La segunda nakba palestina
Por Mohamed Safa
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El sueño de la población palestina de una paz justa fue sustituido por el mito de las negociaciones, que no parecen sino querer prolongar una situación de conflicto que ha convertido a Israel en uno de los Estados más ricos e influyentes del mundo; un Estado que además, tras veintiséis años, está a punto de culminar su ambicioso proyecto colonial.
El tercer libro del activista palestino Mohamed Safa nos ofrece un análisis de las causas, consecuencias y motivaciones políticas, sociales y económicas que se esconden tras el velo del Proceso de Paz, y realiza un recorrido histórico por la construcción de un Estado colonial sobre una base de injusticia e ilegalidad internacional.
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La segunda nakba palestina - Mohamed Safa
PRÓLOGO
¿Por qué no llamaron?
La idea de escribir este libro surgió a raíz de releer la novela Hombres en el sol de Gasán Kanafani y encontrar el triste paralelismo que se recoge en sus páginas con la situación actual del pueblo palestino. En la novela del periodista, dramaturgo y novelista palestino — asesinado junto a su sobrina por el servicio secreto israelí en 1972—, se cuenta la historia de tres palestinos que deciden buscar una salida a su penuria situación creada tras la primera Nakba huyendo a Kuwait, país rico en petróleo. El viaje lo realizan de forma clandestina en un camión cisterna, pero en él encontrarían la muerte al no soportar tanto tiempo encerrados en el inmenso calor del desierto.
El grito desesperado del conductor del camión, al descubrir la tragedia, fue: «¿por qué no golpearon las paredes de la cisterna? ¿por qué no llamaron? ¿por qué? ¿por qué?»
¿Por qué?
La situación actual de esta segunda Nakba palestina nos obliga a alzar la voz, una vez más, a llamar y tocar las paredes para que no nos pregunten y, en cierto modo, tampoco nos culpabilicen por nuestro silencio ante el deterioro de la causa palestina tras un Proceso de Paz del que lo único que se puede decir es que asesinó la paz misma.
La historia nos da múltiples lecciones si estamos dispuestos a escucharla y a reflexionar acerca de los hechos y las experiencias vividas. Sin embargo, el deterioro progresivo de la situación que está sufriendo el pueblo palestino no está provocando ni en sus organizaciones, ni en sus instituciones, ni en sus líderes —salvo iniciativas individuales—, la reflexión acerca de las causas de este deterioro y, al mismo tiempo, la generación de una base solida para enderezar el camino y construir un logro que sirva de orientación después de esta perdida en el Proceso de Paz.
Este libro es mi aportación a esa denuncia y un reclamo para encauzar la situación antes de la llegada a un punto de no retorno.
Al pueblo palestino nunca se le ha podido acusar de no llamar pidiendo socorro desde hace décadas, pero la sordera que por acción u omisión ha caracterizado tanto a las potencias occidentales como a los países árabes sigue dilatando año tras año una solución, mientras generaciones enteras de palestinos vemos morir nuestras esperanzas de ser tratados con justicia.
Seguimos llamando a las puertas del mundo, cumplimos nuestra obligación
INTRODUCCIÓN
Unas muy pocas palabras se han hecho dueñas del escenario político en los últimos veintiséis años, pronunciadas por todos los protagonistas del conflicto palestino-israelí: «Proceso de Paz».
El Proceso de Paz para solucionar el conflicto palestino-israelí se ha convertido con el paso del tiempo en una especie de religión, hasta tal punto que ni se permite cuestionarlo, y el reto ahora es mantener a toda costa un proceso aunque no haya resultado positivo, ni se vislumbre.
La paz es un objetivo en sí para el ser humano individualmente y para los pueblos en general; alcanzarlo después de los conflictos es una tarea ardua y necesaria. El dialogo es el método ideal para solucionar un conflicto, pero para que se pueda dar necesitamos que se cumplan unos requisitos: debe realizarse en el momento adecuado y debe haber voluntad política de los actores principales para llegar a un acuerdo.
Gandhi decía que «la paz es el camino».
La primera reflexión que quiero hacer es si la prioridad de un pueblo ocupado —como es el caso del pueblo palestino— ha de ser la paz o la libertad.
La realidad nos dice que estar en paz no significa necesariamente ser libre y, en este sentido, el poeta español José Espronceda se refería asimismo a que «existe la paz de los cementerios». La libertad, por tanto, es el primer paso necesario para alcanzar la paz.
Todos los conflictos internos de un país se deben solucionar de forma pacífica y requieren de una actitud positiva manifestada a través del dialogo, de lo contrario, la alternativa es una confrontación con consecuencias muy negativas para la convivencia en la sociedad. Lo mismo sucede con los conflictos fronterizos entre dos Estados independientes y vecinos. En cambio, los conflictos coloniales solo pueden solucionarse a través de la descolonización, y eso se consigue a través de la lucha del pueblo colonizado, la presión y el apoyo internacional, como ha sucedido en múltiples casos en el curso de la historia. De esta manera, el número de Estados que hoy conforman las Naciones Unidas apenas suponía un tercio hacía cincuenta años.
Jean-Paul Sartre escribió en 1958 que el despertar del nacionalismo entre los pueblos afro-asiáticos era el acontecimiento más importante de la segunda mitad del siglo. Este movimiento se asocia precisamente al movimiento de liberación nacional y al antiimperialismo, factores del todo decisivos en los procesos de descolonización.
El caso palestino, no es una excepción, ni debe serlo.
No obstante, éste se planteó desde la necesidad de alcanzar la paz a través de esa palabra mágica: el dialogo.
Tras un siglo de conflicto árabe-israelí, surgió una tendencia que pretendía dar un giro trascendental a la concepción de cuanto estaba sucediendo: «los tiempos cambian», o eso es lo que nos quisieron transmitir los protagonistas del Proceso de Paz. Se considera que la negociación para solucionar un conflicto es un signo de evolución y de civilización de las partes en disputa, pero en realidad, en el caso palestino, las negociaciones suponen un sinónimo del fracaso de la aplicación de la legalidad internacional. Desde el primer momento, la causa palestina estaba encima de la mesa de las Naciones Unidas —hasta podemos decir que esta organización surgió al mismo tiempo que la propia causa— que, durante los últimos setenta años, no ha ahorrado resoluciones de apoyo a los palestinos y condenas a las acciones brutales del ejército israelí contra la población civil. Pero año tras año ha sido incapaz de superar el test de su responsabilidad.
El Estado de Israel, desde su creación en 1948, rechazó y violó centenares de resoluciones de la asamblea general de las Naciones Unidas y alrededor de ochenta del Consejo de Seguridad. El conflicto árabe-israelí generó en sí mismo innumerables de estas resoluciones, pero ninguna de ellas se llegó a poner en práctica. Es por ese motivo que se considera a la ONU el paradigma de la incapacidad a la hora de hacer respetar sus decisiones, al menos, en el caso palestino. Aun así, éste nunca debió trascender de su hogar natural de las Naciones Unidas, y debería haber mantenido su estatus de causa colonial.
LOS PRIMEROS PASOS
DEL PROCESO DE PAZ
El 13 de septiembre de 1993 en los jardines de la Casa Blanca y bajo la tutela del Presidente norteamericano Bill Clinton, Yasser Arafat e Isaac Rabin estrechan las manos y firman lo que se conoce por «el acuerdo de Oslo». Una enorme esperanza invade la región, el mundo respira, y da por hecho que ya es hora de poner fin a un siglo de conflicto. Hubo una alegría excesiva, y los palestinos se dieron cuenta posteriormente que era una alegría de quien no ha entendido bien lo que acaban de firmar.
Con estos acuerdos, Israel consiguió su primera victoria sacando el conflicto de la mesa de las Naciones Unidas para imponer su criterio y su visión acerca de cómo se debe solucionar: negociaciones directas entre ambas partes. La asimetría era ya evidente.
Por un lado, Israel, la fuerza ocupante, goza del privilegio ser la parte más fuerte y no alberga intención alguna de renunciar a los territorios palestinos ocupados; frente a ella se encuentra la parte palestina, que no pasaba por sus mejores momentos.
En esta situación queda claro que la parte que se siente victoriosa no negocia con la derrotada, sino que intenta imponer sus condiciones. Asimismo lo expresa con rotundidad Mahmud Darwish cuando pregunta: «¿qué argucia legal o lingüística puede formular un tratado de paz y buena vecindad entre un palacio y una choza, entre un carcelero y un preso?».
La relación palestina con el Proceso de Paz es por tanto una relación totalmente contraria a la de Israel. Los palestinos tienen dos opciones: o aceptar lo poco que les ofrece Israel —como sucedió en la cumbre de Camp David en junio del 2000—, lo que significaría renunciar a sus reivindicaciones y a sus derechos; o rechazarlo, lo que les convierte en un obstáculo para la paz a ojos del mundo.
A partir de aquel momento el liderazgo palestino y Yasser Arafat como su cabeza visible se consideraron interlocutores no válidos para la negociación, y su eliminación se convirtió en una necesidad para allanar el camino de la paz.
Abba Iban, el que fuera Ministro de Exteriores de Israel, ya había apuntado que la política israelí consiste en «ofrecer algo que sabemos de antemano que es inaceptable para ellos, de esta forma si lo aceptan es un éxito estratégico para nosotros y si lo rechazan lo haremos responsable de hacer fracasar el posible acuerdo de paz». Y eso fue justo lo que pasó durante las negociaciones de Camp David, al responsabilizar al líder Yasser Arafat del propio fracaso de la cumbre. Había por tanto una intencionalidad manifiesta de escenificar el rechazo palestino. Desde entonces, se ha colgado el falso sambenito de que los palestinos son profesionales de perder oportunidades, una tras otra, para alcanzar la paz.
Esta, en palabras del propio ex-Ministro, es la política oficial de Israel en los procesos de paz, por el momento.
El contexto del proceso de Oslo
La guerra del Golfo fue el contexto en la que se empieza hablar de solucionar el conflicto, el punto de partida que dio pie a EEUU para lanzar una iniciativa de paz en Oriente Medio. Hay que señalar que la mayoría de estas iniciativas destinadas a solucionar el conflicto palestino-israelí aparecieron en víspera de una agresión o antes de una guerra contra un país árabe; a este escenario hay que sumar la nueva realidad creada por la intervención internacional contra Irak. Todo ello no es sino la confirmación de lo dicho por Stefan Zweig, escritor y activista social austríaco de origen judío, que señala con ironía cómo «los poderosos cuando proyectan una guerra, hablan largo y tendido de la paz».
Esta intensa actividad diplomática culminaría con la convocatoria de una conferencia internacional, celebrada en Madrid el 30 de octubre de 1991.
EEUU, después de haber encabezado una cruzada para liberar Kuwait en nombre del derecho internacional, tuvo que responder a los interrogantes que surgieron durante e inmediatamente después de la guerra. La principal pregunta fue por qué sí era pertinente insistir tanto en la aplicación de las resoluciones de las Naciones Unidas acerca de la ocupación iraqí de Kuwait, pero no en el caso palestino. No existen ocupaciones buenas y malas; las ocupaciones de territorios de otros pueblos por medio de la fuerza son ilegales, lo haga quien lo haga. No se puede considerar la ocupación de Kuwait nefasta mientras se consiente la del territorio palestino y árabe al mismo tiempo por parte del Estado de Israel.
La parte árabe siempre ha reivindicado una conferencia internacional promovida y auspiciada por las Naciones Unidas y basada en la legalidad y en el cumplimiento de todas las resoluciones referentes al conflicto palestino-israelí. La conferencia de Madrid no fue sino un sustituto en el que se impuso el criterio israelí: negociaciones directas entre las partes implicadas, sin la participación de la ONU y sin basarse en el cumplimiento de sus resoluciones.
Esto quiere decir que se abrió un proceso diseñado, establecido y supervisado unilateralmente por el único aliado de Israel, EEUU, que en ningún momento dejó de apoyarlo en su política expansiva. Con respecto a este intermediario, Noam Chomsky observa que eso tiene tanto sentido como si Irán fuese convocado para mediar en un conflicto entre chiíes y suníes en Irak. La gente se reiría.
Un cóctel de circunstancias hechas a la medida de las exigencias israelíes. A esto se sumaba que el contexto en el que se desarrolló el comienzo de las negociaciones en la conferencia de Madrid de 1991 era de todo menos favorable a la causa palestina, teniendo en cuenta la derrota militar de Irak a manos de los EEUU y la división de los Estados árabes ante la crisis de Kuwait. Además, los países del golfo cortaron su ayuda económica y su respaldo político a la causa palestina a consecuencia de su posición contra la guerra, al interpretar su postura como favorable a las tesis del derrotado gobierno iraquí. Todo ello acabaría provocando además el colapso de la OLP¹.
Este panorama, unido a un liderazgo hegemónico de EEUU, fue lo que permitió precisamente a Israel imponer sus propias condiciones, a saber: negar la participación de la OLP como representante palestino independiente, excluir de la delegación palestina a cualquier palestino residente en Jerusalén y/o refugiado, y exigir que dicha delegación formase parte común con Jordania. Así da comienzo un proceso notoriamente desequilibrado en favor de las exigencias de Israel en el que la parte palestina comete el primer pecado original al aceptar sus imposiciones, ritmos y