Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

La piedra azul I: La Comunidad del Fuego
La piedra azul I: La Comunidad del Fuego
La piedra azul I: La Comunidad del Fuego
Libro electrónico544 páginas7 horas

La piedra azul I: La Comunidad del Fuego

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

«Y es que, desde el principio de los tiempos, existe un mineral capaz de otorgar al ser humano los poderes de un dios».

En un mundo asolado por el recuerdo de una guerra que duró cincuenta años, solo un libro podrá cambiar su destino.

Jota, el misterioso autor de este manuscrito, relata todo lo acontecido hasta que acabó en prisión. En su infancia conoció al extraño Ben Miller, lo que dio un giro a su vida hasta el punto de verse involucrado en conflictos del futuro.

Por alguna razón, Jota sigue escribiendo desde su celda. Tiene la asombrosa certeza de que podrá cambiarlo todo si no deja de escribir.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento5 sept 2019
ISBN9788417887674
La piedra azul I: La Comunidad del Fuego
Autor

Pedro G. Marín Blaya

Pedro G. Marín Blaya nació en Cartagena en 1993. Desde siempre tuvo cierta inquietud por escribir cuentos e historias. A los seis años su profesora de primaria le dijo que le compraría su cuento si lo viera en una librería. A los once (casi) dejó de cometer faltas de ortografía. A los catorce llenaba libretas y libretas de historias fantásticas sobre personajes que evitaban un apocalipsis y viajaban al espacio exterior. Sin embargo, no llegaba a encontrar la idea perfecta para escribir un libro. Su experiencia como voluntario en diferentes ámbitos le confirmó la importancia que tienen las historias. Sobre todo, lo que dejan tras haber sido leídas. Sus enseñanzas. Sus lecciones. Sus valores. La saga «La piedra azul» es la respuesta a esos pensamientos. Con su primer libro, intenta adentrarnos en este mundo de fantasía, aventura y reflexión. Y, por supuesto, viajes en el tiempo. No pueden faltar viajes en el tiempo.

Relacionado con La piedra azul I

Libros electrónicos relacionados

Fantasía para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para La piedra azul I

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    La piedra azul I - Pedro G. Marín Blaya

    Prólogo

    Donde no había música. Solo voces potentes y sinceras retumbando entre pared y pared. Y, al mismo tiempo, silencios que sonaban a despedidas.

    El recluso salía de su celda como todas las mañanas. A pesar de que había dos literas, llevaba sin compartirla desde que entró. Así es como lo acordó con el alcaide. Era mejor así.

    De camino al mugriento comedor, el recluso sacaba a relucir una línea de pensamientos en los que el pasado cobraba vida propia. Inevitable. Horrible. La guerra interna podía durar horas hasta que alguien, amablemente, lo empujaba con el fin de sacarlo de ese estado. O de colarse en la fila con agresividad.

    Comía solo. Se quedaba en el patio solo. Nadie lo molestaba ni se atrevía a hacerlo. No hablar se convirtió en costumbre. Por la noche, lo único que lo acompañaba era un libro. Era un libro que, al principio, estaba completamente en blanco, pero que él empezó a rellenar con sus pensamientos e ideas. Sus recuerdos. Para cualquier persona aquel libro no sería más que basura pintarrajeada. Pero para el recluso era su bien más preciado en ese momento. Teniéndolo en las manos, la soledad no le importaba. Todas las noches se permitía el lujo de cogerlo y dejar que le brillaran los ojos. A veces, releía. Otras veces, escribía. Lo cierto es que, por unos instantes, lo liberaba de la cárcel.

    Primera parte

    John Matthews

    1

    Golden Hill

    Verano del año 30 de la Tercera Era o Era Incierta

    Los días eran muy rutinarios en la prisión de Golden Hill. Todos los días, al alba, los criminales recibían órdenes y gritos de que ya era la hora de levantarse. Se pasaba lista. Como si fueran meros números puestos ahí de pie, frente a su celda.

    Antes de desayunar, los sentaban a todos frente a un televisor. Era un aparato viejo y ruidoso cuya única función era promocionar esa propaganda del Gobierno que todos los presos odiaban. Se oían murmullos constantes:

    —¡A la hoguera con el presidente White!

    —¡Que se mueran todos los del Gobierno!

    —¡Por su culpa estamos aquí encerrados!

    Pero era obligatorio tragarse cada uno de los discursos del presidente, los anuncios de lo bueno que era el Gobierno y todo lo que se hacía a favor de ellos. Aunque fuera mentira. Era un milagro que aquel televisor sobreviviera a la Propaganda con el paso de los días.

    Algo cambió la rutina de aquel día. Era día de desfile.

    El recluso de pelo negro odiaba los días de desfile. Los guardas abrían la puerta principal y todos se agolpaban alrededor para ver quién estaba por venir. Entonces, una fila de reclusos nuevos, con uniformes naranja que absorbían la luz solar del exterior, entraba con la cabeza agachada y las esperanzas deshechas.

    —¡¿Queréis hacer el favor de pasar al comedor?! —gritó Thompson, el coordinador de la guardia de la prisión mientras empujaba a un muchacho hacia la fila.

    El recluso pasó sin rechistar y se sentó solo en una mesa con su desayuno. Nadie osaba sentarse nunca a su lado. Ni siquiera podían sostenerle la mirada a esos ojos oscuros.

    —¡Hola! ¿Cómo te llamas?

    Por eso odiaba los días de desfile. Los nuevos presos no conocían al recluso de pelo negro y se atrevían a ponerse cerca. Él, en cambio, los atacaba con su indiferencia hasta que se cansaban.

    Varios hombres con mono naranja lo intentaron y se levantaron malhumorados por la falta de educación del compañero hasta que un chico joven, que no sobrepasaría la veintena, se quedó en silencio sin decirle nada. Ambos comieron en silencio, hasta que el nuevo preso lo rompió:

    —Tú eres Jota, ¿verdad?

    El recluso levantó la vista por primera vez en todo el desayuno. Se encontró con la mirada desenfadada de un muchacho pelirrojo, la tez pálida y las orejas algo abiertas. Sonreía, como si no acabara de entrar en la cárcel. Tenía acento británico.

    —Por cómo me has mirado diría que tengo razón —mostró los dientes en una espléndida sonrisa, orgulloso y algo engreído, características comunes de la edad.

    No respondió. Sin embargo, el chico se permitió la libertad de seguir hablando.

    —Me llamo Fred.

    El silencio del tal Jota se prolongó. Pero Fred no era de los que se rendían:

    —Si vamos a compartir celda, tendremos que hablar de vez en cuando, ¿no crees?

    Por primera vez, levantó la cabeza de su comida.

    —¿Cómo dices?

    La voz salió rota de su garganta. Llevaba tanto tiempo sin pronunciar palabra que le resultaba rara su propia voz. Casi la había olvidado. La cara del joven Fred era todo orgullo por lo que parecía haber conseguido. Pero no quería dejarlo ahí. Lo que había dicho era cierto, y sabía que eso podía molestarlo.

    —No había más sitio y dejarte solo ya no es una prioridad para el alcaide Ford.

    Fred siguió bombardeando a preguntas, mientras caminaban de vuelta a su celda. El recluso era demasiado inteligente como para saber que no se libraría de Fred hasta que no hablara con el alcaide para ver qué había pasado con su trato. No tenía ningún poder de negociación estando encerrado en Golden Hill, pero merecía la pena intentarlo. Quedó en presentarse en su despacho a la mañana siguiente temprano.

    Que las preguntas de Fred no fueran respondidas no le importó. Continuó hablando de su vida.

    —Vengo de un pueblecito británico, por eso mi acento peculiar, pero he vivido toda mi vida aquí, en América. Mi madre murió al poco de nacer yo y mi padre con tal de verme en casa para comer y dormir, lo demás le daba igual. Se podría decir que me he criado en la calle. Estuve un par de veces en el reformatorio por robar reiteradamente en tiendas. Cuando cumplí la mayoría de edad, empecé a tener más cuidado. Seguía robando. Robar es fácil para el que tiene práctica. Solo tienes que ser lo cauteloso que requiera la situación. Bueno, eso seguramente ya lo sepas.

    Fred hacía pausas por si su compañero tenía algún tipo de reacción cuando hablaba de algún tema concreto para conocer algo sobre él. Pero no era así.

    —Cuanto más robaba, más quería robar —continuó—. Mi error fue con los coches. Descubrí que también tenía talento para falsificar documentación. Llegué a ser tan bueno que los documentos eran casi idénticos, hasta el punto de que el coche podía pasar como si fuera de mi propiedad. Por si fuera poco, conocía a alguien dentro de tráfico que me podía hacer algún que otro favor. El problema fue cuando me pillaron con las manos en la masa. Toda la red salió a flote. Si hubiera parado a tiempo…, pero caí. Como un niño al que le pillan robando una manzana en una frutería.

    El tal Jota seguía sin responder. Después del desayuno tocaba el primer turno de oficios. Jota pidió estar en lavandería porque el ruido de las máquinas impedía que la gente se comunicara. A Fred le tocó otro oficio por lo que apenas se vieron el resto del día.

    Jota se vio obligado a esquivarlo y aquello le molestó en cierta medida. Solía mostrarse indiferente ante todo y ante todos. Desde que entró en Golden Hill no había tenido esa necesidad de tener que evitar a nadie.

    Consiguió darle esquinazo durante la comida y durante el segundo turno de oficios, el de la tarde. Sin embargo, se lo encontró de frente cuando salía de las duchas y Fred entraba. Sin querer, tropezaron.

    —Disculpa —susurró Jota—, llego tarde a la cena.

    —Adelante —se apartó Fred—. Dicen que la impuntualidad se pena con cárcel.

    Jota ignoró el chiste y siguió caminando por el extenso pasillo.

    —¡Nos vemos luego, compañero!

    Y así fue. Se encontraron en la celda cuando fue de noche.

    —¿Por qué te llaman Jota?

    Jota maldijo su suerte. Estar todo el día evitándolo no servía de nada mientras fuera su compañero de celda. No respondió.

    —¿Es ese tu mote de la cárcel? No me sorprende. Es muy enigmático… «Jota» —lo pronunció como si estuviera hablando del título de una película famosa—. Como te digo, no me sorprende. Es un nombre misterioso, acorde a todo lo que se dice de ti.

    —¿Y qué es lo que se dice de mí por aquí? —preguntó Jota, con su característica voz rota, sin ni siquiera mirarlo a la cara.

    —Ni te lo imaginas. De todo.

    Fred miró al techo para hacer memoria. Mentalmente enumeró todas las leyendas que había escuchado durante el poco tiempo que llevaba en Golden Hill. Empezó a contar con los dedos.

    —Dicen que entraste en un colegio con un arma. Otros dicen que te cargaste a tus padres. Hay rumores que dicen que has matado a todos tus compañeros de celda y que por eso nunca has tenido. Y que no tienes lengua, pero que te gusta cortar las de otras personas y coleccionarlas. Eso último sé que es mentira. —Rio—. Dime, ¿por qué dice la gente eso de ti? ¿Nadie sabe por qué estás aquí? Tienes que contármelo.

    Fred pensó que con las dos o tres frases que le había conseguido sacar a Jota era más que suficiente para que respondiera a todas sus preguntas. Se equivocaba.

    Cuando parecía que Fred iba a rendirse, Jota sacó su libro. Ese en el que releía y escribía. Ese que lo liberaba por unos instantes. Fred sacó su curiosidad y quiso saber qué significaba para Jota aquel libro de tapas negras y blandas. No pudo evitar quitarle el libro de las manos.

    —¿Qué libro es este que estás leyendo? Pero si es un manuscrito. ¿De quién?

    El ambiente cambió.

    —Suéltalo.

    Por primera vez en mucho tiempo, Jota miraba a los ojos a alguien. Fred no se había fijado hasta ese momento en esos ojos tan oscuros como su pelo y que destacaban sobre su piel pálida y blanquecina. No hubo rabia al hablar. Ni enfado. Lo que realmente asustó a Fred fue que parecía que no había nada detrás de esos ojos. Las manos le temblaron y soltó el libro. Vacío.

    Jota lo cogió y se acostó en su litera a releer. Como si nada hubiera pasado. Fred siguió un rato inmóvil pensando en si serían ciertos algunos de esos rumores. Ese vacío no era normal. Esa noche Fred no concilió el sueño. ¿Tendría alguna oportunidad de conseguir hojear ese libro? Por lo que pudo observar, era lo que más le importaba a Jota.

    A la mañana siguiente, Jota fue a su cita con el alcaide Ford. Fred aprovechó que Jota iba a estar ausente para sacar el libro. Como se quedó despierto, pudo ver dónde lo escondía. Quería ver lo que contenía más que nada en el mundo. Le volvían a temblar las manos cuando lo abrió. Tenía que darse prisa. Si al alcaide no le apetecía hablar con Jota, lo más probable es que no tardara en volver. Le empezaron a caer gotas de sudor cuando leyó la primera frase:

    Mi nombre es John…

    2

    John

    Invierno del año 43 de la Segunda Era o Era Oscura

    Mi nombre es John. Mucho antes de que me llamaran Jota, mis padres me pusieron ese nombre.

    John James Matthews. Nací en el 38 de la Segunda Era, también llamada Era Oscura. El mundo ya se había repuesto de la guerra de la Era Bélica y se había acostumbrado al Gobierno.

    Tengo mis primeros recuerdos con cinco años viviendo con mis padres en un barrio idílico de California. Sobre mi hogar de aquel entonces, mi memoria es escasa. Un barrio residencial con multitud de casas enormes e iguales. Cada una con su jardín y su piscina. Eso recuerdo. La mía era así.

    Mi padre se llamaba Eric Matthews. Actor, director, guionista, compositor… Era un artista en general. Si hubiera querido, habría alcanzado la más alta fama, pero prefirió dedicarle tiempo a su familia y no se esforzó tanto por conseguirlo.

    Mi madre era española. Su voz era preciosa. Cuando cantaba, el mundo se paraba a escucharla. Recuerdo esas tardes eternas en las que mi padre se sentaba al piano largas horas a componer. Yo me quedaba sentado en el suelo, sin que él me viera, escuchando cada nota que brotaba de sus manos.

    —Ah, estás ahí, John, no te había visto. Algún día tú también tocarás.

    Aquel piano era más alto que yo. Lo veía como si fuera una montaña que hay que escalar. De vez en cuando, mi padre se detenía y me miraba fijamente.

    —No me puedo creer lo que te pareces a tu madre. Tenéis el mismo color de pelo y de ojos. —Y me acariciaba mi pelo de punta con cierta brusquedad.

    Entonces, pasaba de intentar crear notas de la nada a tocar alguna canción conocida. Mi madre aparecía para cantar al son de la música.

    —Siempre acabas tocando esa de Vuelve a Mí —decía mi madre, sin poder aguantarse la risa.

    —Ya sabes lo que me gusta Ryan Grey.

    Yo creo que mi madre cantaba más que hablaba, y lo hacía siempre sonriendo. Era una de sus virtudes. Me enseñó multitud de canciones, sobre todo en castellano, y juntos cantábamos todas las noches en mi cama. Mi padre, cuando estaba en casa, siempre aparecía frotando con energía las cuerdas de una guitarra española, haciéndola sonar en todo el vecindario. Era de esos momentos que, cuando los vives, te parecen lo más normal del mundo, pero que cuando pasan unos años ves que eso hacía que mereciera la pena vivir.

    A esa edad les hacía muchas preguntas.

    —Papá, ¿en qué año nací?

    —En el 38 de esta era. Ahora estamos en el 43. Tienes cinco añitos —me dijo, poniéndome la mano abierta, agitando los cinco dedos de su mano.

    —No lo entiendo. ¿Por qué el 38? Parecen muy pocos, ¿no?

    —Sí, es que el Gobierno puso un sistema nuevo para contar los años. Mira. —Se sentó conmigo en el suelo y me miró a los ojos. Tenía intención de que yo entendiera aquello cuanto antes—. Hubo una guerra que duró cincuenta años. El mundo sufrió muchísimo y se perdió tanto por el camino… Fue entonces cuando el Gobierno actual subió al poder y cambió las cosas. Entre ellas, nuestra manera de contar el tiempo. De todo eso hace exactamente cuarenta y tres años.

    —¿Y cómo lo contamos ahora?

    —Pues en honor a esa guerra, nos organizamos en Eras que duran cincuenta años. La Era Bélica fue la Primera, que fue cuando sucedió el conflicto y, ahora, estamos en la Segunda.

    —¡No le expliques cosas tan complicadas al niño! —gritó mi madre desde la otra habitación.

    Mi padre le devolvió el grito, comentándole que yo era muy listo para mi edad y que mi curiosidad merecía ser saciada.

    —Otra cosa que hizo el Gobierno —insistió mi padre—, fue unificar la gestión y el mandato de todos los países del mundo. De esta manera, se disminuiría la desigualdad entre los países y los recursos serían mejor distribuidos. Además —añadió, haciendo énfasis—, gracias a eso, ha habido un intercambio interesante de culturas a lo largo de esta Segunda Era.

    Las palabras se me quedaron grabadas hasta hoy. Mi padre sabía explicar las cosas bien, aunque yo aún fuera demasiado joven para entenderlas. Yo seguía preguntando.

    —Papá, ¿quién es Ryan Grey?

    —Hijo, eres muy pequeño todavía, pero tienes que saber que Ryan Grey es el mejor músico de todos los tiempos —se acercó a mí y se puso a mi altura. Me susurró—: A pesar de lo que diga tu madre.

    —¡Te he oído! —Mi madre acababa de cruzar la puerta del salón y nos pilló cuchicheando—. No hagas caso a tu padre. También hay otros grandes como Antonio Jiménez, Paula Gutiérrez, José Montoro…

    —Todos españoles, claro.

    —Por supuesto. ¿Algo que objetar?

    Mi padre negaba y ambos reían.

    —¿Por qué es tan buen músico? ¿Es mejor que tú? —pregunté.

    —Sí. Aunque me duela decirlo, aún tendría que trabajar mucho para hacer lo que él hace. Mira, tienes que ver esto.

    Me enseñó un vídeo en el que salía el tal Ryan Grey con su pelo de punta y sus gafas de sol. Aparecía tocando varios instrumentos a la vez. Con la mano izquierda tocaba un piano pequeño, con la derecha tocaba una caja de batería y mientras, enganchado en el tobillo izquierdo, tenía una pandereta y con el pie derecho daba golpes a un bombo. Eso para empezar. Mis ojos infantiles se abrieron como platos cuando Ryan se levantó provocando el silencio y justo un segundo después arrancaba a cantar como si la vida le fuera en ello. Mi padre estaba muy emocionado y no pude evitar contagiarme de su entusiasmo.

    —Esta canción se llama Secretos —me explicó mi padre—. Todo el mundo conoce esta canción. Habla de que todo el mundo tiene secretos sin compartir. Por eso las personas se sienten tan identificadas.

    Me hubiera gustado entender eso en su momento. Yo estaba pensando en otra cosa.

    —Papá, ¿me peináis así para que me parezca a Ryan?

    Mi padre evitó la pregunta de una forma maestra distrayéndome con una canción que me gustaba de Paula Gutiérrez. Eso alertó a mi madre para que me sacara de la habitación, pues él tenía que trabajar.

    —Mamá, cántame esa otra vez.

    —¿Otra vez? ¿No te cansas nunca?

    —¡No! —chillé—. ¿Cómo decías que se llamaba?

    —Se llama Un Sueño por Ti. Venga, va. Hazme bien los coros, ¿vale?

    Recuerdo escuchar la voz de mi madre cantando esa canción mil veces. Cantaba a coro con mi madre sin saber qué significaban esas palabras. La canción mostraba un mundo en el que se creaban sueños por otras personas. Nadie soñaba para sí mismo, sino que tenían sueños y aspiraciones por aquellos a quienes amaban.

    Cuando crecí un poco, mi rutina cambió. Mi padre empezó a insistirme en el tema musical y me sentaba horas y horas al piano. Cuando llevaba mucho tiempo, me aburría e intentaba huir, pero mi padre sabía cómo llegar a mí.

    —Si quieres dejarlo ya, lo dejamos.

    Le miré atentamente mientras hacía un gesto con la mano. Con esa pose, mi padre sería capaz de parar un tren.

    —Pero quiero que entiendas una cosa —continuó—. Esto se te da mejor de lo que crees. Si te rindes, de nada sirve. Dime, ¿de verdad te gusta la música?

    Yo agachaba la cabeza. Cuando me hablaba así, me sentía muy avergonzado.

    —Sí —afirmé con un hilo de voz.

    —Demuéstralo. Venga, vamos a merendar algo y seguimos un poco más. ¿Qué te parece?

    —Vale. Tengo muchas preguntas.

    —Pues ya sabes. Como siempre, de una en una.

    Cuando cumplí los nueve años ya dominaba bastante bien el piano y un poco la guitarra. Fue entonces cuando mi padre se introdujo en el mundo de los musicales. Pasó de ser actor a dirigir algún clásico que otro. Asistíamos a muchos de sus ensayos y representaciones. Yo apenas tenía conocimiento sobre el género por lo que me parecían magníficas todas ellas. Sin embargo, las críticas se mostraron sorprendidas con la adaptación que hizo del clásico Vivir, Vivir. Cualquier adaptación posterior fue tachada de basura al lado de la de Eric Matthews. Tras largos meses de idas y venidas de los teatros, mi padre optó por un proyecto nuevo: realizar su propia historia y con su propia música. Desde cero.

    Cuando le presentó la idea a mi madre, trajo un amigo a casa. Un socio. Sería un poco más joven que mi padre con una barba pronunciada y el pelo castaño.

    —Hola, soy Ben Miller. Tú debes de ser el pequeño John. No veas lo que alardea tu padre de tu habilidad con la música. Dice que vas a ser mejor que él.

    Me ruboricé. Desde el principio Ben supo simpatizar conmigo y me cayó extremadamente bien. No paraba de hablar y contestaba todas mis preguntas. Por si fuera poco, siempre me contaba historias extrañas que nadie conocía. Y se inventaba cosas sobre él. Eso me encantaba. Me gustaba pensar que eran ciertas.

    —Bueno, Laura —comentó Ben, dirigiéndose a mi madre cuando nos acercábamos al postre—. Lo que tenemos que contarte… Es que necesitamos tu ayuda.

    —¿La mía? ¿Para qué?

    —Vamos a hacer algo nuevo —saltó mi padre, entusiasmado—. Algo que no se ha visto antes. Mezclar teatro y cine. ¡Y música! Todo el arte junto en un escenario. Ben me ha convencido de que puedo hacerlo. De que podemos hacerlo. Los tres.

    Mi madre se asustó al principio, pero Ben consiguió que cediera. Le contó que llevaba tiempo siguiendo el trabajo de Eric y que siempre había querido compartir algún proyecto con él. Sin embargo, era una inversión enorme de dinero y de tiempo. Los riesgos que se iban a tomar provocaban discusiones en mi casa. A partir de entonces, Ben y mi padre pasaban mucho tiempo juntos, tanto en casa como fuera de ella. Ben solía enseñarme algún truquito con la guitarra para que sonara mejor cuando iban bien de tiempo. Por supuesto, me contaba esas historias tan fantásticas sobre él.

    —¿Sabes? Vengo del espacio exterior. La misión de mi especie es colonizar este planeta, pero me habéis caído tan bien que ya no sé si exterminaros a todos.

    Una de tantas.

    —¿Sabes? Soy un vampiro camuflado. Solo tengo intención de chuparos la sangre. Más te vale que corras.

    Y me perseguía para hacerme cosquillas. O…

    —¿Sabes? Vengo del futuro. Voy a salvar al mundo de su destrucción. ¿Te vienes conmigo?

    Eso decía. Era genial cuando me iba con él a salvar el mundo. Cuando no tenía nada que hacer y me cansaba de jugar, los espiaba en el despacho de mi padre. Recuerdo que mi padre sostenía su guitarra favorita: una acústica con el cuerpo no muy grande de un marrón muy claro. Adoraba el sonido de esa guitarra, pero mi padre no me dejaba ni acercarme a ella. Un día que me vio cerca de ella, me echó un rapapolvo enorme como nunca había visto. Yo no dejaba de preguntarle por qué se enfadó tanto. Él se limitaba a decir que cuando tuviera un instrumento propio lo entendería.

    —Creo que deberías prestarle algo más de atención a John —comentó Ben, mientras yo los espiaba—. Progresa muy rápido en la música. Tiene un don.

    —Supongo que tienes razón —dijo mi padre—, pero tampoco podemos demorarnos con las composiciones y con la creación del guion. Gracias a ti estamos progresando mucho. Tal vez en menos de un año podamos ponerlo todo en marcha.

    —Sí, tal vez.

    Aunque mi padre no mencionó nada sobre mí, me molestó mucho que no quisiera pasar tiempo conmigo. Cada vez tenía menos tiempo para enseñarme nuevas lecciones de piano y pasaba menos por casa. Mi madre delante de mí fingía, pero yo no era idiota. Sabía que estaba enfadada. La gota que colmó el vaso fue la noche en la que mi padre entró en casa con la cara hecha un desastre y agarrado por Ben. Tenía un labio partido soltando un hilillo de sangre y un ojo hinchado como una pelota de tenis. Reconozco que me asusté mucho. Mi madre también al principio, pero no debió de ser nada porque mi madre lo curó enseguida. No tuvo ni que pasar por el hospital.

    —¿Qué ha pasado, Eric? —preguntó mi madre con la voz neutra y los brazos cruzados. No parecía ella.

    —Lo siento, Laura

    —¿Qué ha pasado? —repitió.

    Mi padre se tomó unos instantes para serenarse. Ben estaba callado, lo cual era extraño hasta en esa situación.

    —No sabría explicarlo bien. Estábamos tomando una copa en el Louis, hablando de cosas específicas del guion.

    —Eric se puso a recitar en voz alta una frase que decía el protagonista —continuó Ben—. Te dije que no lo hicieras. No era una buena idea.

    Ben suspiró.

    —No lo entiendo —dijo mi padre—. El caso es que cuatro tipos con malos humos me señalaron, se abalanzaron sobre mí y me dieron una soberana paliza.

    —¿Y qué pasó luego? —quiso saber mi madre.

    —Ben intervino.

    Hubo un silencio. Desde luego, mi padre sabía cómo hacer pausas dramáticas. Tragó saliva y miró a su socio, que prefirió no abrir la boca.

    —Me defendió —contó mi padre—. Pudo igualarlos lo suficiente como para que huyéramos en el momento justo. No sabía que tenías tanta fuerza, Ben.

    Ben siguió con los labios pegados, evitando la mirada de todos. Estaba incómodo. ¿Por qué no se sentía como un héroe? Si era verdad que se habían enfrentado a cuatro tipos, la cosa pudo haber acabado mucho peor.

    Me acerqué a mi padre y no pude evitar hablarle.

    —Papá, ¿estás bien?

    Mi padre ni siquiera pudo mirarme. Por una extraña razón, se sentía avergonzado.

    —Ben, por favor, llévate a John a otra habitación —pidió mi madre—. Tengo que hablar en privado con Eric.

    —Laura.

    —Por favor.

    Ben hizo caso y me llevó a mi habitación. Al principio, nos quedamos sin saber bien qué decir, hasta que no pudo evitar querer distraerme con una historia.

    —¿Te sabes la historia del niño que nunca dejó de correr? —No esperó a que contestara y empezó el relato—. Resulta que a un niño le encantaba correr como al resto. Por desgracia, era el más lento de todos sus compañeros, así que era víctima de risas y burlas. Llegó un momento en el que decidió correr más todavía hasta que pudiera alcanzarlos a todos. Sí, se cansaba al principio, pero era tal su determinación que no dejó que su cuerpo lo limitara. Pronto los superó a todos y como vio que era bueno, se apuntó a competir en atletismo. Entrenaba duro casi todos los días de la semana y fue compitiendo en numerosas carreras, aunque no ganara siempre, cosa que le molestaba mucho.

    »El niño creció y se convirtió en un deportista respetable. Pero él quería seguir siendo todavía más rápido. Así que ideó un plan. Contrató a los mejores científicos del mundo para que lo hicieran más rápido. Tras mucho tiempo de trabajo, inventaron un pequeño artefacto que multiplicaría la velocidad del que lo usara. El hombre se lo puso en un colgante como este. Mira. —Miré. Ben se sacó del cuello un colgante que llevaba una piedrecita azul marino que brillaba cuando le daba luz.

    »Funcionó. Durante unos días aquel hombre fue el hombre más rápido del mundo. Consiguió ganar a todo el que lo retara. Pero ese artefacto no era eterno. Pronto se rompió y no pudo volver a correr tan rápido. Cuando volvió a la normalidad, el hombre se dio cuenta de una cosa: nadie quería correr con él. A pesar de tener la velocidad de siempre, nadie quería medirse con él porque sabían que no tenía mucho sentido perder. Es por eso que el hombre tuvo que dejar de correr. —Ben se quedó en silencio, por lo que deduje que ya había acabado de contar la historia.

    —¿Qué significa? —pregunté.

    —Dímelo tú.

    Pero no le dije nada. Lo cierto es que no me gustó esa historia. Y eso era bastante raro en las historias que me contaba Ben.

    —El colgante que llevas, ¿hace lo mismo que el de la historia que me has contado?

    Ben soltó una carcajada muy sonora.

    —Claro que sí —me contestó, sonriendo.

    Justo en ese instante entró mi madre por la puerta.

    —Cariño, vamos a hacer tu maleta. Nos vamos a España a ver a los abuelos.

    3

    Un libro en blanco

    Verano del año 30 de la Tercera Era o Era Incierta

    —Oh, eres tú, Jota. Pasa. Siéntate —invitó el alcaide Ford.

    Jota se sentó y esperó. El alcaide estaba en su mesa, escribiendo algo. Odiaba a los tipos como el alcaide. Tipos que se escondían detrás de sus enormes escritorios, fingiendo estar ocupados y que, por esa misma razón, podían tomar decisiones sobre otros seres humanos. No obstante, prefirió llevarse bien con el alcaide y así lo hizo. Todo alcaide que se precie premia a los presos que no hacen ruido. Y ese era el perfil perfecto de Jota.

    Fue a decirle algo, pero Ford lo interrumpió.

    —Vienes por lo de tu compañero, ¿verdad?

    Jota asintió con la cabeza.

    —Ya sé que teníamos un trato, y hasta ahora he intentado cumplirlo. —El alcaide se levantó y se puso de pie enfrente de donde estaba sentado Jota, ligeramente apoyado en su mesa—. No hay ningún espacio más. Golden Hill está lleno. Además —continuó—, creo que te vendrá bien tener algo de compañía. Has pasado todo este tiempo solo. Aprovecha para conocer a ese chico. Es joven aún, por lo que puedes mostrarle los horrores de este sitio para que no vuelva nunca más. Le estarías haciendo un favor. —El alcaide tosió varias veces. Después, dio un gran trago de agua del vaso que estaba apoyado en su mesa—. Perdona, ¿por dónde iba? ¡Ah, sí! Aconseja al chico que tenga buen comportamiento y se irá de aquí más pronto que tarde. Así podrías volver a tener la celda para ti solo.

    Jota se puso a pensar en una réplica a todo lo que había dicho el alcaide. No se le ocurrió nada. Se despidió de él. Le dio las gracias por recibirle y se fue.

    Fred cerró el libro cuando oyó pasos acercándose a la celda. Se puso muy nervioso, por lo que no atinó a dejarlo exactamente donde estaba. Jota entró en la celda y se percató de que algo no encajaba, pero no supo identificar qué era.

    —¿Qué tal ha ido con el alcaide? ¿Vas a conseguir librarte de mí? —preguntó Fred, más por disimular que por interés real.

    Jota no respondió. Siguió pensado que había algo raro. Quiso sacar su libro de donde estaba.

    —¿Has tocado el libro?

    Fred empezó a sudar. Negó con la cabeza. Quiso hacerse el ofendido, pero creyó que no funcionaría.

    —¿Has leído algo del libro? —volvió a preguntar.

    Fred negó de nuevo. Jota dejó con tranquilidad el libro en su sitio. De pronto, con la velocidad del rayo, se situó justo delante de Fred, lo cogió con una mano del cuello, sin ahogarlo del todo, y lo elevó del suelo, apoyándolo en la pared de la celda.

    —No deberías tocar las cosas que no son tuyas. —La voz de Jota dejó de sonar rota. Sonó profunda, grave y enigmática.

    Fred se cruzó otra vez con los ojos de Jota. Lo invadió aquel vacío inmenso de nuevo. No pudo saber con certeza si lo iba a matar o no. La cuestión era que no podía identificar sus intenciones. Esa incertidumbre le asustó.

    —¿Qué has leído? —preguntó Jota, soltando un poco la presión.

    —Nada, te lo juro.

    —No te atrevas a mentirme. No es una buena opción.

    Jota se vio obligado a apretar un poco. Fred no se explicaba de dónde salía toda esa fuerza puesto que parecía que Jota tenía una complexión normal. Quiso gritar, pero de su boca no salió sonido alguno. No soltó la presión hasta que se apreció que decía «está bien».

    —Es un libro que estás escribiendo sobre ti mismo. Eres el hijo de Eric Matthews.

    Aquellas podían ser sus últimas palabras. En cambio, lo dejó caer y se marchó de la celda. Fred se echó las manos al cuello, por una parte, aliviado de poder respirar. Por otra, no sabía cuál sería la siguiente reacción de Jota. Tirado allí en el suelo, Fred quiso pensar en un plan para que Jota no le hiciera daño. ¿Tan importante era el libro para él? No era más que una vida. Una vida de tantas. ¿Qué hacía especial a ese tipo? Seguro que las respuestas estaban en ese libro.

    —Venga, es la hora de salir de ahí y comenzar con los oficios —dijo un guardia, sacando a Fred de sus pensamientos.

    A Fred le tocaba estar en carpintería. Los veteranos le empezaron a enseñar todo lo que sabían para que pudiera valerse a la hora de hacer las peticiones. No paraban de llegar pedidos y había que cumplir los tiempos a la perfección. Jota, mientras tanto, siguió en lavandería. Le gustaba aquello. Era muy mecánico y sencillo y solo se oía el ruido de las lavadoras. Cada recluso iba a lo suyo. Que estuvieran los dos separados era bueno, por el momento.

    —Hola, soy Charles.

    Era la primera vez que alguien se acercaba a hablar con Jota en lavandería. Jota intentó ignorarlo. No quería que se convirtiera en tendencia.

    —¿Estás escribiendo un libro? —preguntó aquel hombre alto y bien entrado en los cuarenta.

    Jota maldijo a Fred mil veces.

    —Vi cómo zarandeabas a aquel chico por ese motivo. Me vendría bien alguien fuerte y loco como tú cubriéndome las espaldas.

    Se vio obligado a hablar.

    —No me interesa.

    El tal Charles soltó una risotada propia de los que no aceptan un no por respuesta.

    —Llevas pocos años aquí y siempre has sido muy discreto. Nadie nunca había oído hablar de ninguna afición tuya. ¿Sigues queriendo que lo de ese libro sea secreto? Piénsatelo mejor, entonces —amenazó.

    Charles se dio la vuelta y echó a caminar. Jota se dejó una camiseta a medio doblar y lo persiguió.

    —¡Espera! ¿Has dicho que te llamas Charles?

    Charles se plantó y se giró para esperar a Jota. De algún modo sabía que Jota accedería a su pequeño chantaje, por lo que se dibujó una media sonrisa en su cara. Sin embargo, lo que finalmente se dibujó en ella fue un puñetazo que salió de Jota. Se necesitaba mucha fuerza para tumbar a un tipo como aquel. Charles cayó al suelo, provocando un estruendo que animó a los demás reclusos a aparecer por allí y corear «pelea, pelea», alertando a los guardias. Jota se acercó lentamente a Charles que intentaba reincorporarse rápido para responder a Jota a golpes. Cuando ya estaba de pie junto a él, le siguieron diez hombres como él. Debían pertenecer a su banda.

    —¿Ahora qué? —preguntó Charles con malicia—. No puedes con todos nosotros.

    —Nunca jamás vuelvas a amenazarme —dijo Jota, que no parecía comprender todavía su desventaja numérica—. Nunca.

    Antes de que esos diez tipos se abalanzaran sobre Jota, los guardias intervinieron. Allí estaba el coordinador Thompson, con sus aires de superioridad.

    —Este es el que ha iniciado la pelea. Lo he visto —le comentó uno de sus subordinados, señalando con el dedo a Jota—. ¡Manos en la cabeza, inútil! ¡De rodillas!

    Jota hizo lo que le pedían. No comprendía que no hicieran lo mismo a Charles, que prácticamente salió huyendo con su jauría de tipos duros.

    —¿Qué te parece pasar el resto del día en aislamiento? —A Thompson le gustaba fardar ante los presos que se portaban mal.

    Jota no contestó. No hacía falta. Por lo menos estaría alejado un tiempo de aquella locura. Fred lo vio todo desde lo lejos. Era su oportunidad. En cuanto pudo, corrió a su celda y volvió a sacar el libro, que seguía estando en el mismo sitio. Esta vez lo abrió por las últimas páginas. Estaban en blanco. Se le ocurrió leer la última frase escrita:

    Era como vivir un infierno.

    Fred cerró el libro. Antes de ponerse a pensar en nada más, abrió el libro por donde lo había dejado:

    —Cariño, vamos a hacer tu maleta. Nos vamos a España a ver a los abuelos.

    4

    En casa de los abuelos

    Verano del año 48 de la Segunda Era o Era Oscura

    —Cariño, vamos a hacer tu maleta. Nos vamos a España a ver a los abuelos.

    Muchos otros veranos habíamos aprovechado para ir a visitarlos. Pero sentí que aquella vez no iríamos porque fuera esa época del año, sino por otro motivo. Sabía que mi padre no iba a venir con nosotros. Mi madre salió de la habitación escopeteada, dispuesta a cumplimentar los mil y un preparativos para el viaje. Ben seguía allí.

    —Sé que te irás pronto. Por si no nos vemos, me gustaría hacerte un regalo.

    Sacó un libro que llevaba guardado y me lo dio. Parecía un libro antiguo por el color de las hojas, pero al mismo tiempo la portada brillaba con los colores que llevaba. Había dibujado unos animalitos jugando con niños en un campo con hierba. El título en letras doradas ponía: Cuentos para Dormir Mucho, pero No Demasiado. El autor era Ben Miller.

    —¿Tú has escrito este libro? —pregunté, sofocado de todas las preguntas que quería hacer de golpe.

    —Sí, algo así. Quiero que lo tengas. Está incluida la historia que te conté sobre el niño que nunca dejó de correr, por si aún no sabes qué significa. Léelo, ¿vale? Hay muchos cuentos parecidos.

    Le había cogido mucho cariño a Ben. Había pasado casi un año desde que apareció la primera vez por casa. Sabía lo que aquel libro significaba. Una despedida. Ben me abrazó muy fuerte y se marchó. Sin más.

    Unos días más tarde, en el avión, iba hojeando mi cuento nuevo. En algún momento levanté la cabeza mirando a mi madre.

    —Mamá, ¿por qué no viene papá con nosotros?

    Mi madre soltó un largo suspiro y se tomó su tiempo para responder.

    —Ya sabes lo ocupado que estaba con su nuevo trabajo. Está creando algo de la nada. Tenemos que dejarle que esté un tiempo solo para que se concentre totalmente.

    —¿Somos un estorbo para él? ¿Por eso estás tan enfadada?

    —No, John, nada de eso. Ahora duerme un poco —dijo, mientras me acariciaba el pelo.

    Entre sueño y sueño pensaba en lo que había supuesto la aparición de Ben en nuestras vidas. Todo se había torcido de repente. Pero me negaba a creer que todo fuera culpa suya. Era probable que mi madre sí pensara así.

    Antes de llegar a casa de mis abuelos, me dio tiempo a leer un cuento del libro de Ben. Contaba cómo una mariposa intentaba hacerse un hueco en la vida de las demás mariposas. Quería ser importante. «Volaré más alto. Así me ganaré vuestro respeto», decía. Mientras las demás mariposas descansaban, ella solía seguir volando y siempre buscando ganar mucha altura. Pronto cobró fuerza en las alas. Las demás la ignoraban. Tal vez pensaron que ya se cansaría, pero sus alas eran tan fuertes como su determinación. Siguió y siguió batiendo aquellas alitas moradas. Como nadie se percataba de su presencia, nadie se dio cuenta de que aquella mariposa no podía parar. Y seguía agitando las alas. Y seguía cobrando fuerza. Hasta que llegó el día que sus alas provocaron un huracán que destruyó aquel paraje donde vivían tranquilas las

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1