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El legado de Anne Bonny
El legado de Anne Bonny
El legado de Anne Bonny
Libro electrónico389 páginas5 horas

El legado de Anne Bonny

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El diálogo, frente a las disputas, fomenta la concordia entre unas y otras.

Un irlandés, William McCormac, el día que llega a su mayoría de edad recibe de su padre un regalo que le llena de satisfacción: un valioso manuscrito que se ha ido transmitiendo de generación en generación desde el tiempo en que vivió su antepasada Anne Bonny.

Muchas décadas más tarde, durante los primeros años del siglo XXI, el abuelo William entrega a sus nietos, Pol y Sergi, el manuscrito junto con la tradición que lleva asociada. Los dos hermanos se comprometen a descubrir qué hay de cierto sobre lo que las sucesivas generaciones de los McCormac se han ido transmitiendo a lo largo del tiempo; y se proponen investigar si la tradición no es sino fruto de la leyenda -de la misma manera que sucedió con la vida de la filibustera Anne Bonny- o si hay algo más.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento15 dic 2020
ISBN9788418435119
El legado de Anne Bonny
Autor

Enric Tarrats

Enric Tarrats es doctor en Economía por la Universitat de Barcelona e ingeniero aeronáutico por la Universidad Politécnicade Madrid. Su vida profesional se ha desarrollado en el ámbito de la industria y la gestión aeroportuaria, ocupando diferentes cargos de responsabilidad en el sector público. En la actualidad, además de escribir, trabaja como asesor en materia de aviación. Su interés por la economía en el marco del bien común y la igualdad de oportunidades, le ha movido a escribir su segunda novela que narra cómo algunos ciudadanos justifican cualquier actuación siempre que su organización o el propio entorno resulten beneficiados. En este contexto aparecen a menudo en el mundo empresarial negocios fraudulentos que, bajo el pretexto de la rivalidad competitiva, mueven cielo y tierra impulsados por la codicia del poder, el ansia de dinero y la cuenta anual de resultados.

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    El legado de Anne Bonny - Enric Tarrats

    El legado de Anne Bonny

    Enric Tarrats

    El legado de Anne Bonny

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418435652

    ISBN eBook: 9788418435119

    © del texto:

    Enric Tarrats

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A mis padres

    1. La tradición de los McCormac

    William McCormac nació en el condado de Cork el mismo año de la independencia de Irlanda del Reino Unido. Habían pasado cuatro años desde el final de la gran guerra europea. Al final de los años veinte, sus padres se establecieron en Londres y, durante los años siguientes, ya en plena juventud, William, de común acuerdo con sus progenitores, decidió matricularse en el Trinity College de Cambridge. Se sentía atraído por los rasgos humanos y culturales de las civilizaciones del nuevo continente a lo largo de los siglos y decidió estudiar Geografía e Historia de América. Durante el primer curso, el día que cumplía diecisiete, William recibió de su padre un regalo que le colmó de satisfacción. Le iba como anillo al dedo, puesto que reunía las premisas de investigación que cualquier estudiante de Historia quisiera tener a su alcance para poder iniciarla.

    El obsequio marcaría buena parte del resto de su vida. Sin embargo, su padre, de manera solemne, le impuso una condición: que se comprometiera a resolver el intríngulis de la cuestión y que, en el caso de que no lo lograse, lo pondría en conocimiento de sus descendientes, siempre que los tuviese.

    Enseguida, William se esforzó en cumplir la misión que su padre y abuelo, también de nombre William, le habían encomendado. Pero, unas semanas después, Alemania declaraba la guerra a Polonia y empezaba la Segunda Guerra Mundial. A medida que avanzaba la contienda, llegó el momento en qué William tuvo que interrumpir el trabajo de investigación que le había encargado su progenitor. Se alistó en las fuerzas aéreas y, cuatro años después desde el inicio del conflicto, William, como piloto de la RAF, participó en las incursiones aéreas británicas sobre el continente.

    Terminada la contienda, la tenacidad que caracterizaba a William le permitió reiniciar la investigación, la cual convertiría en su desafío personal y, a la vez, en la ilusión de su juventud.

    Movido por su tozudez, se hizo con multitud de datos que le permitieron tomar conciencia del alcance de la misión que sus antepasados no habían sido capaces de entender. «¡Yo lo resolveré!», se dijo convencido de que lo conseguiría.

    ***

    El abuelo paterno de William había nacido en Manchester en 1868, en el auge de la Revolución Industrial, y su padre vino al mundo a finales del siglo

    xix

    en el seno de una familia acomodada, al tiempo que los McCormac decidían trasladar su residencia a Irlanda desde la Inglaterra victoriana.

    Al comienzo de la investigación, a William no le llamó la atención el hecho de que tanto su padre como el resto de sus ancestros primogénitos se llamasen William, porque consideró que tal vez esa era la costumbre de aquellas épocas.

    Entonces descubrió que sus bisabuelos, nacidos en el estado de Carolina del Sur de los EE. UU. al final del primer tercio del siglo

    xix

    , se habían trasladado al Reino Unido al comienzo de la Revolución Industrial y, con el paso del tiempo, el cabeza de familia, aprovechándose del apogeo de la industria textil, creó en Manchester una importante fábrica textil.

    William se movía por la curiosidad de averiguar el oficio y el estilo de vida de sus antepasados. Así descubrió que su tatarabuelo americano, nacido en 1800, tenía el oficio de librero, por cuyo motivo coleccionaba libros y manuscritos. Su labor le permitía ir acumulando documentos sobre personajes famosos. En aquellos tiempos emergían, sobre todo, los que relataban las vidas de los bucaneros, sus hechos y las circunstancias con las que se habían hecho célebres entre el último tercio del siglo

    xvii

    y el primero del

    xviii

    .

    El interés del tatarabuelo de William llegó al summum cuando, sin esperárselo, descubrió que uno de aquellos manuscritos se refería a la vida de la famosa filibustera Anne Bonny, llevando la firma de su padre junto al año del nacimiento de su progenitor, 1775. El librero quedó boquiabierto cuando, a través del manuscrito, descubrió que su abuelo, nacido en 1735, era hijo natural de Anne Bonny,¹ que, como muestra de gratitud hacia su padre salvador, le puso su nombre y apellido: William McCormac.²

    En el manuscrito se constataba que Anne Bonny pidió a su hijo que escribiese las experiencias que había vivido durante el tiempo que ejerció la piratería. A la vez, por expreso deseo de su madre, le pedía que el manuscrito se trasmitiese a sus descendientes. Sin embargo, a causa de que el nieto de la filibustera, el padre del librero, murió cuando este aún era un niño, no tuvo la oportunidad de llevar a cabo los deseos de su abuela Anne.

    Cuando el hijo del librero, bisabuelo de William, viajó desde los EE. UU. al Reino Unido se llevó consigo el manuscrito. Al final del mismo, escribió unas palabras donde rogaba que, en el caso de que alguno de sus descendientes directos volviese al mar Caribe, debería comprobar, sobre el mismo escenario donde había vivido su antepasada, tanto la certeza de la información oral que se había ido trasmitiendo de padres a hijos como la que aparecía en el manuscrito original que había escrito el hijo de Anne Bonny.

    Por razón de que este ruego no se llevó a la práctica, la constatación con la que los Williams del siglo

    xix

    acreditaban estar en posesión del manuscrito consistía únicamente en la confirmación con su año de nacimiento, que añadían al final del mismo. Esta fue solamente la misión y los retos de los antepasados de William McCormac.

    Lisa y llanamente, William McCormac debía de comprobar tanto la calidad y la precisión de los hechos vividos por la filibustera y narrados en el manuscrito como la tradición que, a partir del hijo de Anne Bonny, se fue transmitiendo por cada generación. Su padre le animó a que averiguase qué había de cierto en todo ello y lo hizo, porque intuyó que su hijo dispondría, durante el siglo

    xx

    , de magníficas facilidades para poder desplazarse de un continente al otro. Debería ser él quien, de manera definitiva, resolviese todo lo que ni él ni sus ancestros habían sido capaces de conseguir.

    ***

    Al final de la guerra, William dejó los estudios de Historia, que había iniciado antes de la contienda mundial, por los de Derecho, porque su padre estimó oportuno, como profesional del derecho, que su hijo, cuando se graduara, le ayudase en el bufete que acababa de abrir en la City. Aun así, William siguió investigando la cuestión que le cautivaba. Durante los fines de semana, gracias a las facilidades que le proporcionaban los servicios de biblioteconomía del propio College, pudo continuar con sus análisis.

    A medida que los datos se iban cruzando unos con otros, se fueron abriendo nuevas preguntas para ser resueltas y, en este contexto, la documentación que le había entregado su padre empezó a adquirir consistencia porque las nuevas vías de investigación del manuscrito lo llenaron de coherencia en el ámbito donde vivieron sus ancestros.

    Como resultado de las indagaciones, William se convenció de que no le quedaba ninguna otra alternativa que la de ir al lugar donde habían acontecido las profundas experiencias vividas por su antepasada. Sobre el terreno, podría ajustar con precisión si el contenido del manuscrito más la tradición transmitida podían ser demostradas en el mismo escenario donde tuvieron lugar los hechos. A menudo se preguntaba: «¿Soy de verdad la séptima generación descendiente de la filibustera Anne Bonny?».

    En principio, no resultaba casual que a todos sus ancestros primogénitos se les bautizase con el mismo nombre. Este hecho constituía un medio de garantía mediante la cual cada generación se considerase descendiente directa del hijo de la filibustera que practicó la piratería en el mar y las tierras caribeñas entre finales del siglo

    xvii

    e inicios del siglo

    xviii

    .

    ***

    Durante las vacaciones universitarias estivales, William solía ir a la casa que sus padres conservaban en Irlanda. Aquel verano, el último de los años cuarenta, después de su graduación en el Trinity College, conoció a Teresa Giralt en Cork. Teresa era una de las acomodadas barcelonesas cuyas familias durante el verano enviaban a sus hijos al Reino Unido o a Irlanda a aprender el inglés mediante los cursos que el Trinity College impartía para los estudiantes extranjeros.

    Teresa lucía la belleza que el sol mediterráneo otorga a las mujeres. Tenía la piel morena y unos expresivos ojos que a William le parecieron sumamente atractivos. Cuando hablaba, se acompañaba al final de cada frase con una ligera sonrisa, y este rasgo, en apariencia poco significativo, a William le resultaba encantador. Ambos se enamoraron y la pareja se casó en Dublín a comienzos de los cincuenta.

    A los padres de William y a Miranda Hicks, una estudiante del Trinity College con quien compartía una gran amistad, el súbito casamiento les produjo desasosiego al mismo tiempo que decepción. Para el padre de William, porque su hijo había roto la tradición familiar gaélica al no casarse con una paisana y, sobre todo, porque le inquietaba que el nuevo estado le pudiese, además de entorpecer, alejar de la misión que le había encomendado. Para Miranda la preocupación era otra muy diferente, porque estaba muy enamorada de William. A Miranda le faltaban dos cursos para graduarse en Farmacología, donde se estaba formando en la ciencia y la práctica de la farmacia utilizando técnicas que resultaban notorias e innovadoras en aquellos años.

    Miranda vivía ilusionada con el anhelo de que William continuase compartiendo con ella no solamente el análisis del contenido de la documentación del manuscrito, sino con la esperanza de que, finalmente, compartiese los mismos sentimientos que sentía por él. Desde el momento en que se anunció el compromiso, Miranda y William dejaron de verse.

    Desde entonces, el comportamiento de William McCormac confirmó los presagios que sus padres y Miranda habían temido. Porque William, además de renunciar a seguir yendo a las consultas en los centros de biblioteconomía, cambió el rumbo de su vida. Gracias a los contactos que hizo durante la guerra, se dedicó de lleno al comercio de productos de primera necesidad y carne que, a causa del bloqueo internacional, demandaba la sociedad española de la postguerra. A resultas de la misma, y en un santiamén, comprobó cómo sus ingresos crecían súbitamente. Cuando la pareja viajaba a Barcelona, mientras que tanto en la ciudad como en el resto del país se precisaba disponer de las cartillas de racionamiento para seguir sobreviviendo en el mismo umbral de la pobreza, a ellos no les faltaba de nada.

    Los McCormac fijaron su residencia en Barcelona y tuvieron solo un hijo, Eduard. Teresa determinó que su hijo fuese el primero de la saga McCormac que no llevase el nombre que se había establecido para los primogénitos desde el tiempo de Anne Bonny.

    Durante la adolescencia, Eduard se sentía líder entre su grupo de amigos y cuando ingresó en la universidad conoció a quien sería su pareja, Elena Cornet, hija de una familia acomodada de la burguesía barcelonesa. Elena y Eduardo eran compañeros de curso y, a la vez, contemporáneos de la generación del mayo del 68. No solo renunciaron a las comodidades fruto de sus respectivas familias, sino que abrazaron la corriente revolucionaria que se reveló contra el sistema social y el estilo vida burgués propio de la generación de sus padres. Ambos lideraban las multitudinarias asambleas donde se pregonaban las consignas para terminar con el orden establecido por el régimen de la dictadura. Ellos eran los promotores, directores y organizadores de las tumultuosas asambleas al final de las cuales se establecían las actuaciones de protesta que pensaban ejecutar en la calle. Ambos habían tenido más de un sobresalto jugándose el tipo frente a los pelotones de la policía, que se esforzaba para mantener el orden que imponía el régimen. Elena y Eduard eran, sobre todo, rebeldes.

    El año en qué William McCormac cumplió los cincuenta, como si se tratara de una aparición repentina, le vino a la memoria la misión que su padre le había encomendado. En su mente, uno tras otro, fueron desfilando los hallazgos conseguidos a través del cruce de datos que aparecían en el manuscrito, con los que pudo resolver mediante los archivos de la biblioteca del Trinity College. Sin embargo, sabía que, desde veinte años atrás, seguían sin resolverse una infinidad de pequeños detalles en el escenario donde ocurrieron los hechos. A la vez, no tenía respuesta a la cuestión por la cual había disipado los mejores años de su vida y se sentía el único responsable. En aquel mismo instante se percató de quién era y cuál era su obligación. Mientras que se quitaba la venda de los ojos, se dijo: «¡Soy un William McCormac!».

    Hurgando en sus recuerdos, apareció la imagen de su amiga Miranda y se preguntó qué habría sido de ella. En aquel momento, ya solo representaba un agridulce y nostálgico recuerdo de juventud que, por un instante, le estremeció el alma. Incluso pensó que tal vez Miranda también se preguntaría si su amigo habría culminado su investigación porque, aunque por un tiempo lo hubieran compartido, ya solo representaba un hecho casi olvidado y alejado de sus vidas.

    William revivió los trabajos que habían colmado de contenido emocional su juventud. Sabía que él seguía siendo el representante, el último pilar vivo, que aún pudiese sostener los altruistas esfuerzos de sus ancestros para llenar de valor al manuscrito. Una y otra vez se torturaba al pensar la razón por la cual su matrimonio con Teresa había descompuesto de una manera tan hiriente la investigación. Se sintió compungido y se arrepintió de los años echados a perder. Su padre se había ido con el pesar de saber que él había abandonado el estudio de la obra que le transmitieron sus antepasados.

    William era plenamente consciente de que vivía la última etapa de su madurez, precisaba aprovechar aquellos años y, sobre todo, no podía echar por la borda el esfuerzo de sus ancestros para conservar el manuscrito. Desde el nieto de Anne Bonny en adelante, a pesar de las limitaciones que seguramente en el transcurso de sus vidas tuvieron todos ellos, se esforzaron en preservar y transmitir el documento a sus descendientes. Se percató entonces de que aún no podía dar todo por perdido. Tomó la decisión de volver al punto donde veinticinco años atrás había interrumpido el estudio. William precisaba hacer un último esfuerzo que debería realizar sin la ayuda de nadie, ni siquiera la de su hijo Eduard, puesto que, de habérselo pedido, lo hubiese despachado de malas maneras.

    En relación con su obra, y en el transcurso de los años que llevaba viviendo en Barcelona, Teresa, en todo momento, le había dado la espalda. En esta cuestión, el comportamiento de su mujer, le hizo entender que no le importaba lo más mínimo. Pero William ya había decidido que, desde entonces, compaginaría las obligaciones derivadas de su situación de pareja y profesional con la misión de la cual era el único responsable. Desde ese momento, asumió las circunstancias y las consecuencias derivadas de su matrimonio, que, en la práctica, habían producido resultados diferentes a los que inicialmente él mismo esperaba.

    Entonces William se percató de que su vida en Barcelona ya no contribuiría precisamente a que sus objetivos familiares resultaron convergentes con los de Teresa. Porque los de su mujer se centraban exclusivamente en Eduard, sobre el cual ejercía una influencia absoluta. Hasta el punto de que las decisiones que tomaba su hijo sobre cualquier asunto eran, además de conocidas por su madre, consentidas por ella. A esta clase de consenso entre madre e hijo se le juntaban las ideas revolucionarias de Eduard y Elena con el único objetivo de ponerlas en práctica mediante el establecimiento de un nuevo orden social. No conformes con ello, la pareja se mostraba del todo consecuente con su doctrina radical, ya que no permitía apoyo alguno de las respectivas familias. Ambos resultaban ser el contrapunto de William, porque eran la antítesis con sus ideas conservadoras. Esta situación acabó de determinar la decisión de William: el manuscrito no pasaría nunca a manos de su hijo Eduard.

    William necesitaba tiempo y tranquilidad, porque era sabedor de que en el transcurso de la investigación se le presentarían nuevas cuestiones que le abrirían más interrogantes. Por este motivo, había decidido pasar los veranos en Irlanda. Sin embargo, en el último momento, ocurrió algo que, aunque esperado, le hizo cambiar sus planes. A comienzos del verano de 1981, nacieron los gemelos Pol y Sergi McCormac y al abuelo William se le abrieron de par en par las puertas del cielo. Ellos serían los herederos del legado.


    ¹ Anne Bonny se libró del patíbulo gracias al rescate dinerario que pagó su padre, un irlandés del condado de Cork que había emigrado a Carolina del Sur.

    ² Una vez libre, Anne despareció del ámbito público, convirtiéndose, desde entonces, en leyenda.

    2. Infancia y primera juventud de los hermanos McCormac

    Conforme se iban acortando los días, se hacía evidente la sensación de frescor. El otoño iba tiñendo de color ocre pálido el parque en el que predominaban los robles de hoja pequeña. Era el punto de encuentro donde los abuelos, al atardecer, después de recoger a sus nietos en el colegio, y antes que llegase la noche, solían llevar a sus nietos para que jugasen. Mientras que la chiquillería aprovechaba el poco rato de luz que aún quedaba para divertirse, los abuelos disfrutaban de sus nietos.

    El parque resultaba el escenario perfecto donde los niños volaban junto con su imaginación colmada de sueños. Los hermanos Pol y Sergi, con otros niños de la vecindad, alternaban los juegos propios de su edad con el ansia de encontrar un tesoro enterrado. El deseo desmesurado de la chiquillería obedecía a que una tarde descubrieran unas cuantas monedas que apenas sobresalían de entre un césped descuidado. Desde entonces, sin fundamento alguno, día tras día, había ido creciendo la esperanza de encontrar muchas más. Vivían cautivados por la ilusión de hallar un gran tesoro.

    A pesar de que su abuelo no le dio ninguna importancia a su descubrimiento, porque aquellas monedas no eran más que calderilla emitida en tiempo de la dictadura, tampoco les aguó su ilusión, justo lo contrario; a menudo, les explicaba historias de tesoros enterrados que los filibusteros escondían en islas desiertas del mar Caribe. William ponía la voz y el papel de narrador y lo interpretaba a la perfección, les decía: «Bajo la mirada de un cielo azul intenso enterraban sus cofres, repletos de joyas y monedas de oro del imperio español, en el mismo umbral que limitaba la blanca arena y la exuberante vegetación tropical». William, al observar la expresión de admiración que se leía en los ojos de sus nietos, se lo pasaba a las mil maravillas. Mientras que con los cuentos de su abuelo a los gemelos se les caía la baba, porque les producían prodigios en sus mentes, a William se le llenaba el espíritu. A menudo, las narrativas del abuelo también llevaban a Pol y Sergi a la época en que los piratas berberiscos arribaban con sus veleros a las villas costeras ampurdanesas que, al desembarcar, al tiempo que atemorizaban a la población, ejercían el pillaje.

    Abuelo y nietos congeniaban y, conforme los dos niños fueron creciendo, William, sutilmente, fue seleccionando las semillas con las que fomentaba la imaginación de Pol y Sergi. Entretanto, el depositario de la documentación heredada de sus antepasados, así como de todo lo que él mismo creía haber descubierto, deseaba que llegase el momento en que pudiese entregar el legado de la filibustera a sus dos nietos. Vivía obsesionado en hacerles partícipes lo más pronto posible del manuscrito de Anne Bonny.

    ***

    Pol y Sergi crecieron en el seno de una familia en la que sus padres les inculcaron las ideas y las costumbres revolucionarias que ellos jamás pudieron imponer. Cuando los dos hermanos llegaron a la adolescencia, al abuelo le sorprendió el hecho de que ambos, cuando comenzaron el bachillerato, tratasen con total naturalidad las materias que durante su juventud habían sido tabú: las relaciones sin cortapisas entre las parejas de su edad, la dignidad de gais o lesbianas o la defensa de la igualdad entre las compañeras y compañeros de su curso. Siempre se distinguieron por haber apoyado a un compañero o compañera susceptible de poder ser objeto de cualquier intento de asedio.

    Los dos McCormac se parecían como dos gotas de agua. De pequeños habían sido rubios y su pelo, con el tiempo, se había ido oscureciendo hasta volverse castaño. Tenían los ojos de un azul intenso y expresivo, eran delgados, altos y apuestos. Continuaban aún poniendo de manifiesto que, durante sus primeros años en la universidad, habían practicado el atletismo. Pol había participado en las carreras de medio fondo, mientras Sergi había destacado en los concursos de longitud y triple salto. Sin embargo, vestían diferente. Sergi iba conforme a la moda, mientras que a Pol no le preocupaba para nada que le dijesen que iba hecho un adefesio. Pero era en su carácter donde los dos gemelos se diferenciaban de manera significativa. Si bien los dos tenían las ideas claras y actuaban con sagacidad, en el momento de actuar, se mostraban muy diferentes. Mientras que Sergi sabía dónde ponía los pies, porque era cauto, reflexivo y precavido, Pol era indisciplinado, no pensaba en el mañana y, aparentemente, atolondrando y falto de sentido común. Además, Pol se distinguía por tener poca paciencia y mostrarse siempre impetuoso. En contraposición, Sergi era consecuente y, en cierto modo, pretencioso.

    Fue con el comienzo de los estudios universitarios cuando sus vidas, al menos en lo que suponía practicar su ideario, mostraron comportamientos opuestos respecto al entendimiento, la responsabilidad y la voluntad.

    Sin embargo, tanto el uno como el otro conservaban un talante abierto, íntegro y bien dispuesto, siempre que se tratase de defender las mejores condiciones laborales y económicas en el ámbito de la sociedad más vulnerable. De inicio, no se fijaron ninguna condición previa. Estaban dispuestos a poner en práctica el desarrollo de las ideas que sus padres, coetáneos del mayo del 68, les habían ido inculcando. Sergi pensaba que la manera de superar la democracia burguesa que había vivido la generación de sus padres debería ser a través de la distribución de los bienes dentro de la sociedad, iniciándose en el seno del mundo laboral y empezando por dignificar los salarios de la clase trabajadora. Ello comportaba, sin reserva alguna, afrontar a diario el reto del cambio mediante la transformación de las relaciones sociales entre empresarios y trabajadores. Pol, fiel a sus sentimientos, iba aún más lejos, ya que pensaba que la liquidación de la sociedad clasista, basada en la democracia burguesa, debería llevarse a cabo en el seno del mundo laboral actualizando la antigua revolución de los bolcheviques. Estaba convencido de que la sociedad se liberaría cuando se produjese el aniquilamiento del estado y de la propiedad privada. En el seno de la sociedad existente a finales de siglo, Pol pensaba que los objetivos se lograrían, por vía democrática, en las urnas.

    Pero enseguida el propósito que acompañaba sus anhelos se desvaneció y tuvieron que ponerles sordina a sus aspiraciones. Los dos hermanos comprobaron pronto que para llevarse la victoria entre diferentes concurrentes, que competían por otros ideales, necesitaban convencer a la sociedad de que su discurso marxista era superior al de otras opciones. Y aunque lo orientaron justo hacia los mismos fundamentos de la sociedad, a la cual aspiraban solucionar las penurias sociales, no lo consiguieron porque, a las claras, el capitalismo dirigía inflexible las riendas del mundo laboral.

    A resultas de lo cual los hermanos abrieron diferentes expectativas a sus vidas. Sergi obtuvo un máster en Finanzas en la Universidad de Princeton, mientras que Pol abandonó los estudios de Ciencias Políticas en la Universidad de Barcelona. Desde entonces, su particular forma de entender su propia revolución se puso de manifiesto en los respectivos ámbitos personales y profesionales.

    Sergi cambió la perspectiva socioeconómica de entender el mundo. Se esforzó para que prevaleciera su pragmatismo, lo cual implicaba, tan solo, atender las vivencias positivas obtenidas de la aplicación parcial del anarquismo en todo aquello que significase, al menos, la libertad total del individuo. En cambio, Pol, que continuó siendo todo corazón y superaba a su hermano en empatía, combinó hábilmente su carácter abierto con su individualismo. Solía desplegarse por doquier para demostrar que la ortodoxia de la desaparición total del estado y la propiedad privada no fuese vista como una utopía en el sentido estricto del qué significaría en la realidad.

    3. Pedralbes y la burguesía

    Júlia y Èric se conocían desde pequeños cuando sus padres, que vivían en el barrio de Pedralbes de Barcelona, los llevaban al colegio más cercano a sus respectivos hogares.

    Júlia vio la primera luz y creció en el seno de una familia perteneciente a la alta burguesía catalana, de la cual era hija única. El entorno de privilegios con que rodearon a Júlia, junto con su timidez, no contribuyeron para nada a que, durante su adolescencia, se percatara de los cambios que en la sociedad barcelonesa se estaban produciendo de manera acelerada más allá de su círculo familiar.

    La acomodada posición de la familia de Júlia tuvo su origen al inicio de la Revolución Industrial, durante la que el negocio familiar se había centrado en la industria textil. La transmisión de la empresa de padres a hijos se acreditaba en una de las paredes de la sala, situada en la misma fábrica, donde se solía reunir el consejo de administración de la compañía. En el transcurso de los años, se habían ido cubriendo primero con las pinturas al óleo y más tarde con las retratos, dentro de unos marcos profusamente dorados, donde aparecían el rostro y torso de los sucesivos herederos que habían sido los propietarios de la industria. En la última porción de pared disponible, a modo de premonición, se había colgado un marco igualmente dorado con la fotografía de quien en aquel momento era el socio accionarial mayoritario, el padre de Júlia, Modest Amengual.

    Las tres paredes restantes de la sala rectangular las ocupaban enormes ventanales. Con la finalidad de que la sala fuera confortable para los accionistas, varias cortinas de diferente grosor graduaban o amortiguaban la claridad, según conviniera, para hacer menos intensa la luz diurna.

    Èric era también hijo único. Tenía un carácter abierto. Se mostraba impetuoso, emprendedor y sin espera respecto a todo lo que comportase implementar la corriente innovadora transmitida por la generación coetánea a la de sus padres.

    Su bisabuelo, de apellido Guinjoan, había pertenecido al grupo de catalanes que volvieron del otro lado del Atlántico habiendo hecho fortuna. Eran los famosos indianos que, a principios del siglo

    xx

    , cuando retornaban a sus lugares de nacimiento, y aprovechando la corriente modernista, obsesionados por hacer ostentación de su opulencia, la mayoría de ellos, confiaban el diseño y el proyecto de singulares viviendas a los arquitectos que en aquel entonces ya se rodeaban de un reconocido prestigio. Ellos mismos se encargaban de adquirir las obras escultóricas o pinturas que durante aquel período se cotizaban ya a un elevado precio. La casa que habían heredado los padres de Èric había sido propiedad de su bisabuelo indiano.

    Cuando Èric llegó a la adolescencia, frente a la timidez de Júlia, al tiempo que se sentía seguro, tenía la cabeza llena de pájaros y lo cuestionaba todo. Durante las clases, a menudo discutía con los profesores los criterios disciplinarios que se imponían desde la dirección del centro. Júlia, en cambio, se mostraba prudente y amable con sus compañeros de curso. Era de pocas palabras, pero sinceras. Èric y Júlia pasaron los años de su infancia y adolescencia siendo no solo compañeros de colegio, sino también muy buenos amigos, si bien su relación nunca fue a más.

    Cuando estaban a punto de terminar el bachillerato, Èric propuso a su amiga la cuestión de romper con las dos líneas de negocio que a sus progenitores les habían proporcionado fama y dinero. Si el asunto tomase consistencia, para los Amengual significaría echar por la borda la tradición secular de la familia en el sector del textil, y para los Guinjoan representaría interrumpir la buena dinámica de la red hotelera que hasta entonces el cabeza de familia había llevado con acierto. Èric, a pesar de su juventud y nula experiencia, sabía que, si su propuesta fructificase, implicaría un cambio radical en la planificación y la gestión de los negocios de sus padres. Tampoco fue capaz de aquilatar ni de valorar los perjuicios económicos que se derivarían en sus respectivas familias. Júlia, finalmente, dócil como una malva, se dejó convencer por su amigo.

    Como era costumbre, el fin del curso escolar

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