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Visiones alternas: El cine como arte y como espectáculo
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Visiones alternas: El cine como arte y como espectáculo
Libro electrónico248 páginas3 horas

Visiones alternas: El cine como arte y como espectáculo

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Con el avance del siglo xxi parecería anacrónico acusar a Hollywood de ser una peligrosa máquina ideológica cuando la mayoría de los medios de comunicación, ya sea impresos o electrónicos, consagra día a día grandes espacios tanto para reseñar lo que se cocina en la industria cinemato
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 ene 2022
ISBN9786075257587
Visiones alternas: El cine como arte y como espectáculo

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    Visiones alternas - Alejandro Toledo

    Benemérita Universidad Autónoma de Puebla

    José Alfonso Esparza Ortiz

    Rector

    Guadalupe Grajales Porras

    Secretaria General

    José Carlos Bernal Suárez

    Vicerrector de Extensión y Difusión de la Cultura

    Hugo Vargas Comsille

    Director General de Publicaciones

    Primera edición: 2021

    isbn: 978-607-525-758-7

    © Benemérita Universidad Autónoma de Puebla

    4 Sur 104, Col. Centro Histórico, Puebla, Pue., cp 72000

    Teléfono: 01 (222) 229 55 00

    www.buap.mx

    Dirección General de Publicaciones

    2 Norte 104, Col. Centro Histórico, Puebla, Pue., cp 72000

    Teléfono: 01 (222) 246 85 59

    libros.dgp@correo.buap.mx

    publicaciones.buap.mx

    Diseño de portada: Gregorio Cervantes

    Este libro fue escrito con el apoyo del Sistema Nacional de Creadores de Arte (2018-2020).

    Conversión gestionada por:

    Sextil Online, S.A. de C.V./ Ink it® 2022.

    +52 (55) 52 54 38 52

    contacto@ink-it.ink

    www.ink-it.ink

    Índice

    I

    II

    III

    Epílogo. Mi encuentro con Neo

    A la memoria de Francisco Peláez Vega (1911-1977), propietario de los cines Rojo y Río en el Acapulco de los años cincuenta del siglo

    xx

    Para ganarme el pan,

    cada mañana voy al mercado donde compran mentiras.

    Lleno de esperanza

    me pongo en la fila de los vendedores.

    Bertolt Brecht

    , Hollywood (1942)

    Hollywood ha sido siempre una fábrica, por lo menos desde los años veinte. Siempre han existido grandes compañías y siempre ha sido muy difícil trabajar con ellas. El sistema ha asfixiado a un gran número de creadores, pero es tal la cantidad de individuos con talento que de cuando en cuando surge una buena película pese a todas las presiones.

    Woody Allen

    I

    Con el avance del siglo xxi parecería anacrónico acusar a Hollywood de ser una peligrosa máquina ideológica cuando la mayoría de los medios de comunicación, ya sea impresos o electrónicos, consagra día a día grandes espacios tanto para reseñar lo que se cocina en la indus­tria cinematográfica estadounidense como lo que en su tiempo libre hacen actores y actrices, dando por senta­do que el objetivo último de esas figuras y de las empre­sas productoras que los contratan es entretener. No se les mira como expertos manipuladores, cuando no sería arduo verlos así. Se realiza, incluso, un curioso maratón anual de reconocimientos cuya meta es la ceremonia de los Oscar, en donde se da el premio al mayor fingimiento.

    El público juzga una película porque lo aterroriza o lo divierte, o porque lo hace sensible por instantes a un drama social, o por lo sofisticado de sus efectos especiales, eso que la prensa (el triste periodismo de espectáculos) le enseña a valorar. Difícilmente hay el esfuerzo por detenerse en lo que en otros tiempos se designaba como mensajes ocultos, que no lo son tanto puesto que son expresados de modo elocuente y se vuelven la razón última de una cinta.

    Lo obvio tiende a ser obviado: Hollywood suele apro­vechar los filmes para situarse en su actualidad y desplegar una postura que dé soporte y sosiego al modo de vida americano. El aguijón dramático, la risa o el garigoleo técnico son sólo puentes que llevan de la mano al espec­tador a una certeza impuesta, a una verdad social de uso doméstico que luego corre por el mundo casi como amenaza: esto es lo que nosotros creemos, así vemos nosotros las cosas.

    La mecánica es tan clara y sostenida que los ejemplos abundan. Véase si no Troya (Troy, 2004), dirigida por Wolfgang Petersen, con actuaciones de Brad Pitt (Aquiles) y Orlando Bloom (Paris), y valórese por sus conclusiones. ¿Por qué en el guión se insiste tanto en que el camino para la gloria es el combate, que sólo el que pelea va a ser recordado? El mejor de los guerreros, Aquiles, duda que la decisión de invadir Troya sea co­rrecta, pero pronto es convencido; aunque sabe que las razones no son las mejores, y que su gobernante libra otras luchas menos decorosas (las de la ambición solitaria, es decir las de la política), entiende que su deber patrio es el exterminio, y que sólo de ese modo hallará él, Aquiles, su puerta de acceso a la historia, su memoria inmortal.

    Hollywood no acudió a Homero por los valores de la escritura o la intensidad de su épica. Le sirvió en un momento preciso de la discusión pública sobre la invasión a Irak como atenuante o pacificador indirecto de la polémica.

    Quien ve Troya, sin embargo, se prepara para el pasmo: por los galanes Brad Pitt y Orlando Bloom, o la belleza real de Diane Kruger, que actúa como la infiel Helena, o por lo sofisticado de la animación por computadora utilizada para recrear las grandes batallas y clonar las agonías. Y se suele pasar por alto el discurso, porque es sólo el pre-texto para desatar el espectáculo. La imagen, reza el lugar común, dice más que mil palabras. Sin embargo, las pocas palabras puestas en la película —insistentes, repetitivas— son el sustento de la historia, su explicación última.

    La cinta traduce un discurso político actual al campo de la épica, es decir utiliza una obra clásica para sus propios fines. Los primeros veinte minutos de Troya son tan insistentes en el mensaje que es difícil no darse cuenta: en las guerras se forjan los imperios; sólo el que combate es recordado. Se caricaturiza a los políticos por su ambición, es verdad, pero se respetan sus decisiones: hasta el rebelde Aquiles terminará por disciplinarse y obedecer al rey.

    No es posible, ya, ir al cine para maravillarse con la fastuosa producción y las grandes actuaciones. A Hollywood le importa la guerra, y retoma una obra literaria clásica para imponer a los espectadores los códigos del conquistador: el combate es cruel, significa que muchos esposos no volverán a casa, pero al mismo tiempo es necesario. La batalla ofrece a guerreros y gobernantes la posibilidad de acceder a la gloria, a la inmortalidad. El de la butaca es apabullado por esas consignas bélicas; y lo espectacular se torna sólo una estrategia de los productores para que el adicto al cine baje las armas y se entregue: el asombro es, digamos, su caballo de Troya. Lo preocupante es que pague uno para que lo instruyan, para que se acepte una ideología, para oír un discurso de un George W. Bush (en ese entonces pre­sidente de Estados Unidos de Norteamérica) disfrazado de Agamenón o Menelao, una grosera cháchara propagandística representada con tecnología de punta, en pantalla amplia y con sonido Dolby.

    Ocurre lo mismo, pero acaso de modo más brutal, en otra cinta histórica de factura impecable: 300 (2006), de Zack Snyder, apología de la dureza y fortaleza espar­tanas, en donde se insiste en que la libertad tiene sus costos, y uno de ellos, al parecer menor, es la sangre. El filme está basado en una novela gráfica de Frank Miller, quien se había resistido a las adaptaciones cinematográficas hasta La ciudad del pecado (Sin City, 2005, dirigida por él mismo y por Robert Rodríguez), largometraje respe­tuoso del cómic original. No obstante, en el guión de 300 aceptó Miller (o propuso, pues funge como productor ejectivo) ese discurso paralelo que defendió entonces tanto la fiebre bélica de los Estados Unidos como la permanencia de sus tropas en Irak e incluso el envío de refuerzos (en un mensaje conmovedor de la reina Gorgos ante el concejo de Esparta), asunto que se volvió a discutir durante el primer semestre de 2007 por el gran número de bajas americanas. Estas pérdidas no deben intimidar ni conmover, según la película, cuando se muere por deber, honor y justicia. Las historias de bravura, diría un personaje de Céline, son como los chistes verdes: siempre gustan a los militares de todos los países.

    Desenmascarar a Hollywood parecería un acto estéril por innecesario. La industria americana ha aprendi­do que sus mensajes pueden ser burdos y no por eso van a provocar rechazo mundial. De tan repetidos han terminado por invisibilizarse como lugares comunes o valores entendidos. Están en el cine bélico, por supuesto, y en la ciencia ficción. James Cameron ha de consi­derar que le cumplió a su nación al convertir la primera secuela de Alien, según la cinta de Ridley Scott realizada en 1979, en una historia de marines intergalácticos que en Aliens (1986) van al planeta LV-426 con el mismo entusiasmo que si fueran a asaltar Panamá.

    Lo sorprendente es cómo incluso las historias más íntimas, los conflictos que se circunscriben a una aldea o un suburbio, con dramas de unos cuantos, puedan ha­llar espacios para el mensaje político. Esto ocurre, precisamente, en La aldea (The Village, 2004), de M. Night Shyamalan; y antes en Río místico (Mystic River, 2003), de Clint Eastwood.

    Una descripción inocente de La aldea, tomada de una página de Internet, ayuda a entrever los malenten­didos básicos de la crítica cinematográfica. Se hace un resumen rápido de la película: En un claro del inmenso y espeso bosque Covington existe una pequeña comunidad del siglo xix que lleva una vida simple. Dirigidos por un grupo de adultos que incluyen a Edward Walker (William Hurt), August Nicholson (Brendan Gleeson), Alice Hunt (Sigourney Weaver) y otros más, los aldea­nos trabajan duro para sustentar su pueblo. Nadie sale nunca de ahí ni reciben visitas, debido a que hay mons­truos en el bosque que no cruzan el perímetro de la aldea mientras los habitantes respeten a su vez dicho perímetro. El hijo de Alice, Lucius (Joaquin Phoenix), se ofrece como voluntario para salir y obtener medicinas de algún pueblo cercano. Todos están en contra de la idea, especialmente cuando un borrego aparece muerto y despellejado, lo que interpretan como una advertencia para que se alejen del bosque.

    Y se le crítica: Shyamalan crea un ambiente de suspenso en torno a las criaturas del bosque, pero sólo hay una o dos partes que hacen saltar al espectador en su asiento. La mayor parte de la película se siente manipu­ladora. Como sucede en los filmes de Shyamalan se sabe que hay un gran secreto en camino, pero esta cinta es más predecible.

    Para concluir: La película da pie para comentar tópicos sobre el comportamiento social, la utopía de un lugar ideal, de lo inútil de tratar de huir del dolor, y sobre la convivencia del bien y el mal en el mundo.

    El juicio parece moderado. El redactor de la nota se coloca en el punto del espectador inocente que va al cine para que lo hagan saltar, y se decepciona cuando esto no ocurre. Celebra las actuaciones y encuentra que el filme es profundo porque, entre otros tópicos, puede llevarlo a reflexionar sobre la convivencia del bien y el mal en el mundo. Dudará acaso en ubicarla entre cine de terror y melodrama, pero esto es secundario. Y le parece manipuladora por el modo en que se presenta el suspenso, no por unas implicaciones ideológicas que no logra entrever.

    Sólo que la historia es distinta a la que él expone. La cinta sí aterroriza, por razones diversas a una mera clasificación genérica. Se trata de un grupo de adultos del siglo xxi hastiados de la violencia en las ciudades que decide construir, en una zona protegida, una aldea del siglo xix, y sostenerla para las futuras generaciones con base en dos ideas que deberán ser transmitidas de gene­ración en generación. Una es que los demás pue­blos son peligrosos, y que entre más lejos se esté de ellos mejor; y la otra es que fuera de los límites de la aldea hay fantasmas, seres Innombrables que mantienen cercada la aldea, y que a veces, cuando son provocados, hacen paseos nocturnos y sacrifican a los animales de las granjas (que son sus Torres Gemelas) como advertencia.

    ¿Los demás pueblos? ¿Mexicanos o iraquíes? ¿Franceses o talibanes? Hay un clima de terror, controlado por los mayores, que tiene un fin positivo: aislar a sus hijos del gran caos exterior. Cuando el padre debe confesar a su hija este secreto, insiste en que el propósito no era malo, que no se hizo con la intención de dañar. Y ella, al fin, le ayudará a perpetuar la farsa.

    Los adultos crean a los Innombrables, llámense (fue­ra de la pantalla) Osama Bin Laden o Saddam Hussein, porque ese miedo hacia lo externo reforzará los senti­mientos comunitarios. La película no es crítica de ese entorno, puesto que la protagonista (la debutante Bryce Dallas Howard), una muchacha ciega que podría no obstante enseñar a los otros a ver el mundo tal cual es (porque es la que mejor lo percibe, ve luces en donde otros sólo hallan sombras), termina por comprender los postulados de los adultos y se convertirá en propagandista de esa guerra suya por preservar la inocencia. El triunfo de la mentira será, pues, tranquilizador; y entonces la ceguera de la adolescente será total.

    En donde más incomprensible parece el dictado de la política, el arte cinematográfico como instrumento de la ideología dominante —dirían los antiguos—, es en Río místico. El asunto inicial es el abuso infantil sufrido por uno de tres amigos, lo que le crea un daño irreversi­ble. Luego, pasado el tiempo, hay la violación y el asesinato de la hija de otro de ellos, ya dos convertidos en padres de familia y el tercero en un divorciado en crisis y detective melancólico. Las sospechas recaen en aquel que fue victimizado de niño, y el padre decide aplicar la justicia por propia mano contra el otrora compañero de juegos. Este contexto tremebundo es sólo el camino dramático por el cual el director conduce a los espec­tadores a un parlamento singular, dicho por la esposa a quien se ha vengado sin razones, y que descubre su cri­men como innecesario pues aquel al que culpó y bala­ceó era en realidad inocente. No debes sentirte mal, dice la esposa comprensiva al marido asesino. Si lo hiciste fue para salvarnos, para protegernos. Creíste que era lo correcto. Nosotros somos los fuertes, los otros son los débiles. Confiaremos siempre en ti, tú podrías incluso gobernarnos.

    ¿Gobernarnos? La disculpa es el último diálogo significativo de la cinta. La compleja situación social que refleja la cinta no es la del abuso infantil o el crimen en las calles, sino la de un Imperio que busca en la pantalla sus razones para seguir agrediendo, siempre y cuando se haga de buena fe o para proteger a los americanos.

    Se acude con cierta ilusión a la sala cinematográfica porque algunos de los actores participantes (Sean Penn y Tim Robbins) han manifestado públicamente su rechazo a la política bélica del gobierno estadounidense, y se cree que buscarán filmes coherentes con esa postura. Podrán tener el pasatiempo de la disidencia, mas a la hora de actuar deben ajustarse a lo que el director, o el medio, les impone, que no es arte sino política.

    Y Hollywood, como se ve, no reconoce más ideología que la propia.

    Es sorprendente la poca imaginación que muestra Ho­llywood en su oferta cinematográfica, sobre todo si se piensa en una industria poderosa que realiza inversiones millonarias en pagos a directores, guionistas, cinefotó­grafos, actores, publicistas que buscan acaso realizar su mejor esfuerzo. Quizá la clave está en la palabra in­dustria: se trata no de presentar una obra artística (una historia original contada de la mejor manera) sino un producto que cumpla una función en el mercado, con una corrida exitosa en las salas o con buena venta en sus versiones en video (en compra física, por descargas o en streaming), y por ello se acude a fórmulas que ya han funcionado.

    Se diría que los productores creen estar armando montañas rusas, y varían poco los trazos pero mantie­nen el recorrido en su esencia (con banderitas de barras y estrellas aquí y allá, puestas como al descuido), pues se han dado cuenta que la gente gusta de subirse a esas construcciones mecánicas y no se exige sino un poco de más emoción: se perfeccionan los efectos de sonido o los trucajes computarizados y se amplían las pantallas.

    Del otro lado están los espectadores, que parecen no cansarse ante lo previsible y acuden como somnolientos a ver lo que ya han visto antes con otros protagonistas, por la vía directa del remake o una leve variación. Es decir, a Hollywood no le importa repetirse; y a quienes van a los complejos cinematográficos tampoco les molesta que esto así ocurra. Lo rutinario tiene un efecto tranquilizador; se acude al cine sólo para pasar el rato. Sin embargo, cada cinta es presentada como si fuera otra cosa, un paso adelante.

    Incluso cuando Hollywood se renueva lo hace para convertir lo nuevo en algo ya conocido: si un joven di­rector en un principio sobresale, para su segundo o tercer filme será otro más de sus obedientes artesanos. Se trata, según el viejo precepto gatopardista, de que todo cambie para que todo siga igual. De ahí la estra­tegia de inmovilizar lo que podría ser arte y que de ese modo (al trabajar con esquemas probados, a la caza de consumidores y no de espectadores) ya no lo es. Técnicamente se tiene lo mejor como para convertir metáforas escritas en grandes secuencias de imágenes; podría llegarse a extremos que la imaginación nunca pensó alcanzar. Mas no se trata de eso. Habrá que insistir: a Hollywood no le interesa el cine como séptimo arte, ni lo que ahí se realiza puede ser apreciado de esa manera.

    El pasmoso George W. Bush sugirió que en ese condado de California se encontraba el corazón de Es­tados Unidos, pero debería pensarse en su industria cinematográfica como una fuerza de ataque tan o más efectiva como la militar, con misiles que van de país en país sin que se oponga, prácticamente, resistencia. Esos misiles pueden incluir mensajes degradantes para otras naciones, por ejemplo, y nada ocurre porque el rostro que lo acompaña es atractivo: George Clooney o Julia Roberts, Uma Thurman o Brad Pitt. La sonrisa esconde el puñetazo, la agresión.

    Un poco al azar, piénsese en una cinta como Mente siniestra (Hide and Seek, 2005), de John Polson, en la que actúan Robert De Niro y la extraordinaria Dakota Fanning. Despójese al largometraje del enigma publicita­rio, y se revelará otra película de psicóticos, un enésimo Norman Bates con graves conflictos de personalidad: el padre de familia vencido por el fantasmal Charlie, que es su alter ego, su otro yo. Hasta el cuarto de baño tiene presencia, según el modelo hitchcockiano.

    Podría pensarse que productores, guionistas y direc­tor se reunieron para planear un estreno más de tempo­rada, y se hicieron la siguiente pregunta: ¿cómo filmar otra vez Psicosis (Psycho, 1960)?, ¿qué variaciones podrían intentarse? Uno de ellos propuso desviar la atención del espectador: enfocar el misterio en la hija, en una me­nor, como si de ella viniera el mal, y descubrir luego que... Perfecto, diría uno de los inversionistas. Otro recordó el viejo truco de los vecinos en conflicto, también como táctica distractiva. Genial, celebró el socio capitalista, atento no a la redondez de la trama sino del negocio. Cambiaron la regadera por una tina; a la madre posesiva por una esposa infiel. Para cuando el espectador ya no tuviera dudas sobre la personalidad torcida del personaje interpretado por De Niro, se creó una frase ingeniosa que revela su locura; es cuando le dice a Dakota: Siento que nuestras relaciones se están poniendo un poco tensas, con un pie en la farsa.

    Es patético ver a Robert De Niro en algo como es­to, y también es lamentable que Dakota Fanning sólo pueda mostrar en filmes de este tipo su gran capacidad histriónica, pero una cinta como Mente siniestra (también de título siniestro en español, pero es lo que los distribuidores consideran atractivo para un país con un bajo nivel cultural) es un reflejo claro de Hollywood, de cómo funciona su maquinaria: sus inercias, su pobreza creativa, su desprecio a lo sensible, sus trampas. La industria está condenada a repetirse, y nosotros a seguir fielmente, estreno a estreno, semana a semana, sus insultantes ficciones empresariales.

    Decía Aristóteles que donde hay mucho ingenio hay poca riqueza, y al revés: que

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