que ante la amenaza dejan de ser cuna y se vuelven garras que aprietan con la velocidad de la huida, en la carrera para escapar al fuego de las balas, al fuego candente de su sexo con el que arruinan a las mujeres para vencerlos a ellos. Y en esas garras que aprietan contra el pecho se oye el corazón galopando, galopante, buscando la salida. Entonces, son niñas robadas por la huida y por el miedo, arrancadas para siempre de su infancia.

    Fui esa niña robada, hija del pánico a los cuerpos destrozados por la violencia. He sido testigo muda de las largas noches de rezos y oraciones en espera de un pronto amanecer que ahuyente —un momento, al menos— el terror y el espanto. Fui esa niña robada, lo fueron conmigo casi todas mis hermanas quienes, una a una, íbamos perdiendo la risa ante los sobresaltos por un muerto, un desaparecido o un ahogado flotando en el río. Otras niñas hoy, como yo hace tiempo, pierden su infancia: los guerreros del espanto les han ido rompiendo los hilos, cortando los lazos, erosionando el suelo, minando el alma. Otras niñas hoy, ya ancianas, con el mundo destruido entre sus manos y con un futuro de piedra, deambulan entre los escombros de sus guerras.

    Casi todas las niñas son robadas, saqueada su infancia por unas manos que les abren su sexo, por un sexo robándoles el sexo. Niñas engañadas, despojadas de su inocencia para ser madres de sus padres, de sus hermanos; para ser sus sirvientas, sus esclavas, sus objetos. Niñas báculos, niñas madres, niñas silenciadas, niñas desgajadas de sí mismas, niñas muñecas abandonadas por la guerra, niñas prostituidas, niñas sin palabra, ¡robadas todas!

    Ella escuchaba las voces de posesas arrebatadas y no comprendía cómo aquellas palabras habitaban en su mente, ni qué las había traído. Tampoco sabía por qué los gritos desollados del animal sacrificado se convertían en murmullos que anunciaban la partida. Eran voces aferradas al eco de un adiós que retumbaba en su corazón asustado. Quería correr. He corrido con el terror prendido en el corazón como la niña Antígona, y esas voces me han despertado en la noche y le han arrancado gritos a mi alma. Uno a uno han comenzado a llevárselos a todos, a llevárselos hacia las sombras. Uno a uno, cuerpo a cuerpo, los hermanos se destrozan y se matan mientras ellas, plañideras y parteras, renuevan la vida que otros se empeñan en desaparecer. En Europa, en África, en América, en la Tierra toda, aquí mismo, en este instante, en los campos minados, minas para niños juguetones, la amputación de sus miembros —cuando no de la vida— los arranca de su infancia y, tempranamente, los introduce en la acritud, en la amargura.

    Como Antígona niña, oigo las voces de las pitonisas. Son las voces roncas que predicen la guerra, que pregonan la muerte y la destrucción. Los escarabajos negros, insectos de mal agüero, cruzan el cielo esta noche. Sé que mil mujeres, con sus niños como pájaros debajo de sus brazos, corren aterradas entre las sombras. Todo lo han dejado atrás, todo abandonado, incluso el cuerpo muerto de sus hijos y compañeros, ellas que nunca abandonan a sus muertos, ellas que nunca los dejan insepultos.

    Las puertas están cerradas. Cuando tienen tiempo antes de la huida, ellas cierran sus casas. Antes de la expulsión, antes del exilio ellas cierran las puertas como aquellas siete se cerraron tras las espaldas del parricida enceguecido, conducido por la niña robada. Cierran las puertas y allí, encerrados, se quedan el olor del amor, el calor de los cuerpos sudorosos abrazados, la urgencia de la pasión, el imán de la ternura, la voz queda de los arrullos adormecedores, ¡lengua! Y allí, como en un baúl, se queda encerrada también la esperanza. Pandora todas, pues son regalos engañosos sus amores, sus sueños, su mundo; regalo engañoso su cultura; guerra y muerte sus regalos. Cuando pueden cierran sus casas, sueñan con retornar y encontrar de nuevo la vida. Mas el retorno nunca será a los olores ni a las pasiones. En la casa mora otro, otro manda en su tierra y otro será quien a su regreso les señale su morada en el mundo de los muertos.

    Cuando los guerreros de las sombras llegan con sus rostros cubiertos con máscaras de bacanales, orgías de sangre y gritos de niños aterrados, ellas no pueden cerrar las puertas. Entonces, a los olores y a los colores, al fuego y a las caricias, a los arrullos, a los cantos y a los cuentos se los lleva el viento. Se van todos con el vaho de los muertos, de aquellos que saben que sus nombres, lista en mano de los asesinos, son sentencia implacable de muerte. Y los pueblos se van vaciando, algunos con las puertas cerradas, otros habitados por el viento que surca entre las casas arrasando los recuerdos, llevándoselos lejos. Aquí, en este rincón del planeta, como en tantos otros, ni el hogar puede albergar los recuerdos. En esta esquina, como en casi todas las esquinas de la Tierra, los guerreros de las sombras quieren el olvido, el desarraigo y la muerte.

    Y las montañas se llenan de mujeres, de niñas y de niños: pájaros asustados acurrucados en los matorrales a la espera de una aurora que llegará sin promesa alguna. Y las montañas y los caminos se llenan de pájaros aterrados. Se van, huyen, se esconden del fuego encendido, incendiado del odio. Y las montañas se adormecen guardándolos entre sus sombras, arrullándolos con el ladrido insistente y agobiante de los perros, mientras ellas vigilan, trasnochadas, para que no las alcance la venganza. No hay río ni barquero ni cerbero. Todo permanece en la superficie de la Tierra, todo para la mirada aterrada de aquellas que quedan vivas, de aquellas que llevarán para siempre la memoria lacerada de sus muertos, la memoria tatuada de sus huidas.

    Cuando los guerreros enceguecidos se ensañan con sus muertos, militares del fuego, y la crueldad les roba tiempo, entonces ellas pueden huir con los niños bajo sus brazos. Sueñan el regreso, lo sueñan para soportar el exilio, para soportar esa guerra interminable que comienza con la huida, con el desplazamiento; esa guerra interminable que se adelanta a sus pasos y, esfinge plantada a la entrada de las ciudades, espera allí, en cada puerta, bajo las formas del desprecio, la persecución y la exclusión. Enigma y destrucción de los hombres es este desprecio.

    Antígona oye los gritos y los murmullos como letanías sepulcrales. Súplicas los gritos y oratorios los lamentos. Sabe, entonces, que no son aullidos de bestia sacrificada en el ara de algún dios. Son gritos abiertos, voces como rayos rasgando la noche, gritos que arrastran el dolor del alma, lamentos que saben lo inevitable y escupen toda la impotencia y su irremediable miseria. Ella sale buscando a su madre, quiere protegerse de los gritos, quiere sosegar su corazón galopante y saber que la partida presentida no es irremediable, ni que irremediable será el abandono de las siete puertas, de los muros del palacio, de sus hermanos y de su hermana; quiere que su madre le asegure que la peste no los llevará lejos.

    Ella corre. Alguien dentro de ella, ella misma acaso, la empuja, brutalmente la conduce, la induce, no le da tregua. El aire contenido y el resoplar de bestia agotada y agobiada se sienten cerca. Es una bestia ahogada recorriendo tras ella las estancias de la infancia. Ella corre por el laberinto y el resoplar del minotauro envuelve su espalda. Asustada mira el suelo y ve allí esa golosa imaginaria, ese juego cruzado que guardará en su memoria de niña, memoria de un tiempo que pronto creerá fantaseado, inventado, inexistente. En la golosa ve ese otro juego trazado para su familia y jugado con su hermano, marcado de círculos y cruces en la arena. Círculos Antígona, cruces Polinices: círculos ella, ahogo, silencio; cruces su hermano, muerte inevitable. Juego que envía las señas ineludibles de un futuro. Círculos ella, su madre; cruces Polinices, Eteocles, su padre. Ningún ganador, tampoco tablas. Cruces y muerte todos. Círculo cerrado finalmente. ¡Ahogo!

    Huele a sangre; la historia entera huele a sangre. Y la historia de este país, desde siempre en guerra como la historia toda, como el empecinamiento por acabar la vida, huele a sangre de esperanza herida, es roja de pasión asesinada, es detención e inmovilidad, pérdida en el laberinto de la destrucción y de un odio que no ha encontrado sosiego, que no ha encontrado la salida, que la ha clausurado en el vientre de la tierra y en la historia como el juego mortal de animal cercado y agónico.

    A nuestras espaldas huele a sangre. Es roja coagulada nuestra memoria. Ríos teñidos y rostros desfigurados por el rencor y por el miedo hacen presencia constante en nuestros recuerdos y en las imágenes que nos roban el sueño. Hace tiempo, tiempo de origen, la guerra brotó como robo de la lengua y como violación y destrucción de nuestros sexos. En este país, como en todos los corredores de la historia, huele a sangre. Es un olor que ofusca el corazón, un dolor de desaparecidos, sangre de fosa escondida, de tumba ocultada, de caverna cosida, sangre de cuerpo despedazado y esparcido, guerra silenciada, guardada en fosas comunes, enterrada en cementerios clandestinos. Este país huele a sangre. Una bestia enfurecida cabalga a nuestras espaldas y se nos adelanta como futuro, como porvenir.

    Antígona corre sintiendo la bestia a sus espaldas. Yo grito de horror, pero mi grito no logra vaciar el espanto que llevo pegado a mis entrañas, ni la rabia corriendo por mis venas. Los acontecimientos de esta guerra cotidiana vuelven a invadirme cada día y cada noche. Ante el grito que es también oscuridad, ante el silencio cargado de miedo que son las sombras y los murmullos nocturnos, vuelvo a vivir ese desgarre, ese lento y terrorífico vaciarse en los sueños. Tampoco ha podido salvarme el lenguaje. Un día creí, creí con furia y con dolor que sí era posible, creí que hablando... Pero luego, de muerto en muerto, de desaparecido en desaparecido, de cuerpos mutilados y llanto colgando de los labios mudos, he descubierto que el lenguaje no puede salvarnos pues está hecho del mismo material de la guerra, de la exclusión, del mismo material con el que se cortan alas y se entierran en fosas perdidas; fosas escondidas las de la mitad de mi pueblo enterrado, las de la mitad de mi pueblo encerrado. No, el lenguaje tampoco podrá salvarnos, pues está hecho de poder, de sometimiento, de desigualdad.

    Y la bestia acecha, respira y sesea a las espaldas de Antígona. Ella corre, sabe que se mueve en el laberinto y que el laberinto es siempre una bestia buscándose a sí misma a través de sus víctimas; espejos sus víctimas, objetos de la bestia.

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