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El asesino de la expo
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Libro electrónico317 páginas4 horas

El asesino de la expo

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En la tradición del mejor Vázquez-Montalban o Andreu Martín, Luís García-Nieto aprovecha el trasfondo social y político de su ciudad natal para contarnos una historia comprometida bajo el ropaje de una dura novela negra. Con la Expo de 2008 en Zaragoza como telón de fondo, esta obra capital nos introduce en una trama de terrorismo en la que un descreído inspector tiene las horas contadas para detener una calamidad que podría dar al traste con todo el acontecimiento.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento4 jul 2022
ISBN9788728374009
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    El asesino de la expo - Luis García-Nieto

    El asesino de la expo

    Copyright © 2008, 2022 Luis García-Nieto and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788728374009

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    A mis amigos José Ma y Eduardo.

    A Isaías Carrasco, asesinado por ETA el 7 de marzo.

    EL ASESINO DE LA EXPO

    OTRO CASO DEL COMISARIO COSME DEL CACHO

    Se acercaban las fiestas del Pilar. Nunca me habían gustado. Cuando estaba en activo, eso sí, te sacaban de la rutina en la comisaría de la calle Ponzano. Todos los carteristas profesionales del país acudían a Zaragoza e iban de feria en feria como el circo de Ángel Cristo y sus leones, o los autos de choque y la noria. A la mitad de ellos los deteníamos en las primeras 48 horas. Sólo en las cercanías de la plaza del Pilar pillábamos a la mayoría. Elegían ese lugar como uno de los fáciles: vecinos y forasteros con dinero en el bolsillo para gastar. El turno de tarde-noche era el peor, borrachos y pendencieros terminaban en la comisaría donde los teníamos unas horas, solamente unos pocos comparecían ante el juez, algunos terminaban en la cárcel de Torrero.

    Me dispuse a atrincherarme en mi domicilio, bien provisto de películas para alimentar el DVD y lectura abundante. Días antes, había repasado las novedades en la Librería General del paseo de la Independencia y la sección de películas en El Corte Inglés; justo uno enfrente del otro. Poco después, tenía casi decidido qué es lo que iba a leer y a ver, durante los nueve días interminables. Mi querida hija quedaría un día conmigo para comer y una hora antes, me llamaría para decirme que era imposible vernos, que algo le había ocurrido; la verdad es que nunca me decía qué. ¡Si supieras lo que me acaba de ocurrir, no te lo creerías! –exclamaba–. Como no me lo decía nunca, no tenía que creerla. En fin, mejor así.

    La programación del Teatro Principal flojeaba en esas fechas: Hay que hacer caja, Cosme –me decía siempre mi amigo Ángel Anadón–. Poco a poco y con algún enfado de él, acudía cada vez más al Auditórium de la ciudad. Su joven director, Miguel Ángel Tapia, estaba elevando la calidad de la programación día a día. Ángel y Miguel Ángel se profesaban un cariño y respeto envidiable, los domingos coincidíamos comiendo en el restaurante Lido en la calle Mayor, me divertían sus discusiones sobre las bondades de la música y el teatro. Cada uno de ellos defendía lo suyo con vehemencia. La verdad es que Tapia, acudía siempre a los estrenos del Principal y Ángel, no siempre comparecía en los conciertos. ¡Es que está muy lejos tu Auditórium! – exclamaba cuando el músico le ponía falta.

    Durante las fiestas la tertulia se interrumpía, tengo que reconocer que la suspensión resultaba un alivio. Desde la muerte de Marcelino Torrente ésta hacía aguas y sólo por la paciencia y el buen hacer de Ángel Anadón se mantenía. En varias ocasiones el joven Juan Belmonte nos había manifestado su deseo de abandonarla. Por primera vez, reconozco que la jubilación me estaba pesando. Veamos, tengo a fecha de hoy, 7 de octubre del 2003, 59 años, estoy jubilado desde hace cuatro y físicamente me encuentro muy bien. Afortunadamente no he ganado peso como otros compañeros policías, mantengo mi sana costumbre de andar por las mañanas dos horas a buen paso. Salgo de casa sobre las 9 de la mañana, de regreso a las 11, compro el periódico y me tomo mi segundo café con leche con sacarina. Siempre a la misma hora y en el mismo bar, donde veo a los jubilados jugando a las cartas, tomando carajillos y fumando unas farias apestosas. Cuando salgo de casa ya están allí, se suelen levantar de la mesa sobre las 12.30 para regresar a casa, algunos, con tres carajillos y un par de revueltos en el cuerpo. El tema de conversación preferido entre ellos es: lo mal que se llevan con la mujer y lo ingratos que son los hijos, que no vienen a casa más que a pedir. Yo, como soy viudo, no tengo el primer problema, y mi hija no es que sea ingrata conmigo, sino sencillamente es poco hija. No la conozco, apenas sé de su vida, tiene dos hijos de dos maridos distintos a los cuales apenas he tratado, me limito en Navidad a hacerles un regalo. María en una ocasión me pidió que, mejor que regalo, le diese el dinero. Naturalmente me negué a hacerlo. Mi nieto mayor vive en Irlanda y no tengo noticias de él, creo que su madre tampoco. Mi hija, según me han dicho, vuelve a estar soltera. Su segundo marido se volvió a la Argentina hace ahora cuatro años por motivos que desconozco, se acaban de divorciar hace escasos meses.

    He intentado en dos ocasiones, distraerme acudiendo a una tertulia de policías retirados. Reconozco que me resultó insoportable, no pude identificarme con ninguno de ellos. Sus conversaciones me resultaron insulsas y soy generoso. Además, nunca he soportado las groserías. Cuando decidí no volver, me acordé de mi padre y lo que me respondió cuando le dije que quería ser policía: Hijo, no sabes dónde te metes. Claro que esa conversación, tuvo lugar hace más de cuarenta años. Mi padre me rogó que hiciese una carrera universitaria, gracias a él y a su esfuerzo estudié Derecho. Además, la policía de hoy es otra cosa, afortunadamente.

    Belmonte me regaló una novela de un escritor sueco de apellido Mankell. Va de policías, Cosme, es muy entretenida. Su personaje es un comisario y me recuerda un poco a ti. Se titula Los perros de Riga y tiene poco más de 250 páginas, la letra es bastante grande, lo cual facilita su lectura. Odio la letra pequeña, los editores intentan ahorrarse papel jodiéndole la vista a los lectores.

    Recogí en la Librería General la última novela de Arturo Pérez-Reverte, una selección de poemas de Pablo Neruda que tenían de oferta en El Corte Inglés y cuatro películas, que me apetecía volver a ver. Decidí que sería Memorias de África la primera que vería. Reconozco que me encanta, y me gusta especialmente Meryl Streep, sólo puede competir con ella en belleza y atractivo Michelle Pfeiffer. Bien pertrechado de cine y lectura, me dispuse a exiliarme en mi domicilio hasta que terminasen las fiestas. Comencé a leer Los perros de Riga. Justo cuando iba por la página doce sonó el teléfono:

    —Cosme, soy Samuel. ¿Cómo estás, viejo amigo?

    —Coño, qué sorpresa. ¿Cómo está tu padre?

    —Por eso te llamo, acaba de morir.

    Noté que se me paraba el corazón y durante varios segundos me quedé mudo.

    —Cosme, ¿estás ahí?

    —Claro, claro, pero... ¿cómo ha sido?, no sabía que estuviera enfermo.

    —Ni tú ni nadie, ya sabes cómo era. Hasta hace unos días ni mi madre ni yo sabíamos nada de su dolencia, no teníamos ni idea. El jueves se desmayó en casa viendo la televisión, bueno, en realidad estaba viendo una película. Fue entonces cuando fuimos informados por su médico de que tenía una lesión muy grave en el corazón. Le había prohibido que lo comentase con nadie, y cuando él decía nadie, era nadie. Recuperó el conocimiento 24 horas después, le ha dado tiempo de despedirse de nosotros y me dio un fuerte abrazo para ti. Aparte de los más íntimos, fuiste el único para el que tuvo un recuerdo. Te deja unos disquetes de su ordenador particular.

    —¿Cuándo es el entierro, hijo?

    —Pasado mañana, me dio órdenes muy concisas sobre el acto civil: la familia, tú y poco más. No quiere que su nieta acuda. La muerte nunca es bonita –me dijo.

    —Allí estaré. Dale un fuerte abrazo a tu madre.

    —Se alegrará de verte, comisario. ¿Cuándo llegas a París?, quiero ir a buscarte.

    —Llegaré mañana a Orly sobre las 11.45. No es necesario que vengas, te supongo muy ocupado. Además, sabes que me muevo bien por París.

    —Te estaré esperando, para nosotros eres de la familia. Hasta mañana, comisario.

    Colgué el teléfono y me puse a llorar. A mi querido amigo lo iban a incinerar pasado mañana. Me hice la maleta y encima de ella, para no olvidarme, puse la novela de Mankell regalo de Belmonte. Pensé en llamar a mi hija pero no lo hice, sí a Ángel Anadón para decirle que estaría fuera de la ciudad 48 horas. No me preguntó dónde iba.

    El acto civil, en el cementerio de Montmartre, duró escasamente una hora. En nombre de la familia habló su único hijo. Samuel se refirió a su padre como amigo, destacando de él sus principales valores. Amistad, dignidad, fidelidad, honradez y civismo; fueron los adjetivos que serenamente pronunció. Nadie soltó una lágrima. Me sorprendió la intervención de un rabino y fue cuando descubrí que los Pérez practicaban el judaísmo, Samuel y tres de los asistentes llevaban un kipá. Allí conocí a la juez Le Vert, fue ella quien me abordó:

    ¡Ah, señor comisario! Me alegro de conocerle, tengo las mejores referencias de usted, Simón en varias ocasiones me habló de su amistad.

    —Señora, es un placer. Yo también y por nuestro amigo tengo muy buenas referencias suyas, conozco su trabajo y la admiro. Ojalá en nuestro país tuviésemos jueces como usted.

    —También sé algunas cosas de su trabajo, monsieur del Cacho. Su participación en el intento de evitar el atentado del primer ministro Carrero Blanco en el año 1973 fue espléndido. Ustedes pudieron cambiar la historia de España, si les hubiesen hecho caso.

    —No crea, señora, tengo mis dudas. Posiblemente si hubiésemos salvado la vida al almirante, la dictadura a la muerte de Franco hubiese durado más.

    —Adiós, monsieur, si vuelve a París no dude en llamarme, sé que está medio retirado.

    —Así lo haré señora, no lo dude.

    Volví a Zaragoza un día más tarde de lo previsto, en realidad no tenía ninguna prisa. Samuel se había empeñado desde mi llegada a París en que me hospedase en su domicilio. En el directorio de su casa, en una placa metálica, leí no sin sorpresa: Samuel Peres – Simone Pasqua 3o A. El apellido del hijo de mi amigo había cambiado ligeramente, de Pérez había pasado a Peres, posiblemente en reconocimiento al líder laborista israelí Simón Peres. Samuel recientemente había sido nombrado director general de Servicios Especiales de Interpol, años antes se había nacionalizado francés al casarse con su esposa Simone, hija del que fue ministro del Interior Charles Pasqua. Tenían una niña de 13 años pelirroja y con pecas, que era el vivo retrato de su abuelo paterno. Mi amigo me dedicó la última tarde de mi estancia.

    —¿Dónde quieres ir, Cosme?, tengo la tarde libre.

    —Quiero ir en el metro, me encanta hacerlo. En Zaragoza no tenemos, aunque ya empieza a ser necesario. Me gusta ver la ciudad por dentro, y en el metro se palpa el cívico comportamiento de los franceses que yo tanto admiro.

    En el avión de regreso terminé de leer la novela. Su comisario Kurt Wallander no se parecía en nada a mí. Cómo coño un personaje de novela sueco, policía divorciado, con una hija conflictiva y dudas sobre su profesión, se iba a parecer a mí.

    El taxi tardó en llevarme a mi domicilio más de una hora. El programa de fiestas apostaba por actos en la calle, y como pude comprobar, con mucho éxito. El taxista, dedicó varios improperios al alcalde recién elegido, al cual no tenía el gusto de conocer. Ya en mi domicilio abrí las ventanas de casa, si algo detesto en el mundo es el olor a cerrado. A los diez minutos tuve que hacer lo contrario, en el bar justo debajo de mi casa, una charanga repetía una y otra vez gritando a pleno pulmón algo así como: Si te ha pillao la vaca jódete, jódete Me puse cómodo. En el contestador telefónico dos mensajes: Ángel Anadón y Belmonte me preguntaban dónde estaba, al parecer los tenía preocupados. A mi hija, por lo visto, no. Me acordé de mi amigo Simón y busqué en el armario las cartas personales y documentos que me había enviado por correo en los últimos años. El informe sobre la juez Laurence Le Vert, a la cual había conocido dos días antes, tenía fecha de hacía dos años. Se lo había pedido cuando me fui interesando por su trabajo. Estar jubilado no me había hecho perder el interés por la gente que combatía a ETA, y la señora juez francesa era el enemigo número uno de la banda terrorista. Tenía una introducción de mi querido amigo, éste no era muy dado al elogio pero en esta ocasión se saltaba su regla de oro. No juzgues a las personas con las que trabajas mas que por sus hechos –solía decirme en los 38 años de amistad–. No se había saltado ni una sola vez su regla, yo la aprendí de él y pocas veces me había equivocado. A partir de ahí, el informe era puramente profesional.

    Laurence Le Vert: Nació el 19 de febrero de 1951 en Neuilly, municipio colindante con París, en el seno de una familia católica que hablaba alemán, su primera lengua. Se licenció en Derecho, pasó por la Escuela de la Magistratura de Burdeos, debutó como magistrada en el tribunal de Chartres en 1975, trabajó como agregada en el Ministerio de Justicia y ocupó más tarde una plaza de sustituto en el Tribunal de París. En 1986 se integró en la sección antiterrorista, junto a la fiscal Irène Stoller dónde comenzó una etapa de colaboración con la justicia española poniendo fin a las reservas judiciales francesas. Por aquel entonces el Gobierno galo declaró a ETA organización terrorista y asumió la necesidad de crear una sección judicial específica para combatir a los hasta entonces denominados separatistas vascos. El ministro del Interior Charles Pasqua selló el acuerdo con el Gobierno español representado por el entonces secretario de Estado para la Seguridad Rafael Vera.

    De acuerdo, de acuerdo, nosotros hacemos todo esto, pero ustedes desmontan el GAL. Esa frase del ministro Pasqua fue pronunciada en presencia de la juez Le Vert. Nadie en la magistratura francesa quiso hacerse cargo del dossier vasco, un asunto espinoso e ingrato, que suscitaba la duda, tras la irrupción de los GAL, de si Francia debía de tomar cartas en el asunto de una violencia que no todo el mundo tachaba de terrorista. La señora juez, animada por la fiscal Stoller, aceptó el encargo envenenado tras visionar abundantes vídeos suministrados por sus colegas españoles. Le Vert se escandalizó al ver los cuerpos carbonizados por los coches bomba, las mutilaciones, y constatar, a continuación, la tibia reacción de su país. Casada con el abogado inglés Crosthwaite, con bufete en Londres y castillo en Normandia, tienen dos hijos. Le Vert no cree en la bondad roussoniana del hombre, y tampoco en la infalibilidad de los jueces. Reivindica, su derecho a errar, pero no encuentra justificación posible a la irresponsabilidad profesional. Huye del protagonismo con una determinación y firmeza a la altura de su fama. Rechaza las entrevistas, tiene prohibido que la fotografíen, y se ha negado a recibir la Gran Cruz de Isabel la Católica con la que el Gobierno español ha querido premiar su trabajo. Ha sentado en el banquillo a dos centenares de activistas de ETA, siempre las condenas han sido las máximas que le permite la ley. Tiene una memoria prodigiosa, aludir a cualquiera de los grandes golpes de ETA (Artapalo, Sokoa, Bidart...) activa en ella una catarata de datos, nombres y fechas, que pone al servicio de una jornada laboral de 14 horas, y del gusto por el trabajo hecho a conciencia. Ésta mujer es el enemigo número uno de ETA, el objetivo supremo por el que la organización terrorista estuvo a punto de romper, excepcionalmente, la regla autoimpuesta que les prohíbe matar en Francia para no desatar las iras del Gobierno de París. La siguieron durante semanas, tenían los explosivos, los coches a utilizar, los verdugos seleccionados y dispuestos. Su asesinato fue aprobado por cuatro de los cinco responsables del aparato militar, según el acta confiscada a Ibón Fernández Susper. La coincidencia de que en la misma calle vivía la política francesa, Ségolène Royal, les hizo desistir. Ésta es la mujer que con más ahínco ha trabajado en la exterminación de ETA, posee archivos que nadie tiene en Francia, y se dice que tiene topos en la organización terrorista, esto último siempre lo ha negado, mantiene una estrecha relación profesional y personal con el juez Baltasar Garzón, al que recrimina su protagonismo. Fin del informe.

    En nuestro país era prácticamente desconocida, me había impresionado conocerla. De apariencia frágil, tenía una mirada penetrante de las que no se olvidan, ella fue quien me presentó en el cementerio a su amiga Loretta Napoleoni. Ésta última me miró con mucho interés, me anoté preguntarle a Samuel por ella, tenía una mirada igual que la de Le Vert.

    Me sentí tremendamente fatigado, y porqué no decirlo, me noté mayor. La muerte de mi amigo me acercaba al miedo, a la soledad, al dolor y a la incertidumbre de aparecer un día inerte en mi cama. Intenté distraerme de los pensamientos tenebrosos que me estaban invadiendo, y pensé en los momentos buenos con Simón. Como él me contó, había nacido un kilómetro fuera de España. Su padre y su madre salieron de España la noche del 18 de julio de 1939, fueron en coche hasta la frontera y pasaron ésta andando, justo a un kilómetro y ya en suelo francés nació Simón. La hermana de su madre, casada con un policía belga, les estaba esperando para llevarlos a Bruselas. Allí, en esa ciudad donde es, le conocí. Mi primera salida al extranjero fue a un curso de Interpol y yo era el único español. Todos me hicieron el vacío. Eso, acompañado de mi escaso inglés me provocó un doble aislamiento. ¡Un policía español de Franco! Me tuve que oír de todos menos de Simón.

    ¡De Zaragoza eh! ¿Cómo está la Virgen del Pilar?

    —Subida a la columna – respondí de mala leche.

    —No te enfades, hombre, yo soy casi español.

    Simón fue el primero de la promoción y yo el segundo. Fraguamos una más que sólida amistad y aprendí de Interpol todo lo que sé. Su tío el policía había sido fundador y tenía en Bruselas a su disposición el primer ordenador, IBM claro.

    Fueron las peores fiestas de toda mi vida. Ángel y Belmonte me llamaron, sólo lograron que quedase con ellos a comer en el restaurante Lido. Empecé la novela de Pérez-Reverte y me vi dos de las películas que me había comprado, sólo me animó un poco Meryl Streep en Memorias de África. Mi hija me llamó por teléfono: Perdona, no te pude llamar. Si te cuento lo que me pasó no te lo crees. ¿Te lo has pasado bien en las fiestas? Le dije que sí y colgué.

    A las dos en punto me personé en el restaurante, mis dos amigos ya habían llegado. Mientras saludaba a Alberto, el dueño del Lido, observé que cortaban su conversación y pensé que estaban hablando de mí.

    —Comisario, esta ciudad no ha sido lo mismo sin ti.

    —Espero que haya sido mejor. ¿Cómo estáis, queridos amigos?

    La comida fue espléndida: de primero lentejas con arroz y unos pequeños trozos de morcilla de Burgos, de segundo unos pequeños gallos que se habían comprado esa misma mañana, la única concesión regional el postre, melocotón de Calanda con vino, café y una copita de orujo. Tomó la palabra Juan Belmonte, que fue novio de mi sobrina Mari Puri: Cosme, nos tienes preocupados, desde hace meses te notamos un tanto ausente y depresivo. Ángel y yo queremos ayudarte en lo que podamos. Somos tus amigos, pero tampoco te dejas mucho.

    Observé a Ángel, daba vueltas y vueltas a su cortado con la cucharilla, lo estaba pasando mal. Éstos son mis únicos amigos –pensé–, se preocupan por mí, no tengo nada más. Sí, claro, tengo una hija y dos nietos pero apenas los conozco. Reconozco que de trato soy un poco hosco y decidí ponérselo fácil.

    —Gracias, amigos, pero os quiero aclarar algo. No estoy ausente ni mucho menos depresivo, estoy aburrido. Sí, sí, no pongáis esa cara de asombro. Me aburro como una ostra. Además, la muerte de mi amigo Simón me ha dejado hecho polvo. Bien, supongo que tenéis algo previsto para mí. A ver, ¿qué terapia necesito? ¿qué se os ha ocurrido?

    —La informática.

    —¿Cómo dices, Juan?

    —Déjame, yo se lo explico. Mira, Cosme, estoy un poco como tú. Por edad ya tendría que estar jubilado y tampoco tengo familia, no creáis que las gentes del teatro lo son, eso son frases hechas, el odio y la envidia están presentes como en cualquier colectivo. Los que fueron mis amigos, los grandes personajes de la escena, o están jubilados o muertos, y me cuesta mucho conectar con los jóvenes, sean autores o actores. He perdido pasión por el sexo y me empieza a interesar poco el mundo. Es más, me importa una mierda lo que ocurra fuera de mi entorno. Estamos en el mismo caso, querido comisario. Escucha con atención la sugerencia del joven Belmonte, yo te adelanto que lo voy a hacer.

    —Caramba, Ángel, hacía años que no disertabas como hoy. Bien, veamos cuál es vuestra pócima mágica.

    —Deberíais apuntaros a un curso de iniciación a la informática, y más concretamente a Internet. No os podéis imaginar lo que es. Ambos sois curiosos y creativos, por eso vais a descubrir la fascinación por lo desconocido. En tres semanas no os volveréis a aburrir, os lo juro.

    Estaba claro que mis amigos lo venían urdiendo desde hacía tiempo. Me resultaba sorprendente que Ángel se prestase a intentarlo, sólo lo hace por cariño hacia mí – pensé–. Belmonte, con satisfacción, nos dio una tarjeta de inscripción. Comenzábamos dentro de una semana, dos horas diarias de lunes a viernes, en un centro de la Caja de Ahorros de la Inmaculada, casualmente muy cerca de mi domicilio. El horario, muy llevadero, me permitiría seguir andando mis dos horas diarias.

    Me lo tomé muy en serio. Simón, hacía años, me había venido insistiendo en que me instalase un ordenador con conexión a Internet: Así me evitarás enviarte los informes por correo. Pensé que Ángel no aparecería el primer día de curso y me equivoqué, allí estaba tan lozano y perfumado como siempre. Los alumnos, unos veinte, de edades comprendidas entre cuarenta y el infinito, para ser más exactos 14 mujeres y 6 varones. El monitor, muy educado y profesional, se notaba que estaba acostumbrado a tratar con mayores. Odio lo de la tercera edad. Cada uno de nosotros disponía de un ordenador. Me aprendí de memoria las características del aparato: Marca ACER, procesador PENTIUM III, 700 MHz de velocidad, 64 Mb de memoria RAM, lector de CD, conexión a Internet, sistema operativo Windows 98 y monitor de 14 pulgadas en color tipo CTR.

    Ángel aguantó una semana, comenzó a poner excusas como de niño pequeño para no ir al colegio. No te enfadarás si te dejo sólo ¿verdad Cosme?. Lo tranquilicé.

    Me comencé a apasionar, a la tercera semana nos dejaban solos y empecé a entrar en páginas web que me había facilitado Belmonte. Me quedé con tres: Liberation, Le Monde y un periódico de Argelia, Le Quotidien d’Oran; todas ellas en francés. La argelina especialmente interesante, las informaciones sobre terrorismo islamista eran sencillamente buenas y apasionantes. –Ves, Simón, siempre te dije que yo prefiero ser aprendiz de muchas cosas antes que maestro de nada–. A partir de entonces me empecé a acostumbrar a hablar con mi amigo desaparecido, es más, juraría que escuchaba sus respuestas: Muy bien, Cosme, los estás haciendo muy bien. Al terminar el curso, de los veinte que comenzamos, de seis varones sólo quedaba yo, las mujeres todas menos una, que había tenido un accidente doméstico. Me ofrecieron empezar otro curso el próximo lunes que se titulaba: Internet para iniciados, no lo dudé ni un segundo y me apunté. Reconozco que me estaba apasionando. ¡Joder!, qué buena idea tuvieron mis amigos. Me sentí querido por ellos y me encontré mucho mejor.

    En mi calle habían montado un cibercafé hacía dos años. Recuerdo que mis vecinos habían estado muy vigilantes, ante la

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