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Los casos de Axel: El Strad del violinista: Los casos de Axel
Los casos de Axel: El Strad del violinista: Los casos de Axel
Los casos de Axel: El Strad del violinista: Los casos de Axel
Libro electrónico126 páginas1 hora

Los casos de Axel: El Strad del violinista: Los casos de Axel

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Antonius Stradivari fue el principal fabricante de instrumentos de cuerda durante los siglos XVII y XVIII. Solo quedan seiscientos cincuenta instrumentos Stradivarius, y cada uno vale millones de dólares. Como muchas obras maestras históricas, estos instrumentos, sobre todo los violines, se han convertido en objetivo de los ladrones. Por desgracia para ellos, los Stradivarius son casi imposibles de vender. Por ello, solo unos pocos han sido robados, en general, por aficionados.

Más que robos planificados al estilo de Thomas Crown, suele tratarse de robos oportunistas. Al final, la mayoría de estos delitos se resuelven. El ladrón suele esconder su trofeo en un armario. Cuando muere, un familiar lo encuentra mientras limpia. Pero este no fue el caso del Stradivarius Morello desaparecido. 

Edith Morello fue considerada en su día la mejor violinista femenina del siglo XX. Un calificativo ella llevaba con amargura por añadir la palabra mujer a esa descripción. Era una gran artista, pero también una prima donna desagradable, tacaña y abusiva que esperaba que quienes la rodeaban estuvieran a su entera disposición las veinticuatro horas del día. Murió a los noventa y un años en 1995. Hubo un puñado de personas que aceptaron el comportamiento abusivo de Morello porque respetaban su antiguo talento. Otros se quedaron porque Morello les prometió su preciado violín.

Al final, el violín desapareció poco antes de que Morello muriera. Los que tragaron con los abusos de Morello se sintieron aún más decepcionados cuando supieron que había dejado todo su cuantioso patrimonio, incluido el violín desaparecido, a organizaciones benéficas.

Ni la policía de Nueva York, ni el FBI y ni la Interpol consiguieron resolver el caso. El violín lleva desaparecido treinta años. Solo hay un hombre que puede encontrarlo: el investigador privado Axel Webb. No es un caso que Axel quiera aceptar, pero tiene que hacerlo. Su antigua némesis, el gángster ruso Vladimir Bok, cree que Axel está en deuda con él por haberle ayudado a destruir su rentable red de falsificación de obras de arte. La amante de Bok, Lena Petrenko, una violinista famosa en Moscú, quiere el Stradivarius Morello, y quiere que su querido Bok, se lo proporcione a toda costa.

IdiomaEspañol
EditorialMRPwebmedia
Fecha de lanzamiento10 abr 2024
ISBN9781667472799
Los casos de Axel: El Strad del violinista: Los casos de Axel

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    Los casos de Axel - Jerry Bader

    Capítulo 1

    El funeral

    Nueva York, 5 de noviembre de 1995

    El triste caso del Paganini del metro

    Paganini ha fallecido. No se trata del polémico violinista, aquel que tenía unas extraordinarias habilidades y cuya aura a veces se antojaba siniestra,  sino de un personaje desconocido en Nueva York denominado con cariño el Paganini del metro. Peter Paul Pagnozzi murió el 2 de noviembre de 1995 en un sótano de una habitación, solo, arruinado y deprimido por la pérdida de su preciado violín Giovanni. Tenía sesenta años.

    A Pagnozzi sus profesores de primaria le dijeron que nunca llegaría muy lejos. Si analizamos su vida en términos económicos, tenían razón. Pagnozzi se crio en una era y un clima anteriores a los actuales, en los que abundan los derechos y las menciones honoríficas. En aquel entonces, había poco margen para los jóvenes disléxicos.

    Pero Paul Pagnozzi tenía gran facilidad y talento para tocar cualquier cosa con cuerdas, en especial los violines. Podía interpretar la pieza musical más difícil después de oírla una sola vez. Era un genio natural, un sabio autodidacta. No le aportaba fama ni gloria, pero sí un sustento decente y mucha alegría para él y para los viajeros que pasaban por la Grand Central Terminal.

    A los dieciséis años, su profesor de música del instituto le dijo que no formaría parte de la banda del instituto a pesar de ser, con diferencia, el mejor músico de la escuela. El reglamento exigía que todos los miembros de la banda supieran leer música. Su problema de aprendizaje lo hacía muy difícil y, a él le bastaba con oír su parte una vez para tocarla de inmediato.

    Su profesor era un estricto cumplidor de las normas. Le dijo al joven Pagnozzi que le entregara el violín Giovanni que le había proporcionado la escuela. En lugar de eso, Pagnozzi guardó con delicadeza su preciado instrumento en su estuche, sacó su chaqueta de la taquilla y jamás regresó al centro escolar.

    Cuando le dijo a su madre que había dejado los estudios, ella le exigió que buscara trabajo, pero nadie parecía interesado en contratar a un chico de dieciséis años que había abandonado los estudios y tenía problemas para leer y escribir. Intentó unirse a un par de grupos de rock, pero no tenía guitarra y no había mucha demanda para un violinista de rock and roll. Su madre le dijo que si no podía ayudar a pagar el alquiler, tendría que buscarse otro sitio donde vivir. Acabó en el pequeño apartamento de su tía en Greenwich Village, donde disfrutaba de un sitio en el sofá y comida haciendo de canguro de su primita Lyra mientras su tía Maud limpiaba lujosos apartamentos de la 5ª Avenida. El padre de Lyra murió de un infarto fulminante poco después de que Maud diera a luz a Lyra. Sin padre, sin hermanos y con una madre que trabajaba doce horas al día, Lyra quedó al cuidado del primo Paul. Ella quería a su primo Paul, y él la quería a ella. Era más un hermano mayor que un primo. Su relación, aunque esporádica, duró el resto de la vida de Pagnozzi.

    Lyra no podía permitirse ir a la universidad, así que, en vez de eso, se ganaba la vida como cuidadora de los ancianos clientes de su madre. En los últimos años, Lyra y el primo Paul solo se veían de vez en cuando. Si Lyra quería ver al primo Paul, iba a la Grand Central Terminal, donde Paul entretenía a los viajeros con sus hermosos solos de violín. No era el Carnegie Hall, pero le valió el apodo de Paganini del metro, dinero suficiente para un piso en un sótano de Greenwich Village e incluso una aparición en el Show de David Letterman. Y ahora estaba muerto, una triste constatación de los valores de la sociedad.

    Lyra permaneció junto a la tumba mientras los sepultureros llenaban el agujero de tierra. Uno de los hombres ofreció a Lyra la pala para que añadiera una contribución ceremonial a la tumba. Ella dudó, pero la mirada del trabajador le exigió que accediera, así que lo hizo, más por no querer parecer indiferente que por algún sentido del deber religioso. Lyra tenía otras cosas en la cabeza, como la culpa por lo que había hecho, pero era lo menos que podía hacer por el primo Paul, por el hombre al que consideraba su hermano mayor.

    Capítulo 2

    Un ajuste de cuentas

    En la actualidad

    Regresé de París cansado pero ansioso por ver a Zelda, así que es fácil imaginar mi decepción cuando me encontré a Vladimir Bok esperándome en el sofá de mi despacho. Bok es un gánster ruso cincuentón, elegante y bien peinado, que lleva trajes de Savile Row, camisas a medida con monogramas y cadenas de oro lo bastante pesadas como para hundir el Titanic.

    Zelda me mira desde detrás de mi mesa y sonríe:

    —Has vuelto.

    —Sí.

    —¿Ha ido todo bien?

    —Sí, perfecto.

    —Tenemos visita.

    —Ya veo.

    Zelda se levanta de mi silla para que pueda sentarme. Toma asiento en una de las sillas de invitados:

    —Dice que se llama Joe Smith.

    Miro a Zelda y sonrío. Ella me devuelve la sonrisa. Miro a Bok y le digo:

    —¿No deberías estar escondido? ¿No tiene la Interpol una notificación roja sobre ti? —Se encoge de hombros. No espero a que responda—: ¿Qué quieres, Vladimir? Debe de ser importante para que salgas de tu agujero solo para verme —Se oye un fuerte ruido procedente del despacho exterior—. Será Ōotoko diciendo Kon'nichiwa a tus dos colegas.

    —¿Cómo está el hombretón? —pregunta.

    —Creciendo

    —Me has costado mucho dinero, Webb. Destruiste mi negocio de galerías de arte.

    —No fui yo, Vladimir. Fueron los israelíes y los alemanes los que te cerraron el paso, no yo.

    —Tú hiciste tu parte. Además, me debes doscientos cincuenta mil dólares.

    —¿Cómo calculas eso?

    —Es lo que pagué por los cinco cuadros impresionistas falsos que me vendiste.

    —En realidad, pagaste a Anton Becker cien mil, así que, incluso según tus cálculos, solo te debo ciento cincuenta mil.

    —Me vale, con una transferencia bancaria es suficiente.

    Caveat emptor[1], amigo mío. Deberías haber contratado a un experto mejor para que las comprobara.

    —Escucha, Webb, no quiero hacerte daño ni a ti ni a la encantadora Zelda. Sería una pena; es preciosa.

    Me inclino hacia delante en la silla:

    —Ten cuidado con lo que me dices, Bok. Si le tocas un pelo de la cabeza, acabaré contigo para siempre, ¿entendido? En realidad, no quieres amenazarme.

    —Vale, tipo duro, no más amenazas —Hace una pausa como si estuviera meditando una decisión. Es un numerito. Hasta ahora todo han sido juegos preliminares. Aquí llega el clímax: la verdadera razón por la que este mafioso ruso buscado por todas las fuerzas policiales de Europa acabó en mi puerta.

    —Estoy cansado, Vladimir. Acabo de bajarme de un avión y no estoy de humor para desenvolver tu matrioska conversacional. ¿Qué demonios quieres? No voy a devolverte el dinero.

    —Necesito que encuentres un violín: el Stradivarius Morello, para ser exactos. Si lo encuentras, estaremos en paz.

    —¿Me dirás por qué este violín vale

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