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El Humilde Señor Bucana
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Libro electrónico414 páginas6 horas

El Humilde Señor Bucana

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Oreste Duval, administrador del negocio del seor Garrido, se cas con la hija de Garrido, una mujer de extraordinaria belleza, pero frvola y tonta. Cuando se sospecha que ella le es infiel, busca al seor Bucana, investigador privado, un simple hombrecito en apariencia que comienza su juego profesional en un estilo propio que cautiva con ingenio al oyente y as resuelve situaciones inesperadas y difciles.
IdiomaEspañol
EditorialXlibris US
Fecha de lanzamiento13 feb 2018
ISBN9781543479096
El Humilde Señor Bucana
Autor

Darcia Moretti

Darcia Moretti es una autora Cubana Americana. Fue ganadora de un premio literario auspiciado por la Universidad de Miami por su novel Los Ojos del Paraso. Ha publicado en ingles Paulina under the Sun of August. La autora vive en Jacksonville, FL.

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    El Humilde Señor Bucana - Darcia Moretti

    1

    Juan Garrido revisó varios documentos, firmó tres cartas, inspeccionó detalladamente el resumen de las ventas del mes, y contento, con expresión satisfecha, jugó con la pluma que tenía en la mano, asaltándolo un pensamiento gratísimo. Un viaje, un viaje a todo dar, en un lugar especial que… No supo qué lugar especial sería ese, pero la idea le gustó tanto que se balanceó en su hermoso sillón de cuero pulido. Entonces, sin reflexionar, fijó la mirada en el retrato de su hermano. Inmediatamente lo invadió el usual malestar que le provocaba su imagen.

    Era eso solamente, una imagen. Su hermano Pablo Garrido llevaba bastante tiempo de fallecido, y siendo el creador de esta empresa, ahí, en su oficina, estaba su retrato, pintado por el entonces famoso Maribona. Le laceraba el alma verlo en el retrato como un gigante, cuando nació midiendo nueve pulgadas, de modo que todos temieron que estuviese moribundo pues ni con una palmada chilló, aunque luego un suave silbido de los pulmones demostró que estaba vivo. El parto había sido tan fácil, sin su madre experimentar dolor, que una enfermera emocionada y con gran ímpetu, declaró que el niño había entrado a la vida risueño, tomándole el pelo a todos ellos. ¿Fue una profecía sobre su carácter?

    Lo apodaron Tiquito por su pequeñez; no creció más que cinco pies y una pulgada. Pero muy pronto descubrieron que no era una criatura común. Sonriente, reservado y sumamente bondadoso, no iba a seguir la misma ruta de otros niños. Su madurez intelectual fue asombrosa. A los doce años ya arreglaba el motor del auto de su padre. ¿Dónde aprendió? Sus respuestas humildes y directas, sorprendían. Observé el trabajo del mecánico. Es algo simple. Así iría por la vida. Todo era simple para él: las matemáticas, la física, los negocios y los seres humanos. No estuvo mucho tiempo en la escuela, leía vorazmente, solucionaba problemas que le darían a cualquier hombre un enorme dolor de cabeza, le sobraban ideas para invertir el dinero en empresas y bienes raíces que iban a progresar, según su visión del momento.

    Juan Garrido (conocido por su apellido) nació ocho años después de Tiquito. Desde niño lo atormentó el lugar especial, único, admirable, que ocupaba su hermano en la familia. ¿Lo amó en algún momento? La palabra amor era fastidiosa. ¿Cómo se podía explicar cuando no había competencia entre los dos hermanos? Garrido tenía a su favor el atractivo físico, los seis pies con dos pulgadas, el perfil estupendo, pero el cacumen, la admiración, pertenecían exclusivamente a Tiquito.

    Contemplando su retrato, Garrido se estremeció. Maribona había captado la sonrisa sutil, el plegar de labios suave y un tanto guasón de un hombre con sentido del humor reservado para su propio placer o entregado a unos pocos en la categoría adjudicada a los seres humanos que lo rodeaban. Sus ojos eran negros, grandes como su cabeza, la que hacía pensar en un león, o tal vez en una persona ligeramente anormal en la formación física.

    Se comentó en cierta ocasión que fue un buen modelo para el quisquilloso pintor Maribona, pero resoluto a posar tres horas, una sola vez nada más, doblegándose a la súplica de su madre y su esposa Juana. Levantándose del butacón donde había estado inmóvil, exclamó. ¡Esto es un acto de vanidad intolerable! Pero el mal estaba hecho y se resignó.

    Muchas veces, Garrido se había preguntado si Tiquito en su retrato podía verlo todo y estar muerto y vivo al mismo tiempo. Esa loca noción de inmortalidad impulsaba su deseo de descolgarlo y llenar el espacio con uno suyo, una fotografía que captara su imponente personalidad. ¿Qué lo detenía en llevar a cabo su deseo? No se trataba de simpatía ni amor por el hermano, pero mantenía cierto escrúpulo por la tradición. Bah, pensaba, Tiquito fue un apacible presumido por su talento. ¿Y no lo tengo yo también? Un día lo quitaré de esa pared y dejaré de pensar en la idiotez de que me vigila, no me aprueba, se burla de mí como se burló al nacer, sin chillar con la primera ni segunda nalgada. Un día…

    Todavía mirándolo, Garrido experimentaba el fastidio de su sumisión; y fue entonces cuando vio a Oreste Duval frente a él. Con gran dominio de sí mismo lanzó una risotada, exclamando.

    -Adelante, muchacho, adelante.

    Oreste Duval entró al despacho de su suegro al encontrar la puerta entornada, lo que nunca ocurría. Garrido la mantenía siempre cerrada. Oreste solía dar tres ligeros golpecitos para avisarle de su presencia antes de girar la manija de la puerta. En esta ocasión entró vacilante, y se quedó sorprendido de la intensa mirada con que Garrido observaba el retrato de su hermano. ¿Por qué tanta atención si lo veía todos los días?

    -Lamento interrumpirlo, Garrido, pero traté de apurarme en lo que estaba haciendo parta venir a verlo. ¿Alguna novedad? ¿Cambio?

    Hablándole así, Oreste miró el retrato de Tiquito con sumo interés.

    Notando la mirada de Oreste clavada en el cuadro, Garrido alzó la mano derecha.

    - ¿Lo conoces?

    - Por favor, Garrido, el primer día que entré en esta oficina fue lo primero que vi. Leí su biografía en los panfletos…

    - Bah, las biografías se fabrican. Espera… no en el caso de mi hermano, no, pero en general, ¿qué piensas? Nadie para hacer una presentación general dice del sujeto. Era un desgraciado, mentiroso, y vulgar en exceso.

    - ¿Lo era? – exclamó asombrado Oreste.

    Garrido se movió impaciente en la butaca.

    - Muchacho, aprende que estamos hablando en un sentido figurado.

    - Ah, ya veo.

    Oreste veía muchas cosas. Había escuchado a dos de los viejos empleados en los tiempos de Pablo Garrido, la enorme diferencia entre este Garrido que estaba frente a él y al otro que nunca conoció. Era un genio, gentil y sincero. Nunca alzaba la voz. Miraba y ya sabía. Este es un gallo desaforado con espuelas que pican duro. Llegará a los noventa años gritando y considerándose un galán de cine. ¡Ah, si el otro resucitara!

    No eran palabras halagadoras para su suegro. Antes de él llegar a la empresa, Garrido había despachado cinco administradores. Nunca estaba satisfecho. Oreste le cayó en gracia, comenzó a trabajar diligentemente, tenía experiencia y ningún deseo de sobresalir ni opacar a Garrido. Todos sus informes eran correctos, Garrido soltó la mano con él, sin embargo, Oreste lo veía como era, pomposo y soberbio. No había mucho en su atractiva cabeza, a no ser la idea de su propio engrandecimiento. Mientras hablaba, por la mente de Oreste pasaba una escena dinámica, insólita y casi divertida. Frente a Buda meditando bajo su árbol, se acercaba Garrido, y al verlo, exclamó alterado. ¿Y qué haces aquí que no trabajas? Medito, señor, respondió Buda dulcemente, medito sobre la paz que viene del alma de cada uno, de aquí dentro… Fuera de sí, Garrido caminaba a su alrededor. Se convertía en un director de orquesta sacando la música atronadora de la retórica típica de los emperadores del dominio humano, fuerza y energía frente al impasible Buda. El final de la historia que elaboraba en su mente, Oreste no podía imaginársela.

    Salió de su ilusoria escena al escuchar la voz severa y vibrante de Garrido.

    -No, no lo ves, al menos de mi manera, que sin duda es la acertada, porque ese que está en el retrato fue mi hermano, conviví con él, lo conocí de pies a cabeza.

    -Entiendo perfectamente.

    Las respuestas de Oreste eran breves, apoyando siempre la luz divina que brotaba del cerebro de su suegro.

    -No midió más que cinco pies y una pulgada. Nació con el tamaño de un ratoncito y fue por él nacer así que yo llegué al mundo ocho años después. Mi madre temía que siendo ella y papá altos, volviera a salirle un renacuajo. Y ahí tienes, fue autodidacta, donde ponía la mano algo creaba.

    -En la pintura se ve un hombre interesante.

    -Fotogénico, eso fue. En las fotos parecía un hombrón, en persona ya era otra cosa. Unos pocos días antes de mi madre morir, ya estaba muy enferma, yo la acompañaba en el jardín y la escuché decir de pronto. Tiquito es un ángel Yo no pude creer lo que escuchaba y le dije. Mamá, no hay ángeles tan pequeñitos Oh, hijo mío, Dios hace travesuras y manda en una cajita, en una envoltura modesta, el genio, lo grande. Me sentí muy mal, ¿y por qué no he de confesarlo? Adoraba a mi hermano, con lástima al principio, después rendida de admiración. Adoraba a Juana, su esposa, que no era gran cosa, una miniatura, cuatro con once, no más. Cuando se casaron fueron a vivir a la casa diseñada por él. Ah, Oreste, si hubieras visto los gabinetes de cocina y anaqueles, bajos, bajísimos, para ellos alcanzarlos. Papá se agachaba para sacar una vaso de la alacena. Yo a catorce años, ya rozando los seis pies, hacía lo mismo. Y la casa, ¡buen Dios, la casa!

    Oreste percibió en él un trazo de la envidia y el sarcasmo de superioridad puesto en la estatura, más que en la mente. Descubría en esta charla íntima, que se daba muy pocas veces, el resentimiento de Garrido contra su hermano, la esposa, incluyendo a su madre. Hubiera deseado que ella lo considerara un ángel, cualquier palabra halagadora y de gran relumbrón se la apropiaba, la merecía, y aunque los ángeles le interesaban un pepino, las palabras de su madre disminuían su estatura moral, dinámica, elevando al hermano; Garrido nunca podría comprender la sensibilidad, la creación espontánea o sufrida de un hombrecito dotado de un formidable cacumen.

    Al verlo hacer una pausa, Oreste creyó oportuno decir algo.

    -Por lo visto, Garrido, su mamá adoraba a ese hijo – y señaló el retrato -, pero usted lo dijo, le tenía lástima. La lástima, ¿dura siempre, no? En fin, las madres tienen sus debilidades, quieren a todos los hijos, sin embargo, uno de ellos, en el fondo de su corazón, lo atesoran con una mezcla de lástima y casi terror de que…

    No supo qué más agregar. Surgió la tos salvadora que desconecta la conversación. Por alguna razón, tal vez lógica, respetaba a su suegro en los negocios. Garrido iba directamente al punto, a veces con innecesaria rudeza. Si un cliente lo fastidiaba por retrasarse en los pagos, lo que él también hacía, pero él era él, se encolerizaba y le daba una orden que Oreste transmitía diplomáticamente, en un tono apaciguador, profesional. Conocía también como Garrido el eje del negocio, le gustaba, trabajaba con gusto y ese se había convertido en el único aliciente de su existencia. No había otros. No obstante, ocultaba su frustración. Al empatar su vida de negocio con la vida emocional, al casarse con la hija de Garrido, su mundo interior se desmoronaba y aun así mantenía la sonrisa, la fidelidad; el inexplicable derrumbe por dentro lo convertía en una adorable pasividad por fuera. Dos hombres halaban cuerdas diferentes en su propio yo. Oreste apabullaba su ego para que resaltara el de Garrido.

    Garrido pareció meditar sobre sus palabras, sin notar que quedaron inconclusas, en el aire. Su intolerable impaciencia salió a flote.

    -¡Qué diablos! Al hacer de un hijo un genio, un ángel, echaba a un lado todo lo demás. Mira, Juanita (por supuesto, había que usar el diminutivo) era graciosilla, movía bien su cuerpecito, pero al lado de tu mujer, mi Julieta, hubiera sido una sosa, desapareciendo con sus piernas cortas y flacas. Y al lado de mi propia mujer, en esos tiempos, se hubiera quedado convertida en una hormiguita. Pues mis padres hacían de ella no sé qué de extraordinario, y todo porque decidió no trabajar, aunque había estudiado ingeniería, decían, con notas brillantes. Amaba a su marido y había elegido ser ama de casa, dedicarse a él. Cada vez que nos reuníamos en su casa, mamá se volvía loca elogiando los manteles, las flores, la decoración. Era una espía magnetizada por los sujetos que le intrigaban. Según decía, no conocía a una pareja más feliz y armoniosa que ellos. Y todo porque disfrutaban de estar siempre juntos, y después de cenar, mientras tomaban el café, mi hermano fumaba un cigarro más grande que él, y Juanita fumaba un pitillo de tabaquito delgado. Echaban humo hablando de cosas interesantes. ¿Cuándo en esta perra vida se habla de cosas interesantes? Dime, Oreste, ¿cuándo?

    -Por mi parte, no entro en esa jugada- se defendió alarmado Oreste.

    No iba a comenzar una discusión insensata con su suegro.

    -Ah, no entras, como yo, porque somos hombres cuerdos. Está bien; mi hermano creó este imperio, marcha conmigo tan bien como marchó con él, ¿ves? No es tan grande el lobo como lo pintan. De acuerdo, creó un sistema, pero en otras manos pudo convertirse en polvo, y no ha sido así. ¿Qué pensarían mis padres ahora? Bah, da lo mismo, la vida es… ¿Cómo la definirías tú, Oreste?

    Era el colmo de un reto inimaginable. La verdad nunca rozaría la piel de Garrido. A su manera, con su fortaleza física y dinamismo, la verdad lo acobardaba. Siempre sucedía con los hombres que se crean imagen, la adornan y la llevan como si fuese el propio yo.

    ¿No eran así la mayoría de las personas?

    Oreste se tomó su tiempo para reflexionar. Conocía lo suficiente del carácter de Garrido para decir lo que deseaba escuchar. No podía comprender que durante un año este hombre buen mozo todavía a su edad y lleno de una energía vital, le hubiera tomado el pelo, considerándolo entonces un titán de la vida y en los negocios. ¿Por qué existían personas cuyos resortes físicos y elocuencia embaucaban a medio mundo? Él había estado sumergido en la ola de la admiración, y un día, al despertar con un intenso dolor de cabeza que lo azotaba a menudo, se prendió la luz de la verdad, cayendo en cuenta que Garrido era un fanfarrón con suerte y tenía el poder de confundirlo y creer en él en el aspecto humano. Tan pronto su pensamiento comenzó a desmenuzar escenas, intercambios de palabras y se tomó su tiempo para verlo gesticular, ordenar y actuar, el velo de la seducción se cayó de sus ojos y quedaba esto; un hombre lleno de conflictos, pero incapaz de arrancarse la careta. Había que dirigirse a la careta, no al hombre en sí. Su envidia por el hermano, el no poder contar con el amor ciego de sus padres porque él exigía la entrega absoluta, aunque no tuviera idea de la devoción del verdadero amor. Oreste, suavemente, saliendo de su reflexión, se dispuso a manejar el interrogatorio con mano suave, ansioso ya por concluir el diálogo con él.

    -Sin ser experto en la materia- respondió lentamente– Yo diría, Garrido, que la vida es complicada.

    Un alarido dramático de Garrido alarmó a Oreste. Garrido había golpeado la mesa con una expresión que si era furiosa, podría ser peor, de feroz conmiseración a un cretino.

    -¡Rayos!- exclamó- Me das la definición que daría un recogedor de basura, un camarero, un limpiabota o una insípida ama de casa. No, no va bien. Tu mente trabaja mejor que eso. La vida es complicada. ¿Qué define eso? Un embrollo de cosas, ¿no? Yo te pido en muchas o pocas palabras algo digno de un hombre como tú, culto, de acción.

    Se había calmado. Calló, dándole tiempo a Oreste de elaborar una respuesta mientras le miraba anhelante. Le gustaba este chico, su discreción, capacidad, y dedicación absoluta al negocio. Lo había observado, revisado minuciosamente su trabajo, esperando un fallo, un fraude, pero no fue así. Cuando estuvo convencido de su capacidad y dedicación le dio la bienvenida para que entrara a su familia y se casara con su hija Julieta. ¿No sería el heredero de todo esto? La idea de su mortalidad asustó a Garrido. Estaba fuerte, viril, pero aún así lo asaltó un súbito temor. Menos mal que Oreste no se dio cuenta de la sombra negra que cayó sobre sus párpados. No lo consideraba un buen observador del carácter humano. Oreste era formidable en la empresa, fuera de eso, ¿qué había dentro de él? Se lo imaginaba sumiso, demasiado apacible, un domesticado marido y hombre que se satisfacía con poco. Por portarse siempre comprensible y quieto frente a las tempestades, gozaba empujándolo contra la pared, arrancándole las palabras. Hoy era un día de estropeo para sí mismo y los demás.

    Oreste captó al vuelo la situación. Algo mortificaba a Garrido, no podía explayarlo y provocaba esta charla que no le hacía ninguna gracia. No tenía deseos de hablar con él, punto y coma, pero la coma se extendió y terminó alzando un dedo débilmente, al mismo tiempo que decía.

    -Si me pone usted, Garrido, en el precipicio… fíjese que he dicho precipicio, porque la vida es complicada, sobre todo, por una razón: escoger continuamente, día por día hay que escoger. Comenzando al despertar. ¿Qué nos vamos a echar encima para la entrevista con un cliente que nos visita, de la altura del señor Comino? ¿Adónde llevarlo a cenar? Oh, eso le parecerá una fruslería, ¿verdad? Pues por ahí comienza. Y el resto, usted lo sabe bien, Garrido, escoger puede llevar a un error o un acierto. ¿Pero lo sabemos de antemano? Córteme la cabeza, no puedo ir más lejos de lo que he dicho.

    Lo miró de soslayo. Súbitamente, tuvo la impresión de que Garrido había cobrado un aire fatigado, indeciso. Se atrevió a sugerirle que se tomara unas vacaciones. Garrido trabajaba duro, también se divertía a su modo. Oreste no sabía cómo se divertía, pero su buen humor, sobre todo en el seno familiar, era notable. Ahí parecía reinar con una alegría singular, a pesar del problema con su esposa, pesado de llevar para todos, pero se trataba de una mujer adorable en su ilusorio mundo derivado por el principio de su enfermedad, alternando días buenos con días malos.

    -Ah, es una buena idea- respondió Garrido- Una buena idea. Sin embargo, unas largas vacaciones, con mi mujer en su estado…

    -No tienen que ser largas, Garrido. Presumo que una o dos semanas le harán bien. Hoy llegó el último embarque pendiente. El cierre está en orden. No comienza el inventario hasta Julio, pero si usted se da un paseo regresará renovado y con bríos para continuar con todo esto.

    -Sí, sí, tienes razón. ¿Merezco unas vacaciones, muchacho?

    Lo llamaba muchacho afectuosamente, y sólo cuando estaban como ahora o entre familia.

    -Se merece muchas vacaciones, Garrido. La pura verdad, es obvia. Sus padres y hermano estarían felices de verlo al frente de la empresa, siempre con éxito.

    -¿Y adónde sugieres que podría ir?

    -Difícil de responder. Hay muchos lugares. Conocí a un hombre que era un viajero infatigable, la vida era una eterna vacación para él. ¿Y tiene una idea adónde iba, qué países visitaba? Pues no planeaba nada, tenía un mapamundi en su escritorio, lo hacía girar y así con un lápiz marcaba un lugar, y allá se iba, aunque algunas veces, me contaron, hacía trucos y si le gustaba el país que estaba más abajo o más arriba dejaba deslizar el lápiz. Supongo que se divertía un horror.

    -No me des la tentación de hacer lo mismo.

    Oreste rió poniéndose de pie y partió dejando a su suegro contento. Lanzó un suspiro en el umbral de la puerta, feliz él también de sentirse libre.

    Garrido se felicitó. Oreste lo había puesto en el camino que añoraba y no acababa de decidirse. Un empujoncito en medio de una conversación un poco desorganizada traía la solución de un problema. Volvió a girar la butaca para contemplar el rosto de su hermano. Oreste dijo que era interesante, la mayoría coincidía en opinar que dejaba ver un gran carácter. ¡Oh, tantas palabras se necesitaban para finalmente no definir nada!

    Ágilmente se puso de pie, caminó hacia la ventana, observó curiosamente los edificios que lo rodeaban. Los conocía demasiado bien, necesitaba otro aire, algún peligro, darle soltura a la pasión y dejar atrás lo cotidiano, lo de todos los días, y nada mejor que irse lejos de la familia, la gran necesidad y condena del hombre.

    2

    Garrido abandonó la oficina media hora más tarde. Oreste Duval regresó al almacén. Allí lo esperaba Luis, el empleado que había retenido para sacar la mercancía del último embarque. Luis y Gino habían sido entrenados por él para manejar con manos de seda los lujosos envases de cremas, perfumes y la variedad de delicados y exqusitos artículos que no podían manipularse con descuido ni rapidez. Estos dos chicos habían respondido muy bien, imitándolo, así se lo mostró Oreste, su infinito cuidado, casi sagrado de los objetos.

    En una sola ocasión, Luis tuvo un accidente del que no fue culpable, y por ser testigo del mismo, Oreste se le plantó a Garrido con la decisión de que no volviera a insultar al chico. Sucedió que él y Luis, después de abrir una caja, comenzaron a extraer los perfumes. En el instante en el que Luis tenía uno en la mano y lo iba a colocar en la hilera del estante, Garrido, entrando sorpresivamente, sin dejarse sentir (cosa inaudita en él) viendo a Luis de pie, creyó que estaba allí de mirón sin hacer nada y le dio un golpe por la espalda para avivarlo. Le gustaba ver a sus empleados activos, a veces en una actividad impropia del negocio, tal y como si hubiera anunciado el fin del mundo.

    Desprevenido, Luis perdió el equilibrio, el frasco resbaló de sus manos. Un estallido de ira se apoderó de Garrido, con frases injuriosas amenazó cesantearlo, gritando el precio de la mercancía hecha trozos en el suelo.

    Luis dio un salto bajo el torrente de su voz, inconsciente realmente de lo que había ocurrido en un instante.

    Oreste se llevó a Garrido en un aparte. No insulte a Luis, Garrido. Usted fue el que le hizo perder el equilibrio. Un buen empleado no se trata así. Insolente, Garrido apretó su brazo. Recuerda que este es mi negocio y puedo hacer lo que me da la gana, contestó en un tono amenazador. Sí, justo, pero me tiene a mí aquí para ser responsable de que su negocio marche bien y es justamente lo que hago. Si le molesta Luis, échelo, pero yo me voy detrás de él, dijo Oreste serio, como un demonio burlado.

    Garrido vio el peligro. En el fondo de su alma le gustó la actitud de Oreste, y fue tal hecho el que le convenció de ser el administrador ideal. Tiraba el gancho, le gustaba intimidar, pero retrocedía cuando una fuerza mayor se le enfrentaba. De manera, que cuando comenzó el embeleco amoroso de Oreste con su hija, sintió un gran entusiasmo de tener un yerno incorporado plenamente al negocio.

    Casi tres horas consumió Oreste junto con Luis clasificando la mercancía. Ya había anochecido. Luis iba al trabajo en su bicicleta y Oreste lo dejó partir antes de prender el motor de su auto, momento que aprovechó para llamar a su mujer.

    Julieta respondió el teléfono. Su voz sonó opaca por el barullo de voces y risas de fondo.

    -¿Tienes a alguien en la casa?- le preguntó Oreste.

    -Oh, sí, mi grupo. Fuimos a nadar, después cenamos y nos reunimos a tomar una copa. ¡Cómo nos reímos! Belkis es una bellaca. ¿No lo sabes? Hace chistes y nos destornillamos de risa, pero Alexia no se ríe y le vamos a echar un vaso de agua fría por la cabeza. Y Ana, mi Dios, ¿sabes que tiene un vestido floreado? Pues Marina improvisó un verso, ¡qué gracioso! Ana, con su ropa floreada-viene y va como una veleta loca–sin arribar a ninguna costa. ¿Has oído algo más gracioso? Pues Ana lo ha tomado en serio, quiere irse, dice, adonde la amen, y la hemos retenido y la vamos amarrar a una silla para que no se vaya, pues si intenta…

    Oreste despegó el teléfono de los oídos. Su rostro se ensombreció. Nada podía hacer para animarse. Cada palabra y risita de su mujer lo desplomaba en la desolación. En su hogar era un paria, no tenía un lugar placentero donde reposar y aislarse de las tonterías de Julieta. ¿Era ese el precio de un espejismo? ¿Qué otra cosa era el amor?

    La dejó hablar hasta por los codos, asintiendo a su propia miseria.

    Apenas Julieta hizo una pausa, intercaló apurado.

    -Bueno, llegaré más tarde, tengo un asunto de negocio que resovler esta noche.

    Fue directamente al gimnasio. Hacer ejercicio con las pesadas máquinas obligaba a prestarle atención al cuerpo; la mente no intervenía para nada y constituía un escape a la miseria que lo rodeaba. No pasaba de ser extraordinario el poder de la fuerza físca, levantar pesas, sudar, bufar, con la mente en blanco. El que fuera al gimnasio agotado por un problema grave, lo dejaba en la calle. Si persistía en atormentarlo, huiría de la salvajada física para permanecer en el laberinto emocional, escapándose de tantos hombres entregados a fortalecer y alimentar furiosamente los músculos.

    Vencido por el agotamiento, tomó una ducha, se vistió y salió de nuevo. Calculaba que ya había pasado bastante tiempo para que su casa estuviera desalojada de las amigas de Julieta. Y por supuesto, no habría nada de comer para él esa noche en su dulce hogar.

    Se dirigía a alguna parte y no sabía adónde, pero le bastó ver el restaurante La Cátedra Culinaria para detenerse allí. Había una especialidad de ensaladas de mariscos apetitosos y abundantes.

    Comer solo le desagradaba y después de vacilar por un momento, no se apeó del coche y sigió andando a la buena de Dios. No pensó detenerse ni buscar otro restaurante. Le fastidiaba el acto insólito de ocupar una mesa y mirar otras oupadas. Estaba casado con una bella mujer y le horrorizaba la idea de sentarse a comer con ella. Nunca pensó detenidamente en el matrimonio. Se volvió loco de amor y se casó. Pagaba las consecuencias de un delirio que no debió de posesionarse de un hombre equilibrado como él. Al parecer (no podía pensarlo de otra manera) Julieta no aportó nada para seducirlo, fue ella, sonriente, insípida, con sus preciosos ojos que le cortaron el aliento. Nunca había visto una mujer más bella. La persiguió, la adoró, y terminó crucificado en el vacío espiritual.

    Atravesó calles desconocidas y otras familiares. La noche calurosa fue cediendo a una brisa agradable. Sin darse cuenta se vio pasando por la casa donde nació y vivió con sus padres. Tenía un impotente aspecto exterior, debido a que fue heredada por su padre de sus abuelos. Los años habían corrido y quedaba en pie majestuosa y serena, sin desentonar con las otras, pues su padre la había ido renovando poco a poco. El la heredó no deseó venderla y se la rentó a Mauricio Magallanes, un auditor en la Empresa Naviera Los Hermanos Polo y Comañía. Cada mes, Magallanes le depositaba el alquiler en su cuenta bancaria. Ya llevaba muchos años de inquilino, tenía una larga familia y todos estaban creciendo en la casa.

    Oreste tuvo la tentación de apearse allí para saludarlo. Lo había hecho en dos o tres ocasiones, aunque sus lazos de amistad con Magallanes eran superficiales, pero se trataba de un hombre acogedor y simpático.

    Esta vez la tentación no fue tan fuerte y siguió de largo. Estaba convencido que en su estado de ánimo decaído iba a echar ojeadas a la casa, tal vez imprudentes para revivir su pasado. Sería una tarea inútil y triste.

    Su padre fue un hombre recto y también simpático, accesible a todos, con una hermosa figura, pero detestaba perder el tiempo y no toleraba escuchar tonterías fuera ni dentro de la casa. Con los extraños parlanchines, sin rechazarlos con gestos de hastío, sacaba una vena artística singular de mirar el horizonte y hacer movimientos con la boca como si estuviera distraído en asuntos de alta matemáticas, y todo eso volviendo la cabeza para asentirle al charlatán. Lograba desconcentrarlo y podía huir de su presencia.

    Su costumbre de comer acompañado surgía en Oreste de la regla imperiosa de su padre de sentarse a cenar juntos, todos los miembros de la familia que vivían bajo su techo, a la hora establecida. No aceptaba disculpas, a menos que fuese una circunstancia lamentable de enfermedad o un accidente inesperado. Fue así como Oreste se acostumbró a comer acompañado y mantener conversaciones o escuchar algo interesante.

    Su padre hablaba poco, pero estaba abierto para que las cenas fuesen un intercambio de ideas, comentarios, entre los adultos, y como niño que él era, disfrutaba de todo eso que pocas veces después tuvo oportunidad de ver y ser participante. No había tema que su padre prohibiera delante de su hijo. Oreste se beneficiaba de su liberalidad y mantenía recuerdos, no todos; un niño con su mente de esponja y su frescura graba escenas y palabras en una remota zona de la memoria, mientras otras, quizás más valiosas o extraordinarias no se impregnaban con fuerza y desaparecían un día, y tal resurgimiento se tomaba con la confusión de un sueño, no una realidad.

    Oreste guiaba absorto en los recuerdos de tales cenas familiares. Recordó una de peculiar interés. Entonces tendría doce años, no estaba seguro de ese detalle y no era importante, como no estaba seguro si fue su mamá o su tía Manuela quien puso sobre la mesa el tema de esa noche. Oh, sí, recordó súbitamente, fue nada menos que su tía Isabela, la más callada y reservada de las dos, cuya concentración en tejer manteles con finas agujas llenaban los días de su vida, apacibles, encantadores, sin otra preocupación que dar el punto justo en lo que ella consideraba, con timidez y sin expresarlo, su obra de arte.

    Isabela había leído en una notita de la prensa, muy corta, el matrimonio de Virginia Castro con el profesor Aquilino Martínez. En voz alta preguntó. ¿Será la Virginia que conocemos?

    Su padre, escuchándola, admitió que era la misma, y agregó para perplejidad de todos, que el profesor Martínez estaba paralítico. Como Virginia le había pedido el divorcio a su primer marido, no hubo dudas que amaba al profesor y decidió dejar atrás al coronel Filipo, un hombre de seis pies con cuatro pulgadas, de imponente presencia y agilidad física.

    Oreste vio en el rostro de su madre una expresión de inaudito desagrado, y la escuchó decir. Incomprensible que haya dejado al coronel Filipo por un paralítico. No, no tiene sentido El tío Guillermo intervino con su voz de barítono y sus gestos elocuentes, captando la atención de todos. Para mí tiene sentido. ¿Quién conoce aquí a Virginia? Oreste vio algunas manos alzarse, como en el aula de su escuela. El tío prosiguió diciendo, en forma de un interrogatorio. ¿Y la conocen a fondo o por el hecho de haberla visto en algunos ocasiones? ¿Es eso conocer a una persona? Yo hablo de intimidad. En cualquier ser humano hay trampas de dolor y…

    Su madre suspiró. Ah, entra el filósofo dijo. Su tía Manuela explicó la situacion. Si como dicen por ahí, nadie conoce a nadie, Guillermo exige mucho; ¿qué hay que juzgar? ¡pues lo que se ve y las acciones! Ella, la Viriginia, dejó a un marido que camina, un hombre completo por otro incompleto. Oreste preguntó mirando a su padre. ¿Qué es un hombre incompleto? Su padre le respondió con una guiñadita de ojo.

    Hasta ahí llegaban sus recuerdos de esa noche. La guiñadita de su padre no la comprendió nunca. Llegó el día en que se hartó del horario y las charlas de su familia. Tiempo después inventaba disculpas de estudios para escaparse de las cenas. Tenía dos noviecitas y necesitaba su tiempo para estudiar y dar los primeros pasos en el oficio de hacerse hombre.

    Fue totalmente libre de la obligación cuando alcanzó la mayoría de edad. El día de su cumpleaños, su papá lo felicitó a solas, muy animado, entregándole la llave de un auto que le obsequiaba, un auto de segunda mano en buenas condiciones, pero las palabras que acompañaron su regalo nunca las olvidaría. Sal adelante, hijo mío. Eres el hombre del futuro, pero nunca olvides el pasado, nunca. Lo colocaba en los dos mundos que genuinamente se enlazaban.

    Todo había marchado bien en su vida hasta que conoció a Julieta. Ahora añoraba la compañía en la mesa, las conversaciones inteligentes, porque al lado de Garrido y su hija estaba perdiendo la habilidad de hablar, y para controlar su digusto, callaba, obedecía, y para sus adentros se reía cínicamente. ¿Este es el hombre del futuro que me habló mi padre? Estoy metido en un caracol, no salgo de él, creo que estoy perdiendo estatura, peso, y si continuo así seré, rozando los treinta años, un anciano.

    Llegó a su casa y encontró el silencio y la penumbra. No estaba consciente de la hora. Se dirigió a la recámara, entrabrió la puerta y vio a Julieta dormida. Experimentó un gran alivio y fue a la cocina.

    La casa y todo lo que contenía había sido regalo de Garrido para el matrimonio de su hija con él. Ese fue el futuro que su padre no previó, el hipnotismo del amor loco que conduce al fracaso.

    Si no entendió lo que era un hombre incompleto, ahora lo trasladaba a Julieta transformándola en la mujer incompleta. Su cuerpo sensacional no le inspiraba el deseo de acariciarla, y esta cocina, moderna, inmaculada, donde estaba sentado masticando aceitunas, nunca se abría para nadie, pasando a ser

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