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No desamparada: La historia de cómo la fe restauró a una víctima del abuso
No desamparada: La historia de cómo la fe restauró a una víctima del abuso
No desamparada: La historia de cómo la fe restauró a una víctima del abuso
Libro electrónico260 páginas4 horas

No desamparada: La historia de cómo la fe restauró a una víctima del abuso

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Información de este libro electrónico

Jennifer Greenberg fue abusada por su padre, que asistía a la iglesia. A pesar de eso, sigue siendo cristiana. En este libro valiente y cautivador, ella reflexiona en cómo Dios produjo vida y esperanza en la situación más oscura.
Jenn nos muestra la forma en que el evangelio permite que los sobrevivientes lidien con los problemas de la culpa, el perdón, el amor y el valor. Además, plantea un desafío para los líderes de la iglesia: el de proteger a los miembros vulnerables de sus congregaciones. No desamparada no es una lectura fácil. Sin embargo, quizá hoy más que nunca, es una lectura obligatoria.
"Pinta una imagen hermosa de la redención". MEGAN LIVELY, sobreviviente y fundadora de Relevant Reach
"Permite sentir, sanar y descubrir. Todos se beneficiarán al leer este libro". POLLY HAMP, sobreviviente y consejera
"La Iglesia ha estado pidiendo a gritos un libro como este, y ahora la persona correcta lo ha escrito". DR. DAVID MURRAY
"Una oportunidad de escuchar, de modo que podamos ayudar mejor a los que navegan por las secuelas del abuso". J. D. GREEAR, presidente, Southern Baptist Convention
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 jun 2021
ISBN9781629462752
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    No desamparada - Jennifer Michelle Greenberg

    PRÓLOGO

    por Russell Moore

    Una vez, la novelista Flannery O’Connor escribió: «En resumen, al leer mis propios escritos he descubierto que el tema de mis historias de ficción es la acción de la gracia en el territorio mayormente dominado por el diablo». Medito en esa idea con frecuencia porque me parece que su aplicación va mucho más allá de la esfera literaria. Lo más real del cosmos es precisamente eso: la acción de la gracia en un territorio mayormente dominado por el diablo.

    Como cristianos, vemos el horror de la maldad y, en contraste con él, la belleza triunfante del evangelio de Jesucristo. No vemos el mundo, la historia ni la trama de nuestra propia vida como narrativas moralizantes y sentimentales, tampoco como historias de terror góticas. Mientras seguimos a Jesús, vemos al mundo que nos rodea bajo el prisma de la cruz. Y en la cruz, vemos el quebranto nauseabundo de este universo atormentado por el diablo y aún más que eso: la gracia del que derramó Su propia sangre para salvarnos.

    Por lo tanto, los cristianos deberíamos entender la realidad del trauma mejor que nadie. Y deberíamos saber mejor que nadie que el trauma no es insuperable para la obra de la gracia. Vemos las vidas humanas, incluida la nuestra, a la luz del Lugar de la Calavera, una escena que hace que los corazones quebrantados se aparten con dolor y una escena que también hace que los corazones quebrantados griten de gozo por la realidad de que, aunque el valle de sombra de muerte es una realidad concreta, allí hay un Pastor que está junto a nosotros.

    Este libro es el testimonio de alguien que pasó por el trauma y que, como nos dice la Biblia, puede gemir por la ruina del mundo satanizado y clamar «Abba, Padre» por el Espíritu (Romanos 8:12–17). Cuando leas estas reflexiones conmovedoras, es posible que descubras que te ayudarán a lidiar con eventos de tu propio pasado o presente porque te harán verlos a la luz del evangelio de la esperanza. Y si, al igual que yo, no has enfrentado personalmente esa maldad, es posible que te detengas a preguntarte cuántas realidades terribles te rodean ahora mismo, realidades de las que puedes estar apartando la mirada con apatía.

    Mi oración es que todos nos preguntemos de qué maneras —maneras que varían mucho de una vida a otra— la gracia de Dios ha transformado a las personas, o puede transformarlas, de «víctimas» a «sobrevivientes». Esas preguntas pueden llevarnos a luchar por la justicia para los que están siendo heridos. También pueden impulsarnos a recordar lo que muchos de nosotros aprendimos a cantar antes de entender verdaderamente lo doloroso que puede ser vivir:

    Su gracia siempre me libró

    Y me guiará feliz.

    Russell Moore

    The Ethics and Religious Liberty Commission

    «No te desampararé,

    ni te dejaré»

    Hebreos 13:5b

    Metió la tierra con firmeza en el frasco. Sería un agregado perfecto para las orugas que tenía ahí dentro. El patio enladrillado estaba saturado de frascos vacíos y bolsas de tierra. Como todavía no entraba al jardín infantil, a ella le encantaba pasar los días en el exterior, escarbando la tierra, plantando malezas y recolectando insectos.

    «No sé leer muy bien», le explicó a Dios mientras rasguñaba la tierra con los dedos. «La Biblia es muy larga y orar con los ojos cerrados es aburrido. ¿Qué te parece si te hablo a Ti cuando hable en mi cabeza?».

    Recordaba la ocasión en que su madre le leyó la Biblia y le contó de la sabiduría del rey Salomón. Le había pedido sabiduría a Dios, y Dios se la había derramado. Lo que ella más quería era ser inteligente como su papá: el científico con conciencia espiritual, el investigador, el lector y la autoridad en materias de doctrina y evolución. Le pidió a Dios que la hiciera sabia como Salomón. Sobre todo, le pidió a Dios en oración que le permitiera ver demonios, tal como lo había hecho Jesús, de modo que pudiera distinguir a la gente buena de la gente mala.

    «Cállate», dijo. «Estoy leyendo».

    Su padre volvió a sumergirse en el grueso volumen teológico de tapa elegante y teorema bíblico avanzado. La niñita asintió con la cabeza y volvió a jugar, esta vez en voz baja. De pronto, una mano fuerte la agarró desde atrás. Le apretó el brazo con firmeza, la agitó con violencia y empezó a golpearla.

    Ella gritó que lo sentía. Prometió que estaría callada. Chilló pidiendo ayuda. Pero él no dejaba de golpearla. En unos instantes, su padre había pasado de estudiar apologética a golpear a su hija.

    Al escuchar sus gritos, su madre entró corriendo al cuarto.

    «¿Qué estás haciendo?», reclamó.

    Su padre la soltó, y ella huyó a su cuarto. Allí, acurrucada en el piso, examinó las ronchas con forma de mano. Pasó sus deditos por cada hematoma: cinco contusiones moradas en los puntos que agarraron sus dedos.

    «Así de grandes son las manos de mi papá», pensó.

    En la ante sala, su padre volvió a leer su libro de teología.

    Despertó de un remezón con el corazón acelerado, la piel empapada en sudor frío y el estómago retorciéndose de ansiedad.

    Entonces, miró el reloj.

    2:00 am.

    Otra vez el mismo sueño horrible. Como tantas otras veces, el demonio había abierto la puerta de su cuarto, saltado a su cama y quitado las cubiertas. De algún modo, ella sabía que el demonio representaba a su padre.

    «Solo es un sueño», se dijo a sí misma. «Solo un sueño».

    Pero estaba aterrada.

    Ella había visto la pornografía que él tenía. Al parecer, casi todas las noches ponía más en el computador de ella, y todos los días encontraba nuevas imágenes grotescas. Había escenas de violaciones, de tortura, de una multitud de hombres violando a una adolescente. A veces lo había visto observándola iniciar sesión en su computador; la miraba con un brillo gélido en los ojos.

    Cada día traía más vergüenza y temor. Todas las noches tenía pesadillas recurrentes.

    Empezó a ponerle seguro a la puerta de su cuarto.

    Ató campanas alrededor de la manilla y dejó obstáculos como zapatos, juguetes y una caja de figuritas en el camino a su cama. Si viene mientras estoy dormida, pensaba, se va a tropezar y el ruido me va a despertar.

    «Dios», oró una noche, llorando sola en la oscuridad, «este hombre con el que vivo no es mi papá; es un extraño. No sé si puedo crecer así. Necesito que Tú seas mi Papá. Por favor, Dios, cumple ese rol en mi vida. Sé que no puedes estar aquí de forma física y necesito a alguien que esté aquí, pero no me dejes sola como huérfana».

    Y Dios respondió.

    Fue como si el amor fuera un océano y ella se hubiera sumergido en su mismísimo corazón. Su miedo fue limpiado y su dolor se dispersó cual niebla de mañana estival. Sin duda ni excepción alguna, sabía que era hija de Dios, y se río entre las lágrimas por ese alivio repentino.

    Se puso la hoja de afeitar en el brazo.

    Sabía lo que tenía que hacer.

    Sabía cómo hacerlo.

    Recordó la vez cuando tenía unos cuatro años y estaba sentada a la mesa con su padre. Era una mesa de nogal ovalada que ella siempre había considerado elegante. Su mamá estaba lavando la loza y ella estaba sentada en la silla más cercana a la cocina. Él estaba sentado a la cabecera de la mesa, a su izquierda.

    Su padre estaba hablando sobre un hombre que había intentado suicidarse. No recordaba si era una historia que había visto en las noticias o escuchado en el trabajo. En realidad, no importaba. Era un perdedor, dijo él, y no hay peor perdedor que el que ni siquiera puede matarse.

    Luego la miró y le enseñó a suicidarse. Le explicó cómo cortarse de manera que incluso si el personal de urgencias la encontraba antes de que se desangrara, se les hiciera casi imposible salvarla. Mientras hablaba, le mostró la vena de su brazo e hizo que ella le mostrara la vena del suyo.

    Su madre siseó y le dirigió una mirada condenatoria. La niña nunca olvidó esa noche en la mesa. Nunca olvidó que pensó: «Mi papá quiere que me mate».

    Durante décadas, el recuerdo de esas palabras retumbó en su mente.

    Durante años, trató de racionalizarlas.

    Quizás era por su bien. Quizás, su papá sabía que a veces la vida se pone muy difícil. Quizás, a veces es necesaria una vía de escape. Quizás todos los padres buenos preparan a sus hijos para que huyan de sus vidas espantosas si surge esa necesidad.

    Estas palabras espeluznantes se grabaron a fuego en su memoria:

    Les será casi imposible salvarte.

    Avancemos cerca de una década. Ella ya tenía 15 y estaba sentada sobre su cama individual de hierro forjado, blanca y dorada, y con rosas. Le encantaba esa cama. Recordaba que su madre la despertó la mañana de su cumpleaños, cuando tenía alrededor de siete años, arrojando sobre ella un nuevo cubrecama de color blanco. Todo se veía muy hermoso a la luz del sol: las flores de hierro pintadas, la curvatura de la cabecera, los botones dorados brillantes.

    Se puso la hoja de afeitar en el brazo.

    Sabía qué tenía que hacer. Su papá le había enseñado bien.

    Sus palabras terribles, cual semillas sembradas en lo más hondo, se habían enraizado en su mente, emergiendo como vides venenosas.

    Hace muy poco había escuchado a su papá decirle a su mamá que estaba desarrollando una figura muy bonita. No sonó paternal. Sonó como un cumplido sexual de la misma persona que colocaba imágenes de hombres adultos teniendo relaciones sexuales con adolescentes en su computador. Sintió que las murallas la aplastaban.

    «Es claro», pensó, «que soy una especie de pervertida, una suerte de enfermedad. Puede que no peque yo misma, pero infecto a otras personas con el pecado. Mi papá no me ama. ¿Por qué no me ama? ¿O acaso todo esto solo está en mi cabeza? ¿Soy una pervertida porque me imagino que mi papá siente atracción por mí cuando en realidad me odia? ¿Cómo podría alguien sentirse atraído hacia una persona que odia? Eso no tiene sentido. Quizás me estoy volviendo loca. O a lo mejor mi papá mantiene la distancia emocional y se enoja porque está tratando de que yo no lo tiente. Quizás está siendo valiente al evitarme. Quizás su frialdad es abnegada. Quizás yo soy el problema».

    Su madre siempre la instaba a ponerse ropa «decorosa» — pantalones cortos de mezclilla que llegaran abajo de las rodillas, suéteres y poleras de cuello alto y con mangas—. En parte, eso era lo común de las madres. Sin embargo, reforzó el temor que la niña tenía de ser la causante de que su padre se pusiera mal.

    Ahogada en la confusión y el miedo, extendió las manos y se agarró de Dios.

    Con la hoja de afeitar sobre la piel, lloró y oró.

    «Dios, me quiero morir, pero tengo miedo. He escuchado que la gente que comete suicidio se va al infierno. No quiero irme al infierno. Dios, por favor perdóname. Por favor, dame una señal para que sepa que me llevarás al cielo».

    Muy pocas veces en la vida, Dios irrumpe en las tinieblas cual relámpago, pero lo hizo en ese momento. Todo se puso blanco y brillante. Ella miró hacia abajo, y vio su dormitorio. Era como si estuviera suspendida, como si estuviera flotando sobre su cama. Todo estaba en silencio, como una película muda. Vio a su madre abrir la puerta y correr hacia su cuerpo inerte. Sus dos hermanas menores se abrazaban asustadas bajo el dintel.

    Entonces, una voz rompió el silencio.

    «No te desampararé, ni te dejaré».

    Era una voz anciana pero intemporal. Estaba llena de un vigor profundo, pero era tan dulce como las palabras de un padre amoroso hacia su bebé recién nacido. Aunque nunca había escuchado esa voz, supo por instinto que era Dios. Era como si el reconocimiento de Su voz estuviera implantado en la trama de su ADN.

    De pronto, como si alguien hubiera apagado las luces, se volvió a encontrar sentada en la cama, con la hoja de afeitar sobre el brazo, llorando en la oscuridad.

    La dejó caer.

    Sabía.

    Tenía un Padre celestial que la amaba. Él nunca la traicionaría ni la abandonaría. Sin importar lo que ella hiciera, sin importar lo que su padre biológico hiciera, Dios siempre sería su Papá.

    ¿Y qué efecto tendría su suicidio sobre su madre y sus hermanas? A pesar del miedo y la agonía, sabía que su muerte produciría más dolor que su vida. Decidió ser valiente. Recogió la hoja de afeitar del suelo y la escondió en el cajón, por si alguna vez cambiaba de opinión. Después de todo, nunca se sabe lo mala que se puede poner la vida, ¿o sí? Su papá la había preparado para eso.

    Entonces se quedó en el cuarto. Esperó para ver cuánto tiempo se habrían demorado en encontrar su cuerpo.

    Pero nunca vinieron.

    Nadie vino nunca.

    Esperó varias horas.

    «De seguro ya me habría desangrado», pensó. «No habría sido un fracaso».

    Y bajó al primer piso para buscar algo que comer.

    Iba a ser un fin de semana maravilloso. Iba de camino al campamento de verano de la iglesia, lejos de su papá, de los deberes, de las pesadillas, de las tareas y del estrés. Iba a hacer amigos, relajarse, nadar y quizá incluso conocer un par de niños simpáticos.

    Oh, sí. Estaba esperando ese momento con ansias.

    El viaje al campamento duraba diez largas horas. Para dividir el viaje, ella y los amigos que iban en el mismo auto se quedaron a pasar la noche en el hogar de un pastor. Desde su casa campestre, uno podía observar varios kilómetros a la redonda. Disfrutó ver las peleas de gallos, nadar en la piscina, compartir la cena en el patio y poder dormir al fin sin preocuparse de que alguien la estuviera mirando. Cerca de la medianoche, se levantó para buscar un vaso de agua.

    Él estaba allí, sentado en el sillón.

    Le explicó que, como pastor, muchas veces tenía que quedarse en pie hasta tarde escribiendo sermones o planificando las reuniones de la iglesia. Sin embargo, estaba contento de que ella estuviera en pie porque quería hablarle de algo.

    «Cuando estabas en la piscina», le dijo, «noté que actuabas de forma muy sensual. La sensualidad te salía por los poros».

    Sintió que el rostro se le sonrojaba. ¿Acaso se había dado cuenta de lo que estaba ocurriendo con su padre? ¿Era tan obvia su contaminación? Su tarde de relajo libre de acusaciones e insinuaciones se esfumó en una ráfaga de humillación.

    «Tienes que entender», prosiguió el pastor, «que los niños de tu edad apenas están empezando a descubrir su sexualidad. Como mujer, les llevas kilómetros de ventaja. Están empezando a entender el lenguaje corporal y a notar cosas como las caderas y los escotes. Cuando avanzas por la piscina con los pechos asomándose bajo el traje de baño y tu figura a vista de todos, captas su atención. Los haces pensar en el sexo».

    Ella empezó a buscar estrategias para terminar esa horrible conversación. Masculló que no era su intención hacer nada inapropiado. Simplemente se estaba divirtiendo con sus amigos. Pensó en decirle que su papá era quien había escogido su traje de baño, pero sintió una punzada de miedo y permaneció callada.

    Eso es muy complejo, pensó.

    «No quiero que te sientas avergonzada o en apuros», continuó el pastor. «Esta conversación la he tenido con mis hijas porque quiero que estén listas para el mundo real y sean conscientes de sus vulnerabilidades. Si sabes cuáles son tus vulnerabilidades, puedes protegerte. ¿Tiene sentido? Entonces, déjame preguntarte, ¿qué se necesitaría para que le abras las piernas a un hombre?».

    Quedó atónita. Nadie, ni siquiera su papá, le había hecho una pregunta así.

    «No me siento cómoda con esta conversación», dijo.

    Él siguió hablando, pero ella logró excusarse. Cuando pudo volver segura a la cama, se dio cuenta de que había olvidado el agua y lloró hasta dormirse.

    Unas semanas después, de regreso en casa, les contó a sus padres lo que le había dicho el pastor. Ellos lo invitaron a cenar. Hicieron que ella le cantara una canción. Nunca le contaron a nadie lo que había ocurrido.

    El vidrio quebrado le salpicó la parte trasera de las piernas. Miró hacia abajo esperando ver sangre, pero no había nada. Su madre había ido a comprar comida y ella estaba a cargo de prepararle el almuerzo a su papá, y este no estaba contento con lo mucho que se estaba demorando.

    No dijo nada. Si hablaba, podría enojarlo aún más.

    Arrojó otro plato tras ella, quebrando así parte del piso de linóleo. Los fragmentos de vidrio tintinearon por la cocina y rebotaron en los gabinetes, las patas de las sillas y las murallas.

    Siguió callada, pero el cuerpo le tiritaba de miedo, miedo que rápidamente se estaba convirtiendo en indignación.

    Sintió que un tenedor pasó volando a un costado de su cabeza, dio contra los gabinetes y cayó al suelo con estruendo. Después vino un cuchillo, que hizo que el corazón se le alborotara y dejó una marca en la madera a centímetros de su rostro.

    No pudo soportarlo más. Era su hija, pensó. Si él podía ser aterrador, también podía serlo ella. Se dio vuelta y lo enfrentó.

    «¡No te tengo miedo!», le gritó. «¡Siéntate y cállate, o llamo a la policía!».

    Sintió que la indignación de su padre disminuyó levemente. Se veía casi sorprendido, pensó ella, pero esa expresión pronto mutó en lo que, le parecía, podía ser resentimiento. Él se sentó a la mesa; ella terminó de prepararle el almuerzo.

    «Cásate con un hombre rico», le dijo su padre. No hay ninguna razón práctica para que las mujeres se eduquen, decía. Los títulos universitarios no eran más que un slogan político costoso. Las mujeres en realidad no quieren tener carreras ni ganar dinero. «No seas estúpida», era el mensaje, «cásate con un rico».

    Pero no pudo detenerla. La universidad era su vía de escape, su puerta secreta, su única esperanza. Iba a ir.

    Fue aceptada en una prestigiosa escuela de ópera, y siguió viviendo en su casa, pero tomaba un bus para ir al campus. Luego de algunas semanas, conoció a un joven. Era un estudiante de ingeniería callado que nunca se enojaba. Le daba comida cuando estaba hambrienta. La escuchaba cuando le leía la Biblia. Le hizo sentir que se preocupaba por ella. Le dio un propósito.

    Sin embargo, al parecer su padre pudo percibir que estaba creciendo un espíritu independiente en su interior, los indicios de la esperanza y la obsesión por el futuro.

    «Los hombres solo te ven como un trozo de carne», le dijo. «Este no es distinto».

    Se le acabó la beca. Su padre no quiso ayudarla a financiarse. Seguir en la universidad se transformó en algo aparentemente imposible. Entre lágrimas, dejó sus estudios.

    Dos años después, el joven le pidió permiso a su padre para casarse con ella. Ahora tenía un título, un trabajo y planes de comprar una casa.

    «No», dijo él.

    Esa noche, ella le preguntó a su madre: «¿Qué hacemos ahora?».

    «Cásate», le dijo su mamá. «Escápate si es necesario. Aléjate de tu papá. Él es malo».

    Entonces, ella y el joven contravinieron a su padre.

    El joven le propuso matrimonio. Ella planificó la boda.

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