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Historia de la yihad: De los orígenes al fin del primer emirato talibán
Historia de la yihad: De los orígenes al fin del primer emirato talibán
Historia de la yihad: De los orígenes al fin del primer emirato talibán
Libro electrónico715 páginas10 horas

Historia de la yihad: De los orígenes al fin del primer emirato talibán

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En las últimas décadas el término yihad, palabra que se asocia a la violencia practicada por extremistas religiosos en el mundo musulmán, ha ido cobrando cada vez más protagonismo en el mundo occidental. La violencia ejercida en nombre de la yihad ha desempeñado una función decisiva en la historia entera de la civilización islámica y dado lugar al movimiento terrorista más mortífero de nuestro tiempo. Este libro realiza un recorrido riguroso a través de la historia de la yihad guerrera desde sus inicios hasta principios del siglo XXI, centrándose sobre todo en sus manifestaciones contemporáneas: terrorismo desencadenado en países musulmanes durante las últimas décadas del siglo XX, gestación de un movimiento yihadista internacional, fundación de al Qaida, campaña de atentados contra Estados Unidos y Occidente que culminó con los ataques terroristas más letales de la historia, perpetrados en Nueva York y Washington el 11 de septiembre de 2001, y caída del primer emirato establecido en Afganistán. El epílogo ofrece un análisis breve y sintético de la evolución de la violencia y el terror yihadistas a escala mundial durante los años posteriores al 11-S hasta la reinstauración de los talibanes en el poder, en agosto de 2021.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 ene 2022
ISBN9788413523842
Historia de la yihad: De los orígenes al fin del primer emirato talibán
Autor

Luis de la Corte Ibáñez

Profesor titular en la Universidad Autónoma de Madrid y dirige el área de Estudios Estratégicos e Inteligencia del Instituto de Ciencias Forenses y de la Seguridad de la misma universidad.

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    Historia de la yihad - Luis de la Corte Ibáñez

    Introducción

    Hacia finales del siglo XX el mundo pareció haber entrado en una etapa de progreso. Desde 1974 y durante la década de 1980 muchos países dejaron atrás formas autoritarias de gobierno y se convirtieron en democracias: sucedió así en Portugal, Grecia y España, después en distintos países iberoamericanos y en la India, y más tarde, a finales de los ochenta, en Asia. En 1989 cayó el Muro de Berlín y arrastró con él a los gobiernos represivos de Europa del Este y luego, en 1991, a la Unión Soviética. Así, el comunismo daría paso a un tiempo de transiciones políticas, ilusión y apertura. Entre finales de los años ochenta y durante la siguiente década cayeron también terribles dictaduras en África. En 1994 Sudáfrica puso fin a un odioso régimen racista (apartheid), y guerras que habían desangrado durante años a países tan distintos y distantes como El Salvador, Angola, Namibia o Camboya dieron paso a procesos de paz. Hasta israelíes y palestinos se sentaron varias veces en la mesa de negociaciones, empezando en Madrid (1991) para continuar en Oslo (1993, 1995) y Camp David (2000). Las guerras entre Estados se habían vuelto mucho más infrecuentes, casi una excepción, y la principal misión asumida por los ejércitos occidentales fue el desarrollo de operaciones de paz. Incluso el terrorismo anteriormente practicado en Europa por grupos y organizaciones de extrema izquierda, ultraderecha y separatistas parecía haber entrado en fase terminal en los años noventa, habiendo desaparecido por completo en unos países y quedando reducido a su mínima expresión o próximo a extinguirse en otros lugares: en Italia, las Brigadas Rojas entraron en franco declive a finales de los ochenta; en la siguiente década se disolvería en Alemania la Fracción del Ejército Rojo; y en 1998 el IRA y los grupos paramilitares de Irlanda del Norte firmaban la llamada Paz de Belfast. El terrorismo de ETA persistía en España, por desgracia, pero era ya una anomalía clamorosa. Las Naciones Unidas, en fin, discutían y alentaban la esperanza de aprovechar los dividendos de la paz: invertir en desarrollo y servicios sociales el dinero que los Estados podrían empezar a ahorrarse en gasto militar, al no necesitar continuar armándose tras haber concluido la pugna entre los bloques occidental y comunista, aumentado el número de democracias (la clase de sistemas políticos que no suelen librar guerras entre sí) y haber sido pacificados muchos conflictos locales y regionales. Intelectuales de prestigio contribuían al optimismo reinante pronosticando un futuro de seguridad, paz y estabilidad. El fin de la historia, se dijo, había llegado.

    Pero no todo fue calma y concordia durante las últimas décadas del siglo. El úl­­timo decenio trajo signos que sugerían que el futuro tal vez no fuera tan armonioso y pacífico como aseguraban los más optimistas. A pocos años de cerrarse el siglo XX, por ejemplo, el desmembramiento de la antigua Yugoslavia abocó a las naciones balcánicas a terribles guerras en las que se aplicaron medidas de limpieza étnica; mientras que, a mediados de la década de 1990, en África oriental, Ruanda y Burundi fueron escenarios de terribles genocidios. Por fin, además de todo eso, del mundo musulmán llegaban rumores de violencia y guerra de los que la prensa internacional informaba con evidente distanciamiento. Esos rumores solían aparecer asociados a una palabra cuyo origen y sonoridad conferían un cierto halo de exotismo al ser leída y pronunciada por occidentales: yihad. El término se asociaba entonces, como se ha seguido haciendo después, a la violencia practicada por fundamentalistas o extremistas religiosos en el mundo islámico.

    A finales del siglo pasado, la violencia reclamada como yihad parecía una cosa lejana para los occidentales. Reporteros norteamericanos y europeos nos apuntaban que yihad era el título religioso que daban a su guerra los rebeldes que se habían levantado en las tierras remotas de Afganistán contra la ocupación militar soviética durante la década de 1980. Y Yihad Islámica era el nombre que habían adoptado varios grupos terroristas de corte islamista surgidos en Egipto, el Líbano y Palestina, donde también había nacido una organización islámica llamada Hamás. Sus líderes definían su lucha contra Israel como una yihad, igual que harían otros combatientes que decían combatir por el islam en una contienda civil que se había iniciado en Argelia a principios de los años noventa. Por último, varios incidentes aislados de terrorismo promovidos en España fueron reivindicados en nombre de la Yihad Islámica. Fueron varias tentativas de asesinato por parte de individuos de nacionalidad libanesa a ciudadanos de varios países de Oriente Próximo (Kuwait, Arabia Saudí, el Líbano) ocurridas en Marbella y Madrid a lo largo de 1984, que causaron la muerte de dos personas y dejaron varios heridos. Y fue, sobre todo, un grave atentado con bomba perpetrado en abril de 1985, en el restaurante El Descanso de Madrid, frecuentado por militares estadounidenses por estar próximo a la base aérea militar de Torrejón de Ardoz. Aunque reivindicado por un supuesto grupo libanés que se llamó a sí mismo Yihad Islámica, la autoría de aquel atentado que mató a 19 personas e hirió a muchas más, todas españolas, nunca llegó a esclarecerse. Una década después, Francia sufrió varios atentados igualmente reivindicados como hechos de yihad que produjeron 14 víctimas mortales y más de 300 heridos. En ese caso, los autores fueron miembros de una de las organizaciones extremistas que luchaban entonces en la guerra argelina ya citada.

    Pero, para el común de la ciudadanía europea y norteamericana, eso de la yihad, incluso habiendo servido la palabra para reivindicar varios ataques terroristas cometidos en varios países occidentales, seguía pareciendo un asunto ajeno que muy difícilmente podría comprometer la seguridad en casa, salvo que lo hiciera, de forma muy puntual o debido a una casualidad pasajera, como había sucedido en España y Francia. Semejante impresión de seguridad solo se desecharía cuando, en el año 2001, los ciudadanos de Estados Unidos y del resto del mundo asistimos, de forma completamente inesperada, al espectáculo, a la vez fascinante y horrendo, del plan terrorista más mortífero de nuestro tiempo. Las imágenes de dos aviones comerciales estrellándose contra las Torres Gemelas de Nueva York y las de su posterior derrumbe quedarían grabadas para siempre en las retinas de quienes las recibimos en directo o en los minutos u horas siguientes. Como dijo poco después el entonces secretario general de Naciones Unidas, Kofi Annan, el horror vivido y escenificado esa mañana de septiembre de 2001 nos hizo cruzar el umbral del tercer milenio a través de una puerta de fuego, descubriendo una realidad que ya nadie podría seguir ignorando. La conmoción suscitada por el 11-S se reproduciría hasta cierto punto en los años siguientes en muchos países del mundo, la mayoría países musulmanes, pero también y de nuevo en algunos países occidentales, donde la misma pulsión yihadista que había inspirado los ataques de septiembre de 2001 dio lugar también a otro monstruoso atentado ocurrido en la capital de España el 11 de marzo de 2004. Fueron esa clase de golpes los que irían despertando el interés de muchos ciudadanos por llegar a comprender el porqué y el cómo de esa violencia brutal y expansiva a la que sus propios autores e instigadores llamaban yihad, y averiguar de dónde venía.

    Yihad, ¿qué yihad?

    Este libro trata de la yihad. Quizá deberíamos decir el yihad, porque en árabe clásico, el idioma del que procede ese término, la palabra yihad tiene género masculino. Pero su uso como término de género femenino se ha generalizado tanto que hasta algunos expertos en estudios árabes e islámicos le dan ese tratamiento en castellano, diciendo o escribiendo la yihad, como también hacen muchos musulmanes que viven en países occidentales cuando la emplean en una conversación en un idioma occidental. Dicho esto, vayamos al asunto del significado.

    Cuando en 2015 decidieron incorporar la palabra yihad a la vigesimotercera edición del Diccionario de la Real Academia Española, los académicos no se com­­plicaron la tarea y elaboraron una única acepción del término denotativamente si­­milar a la estipulada en otros países europeos (Francia, Reino Unido). Así, el Diccionario de la lengua española dice que yihad significa guerra santa de los musulmanes. Adelanto ya que el significado con el que emplearé esa palabra árabe no dista demasiado del indicado por la Real Academia. Sin embargo, soy consciente de que la definición señalada causa preocupación, cuando no irritación, entre ciertos círculos y muchos eruditos. Su malestar quizá sea un tanto desproporcionado, pero tiene cierta base y conviene conocerla.

    Desde su aparición en los textos que otorgaron su primera base doctrinal a la religión islámica, la noción de yihad fue adquiriendo una condición polisémica. Aunque no voy a entretenerme ahora en hacer la genealogía de los distintos significados de la palabra yihad (algo diré después), debe recordarse que la tradición islámica le ha conferido varios sentidos diferentes y que algunos de ellos se oponen a la acepción consignada por la Real Academia. De este modo, en el ámbito de la doctrina islámica y los debates suscitados en torno a ella, la voz yihad puede y suele usarse para referirse a otras cosas distintas que las que indica su acepción militar. Con todo, eso no significa que esta acepción sea totalmente incorrecta. La idea de la yihad guerrera nació con la propia religión de Mahoma y ha sido invocada en innumerables situaciones a lo largo de la historia para preñar de sentido y valor religiosos a campañas militares y otras formas de violencia perpetradas en nombre del islam.

    Por lo demás, la acepción militar del término yihad es la que interesa aquí por razón del objeto de estudio elegido. Principales protagonistas de este libro, muchos grupos, organizaciones y movimientos extremistas responsables de acciones y campañas terroristas e insurgentes promovidas se han singularizado por dos atributos esenciales: su reconocimiento y autopresentación como seguidores y defensores de la religión islámica y el recurso a la noción de yihad para describir y justificar su violencia. De ahí que se les pueda llamar yihadistas. Muchos doctores del islam rechazan tal caracterización, llegando a afirmar a veces que esos extremistas no son verdaderos musulmanes. Les acusan de haber tergiversado las enseñanzas del profeta Mahoma hasta confundir lo sagrado con lo pecaminoso, promover subversiones ilegítimas, justificar la muerte de personas indefensas e inocentes, incluidas mujeres, niños y ancianos, y contradecir el anhelo de paz que late en muchos versículos del Corán. Estos argumentos merecen ser tenidos en cuenta, pero nadie ajeno al islam tiene derecho a discutir si aquellos a los que hoy llamamos yihadistas interpretan de forma incorrecta o no su propia religión y si la suya es una yihad verdadera o falsa. Esa discusión solo incumbe a quienes se adhieren a una u otra versión de la religión islámica, no siendo ese el caso del autor de este libro. La posición que sirve de apoyo a este libro en cuanto a la comprensión de la palabra yihad es similar a la reflejada en la siguiente reflexión ofrecida por el escritor de origen afgano, Tamim Ansary, en su excelente historia de la civilización islámica:

    A menudo escucho a musulmanes liberales decir que yihad solo significa intentar ser una buena persona, sugiriendo que sólo intolerantes anti-musulmanes piensan que el término tiene algo que ver con la violencia. Pero ignoran que a lo largo de la historia el significado que los musulmanes han dado al yihad retrotraía a la vida del mismo profeta Mahoma. Cualquiera que reclame que yihad no tiene nada que ver con la violencia debe dar razón de la guerra que los primeros musulmanes llamaron yihad.

    Temática y enfoque

    "La razón histórica no acepta nada como un mero hecho, sino que fluidifica todo hecho en el fieri de que proviene: ve cómo se hace el hecho".

    José Ortega y Gasset

    El tema de la yihad guerrera puede abordarse desde múltiples ángulos. La motivación principal que me ha llevado a escribir este libro ha sido el deseo de alcanzar una comprensión amplia de la violencia yihadista y transmitirla a sus posibles lectores. No es casual que los primeros párrafos de esta introducción se hayan referido a acontecimientos no demasiado distantes en el tiempo, ocurridos no más de veinte o treinta años atrás. Pues mi interés principal remite a la violencia justificada como yihad que arranca de ese momento. Es lo que llamaré la yihad contemporánea. Me puedo equivocar, pero creo no haber leído esa expresión en ninguna parte, y la he escogido porque me permite aprovechar dos significados distintos que van unidos al término contemporáneo.

    Los historiadores utilizan Edad Contemporánea para designar un periodo temporal concreto que abarca, más o menos, desde el estallido de la Revolución francesa de 1789 hasta la actualidad. Así, lo que llamo yihad contemporánea es contemporánea, en primer lugar, porque se ha desarrollado dentro de la etapa histórica que recibe ese nombre. Sobre todo, en su última parte: el último cuarto del siglo XX y las dos primeras décadas del presente siglo XXI. Pero contemporáneo también quiere decir perteneciente o relativo a la época, tiempo o momento en que se vive. Por tanto, lo que está ocurriendo ahora. Por eso, la expresión yihad contemporánea también puede usarse para referirse a la yihad actual, la cual, por otro lado, guarda una relación directa y estrecha (relación de causa-efecto) con la actividad yihadista desarrollada a lo largo del periodo histórico contemporáneo.

    Ahora bien, si el lector ya ha echado un vistazo al índice de este libro habrá advertido que no todos sus contenidos tienen que ver con la violencia yihadista ocurrida durante el siglo pasado y el actual. Lo que he dicho antes es que la yihad que más me interesa es la que se desarrolla en la última parte de la época contemporánea y llega hasta hoy. Pero eso no significa que no me interesen en absoluto las formas de yihad ocurridas en épocas anteriores. Por el contrario, me interesan hasta el punto de creer que para entender a fondo la violencia yihadista más reciente y la actual resulta indispensable saber algunas cosas sobre dónde, cuándo, por qué y cómo hombres que vivieron en otras épocas históricas también participaron en actividades violentas (guerras entre Estados, contiendas civiles, guerras defensivas y ofensivas, etc.) que justificaron apelando a la noción militar de yihad.

    Las razones que me han llevado a ampliar mi interés por la violencia yihadista hasta remontarme a sus primeras formas históricas (aquellas que en su día llevaron a los eruditos a hablar de la yihad con la espada) remiten al enfoque y método elegidos para afrontar el tema principal de este libro. Se han aplicado a este texto enfoques y procedimientos narrativos y analíticos típicos de los estudios historiográficos y he intentado enmarcar los hechos y acontecimientos tratados en una perspectiva histórica larga y global. En definitiva, no me importa insistir, es un libro de historia.

    Encuentro dos justificaciones posibles para abordar el asunto de la violencia yihadista con método y perspectiva históricos. La primera es una justificación general. No soy un historiador profesional. Soy, eso sí, un científico social convencido desde hace tiempo que ningún fenómeno social complejo y dilatado en el tiempo puede ser correctamente entendido y explicado sin haber indagado en su génesis o, por decirlo con una expresión de Ortega y Gasset, sin dar con su razón histórica. Como dijo Jules Michelet, el gran historiador francés del siglo XIX, quien quiera atenerse al presente, a lo actual, no comprenderá lo actual. Y no es difícil entender por qué. Después de todo, quién no sabe, aunque todos nos olvidemos a menudo de ello, que los asuntos humanos no están únicamente determinados por los hechos y circunstancias presentes y recientes, sino que también son resultado de una cadena mucho más larga de efectos y causas. Esa consideración lleva, necesariamente, a la historia.

    Pero hay otra justificación que ya no es general o válida para cualquier asunto, sino que está específicamente relacionada con el tema concreto de este libro. El fenómeno mismo de la yihad remite a los orígenes del islam, y la violencia ejercida en nombre de ese concepto ha desempeñado una función importante, incluso decisiva, en la historia entera de la civilización islámica. Hace pocos años, Eugene Rogan, un prestigioso académico especializado en el estudio del mundo árabe, advertía que los políticos e intelectuales occidentales deberían prestar mucha más atención al modo en que los árabes han vivido y comprendido su propia historia y la historia entera de la humanidad. Creo que la advertencia de Rogan puede aplicarse a los pueblos islámicos en su conjunto, y no solo a los árabes. Todos ellos son herederos de una gran civilización que otorga más importancia a su pasado y sus tradiciones que las que otras civilizaciones conceden a las suyas. Pero hay algo más. Se puede argumentar que, pese a servir de referente a los yihadistas de las últimas décadas, las características que la yihad guerrera tomó en los tiempos de Mahoma o de las cruzadas son muy diferentes a las adoptadas por la violencia yihadista en el mundo contemporáneo, puesto que unas y otras se desarrollaron como reacción a situaciones completamente diferentes entre sí. Y, por supuesto, eso es verdad. Pero es que para entender las causas y peculiaridades de la yihad contemporánea también necesitamos saber cómo se configuraron históricamente las circunstancias y escenarios que hicieron emerger esa violencia más reciente. Por ejemplo, cómo se crearon y de dónde vienen los problemas de carácter territorial, político, económico, cultural, etc. que vinieron a condicionar la aparición y orientación de los yihadistas contemporáneos, y cómo se formaron los ideales y argumentos religiosos y políticos que sirvieron de estímulo a los últimos yihadistas.

    Cuestión de criterios

    La ciencia histórica tiene sus caracteres intrínsecos, que son el examen y la verificación de los hechos, la investigación atenta de las causas que los han producido, el conocimiento profundo de la naturaleza de los acontecimientos y sus causas originarias.

    Ibn Jaldún

    Finalmente, unas palabras sobre el tipo de enfoque histórico aplicado en este libro. Sus primeros capítulos parecen más los de una historia del islam, la civilización islámica y el mundo musulmán que una historia de la yihad. Por supuesto, el tema y contenido de esos capítulos no ha sido elegido por capricho o por un prurito de erudición, sino que ha obedecido a algunos criterios o exigencias que me impuse al elaborar el libro. La aparición del islam, la formación de la gran civilización creada por la comunidad que adoptó esa fe, el desarrollo de las primeras corrientes y tendencias de pensamiento islámico y las transformaciones experimentadas por las sociedades y naciones musulmanes a lo largo del tiempo, incluidos los cambios inducidos por los procesos de colonización y descolonización, no explican por sí solos la yihad contemporánea, pero están en su origen y configuraron parte de las condiciones que la hicieron posible. Asimismo, repasar de forma somera cómo surgió el islam, cuáles son los contenidos básicos de su doctrina, cómo evolucionó el pensamiento islámico y la historia del mundo musulmán hasta el siglo XX era necesario si se quería evitar ciertos sesgos en los que se incurre a menudo al tratar el tema de la yihad y sus distintos ejemplos históricos.

    Uno de los sesgos que he querido eludir es el de subestimar la importancia que para los yihadistas tiene el significado, a la vez religioso y político, que confieren a su misma actividad violenta, y las ideas y valores que están en la base de las motivaciones que inspiran y dan sentido a sus acciones, a menudo brutales y despiadadas. A mi juicio, hay varias formas de aproximarse al fenómeno yihadista que descuidan esos aspectos, cuyo tratamiento requiere conocer el trasfondo religioso e ideológico del extremismo y el fundamentalismo islámicos. Ambas aproximaciones parten de una misma premisa: el de que las ideas y argumentos religiosos de los yihadistas tienen menos influencia en su actividad violenta de la que se suele suponer o que esas ideas y argumentos son simplemente la fachada de otro tipo de motivaciones. A la vez, hay dos causas que conducen a esa conclusión. La primera es el escepticismo con que muchos científicos sociales occidentales abordan los fenómenos y asuntos religiosos en general. Ese escepticismo puede provenir del desconocimiento de la importancia que la religión tiene realmente para los musulmanes, o bien de lo que el antropólogo Clifford Geertz bautizó una vez como el gran pecado de muchos científicos sociales: el punto de vista de todo se reduce a, donde lo que viene detrás de esa a es alguna supuesta gran causa única que lo explicaría todo y que sería completamente ajena a cuestiones relacionadas con las ideas, creencias y valores con los que las personas y los colectivos humanos confieren sentido a sus actividades y emiten juicios sobre la legitimidad de instituciones, situaciones y comportamientos sociales y políticos. En este libro, por el contrario, se da por hecho que las ideas religiosas cuentan mucho, tienen consecuencias y dan sentido a la violencia yihadista.

    Otras veces, en cambio, la tendencia a ignorar o rebajar el influjo verdaderamente ejercido por la religión y el pensamiento islámicos en la violencia yihadista es resultado de ciertas discrepancias doctrinales o del temor a que la explicación de esa violencia en clave religiosa perjudique al islam y tergiverse su mensaje. Como ya apunté antes, normalmente quienes niegan que el islam tenga que ver con la violencia que se practica en su nombre recurren al argumento de que los autores de esa violencia desconocen el islam verdadero o violan a sabiendas sus auténticos fundamentos, valores y normas. Pero ante esto es conveniente recordar que los textos fundacionales del islam y las disquisiciones de los eruditos islámicos no son unívocos en sus referencias a la yihad y que tampoco existe una autoridad religiosa reconocida por toda la comunidad islámica para fijar una interpretación canónica e indiscutible sobre lo que es correcto e incorrecto en materia de fe. En consecuencia, la controversia sobre cómo debe actuar un buen musulmán y qué tipo de violencia reúne los atributos de una yihad genuina ha acompañado al islam desde sus primeros días, dando lugar a un sinfín de disputas doctrinales e ideológicas que se han terminado reflejando en no pocos conflictos comunitarios, guerras sangrientas y abundante terrorismo. Nada de esto puede ser ignorado cuando se intenta comprender la violencia y el terrorismo que llamamos yihadista. De igual modo, el temor a alimentar una islamofobia indeseable e injusta no puede servir de pretexto para contentarse con una explicación del fenómeno yihadista basada en su simple caracterización como una actividad criminal e inmoral desprovista de claves religiosas. El yihadismo contemporáneo resulta incomprensible sin revisar los contenidos esenciales de la doctrina islámica, sin tener una visión mínima sobre cómo evolucionaron sus contenidos a lo largo de los siglos y de cómo esa evolución influyó en la vida de los pueblos islámicos.

    Al intentar explicar los conflictos y tendencias violentas que afectan e involucran a países y colectivos de confesión islámica puede incurrirse en un tipo de distorsión inversa a la que acabo de apuntar. Concretamente, puede exagerarse la influencia de la religión en esos problemas mientras se subestima o ignora el peso de otros factores: por una parte, motivaciones, proyectos y corrientes de pensamiento no religiosas (o no exclusivamente religiosas); por otra parte, procesos, circunstancias y realidades de naturaleza política y geopolítica, económica, social, cultural, etc. La consecuencia que ese sesgo ha tenido en el tratamiento del asunto que estudia este libro es la proliferación de cierto tipo de historias del fenómeno yihadista confeccionadas como biografías de líderes e ideólogos de la yihad, historias puramente intelectuales (descripción y análisis de las ideas y corrientes doctrinales e ideológicas que inspiran la violencia perpetrada en nombre de la yihad) o crónicas de acciones y campañas terroristas e insurgentes. Estos tres tipos de textos (biografías, historias intelectuales, crónicas de hechos violentos) aportan una cantidad ingente de informaciones y abundan en apreciaciones y reflexiones de gran valor y, por supuesto, han proporcionado gran parte de la base bibliográfica que me ha permitido escribir el presente libro. Pero, a veces, dan una visión de la historia de la violencia yihadista parcial o ampliamente descontextualizada, más bien ajena a las tendencias y circunstancias, no siempre religiosas, en las que se inscribe o incardina la propia dinámica de la yihad guerrera. Puede que algunos lectores saquen la impresión de que este libro da demasiados rodeos, demorándose demasiado en asuntos (políticos, sociales, económicos) que quedan lejos del tema de la yihad. Pero pienso que tal clase de descripciones y análisis son necesarios para no perder de vista una cuestión esencial destacada hace ya muchos siglos por Ibn Jaldún, uno de los más grandes y aprovechables pensadores islámicos. En su célebre Al-Muqaddima (Introducción a la historia universal), Ibn Jaldún escribió que una de las causas gracias a las cuales la mentira viene a contaminar los estudios históricos es la ignorancia de las relaciones que existen entre los sucesos y las circunstancias concomitantes. En cambio, al tener en cuenta la relación entre los sucesos de la yihad guerrera y sus circunstancias concomitantes puede descubrirse que, allí donde la violencia yihadista ha surgido y perdurado, no lo ha hecho únicamente como resultado exclusivo de la difusión de ciertas ideas religiosas y políticas (aunque ese hecho haya sido ciertamente consustancial a toda expansión yihadista y causa suya), sino también y en gran medida como reflejo o consecuencia de problemas y conflictos no exclusivamente religiosos o inicialmente ajenos a las diferencias religiosas (aunque susceptibles de producirlas o reforzarlas) y vinculados a disputas de poder, rivalidades y lealtades nacionales, étnicas, tribales, contenciosos territoriales en los que la violencia yihadista viene a insertarse, sumándose a otras violencias o entremezclándose con ellas.

    Por todas las razones anteriores, al elaborar esta historia de la yihad (guerrera) he procurado combinar la descripción y el análisis de las ideas (principalmente religiosas, pero también políticas) que han inspirado esa forma de violencia, las intenciones, perspectiva y trayectoria de sus promotores y protagonistas (que no son solo individuos, sino también grupos, organizaciones, movimientos) y las situaciones y procesos históricos, políticos, económicos, sociales y culturales que la han podido estimular y moldear.

    Un último aviso. La historia de la yihad es larga y compleja. Estas características hacían muy difícil abordar con cierta profundidad todos sus desarrollos en un único volumen. Por eso decidí parar la narración en un momento de inflexión de la historia de la yihad contemporánea: el año 2001. El libro, no obstante, se cierra con un epílogo que ofrece un relato y análisis esquemáticos sobre la evolución de la violencia yihadista en los veinte años que nos han traído hasta 2021. En cualquier caso, el texto que ahora ante sus ojos pretende ser la primera parte de una historia completa de la yihad que necesitará completarse en otro un segundo libro que aún está por escribir.

    Capítulo 1

    Islam y yihad en la historia

    En todas las cosas humanas los orígenes merecen ser estudiados, antes que nada.

    Ernest Renan

    Repartidas por todo el planeta, sobre todo en Asia, Oriente Próximo y África, a la altura del año 2021 cerca de 1.900 millones de personas, alrededor del 24% de la po­­blación mundial, se declaraban musulmanas. Musulmán es toda persona que profesa el islam. Tras el cristianismo, el islam es la segunda religión más extendida del mundo. Además, el nombre de esa religión permite designar una de las grandes civilizaciones producidas por la humanidad que se incluyen entre las pocas que no se han extinguido con el paso de los siglos. Con todo, los conceptos religioso y civilizatorio del islam se solapan. A semejanza de otras civilizaciones, la islámica surgió en la vieja Arabia gracias a la aparición de la religión revelada a Mahoma. A su vez, la religión islámica no hubiera logrado expandirse y subsistir de no haber configurado una civilización propia. No obstante, el término civilización es polisémico y polémico, por lo que conviene aclarar el sentido con que lo uso aquí.

    Islam como religión, comunidad y civilización

    Igual que puede decirse del judaísmo y el cristianismo, el islam es una religión que creó una comunidad (la umma o comunidad de los creyentes) y una civilización. Mientras que no hace falta explicar que el islam es una religión y en qué sentido puede hablarse de la formación y preservación de una comunidad islámica, la expresión civilización islámica puede dar lugar a malentendidos. A raíz de su publicación en 1996 y de una amplia redifusión ocurrida tras producirse los atentados del 11-S, un interesante y controvertido libro titulado El choque de civilizaciones activó un cierto debate sobre si resulta apropiado o no intentar describir e interpretar el mundo presente como un mosaico de civilizaciones. En realidad, esa caracterización no era nueva y había sido empleada antes con profusión por diversos historiadores e intelectuales. Por ejemplo, para Fernand Braudel, una de las grandes figuras de la historiografía francesa del siglo pasado, el islam constituiría una de las principales civilizaciones en las que podía dividirse el mundo a mediados del siglo XX. Lo que Braudel quería decir con esto puede intuirse a partir de su costumbre de usar alternativamente las palabras islam y la expresión mundo musulmán, empleando ambas para designar la misma cosa: una civilización. En cualquier caso, el mismo historiador francés ofreció una definición propia de civilización. Según él, las civilizaciones son un conjunto de fenómenos culturales (cosmovisión, lenguas, creencias, valores, costumbres, instituciones, estructuras, prácticas sociales) creados por ciertos grupos, comunidades o pueblos en espacios localizables en un mapa, con posibilidad de expandirse a unidades humanas y áreas geográficas más amplias, que han logrado mantener su vigencia en épocas sucesivas.

    Pues bien, al decir que la aparición y expansión de una religión llamada islam propició la aparición de una civilización propiamente islámica, pretendo dar a esa afirmación el mismo significado que le daría Braudel. En esa línea, la existencia de una civilización islámica resulta de la formación de un sustrato cultural que empezó a elaborarse desde el momento del nacimiento del islam como religión, enriqueciéndose a medida que las primeras sociedades islámicas crecieron en tamaño y complejidad y se expandieron por el mundo. A través de los siglos, numerosos grupos, comunidades y pueblos ayudaron a crear y reproducir ese sustrato común y este vino a configurar su identidad, condicionó de forma decisiva su manera de vivir, de entender el mundo, su perspectiva moral y sus aspiraciones íntimas y colectivas, y les ayudó a conferir un sentido de trascendencia a su existencia.

    Se ha dicho que la religión es el elemento más importante de todos los que componen una civilización, y que esto es especialmente cierto para el caso del islam. También se ha dicho que la civilización islámica es una civilización derivada o de segunda mano, ya que tomó préstamo de atributos culturales pertenecientes a otras anteriores. Las dos afirmaciones destacan aspectos complementarios de un mismo fenómeno. Empezando por la última, no está de más recordar que, al igual que el cristianismo incorporó elementos del Imperio romano y ayudó a preservarlos, el islam reprodujo y conservó atributos preexistentes del Oriente Próximo, incluyendo ciertas creencias, valores, costumbres, rituales, instituciones paganas, etc. La influencia de las tradiciones de los beduinos habitantes del desierto árabe es capital. El credo islámico recibió inspiración de la orientación monoteísta previamente ensayada por el judaísmo y el cristianismo, y reconoció las figuras de los profetas Abraham, Moisés y Jesús de Nazaret, así como la condición sagrada de Jerusalén. El peregrinaje a La Meca también es una costumbre adoptada mucho antes de la Revelación. Y los ejemplos de otros préstamos culturales podrían multiplicarse. En alguna medida, todos esos influjos apoyan las siguientes palabras de Braudel, a quien cito por última vez:

    [La civilización islámica] no fue edificada sobre un tablero en blanco, sino sobre el humus de la civilización abigarrada y dinámica que le ha precedido en el Medio Oriente. La biografía del islam no puede, pues, comenzar en la predicación de Mahoma, sino que se abre con la historia interminable del cercano Oriente.

    Aunque hay cierta exageración en esas palabras, el influjo de otras culturas más antiguas fue esencial para la conformación de la religión, la comunidad y la civilización islámicas. Sin embargo, en sentido estricto, esas tres realidades nacieron en una fecha precisa, a principios del siglo VII d. C., y en un espacio mucho más pequeño que la parte del suroeste de Asia conocida como Oriente Próximo. Concretamente, en Arabia, la península que se encuentra enclavada en la confluencia entre África y Asia, el golfo Pérsico y el de Adén y los mares Arábigo y Rojo, y que había estado sometida a influencias extranjeras e impulsos colonizadores promovidos por Persia, Etiopía, Siria, Egipto y Bizancio. Ese territorio árido, pobre y desértico había estado poblado por una miríada de tribus y clanes que vivían del pastoreo y del comercio de mercaderes y caravanas que viajaban a la costa africana, la India y la región de Levante, que los árabes llamaban Máshreq, y que abarca la mayoría de los territorios de Oriente Próximo. Politeístas y levantiscos, los árabes habían permanecido políticamente enfrentados y divididos hasta la llegada, a principios del siglo VII, de un joven comerciante que comenzó a predicar en La Meca, su ciudad natal.

    Profecías y revelaciones

    El islam brotó de las revelaciones recibidas por Mahoma y de la experiencia y memorias legadas a sus primeros seguidores, gracias a sus años de predicación y liderazgo sobre estos. Mahoma es el nombre hispanizado de Muhámmad ibn Abdullah, quien vivió entre los años 570 y 632. Fue miembro del clan hachemí, por lo que su linaje le emparentaba con la tribu quraichí, una de las importantes de La Meca.

    La Meca había sido fundada por pastores beduinos en la zona central y desértica de la península arábiga, la región de Hiyaz que hoy pertenece a la actual Arabia Saudí. Tras convertirse en una de las principales paradas de las caravanas de comerciantes que hacían su ruta desde las estepas árabes hasta Bizancio y Siria, La Meca prosperó a partir del siglo VI y experimentó un significativo desarrollo social y económico. Aun así, todavía en la época de Mahoma la mayoría de las tribus beduinas de Arabia y muchos de sus clanes vivían con pocos recursos y en un permanente desorden. Las disputas por el control de pastos y aguas eran recurrentes y los asaltos y saqueos a territorios ajenos (ghazu) eran el medio más socorrido para salvar las necesidades acrecentadas en épocas de escasez. Los beduinos profesaban el muruwah, un código de honor que exaltaba las virtudes del combate y les obligaba a vengar cualquier mínima ofensa al propio grupo, por lo que los enfrentamientos tribales se sucedían sin fin.

    Aunque existieran algunas comunidades judías y cristianas, a comienzos del siglo VII la mayoría de los pobladores de la península arábiga rendían culto a diversos dioses a la vez. Allah o Alá, dios preislámico cuyo nombre significa el alabado, solo era una divinidad entre otras. Los árabes conferían carácter mágico a lugares y objetos. Muchos de ellos acudían a visitar la piedra de color negro que el arcángel Gabriel habría entregado a Ibrahim (Abraham). La piedra se guardaba en la Kaaba, santuario con forma de cubo alzado en el centro de La Meca mucho antes de nacer Mahoma y al que anualmente acudían en peregrinación (hajj) árabes de distintos lugares. Con todo, a pesar de la persistencia de esa clase de ritos antiguos, el progresivo abandono de la vida nómada por muchos beduinos que decidían asentarse en las grandes ciudades estaba contribuyendo a disolver no pocos elementos de la religiosidad tradicional. Aunque la predicación de Mahoma cambiaría rápidamente las creencias de muchos mequíes y, poco después, la del resto de los árabes.

    Tras adquirir una situación económica desahogada, a los 25 años, Mahoma contrajo matrimonio con su primera esposa, una viuda rica de mayor edad, y comenzó a meditar. Para ello, solía acudir a la cueva de Hira, donde recibiría sus primeras revelaciones, lo que pudo ocurrir en el 610, cuando estaba a punto de cumplir 40 años. Al principio, Mahoma solo comunicó sus enseñanzas a sus familiares y algunos amigos, pero hacia el 614 comenzó a predicar en La Meca. Los inicios de esa predicación no fueron fáciles. Mahoma tardó algún tiempo en llamar la atención. Sus mensajes exhortaban a crear una nueva comunidad de creyentes (umma) en la que todos los hombres fueran tratados con respeto y justicia y donde los favorecidos practicasen la misericordia y asistieran a los desposeídos. Dicha comunidad debía reconocer la existencia de un dios único, Alá, creador del mundo que juzgaría a los hombres al final de sus vidas, y someterse siempre a su voluntad reflejada en los mensajes transmitidos al Profeta. Es por esa razón que la tradición islámica posterior estableció que islam significa sumisión a la voluntad de Dios, pero también que la religión islámica (din) es la deuda u obligación impuesta a los hombres por Alá para obtener la salvación eterna.

    Poco a poco, los seguidores de Mahoma comenzaron a aparecer y multiplicarse, y hacia el 619 ya había formado un grupo de acólitos que no dejaría de crecer. Pero la nueva secta también hirió susceptibilidades, provocando la inquietud y el rechazo de las clases dominantes de La Meca, que empezaron a perseguir a los primeros musulmanes, hasta que muchos de ellos optaron por abandonar el lugar y buscaron asentamiento en Yatrib, localidad construida como una serie de aldeas fortificadas en un oasis situado a 350 kilómetros de La Meca. En Yatrib los musulmanes continuaron predicando y ganando nuevos partidarios. Con el tiempo, darían un nuevo nombre a Yatrib, que pasó a llamarse ciudad luminosa (al Madinat al Munawara) y también ciudad del Profeta (al-Madinat al-Nabi), o sencillamente Medina.

    El exilio a Medina inició la etapa que la tradición islámica vendría a definir con la palabra árabe hijra (o hégira en castellano), que significa a la vez ruptura y partida. Mahoma llegó a Medina en julio del 622, año que los musulmanes fijarían más tarde como el primero de la era islámica. A su llegada, Mahoma empezó a mediar entre las dos principales tribus árabes y varias tribus judías, llevándolas a poner fin a sus enfrentamientos, lo que permitió unificar Medina y poner la ciudad entera bajo la autoridad del último profeta. A partir de entonces, sus habitantes reconocieron en la sumisión a Alá predicada por Mahoma una fuente de legitimidad superior al tradicional criterio ordenador basado en el consenso de las tribus.

    En respuesta al alzamiento de varias tribus judías que vivían en Medina, Mahoma ordenó masacrar a los hombres de la tribu Banu Qainuqa y vender a sus mujeres e hijos como esclavos. Además, tras advertir las duras condiciones de vida enfrentadas en Medina por los primeros musulmanes, que carecían de recursos suficientes para alimentarse, Mahoma incitó a sus seguidores a asaltar las caravanas de los comerciantes mequíes. En esas circunstancias, el asesinato de uno de esos mercaderes y varias incursiones realizadas en los meses sagrados (violando la regla beduina del ghazu) movieron a la aristocracia mequí a formar un ejército para combatir a los musulmanes. Comenzaron así una serie de batallas cuyo saldo final acabó resultando favorable a Mahoma y sus seguidores. Pese a la inferioridad numérica de sus huestes, los musulmanes conducidos por el Profeta obtuvieron su primera victoria importante cerca de Medina, en Badr (año 624). Posteriormente, el Corán, gran libro sagrado del islam, relataría aquella victoria atribuyéndola a la intervención divina. Mahoma resultó herido en la batalla de Uhud, donde sus seguidores fueron superados por las fuerzas mequíes aliadas con mercenarios beduinos. Pero los musulmanes siguieron resistiendo y ganando batallas. Soportaron el asedio total a Medina en la batalla de la trinchera (año 627), llamada así por la excavación realizada por los musulmanes para impedir el paso de la caballería enemiga.

    El carisma y creciente prestigio de Mahoma, la agresividad de sus seguidores y las victorias obtenidas impulsaron a muchas tribus a forjar pactos con los musulmanes y convertirse al islam, lo que amplió rápidamente el número de sus partidarios y extendió su influencia sobre otras zonas tribales de la región del Hiyaz. En el 628, en la localidad de Hudaibiya, el Profeta negoció una tregua con la que obtuvo garantías para que los musulmanes pudieran cumplir con la la tradición del hajj y peregrinar a La Meca al año siguiente. En el 629 lideró la peregrinación, lo que le ayudó a sumar más partidarios entre los mequíes. Al año siguiente, tras acusar a los quraichíes de violar el acuerdo de Hudaibiya, Mahoma mandó marchar a La Meca a varias decenas de miles de sus seguidores. Al llegar a las puertas de la ciudad, parlamentó con sus enemigos para alcanzar un acuerdo que le permitiera entrar pacíficamente. Gracias a ello, en el año 630 Mahoma entró triunfante en La Meca y concedió una amnistía a los adversarios que había combatido durante años, quienes a cambio aceptaron su liderazgo y se incorporaron a la naciente comunidad islámica. En los dos años siguientes la autoridad de Mahoma se extendió por la mayor parte de Arabia a base de alianzas y batallas con las tribus beduinas, muchas de las cuales se convirtieron al islam. En la primavera de 632, tras dirigir la peregrinación a La Meca, pronunció su último sermón, con el que exhortó a sus seguidores a formar una gran fraternidad. Tres meses más tarde, Mahoma murió en Medina a causa de una fulminante enfermedad, sin dejar herederos varones. Su vida y enseñanzas habían servido para fundar una nueva religión con vocación universal y destinada a moldear todas las esferas de la existencia: espiritual, íntima y pública.

    La yihad en el Corán y los hadices

    La doctrina del islam tuvo su primera expresión en las revelaciones que Mahoma fue dando a conocer oralmente a lo largo de su vida. Mahoma habría conocido a Alá y recibido su mensaje mediante la lectura de un pergamino que le entregó Yibril, el arcángel Gabriel de la tradición judeocristiana. Según la tradición islámica, Mahoma era analfabeto, por lo que no pudo haber basado sus sermones en lecturas anteriores, sino únicamente en la intermediación del arcángel. Los musulmanes interpretarían ese hecho como una prueba inequívoca del origen divino de las enseñanzas del Profeta. Todas las revelaciones que Mahoma comunicó a sus seguidores provendrían del recitado o lectura de una escritura eterna y divina (al-Kitab) que está en el cielo y cuyos versos quedarían agrupados en un libro escrito en prosa rimada que los musulmanes considerarán sagrado, perfecto e inimitable: el Corán (de la palabra árabe qaraa: leer, recitar). Las primeras versiones de ese libro sagrado fueron compiladas tras la muerte de Mahoma y su fijación en un texto canónico fue ordenada por Uzmán, el tercer califa (título utilizado para designar a los líderes que sucedieron a Mahoma como dignatarios de la comunidad islámica).

    Desde el principio de su predicación, Mahoma se presentó como un sencillo mediador de Alá, último de sus mensajeros que vino a corregir las interpretaciones erróneas que los hombres habían dado a los mensajes de otros profetas anteriores como Abraham, Moisés, David o Jesús. El dogma raíz de la nueva fe podría ser recitado con unas pocas palabras: No hay otro dios que Alá y Mahoma es su profeta. Como ya se ha dicho, Mahoma predicó la sumisión total a la voluntad divina, exigencia que queda nítidamente reflejada en el Corán. Este texto afirmaría taxativamente la existencia de un dios único que creó al hombre. Los eruditos islámicos llamarían a esa afirmación principio de unicidad o tauhid. Además, el Corán insistiría en otros puntos: Alá no puede ser asociado a persona ni símbolo alguno, ni tampoco cabe adorar a ningún otro dios; Alá es bondadoso y caritativo, de modo que todos los que se sometan a su voluntad estarán llamados a actuar con equidad y ayudar a los necesitados; los hombres han de prepararse para un juicio final que separará a quienes hayan cumplido la voluntad divina, que serán premiados con el paraíso, mientras que los transgresores padecerán las penas del infierno. El texto sagrado contiene indicaciones que aportarán fundamento a las regulaciones más tarde estipuladas por los creadores de una ley o derecho islámicos (sharía) y los llamados pilares del islam que serían posteriormente fijados por la tradición: obligaciones rituales (ibadat) que son preceptivas para cada creyente y que definen su práctica religiosa. A saber: hacer profesión de fe (shahada); rezar cinco veces al día (salat); ejercer la caridad a través del pago de una limosna o tributo especial (azaque); someterse a ayuno diurno durante el noveno mes de cada año lunar (ramadán) para conmemorar el momento en que Mahoma recibió su primera revelación; y peregrinar a La Meca (hajj), al menos una vez en la vida, para visitar la Kaaba, que se convertiría en primer santuario del islam. Por último, el Corán advierte que el sometimiento a los deseos de Alá exige un esfuerzo y lucha constantes, y esto en varios sentidos: todos aquellos que la lengua árabe y la tradición islámica permiten atribuir a la palabra yihad.

    Los capítulos del Corán, llamados azoras o suras, que a su vez contienen cierto número de versículos o aleyas, están ordenados por un criterio de extensión y no siguen un orden cronológico: los primeros son los más extensos, que son seguidos por los más breves. Las revelaciones expresadas en las azoras le llegaron a Mahoma en distintos momentos de su vida y en respuesta a diferentes circunstancias y vivencias. Como reflejo de la diversidad de opiniones reinante entre los diferentes grupos de la comunidad islámica que contribuyeron a recolectar sus contenidos, las azoras contienen un buen número de pasajes contradictorios. Estas características dificultan mucho la comprensión del Corán y hacen posible que distintas lecturas selectivas den lugar a interpretaciones distintas u opuestas, lo cual es especialmente evidente en los comentarios sobre la actitud a adoptar hacia los hombres que no profesan el islam y sobre los significados extraídos del término yihad y otras voces derivadas.

    Yihad es un término originalmente masculino. No obstante, su tratamiento en castellano como una voz femenina se ha generalizado tanto que incluso muchos especialistas académicos en el estudio de la doctrina y corrientes islámicas le aplican ese mismo género. Incluso los extremistas yihadistas que hablan y escriben en español suelen decir la yihad, en vez de el yihad, de ahí que este libro mantenga esa opción.

    La voz árabe yihad proviene de la raíz y-h-d, que significa esfuerzo, empeño o lucha. Por eso, en un sentido muy genérico, sirve para designar la suma de esfuerzos, tanto de orden práctico como espiritual, que permitirían transitar por el camino recto o la senda de Alá. Con todo, los pasajes del Corán donde aparece el término yihad transmiten significados más específicos.

    El Corán contiene unas 40 aleyas o versículos que aluden a acciones o situaciones de combate o guerra, muchos de los cuales incluyen la palabra yihad. Una de las aleyas más repetidas es la conocida como versículo de la espada: Cuando los meses sagrados concluyan y encuentres a los idólatras, mátalos, aprésalos, acósalos, espéralos en cada puesto de vigilancia; pero si se arrepienten, mantienen la oración y ofrecen las limosnas prescritas, déjalos marchar, ¡pues Alá es compasivo y misericordioso! (Corán 9:5).

    Un rasgo destacable del versículo anterior es la combinación de un reclamo brutal con una invocación a la compasión. Esta clase de contrastes atraviesan todo el Corán, aunque pueden reducirse en cierta medida si, como pronto harían los eruditos, entramos a distinguir las azoras correspondientes a las revelaciones entregadas de Mahoma en el primer periodo en La Meca (610-622) de las recibidas durante la etapa de residencia en Medina (622-632). Como también mostrarán algunos relatos biográficos tardíos, esa distinción muestra que, durante su periodo inicial en La Meca, Mahoma conminó a sus seguidores a soportar con paciencia la incredulidad de los infieles, perdonar sus provocaciones y ofensas, incluso sus persecuciones, rehuir la confrontación y evitar toda violencia. Así, la mayoría de las alusiones a la yihad incrustadas en las azoras de la primera etapa de predicación aparecen asociadas a esfuerzos para el perfeccionamiento espiritual y la buena exhortación (por ejemplo, en el Corán 21:125). Mientras algunos intérpretes ven en esa actitud el reflejo de una voluntad pacífica, otros la conciben como declaraciones atribuibles a la prudencia: a fin de cuentas, buscar el enfrentamiento y la venganza en una situación de franca inferioridad y debilidad ante los adversarios podría haber acabado en la aniquilación de la primera comunidad islámica.

    En cualquier caso, el Corán muestra que la actitud de Mahoma y la situación de su comunidad cambiaron totalmente cuando se trasladaron a Medina, dando inicio a la hégira. A partir de ahí, Mahoma añadió a su condición de profeta la de líder político y jefe militar. El Corán contiene alusiones a casi todas las batallas dirigidas por Mahoma en los ocho años que siguieron a la hégira, y en consonancia la mayoría de las aleyas que propugnan y describen acciones violentas aparecen en las azoras que relatan la etapa de Medina. Allí la exhortación a combatir a enemigos paganos e infieles suele aparecer acompañada de la fórmula en la senda de Alá. En ocasiones, se tratará de un combate defensivo: Combatid en la senda de Alá contra quienes os combaten, pero no seáis los agresores. Alá no ama a los agresores (Corán 2:190). En varios pasajes la acción guerrera se justifica como respuesta a alguna injusticia (al-zulum) infligida a los musulmanes (ibídem). Una de esas injusticias es la persecución padecida por los primeros seguidores mequíes de Mahoma en La Meca, que luego servirá para justificar su conquista. Igualmente, el Corán dice que violencia y lucha pueden ser modos lícitos de castigar la hipocresía de quienes afirman profesar la fe verdadera, pero actúan en oposición a ella, quienes serán capturados y muertos sin piedad (Corán 33:61); para actuar contra los apóstatas que no acepten someterse: Cogedlos y matadlos donde los encontréis (Corán 4:91). O para combatir la increencia y el politeísmo que son motivo y causa de discordia (fitna): Combatid contra quienes, habiendo recibido la Escritura, no creen en Alá ni en el Último Día (Corán 9:29); combatidlos hasta que no exista discordia y toda la religión sea de Alá (Corán 8:39). Otros pasajes advierten que el combate es obligado y que su cumplimiento o falta tendrá

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