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Los misterios del Hospital Hains
Los misterios del Hospital Hains
Los misterios del Hospital Hains
Libro electrónico264 páginas4 horas

Los misterios del Hospital Hains

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Los secretos más ocultos son los más evidentes a los ojos de un corazón puro."

En la Austria profunda de la posguerra se fraguan muchos interrogantes y misterios. Ana Bonegood, una joven enfermera, será la elegida para descubrir qué pasa en el elegante y exclusivo hospital psiquiátrico de Hains. Una serie de desapariciones sin explicacióntienen a los directores del recinto en jaque y no pueden dar respuesta a los acontecimientos. Secretos incontables e impronunciables son la base de la intriga; la deslealtad, pasión y muerte son los elementos de la ópera prima de la novelista Adria Santel.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento9 oct 2021
ISBN9788418787980
Los misterios del Hospital Hains
Autor

Adria Santel

Adria Santel nació en las gélidas tierras patagónicas del sur de Chile. Pasó su infancia entre mar y montañas, debido a la ocupación de sus padres, lo que le permitió empaparse de la diversidad cultural de su país. Ingeniera de profesión y aficionada a los viajes por el mundo, logró despertar en ella la pasión por las artes, la pintura y la literatura, las cuales desde niña la acompañaron. No fue hasta casi sus cuarenta años que decidió escribir de manera profesional y presentar ante ustedes su ópera prima Los misterios del Hospital Hains, novela romántica de corte policial y misterio galardonada en su país de origen. Sus obras son de novela negra, relatos breves, cuentos infantiles, de fantasía y terror. Otros títulos de la autora: El secreto del doctor Lambert, Ariel y los Misteriosos, Huellas mágicas, entre otros.

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    Los misterios del Hospital Hains - Adria Santel

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    Los misterios del Hospital Hains

    Adria Santel

    Los misterios del Hospital Hains

    Primera edición: 2021

    ISBN: 9788418787461

    ISBN eBook: 9788418787980

    © del texto:

    Adria Santel

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2021

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A mi hijo, luz de mi vida, sendero de mi camino.

    A mi madre, fiel y primera lectora, que me enseñó que el cielo y los sueños no tienen límites. Mi impulsora, amiga y ejemplo.

    A mi marido, abrazo tierno y fuerte que acompaña mis aventuras, locuras y sueños.

    A mi hermana, amiga fiel y lectora.

    Agradecimientos

    A Dios, por su infinito amor. Por sus dones y por entregarme caudales inagotables de inspiración, que son los que plasmo en mis escritos.

    A mi familia, a mi madre Adriana, mi hijo Juan Cristóbal Santiago, mi marido Juan Pablo y mi hermana Lorena, por apoyarme en cada paso que doy y estar ahí si trastabillo, por su crítica constructiva y su fe en mi trabajo.

    A mis amigos, que han leído cada obra que escribo y que me han brindado su certera y sincera opinión acerca de mis historias.

    A mis amigos escritores, que me han orientado y apoyado en este desafío. En especial a Beatriz Olavarria (España), Alejandra Díaz (Chile) y Mónica Rojas (México).

    Y a un hombre especial que me dijo que mi novela era de excelencia y que debía atreverme y aventurarme a ser escritor profesional, el novelista José Luis Rosasco (Chile), que descansa en la paz de Dios.

    A los principales autores que me inspiraron a escribir, mentores que en sus libros enseñan el noble arte de contar historias y cuentos. Gracias, Agatha Christie y Camilo Pérez de Arce.

    A todos y cada uno, mis sinceros agradecimientos.

    «Aprendí que no se puede dar marcha atrás, que la esencia de la vida es ir hacia adelante».

    Agatha Christie

    Guía del lector

    A continuación, se relacionan en orden alfabético los principales personajes que intervienen en esta obra:

    Adolf Singer: Enfermero.

    Agneta Meller: Enfermera jefe.

    Amadeus Tulorth: Chófer, mayordomo y jardinero del hospital.

    Ana Bonegood: Enfermera sobrina del doctor Samuel Bonegood.

    Clod Heller: Paciente del Hospital Hains y matriarca de la familia Heller.

    Dana Lupei: Secretaria del director Lambert, de origen rumano.

    Edualf Lambert: Médico. Director y propietario del hospital psiquiátrico Hains.

    Ema Vaduva: Paciente presidiaria.

    Frances Rutter: Enfermera.

    Greg Korn: Enfermero.

    Halzen Brünch: Detective de policía.

    Higgins: Abogado del hospital.

    Homer Velvet: Detective de policía.

    Marcus Heinz: Paciente presidiario.

    Milan Vodanovic: Médico psiquiatra del Hospital Hains de origen americano.

    Moritz Ackermann: Connotado psiquiatra, fundador del Hospital Hains.

    Orietta Polchini: Enfermera italiana.

    Otto Müller: Médico forense de la Policía.

    Samuel Bonegood: Prestigioso médico traumatólogo.

    Thomas Heller: Enfermero del doctor Bonegood y albacea de la familia Heller.

    Capítulo 1

    De Viena al interior de las montañas

    En 1938, recién egresada de enfermería en Austria, estaba la señorita Ana Bonegood, de veintiún años, esperanzada de un gran futuro en el campo de la salud. Había estudiado con connotados profesionales del campo médico de Europa.

    ¿Cómo describir a Ana? Una chica alta y delgada de piel muy blanca con matices azulados y rosas, de tez suave, mirada dulce, con párpados levemente caídos; daba la sensación de ser una chica triste pero recta porque tenía una personalidad severa. Ella era hija del rigor, del esfuerzo y tesón. Tenía el cabello liso de color rubio miel, de finos filamentos, y lo llevaba recogido hasta la altura de los hombros. Era tan tirante su peinado que daba la impresión de que su cabeza era más pequeña de lo normal. A esto se le sumaba la amplitud de sus hombros, lo cual favorecía ese efecto óptico. En sus ojos se asomaban unas profundas ojeras a consecuencia de interminables noches en vela mientras estudiaba persiguiendo su sueño. Tenía manos huesudas de largos dedos que a primera vista lucían delicadas y débiles, pero por el contrario eran cálidas y firmes, propias de la juventud y del vigor. Ana era una mujer fuerte con aspecto frágil. Desde la primera impresión su apariencia no representaba la furia de su espíritu, la fuerza de su cuerpo ni la pasión de su corazón. Su voz era aterciopelada, de tonos suaves y volumen moderado, casi un susurro. Esto no la limitaba; cuando sentía la necesidad de hacerse escuchar, aumentaba su vibrato hasta lograr ser obedecida o imponer su voluntad. Cuando esto sucedía, ella sufría una metamorfosis, desde el nacimiento de su mirada suave y ordinaria a una intensa y fija, junto con la postura corporal que hinchaba su pecho y erguía sus hombros, actitud que la hacía parecer más alta y corpulenta, y su tono de voz se tornaba profundo, voraz, pausado y con cada palabra que emanaba de sus labios se marcaba su autoridad.

    Era fruto de la convivencia de un matrimonio conformado por un par de campesinos simples y comunes que vivían su fe en Dios de manera férrea y complaciente. Sus padres eran personas muy devotas, tranquilas, trabajadoras, sin grandes desafíos ni sueños. El padre había sido el mayor de nueve hijos y había ayudado a sus progenitores en la crianza de sus hermanos, de los cuales los menores habían tenido la fortuna de poder educarse y ostentar un oficio calificado o profesión. El menor de los hermanos de su padre estudió medicina y se convirtió en médico. Su nombre era Samuel Bonegood, tío Sam para Ana.

    Ana era hija única, pero no siempre había sido así. Tuvo un hermano mayor al que llamaban cariñosamente Sammy, en honor a su tío, pero que había muerto de pulmonía a los dos años de vida. Ana solo lo conoció a través de un retrato que estaba en su salón frente a la chimenea. La muerte de Sammy dejó un vacío en la vida de sus padres que la joven trató de llenar.

    Ana siempre fue muy cercana a tío Sam, que no tenía hijos y veía en ella a la hija que la vida le había negado. Él observó en Ana, desde muy temprana edad, la entrega y preocupación al curar todos los animalitos que encontraba heridos o enfermos en el campo o en su propia granja. Tío Sam vivió con sus parientes cuando era médico en el pueblo hasta que Ana cumplió los ocho años, manteniendo una relación muy estrecha con la niña. Él era el curador de todos los animales enfermos que ella encontraba y que, posteriormente, cuidaba y alimentaba con la paciencia que solo el espíritu le da al cuerpo de una niña raquítica y de tan corta edad como para responsabilizarse como un adulto de un ser indefenso, sin más necesidad que el gusto de hacerlo.

    Cuando Samuel Bonegood obtuvo una beca de especialización en una prestigiosa universidad, debió trasladarse a la ciudad de Viena, muy lejos de sus afectos. Luego de finalizar su beca en traumatología, obtuvo una plaza en el Hospital Doctor Russell, que era una referencia europea en tratamientos innovadores del área traumatológica. Fue una fortuna obtener ese trabajo. Eso inspiró a Ana a estudiar enfermería y ver como referente a su querido tío, que sería por siempre su ángel guardián en vida y carrera profesional.

    Samuel, al ser un hombre soltero y de edad madura, sin novia conocida, daba pie para que la gente murmurara y decretara que él era diferente y que, debido a esa diferencia, nunca contraería matrimonio. Decían que solía tener otras preferencias y gustos.

    Él siempre estaba acompañado de un enfermero muy leal a sus solicitudes y un gran bastión y apoyo en sus decisiones, a veces alocadas e insospechadas. Su nombre era Thomas Heller o, mejor dicho, Tommy, como lo llamaba cercanamente Samuel.

    Él nunca se cuestionó el no haber formado una familia tradicional, porque se autodenominaba «animal de trabajo» y que su única esposa era la ciencia y que su hija por elección era su querida sobrina Ana, de quien estaba muy orgulloso y se sentía parte de su desarrollo.

    Thomas también sentía un gran aprecio por Ana, la veía como extensión de su fiel amigo y jefe Samuel Bonegood. Ambos hombres compartían una cómoda residencia en las cercanías del hospital donde trabajaban. Cada uno vivía en una planta de la casa. Decían que, como se veían tanto tiempo en el trabajo, seguir viéndose en casa sería una tortura de la cual había que escapar ciertas horas del día y estar consigo mismo solo, sin más compañía que sus aficiones.

    Thomas tenía la costumbre de escuchar música clásica y cantar ópera, además de la pintura y las bellas artes. Preferencias que molestaban de manera esporádica a Samuel, el cual tenía entre sus máximos ahíncos leer mamotretos enormes de medicina, fumar puros y beber whisky, todo aquello en el más estricto silencio. Por eso es por lo que la decisión de usar una planta distinta parecía lo más acertado para la sana convivencia de ambos.

    Los atendía una mujer polaca de nombre Frida Kolvia, que era como una madre para ambos. Estaba siempre pendiente y se inmiscuía periódicamente en sus discusiones. Para ellos Frida era parte de la familia. Aunque Samuel era muy severo en sus asuntos, siempre daba oídos a sus comentarios, pues era una mujer sencilla de pocas palabras, pero de actos de cariño concretos y de un locuaz discurso, a pesar de su nula educación y de su crianza modesta y cruel. Tal vez por eso Samuel la apreciaba tanto y veía en ella la inteligencia real de una mujer que no tuvo las oportunidades de desarrollarla de la forma adecuada, pero que, en la manera en que expresaba sus ideas, se asomaba la brillantez de su inteligencia.

    Samuel era un traumatólogo muy conocido y prestigiado. Buscaba innovar en los tratamientos e implementos que usaba. Era un hombre de ensayo y error. Tenía un pequeño taller en su casa; hacía prototipos en madera, oficio que había aprendido desde muy joven y que le ayudaba a aterrizar sus diseños y bosquejos a algo real. No era poco usual verlo recorrer su hogar en muletas, con sillas de ruedas, con los ojos vendados o con un brazo atado, probando en sí mismo sus invenciones, las cuales muchas veces terminaban en el basurero porque era un hombre exigente que buscaba la perfección y hacer la vida de sus pacientes mucho más llevadera. La posguerra fue la época más próspera en medicina para la mente inquieta de Samuel, pudo evidenciar a cada instante su aporte en la calidad de vida de sus pacientes, inventar artefactos, experimentar con medicinas, incluyendo aquellas que la madre naturaleza proporciona y que él conocía desde su tierna infancia a raíz de la escasez de medicina química tradicional.

    Cuando Ana decidió estudiar enfermería, lo hizo de manera natural, casi por instinto. ¿A qué más podía dedicarse? Si desde niña cuidaba animalitos enfermos y escuchaba fascinada las historias médicas de su tío, abriendo los enormes ojos brillantes mientras su mente imaginaba cada escena. Podía parecer desubicado que un adulto le narrara tan vívidamente episodios de mutilaciones y muerte a una pequeña niña, pero ella veía en sus relatos esperanza y su futuro. Fue así como, cuando Ana les comunicó a sus padres su decisión de ser enfermera, no les sorprendió, era esperable. Cuando comenzó a estudiar enfermería, su ideal era trabajar con su tío en el área de la asistencia en traumatología y así desarrollar su carrera. Los padres de la joven estaban satisfechos y confiados en la protección de Samuel para con Ana por demostrar siempre un genuino cariño para con ella, como si se tratara de su propia hija.

    La naturaleza de Ana podía parecer fría, severa y vinculada al deber. Con la convicción de hacer lo correcto, ayudar al prójimo. Ella sentía que su vida debía tener un sentido superior a sus huesos, cuerpo y mente, que se conectara con su esencia, que trascendiera su obra; que su forma tuviera que ver con la manera de hacer las cosas, en lo aprendido con respecto al deber hacer. La gente no podía evidenciar el verdadero sentir de su alma y su vocación de servir a todos, porque la manta de severidad no dejaba mostrar la bondad de su ser. Ana tenía sed y hambre de servir, pero no lograba entender su misión como tal, y solo conocía el fin, que era atender a las personas, curar, entregar bienestar, pero, al faltarle el equilibrio entre dar y recibir, su ser sufría la constante desazón y vivía con la sensación de que algo le faltaba. En su hogar sintió los cuidados, pero faltó el contacto, la piel, el calor. Eran tiempos en donde se sobrevivía y la palabra era un bien escaso, reemplazado por la acción y el deber ser y hacer.

    Al finalizar sus estudios, Ana esperaba trabajar bajo el alero de su tío; el cariño y admiración por él eran como la miel de sabor intenso, donde basta solo un poco de este manjar para empalagar todos los dedos y, aun así, es una sensación agradable. Pero la vida o, mejor dicho, su tío le tenía una sorpresa.

    Casi terminando el invierno, desde los árboles surgen pequeñas hojas verdes, delicadas y copiosas al compás de los perfumes primaverales de los jardines de gencianas, rosas y claveles. Esa es la primera pista de que el invierno va en retirada para dar paso a la alegre y feliz primavera, época de renacer, de sol tímido cuyos tibios rayos cubren la piel y dan un tono dorado a quienes los reciben. Para Ana la primavera traía algo más que dulces e intensos aromas, rayos de sol y exquisitos sabores; traía un giro en su vida que jamás visualizó cuando aceptó obligada la oferta de trabajo para el hospital psiquiátrico Hains, en el interior de Austria. Tal vez decir que sí fue una respuesta muy corta para el precio que debió pagar después. Un día, al llegar a casa desde su guardia en el hospital de Viena, encontró en el salón a su tío, Thomas y Frida junto a unos deliciosos bocadillos y una botella de licor.

    —¿Qué celebramos? —preguntó sorprendida.

    —Tu nuevo trabajo —respondió un entusiasmado tío.

    —¿Mi nuevo trabajo? —preguntó Ana desorientada.

    Samuel le explicó, casi frenético de felicidad y entusiasmo, que el doctor Lambert, prestigioso psiquiatra de Austria, una eminencia en recuperación de pacientes con enfermedades mentales, lo había llamado para pedirle referencias de una enfermera joven, soltera, capaz y con deseos de trabajar en psiquiatría para ocupar el cargo de enfermera asistente de uno de los doctores del hospital y, por supuesto, Samuel había recomendado a su sobrina sin comentar el pequeño detalle de que eran parientes, detalle que no ocultaba, pero al que tampoco hacía referencia. El tío le comunicó a Ana que debía partir en un par de días. Viajaría en tren el domingo para comenzar sus labores el lunes. El nuevo hospital se situaba a unas horas en automóvil desde la estación, porque estaba internado en las montañas. En el salón se podía sentir la alegría por la noticia, entre copas, risas y deliciosa comida, mientras que en la cara de Ana se dibujaba el desasosiego, como una mujer engañada por su esposo. No se reflejaba ninguna emoción positiva en su rostro; respiraba pena, rabia y desilusión por su tío, porque ella no quería dejarlo, ni a su trabajo en Viena.

    Ana bebía para adormecer sus sentimientos, pensaba en lo injusto de esa decisión. «¿Cómo es posible que decida sobre mi vida y que no considere mi opinión? ¿Tal vez le molesta que viva en su casa? ¿Por qué me quiere echar? ¿Ya no me quiere mi tío? ¿No pensó en que yo no quería trabajar en ese hospital? Si le digo a mi tío que no quiero dejar Viena, ¿se molestará conmigo y me quitará su protección?». Eran muchas las interrogantes que se agolpaban en su cabeza y lo único que atinaba a hacer era asentir con ella y beber más licor.

    Thomas le preguntaba qué le parecía esa tremenda oportunidad. Le comentaba que ese hospital era visionario, con un cuerpo médico de primera línea; que era la oportunidad soñada para una enfermera joven como ella y muchas cosas más, como si hubiese ganado un premio. Ana le miraba los labios mientras él, con un entusiasmo casi adolescente, le comentaba lo maravilloso de ese hospital, pero ella seguía sumergida en pena y rabia que la hacía desear que Thomas se callara y no escucharlo más. El enfermero, que era el más amoroso e histriónico de la casa, abrazaba fuertemente a Ana como muestra de cariño, alegría y felicitaciones, abrazos que Ana sentía fingidos, extravagantes, innecesarios y molestos en regla. Si a Ana le molestaban las muestras físicas de afecto, en ese momento las sintió como un puñal insoportable.

    Frida era otro ser dentro de este complot para deshacerse de ella, o al menos así lo veía la joven. Esa mujer, siempre tan gruñona y mandona, esa noche era un ser de luz, feliz, radiante, chispeante, llena de risas y buenos chistes que animaban la fiesta, porque a esas horas de la noche eso ya se había convertido en una fiesta. Ellos tres eran los seres humanos más felices de la Tierra, y Ana, la más desgraciada, pero en silencio le apetecía endemoniadamente estallar en llanto; pero su educación y temor al futuro no se lo permitían, así que ahogaba su llanto en alcohol y más alcohol. En un momento, Samuel percibió que Ana bebía sin control y eso le preocupó. La llevó a su habitación en compañía de Frida para que la desvistiera y acostara.

    —Mañana necesitamos conversar a solas —fue lo último que escuchó Ana de su tío esa noche.

    A la mañana siguiente la joven enfermera sentía que mil duendes bailaban sobre su cabeza y un hacha cortaba su cerebro. Al menos, no tenía turno en el hospital y podía reposar en casa, o eso pensaba ella. A mediodía Samuel entró en su habitación junto a Frida, quien llevaba en su mano un tazón con café negro muy cargado. Ana se sentía mareada, con náuseas, dolor de cabeza y, sobre todo, estaba muy avergonzada por su comportamiento. Mientras bebía el café, explotó en un llanto descontrolado, lo que hizo que el tío le pidiera a Frida que saliera de la habitación. Se acercó a la cama y se sentó a su lado abrazándola para consolarla.

    —Ana, ¿qué sucede? —cuestionó Samuel con una actitud paternal y de preocupación.

    Ella no podía emitir palabra audible y entendible, ahogándose en lágrimas, café y mocos. Entre sollozos preguntaba por qué quería alejarla de su lado si ella lo adoraba y era su familia. El tío comprendió enseguida lo que sucedía. Su niña fuerte y valiente era muy joven aún y su alma estaba en proceso de maduración. Ella era frágil y no podía comprender ni visualizar lo que estaba pasando. Esto le causó gran ternura al hombre y una sensación paterna a flor de piel donde sus vellos se erizaron. Le dio un cálido y protector abrazo a su sobrina y, largamente, besó su cabello. Al cabo de unos minutos, Ana se sintió mejor al ceder sus malestares y desayunó normalmente.

    La mañana estaba cálida, refrescante y con una brisa tibia, que era como una prolongación de un tierno abrazo que acaricia pero no incomoda. Samuel invitó a Ana a dar un paseo por el parque que quedaba cerca de su hogar. Era un lugar bastante grande, con piletas, césped, árboles y hermosas flores. Al caminar del brazo de su tío, podía sentir la suavidad de los indirectos rayos de sol, que entibiaban su blanca y delicada piel, y su nariz podía absorber el perfume cítrico de su tío, mezclado con la dulzura del aroma de las flores. Era tanta la paz que sentía en su corazón, pero la revoltura de su estómago no le permitió disfrutar en plenitud de ese momento tan tranquilo, en calma.

    Siempre le había dado muy buenos resultados a Samuel con su sobrina pasear de su brazo para tranquilizar su alma o averiguar qué se tejía en ella. Ese día no fue la excepción. Entre palabras dulces y muestras de afecto, Ana le confesó lo que estaba en su alma y lo que le molestaba. Porque la decisión de trasladarse de Viena a otro sitio era personal. Mientras Ana le reclamaba y le contaba a su tío lo que le molestaba, sus temores y que no entendía la proyección de su carrera en ese hospital, Samuel la interrumpió tomando su rostro entre sus delicadas manos y besando tiernamente su frente.

    —Dulce alma mía, cuando has vivido tanto como yo, sabes lo que es mejor para alguien como tú. Confía en tu viejo tío y disfruta de la vida —declaró tiernamente.

    La joven sintió tranquilidad y confianza nuevamente, y su ser le dio el beneficio de la duda a su tío, pero le dejó claro que, si no le agradaba el nuevo empleo, volvería a Viena a vivir y trabajar con él, sin reproches ni preguntas. Samuel asintió con la cabeza y mostró una amplia sonrisa. Él sabía que su sobrina era testaruda y que daría su mejor y mayor esfuerzo, no lo defraudaría. Confiaba en ella. Al regresar a casa, almorzaron junto a Thomas, quien al terminar la comida le dijo:

    —Ana, a veces la vida nos tiene preparadas cosas más grandes que nosotros mismos y nos utiliza para fines mayores. Tu tío está muy orgulloso de ti

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