Son ya bastante bien conocidos los principios que regían, y que rigen, las estrategias propagandísticas ideológicas de dominación y de control de los colectivos. Uno de ellos, posiblemente el más antiguo y el más efectivo, es el principio de simplificación y de enemigo único. Pongamos que somos verdes, pero para hacer de nuestra «verditud» aquello que nos unifica (ser verdes), que nos otorga identidad individual y colectiva (en lo verde) y que nos permite prosperar y colocarnos en una jerarquía social (defendiendo a toda costa lo verde), en la continua apelación a las virtudes de lo verde frente a lo que no fuera verde o en la sostenida opresión que sufro por parte de lo que no es verde, necesitamos al menos dos cuestiones.
La primera es que «lo verde» sea considerado algo sustancial y no un simple atributo. La segunda es que tengamos muy claro, todos los verdes, sin género de dudas, sin crítica y sin dispersiones, quién es nuestro enemigo único: el enemigo que, por estar ahí, nos da fuerza como colectivo verde y como individuos que han hecho del verde el sentido de su existencia. Ese es el principio de simplificación y de enemigo único.
Esta estrategia la vemos a diario en todos los ámbitos de nuestra existencia (políticos, culturales, económicos…) y pasa, en su mencionada simplificación, que una vez hemos designado el enemigo, no puede haber el menor matiz que pudiera poner en cuestión esa designación; es decir, no se puede poner en duda, ni en crítica ni en análisis, pues en tal caso corremos el riesgo de que la «verditud» se nos venga abajo y, con ella, nuestra propia justificación de sentido. Al enemigo hay que odiarlo, pues su mera presencia pone en juego lo que creo que soy y representa,