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Los Hijos De Numo.: Libro 1.
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Libro electrónico253 páginas4 horas

Los Hijos De Numo.: Libro 1.

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Los Hijos de Numo.

Ciudad de México.

Cuando el año de 1981 se comenzaba a evaporar, el conmutador de la policía chirrió sin parar. Un grupo de padres de familia reportaron "extraños comportamientos" entre sus pequeños. Habilidades paranormales que rompían toda regla establecida por la física convencional.

El rumor se regó como vidrios rotos, los niños cobraron notoriedad, incluso más allá de las fronteras. El gobierno entonces decidió actuar poniendo en marcha un programa para la investigación de dicho fenómeno. Tras días de laberintos sin salida, el centro de investigaciones en la universidad nacional fue un fiasco. Para las pulgas del gobierno, nada arrojaba una respuesta contundente. Tres años después de su inauguración, el programa "Los Hijos de Numo" cerraba el telón.

Las familias se alistaban para regresar a casa con cupones de duda y temor. Pero durante la última madrugada antes del cierre, aconteció un acto cobarde que quedó como rajada abierta en el corazón de la nación. Una oscura y sofisticada élite armada, ingresó como un vapor silencioso aniquilando a decenas de niños. Pero no todas las cartas estaban tiradas. Algunas enfermeras, y médicos lograron salvar la vida de algunos de ellos. Sin sospechar que comenzaría así, una encarnizada cacería que seguiría sus pasos tan de cerca, que en ocasiones sentían el nauseabundo aliento de su depredador respirar en sus nucas.

¿Por qué esta enferma obsesión por borrar de la faz de la tierra a unos inocentes infantes? ¿Quiénes son en realidad "Los Hijos de Numo"?.
IdiomaEspañol
EditorialBookBaby
Fecha de lanzamiento31 may 2021
ISBN9781098367862
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    Los Hijos De Numo. - Oscar Schwebel

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    Los Hijos De Numo

    Libro 1

    ©2021 Oscar Schwebel

    All rights reserved. This book or any portion thereof may not be reproduced or used in any manner whatsoever without the express written permission of the publisher except for the use of brief quotations in a book review.

    print ISBN: 978-1-09836-785-5

    ebook ISBN: 978-1-09836-786-2

    Contents

    EL BROTE

    1. LA PRIMERA GOTA DE LA TORMENTA

    2. MAYA

    3. CATRINA

    4. KAHLO

    5. CALAVERA

    6. JAGUAR

    7. ADELITA

    8. UNA FLOR EN MEDIO DEL CONCRETO

    9. LOS CIMIENTOS DEL CIELO

    10. LÁGRIMAS DE LUZ

    11. EL REFLEJO INVISIBLE

    12. UNA SOMBRA DETRÁS DE SUS OJOS

    13. LA PERSECUCIÓN DEL HORIZONTE

    14.LAS VÍAS DEL SILENCIO

    15. CUANDO EL UNIVERSO CAMBIA DE PIEL

    16. LA RESPUESTA DE LA SOMBRA

    17.EL ERROR DE LA HERMANDAD

    LA GRANJA

    EL BROTE

    Corría indomable aquel 1981 en la Ciudad de México, cuando un grupo de padres de familia reportaron comportamientos extraños en sus hijos desde los primeros días de nacidos. Los describían como habilidades o poderes paranormales: telequinesia, fuerza extrema, inteligencia avanzada o telepatía. Rompían toda regla establecida por la física convencional.

    Cuando uno a uno los casos fueron saliendo a la luz pública, propios y extraños sometieron el tema a escrutinio público. Los creyentes y religiosos asumían que se trataba de una especie de revelación divina, mientras que los ufólogos desarrollaron una hipótesis que, desde luego, involucraba algún tipo de invasión extraterrestre. En cambio, los más escépticos pensaban que todo era resultado de la radiación solar, la medicina moderna y las pruebas nucleares que secretamente realizaban en aguas abiertas los norteamericanos, los rusos, los chinos…

    La situación había creado tal revuelo que era lo único que se escuchaba en los medios de comunicación; entonces, el gobierno decidió actuar.

    Durante una reunión a puerta cerrada, el presidente y todo su gabinete determinaron asignar un presupuesto para realizar una investigación exhaustiva e inmediata. El proyecto fue nombrado Los Hijos De Numo en honor al famoso psiquiatra, alquimista y escritor mexicano, Lorenzo Núñez Morales, mejor conocido como Numo. El viejo Centro de Investigaciones de la Universidad Nacional albergaría las actividades del proyecto. Científicos y expertos se reunieron con el fin de concentrar y analizar sin perder detalle a todos los bebés, niños y jóvenes que manifestaran algún indicio o tendencia especial.

    Sólo un hombre era el indicado para dirigir la investigación: el doctor Leonardo Bautista Cohen, jefe del área de Neurología de la Universidad y reconocido investigador en temas de índole, digamos, inexplicable.

    La personalidad curiosa del doctor Bautista lo llevó a invertir su vida profesional en comprender la intrincada mente del ser humano. Desde niño intentaba descifrar los patrones que construían las distintas personalidades de las personas. Mientras sus hermanos mayores llegaban todos los días a casa con las rodillas raspadas y la cabeza llena del sueño de ser futbolistas profesionales –cosa que nunca sucedió–, Leonardo pasaba los días devorando los cuentos de los hermanos Grimm.

    La Neurología fue solo el siguiente paso. Leoco, como lo llamaban sus compañeros de universidad –mitad Leonardo y mitad loco–, no dejó del todo la literatura, solo ajustó sus obsesiones a los controvertidos escritos de alquimistas como Cagliostro y el gran Aleister Crowley, a los inquisidores de la psique como el desafiante joven poeta Arthur Rimbaud y el melancólico pintor Egon Schiele.

    Estas extrañas inclinaciones al arte y la ciencia le dieron fama de chico raro, pero era un excelente estudiante, tanto que los profesores pasaban por alto sus divagaciones intelectuales a cambio de sus comentarios brillantes y las tareas que entregaba, siempre adelantadas a su edad y al intelecto de sus compañeros.

    Ya convertido en médico, sorprendía constantemente a la comunidad clínica con publicaciones acerca de notables investigaciones que iban más allá de su especialidad; exploraba campos de la medicina a los que nadie ponía atención en aquella época: biogenética, neuropsicología, hebiatría, neurofisiología, bioquímica y semiología clínica.

    Poner en sus manos un proyecto del tamaño e importancia como Los Hijos de Numo, no nada más era una decisión lógica y acertada, era una recompensa al esfuerzo y dedicación del doctor Bautista. Lástima que el empeño y entusiasmo no alcanzaron la altura del presupuesto federal: tras dos años de trabajo exhaustivo pero hallazgos poco contundentes, Bautista recibió la noticia de que su sueño terminaba por falta de financiamiento.

    Un comunicado por parte de la Presidencia le informaba que, al cabo de una semana, tendría que dar una conferencia de prensa informando que el proyecto llegaba a su fin. Se sumaba a las malas noticias el descontento de la opinión pública, que esperaba una explicación lógica a los casos de los niños: algún factor climático, radioactivo, vida en otros planetas. Pero no, estos niños, de algún modo inexplicable aún, habían desarrollado ciertas partes de su cerebro que una persona común y corriente jamás lograría desarrollar. Es decir, utilizaban casi 8% más capacidad cerebral que cualquier otro ser humano. A este porcentaje no había accedido ni el genio más famoso de la física moderna, Albert Einstein.

    El ambiguo y decepcionante resultado que tuvo Los Hijos de Numo después de dos años dejó una sociedad confundida pero interesada que provocó encarnizados debates alrededor del mundo. ¿Qué eran estos niños? ¿Cómo habían logrado desarrollar su cerebro de tal modo? ¿Cómo entrenarlos, capacitarlos y controlarlos? ¿Podrían resultar peligrosos para el resto de la humanidad? Incógnitas y cuestionamientos que rebasaban a un país a todas luces incapacitado para ser el centro de atención mundial.

    Una vez cancelado el proyecto, el siguiente paso era desmantelar el Centro en donde habían sido concentrados los pequeños, sus familias y una plantilla de personal médico y pedagógico. El plazo fijado fue de cuatro meses a partir de aquella conferencia de prensa.

    Faltaban pocos días para que todos abandonaran el lugar; el calendario marcaba sábado 6 de agosto de 1983 y una enérgica lluvia trataba inútilmente de refrescar el caluroso día veraniego. Las familias habían formado una comunidad alegre, unida y cercana; eran de diferentes razas, religiones y estratos sociales, pero para ese entonces, se reunían todas las noches a comentar las noticias, criticaban al gobierno por terminar el programa tan abruptamente, chismeaban de sus hijos y el personal del Centro. Algunos se mostraban preocupados por el futuro incierto de sus pequeños; otros platicaban entristecidos de las separaciones y distanciamientos que vivirían a partir de ahora.

    Al caer la noche, ese 6 de agosto terminaba como un día normal. Después de la cena, los padres se despidieron de sus niños y tomaron camino hacia las aulas de la Universidad; lejos de los pabellones de los niños, habían sido improvisadas como dormitorios para las familias que eligieran pasar sus días en el Centro.

    No había más que silencio y noche cuando, a la una de la mañana, tras una explosión, el universo registró un cambio en su núcleo energético. Más que una detonación fue un golpe seco, metálico, implosivo que anunciaba el principio de un inminente y crudo final.

    Una sombra se expandió por el lugar exudando tragedia y desolación. En esa apacible noche de verano, las garras de la crueldad rasgaron la delicada seda de la inocencia arrebatándole la vida a cerca de sesenta pequeños y pequeñas que tenían desde cuatro meses hasta catorce años de edad.

    La podredumbre irrumpió en el salón principal como un maremoto: más de cuarenta hombres encapuchados, vestidos de negro en lo que parecían ser uniformes militares, armados hasta los dientes con sofisticadas armas y equipos de espionaje. Su forma de operar demostraba un entrenamiento exacto, al que pocos tenían acceso. Se trataba de soldados de élite, entrenados para ejecutar órdenes a la perfección sin dejar rastro en la escena del crimen.

    Para ese momento, los elementos de seguridad del Centro Universitario, yacían muertos en el suelo, como flores marchitas. Como una implacable plaga, pronto aquel ejército negro rodeó todo el Centro acomodándose por células. Sabían perfectamente bien lo que hacían. Diligentemente cumplieron con la misión encomendada que sería juzgada, por el mundo entero, como imperdonable e indignante.

    Encabezaron la lista los más pequeños, siguieron los más grandes, y quedaron al final los niños de mediana edad; su dormitorio era el más lejano. El método, impasible: una sustancia letal inyectada en las venas que horas después se absorbía sin dejar rastro alguno en la sangre. Los encapuchados ni siquiera titubeaban mientras inyectaban uno a uno a los niños; los dejaban en un profundo sueño que tenía boleto de ida, pero no de regreso.

    Actuaban con un sigilo perfecto, pero Gloria, una de las enfermeras que hacía guardia los sábados en la noche, olfateó a tiempo que algo andaba mal.

    Cuando era niña, Gloria Jiménez fue víctima de un entorno familiar violento. Su papá, Jesús Jiménez, había sido alcohólico desde que Gloria tenía siete años y, en una especie de deplorable ritual, todas las noches atacaba a su familia. La situación se convirtió en una especie de dolorosa costumbre que no terminó hasta que, un buen día, el señor Jiménez simple y sencillamente desapareció, dejando interminables deudas a la humilde familia.

    Afortunada o desafortunadamente, esto dotó a Gloria de un sexto sentido para percibir el peligro. Su instinto se activó esa noche tras escuchar un extraño ruido, seguido de una especie de gritos acallados, casi susurros. Ella, junto a Cecilia, otra enfermera de su turno, cuidaban el sueño de quince niños que tenían entre cuatro y ocho años. Ese pabellón era llamado División B.

    Gloria sintió un pinchazo en la boca del estómago, una potente y aguda palpitación en la planta de los pies y en el entrecejo; presa de esta premonición, sacudió ansiosamente a Cecilia, regresándola de un improvisado sueño. Cecilia despertó pensando que su compañera le estaba jugando una broma, pero cuando vio el rostro palidecido y los ojos desorbitados de Gloria, supo que algo grave sucedía.

    Al mismo tiempo, entraba con un café en la mano Verónica, una regordeta y simpática enfermera que estaba ahí por el salario; sentirse parte de una investigación que podría trascender en la historia de la medicina le tenía sin cuidado.

    Verónica tiró un pequeño chorro de café en el piso cuando Gloria, con un gesto en el entrecejo que jamás le había visto, les ordenó que se quedaran quietas. Cecilia y Verónica, se quedaron petrificadas. Gloria les dijo que vigilaran muy de cerca a los niños mientras ella buscaba a la doctora Gabriela Gutiérrez, su mejor amiga y encargada del pabellón de los niños más grandes, la División C. Tenía que comprobar si su intuición no estaba fallando.

    Al salir corriendo hacia el pasillo, se topó con Mauricio Fuentes, un joven físico recién egresado que estaba de guardia esa noche. Mauricio se estaba tomando un break escuchando en su walkman, el último álbum de The Police. Cuando vio a Gloria, prácticamente se arrancó los audífonos y la saludó casualmente, tratando de disimular su falta. Gloria, aterrorizada le dijo que la siguiera; se escurrieron por el pasillo pegados a las paredes, tratando de esconderse de algo, no sabían qué.

    Gloria, ¿qué pasa? ¿Estás bien?. Las preguntas de Mauricio las respondieron los cuerpos tendidos de dos guardias de seguridad que resguardaban las puertas entre una y otra sección.

    Aterrada pero impresionantemente resuelta, Gloria se dirigió a Mauricio: En la mesita de los guardias hay un teléfono. Háblale a la policía.

    Mauricio se inclinó hacia adelante, como si alguien le fuera a disparar en la cabeza, pero obedeció sin reparos. La línea no funcionaba.

    En medio de ese silencio sepulcral que reinaba en los pasillos, el rechinar de los tenis de Mauricio y el taconeo de los zapatos de Gloria organizaban un audible concierto; comenzaron a avanzar con sigilo y con voz susurrante, llamaron a los otros custodios. Nadie respondió; buscaron desesperadamente a los psicólogos, físicos, enfermeros y demás personal pero, al parecer, se habían transformado en partículas que flotaban invisibles en ese sórdido y pesado ambiente.

    Entraron apanicados al pabellón de la División C. Todo parecía normal, los jovencitos parecían dormir a pierna suelta. En una de las últimas camas de la segunda hilera, un niño de aproximadamente trece años, tenía medio cuerpo colgado afuera de la cama. Cuando Gloria lo quiso acomodar, se dio cuenta de que se encontraba sin vida.

    Mauricio y Gloria revisaron uno a uno el pulso de los niños. No había uno solo que estuviera vivo. Mauricio escuchó un ruido, señaló abajo de la cuarta cama. Los dos se acercaron cautelosos, uno de cada lado de la cama.

    Para sorpresa de Gloria, era su amiga Gabriela, que escondida debajo de la cama sollozaba desorientada y repitiendo sin sentido, ¡Que se vayan! ¡Que se vayan! ¡Que se vayan!

    Mauricio prácticamente la arrastró de debajo de la cama, tratando de convencerla de que estaba a salvo, pero Gabriela solo repetía, fuera de sí: ¡Los niños, Gloria! ¡Los niños! ¡Mataron a los chiquitos!

    Gloria la tuvo que abofetear decididamente para que volviera en sí. Tenían que salir inmediatamente de ahí; si los asesinos seguían en el Centro, terminarían su trabajo en División B.

    Como una estampida corrieron mientras que Gabriela, con la voz entrecortada, les explicaba cómo se habían llevado a los doctores y enfermeros. Para alivio de los tres, Cecilia y Verónica seguían ahí. Verónica les preguntó casi a gritos: ¿Qué carajos está pasando?

    Los tres la callaron al mismo tiempo, y dejaron que Gloria les explicara. Cecilia lloraba, llena de terror. Gloria se aferró a sus últimas gotas de valentía y con el corazón en la garganta les dijo: Tenemos que sacar a los niños de aquí; son los que siguen.

    Cada uno le puso una cobija encima a un pequeño, sin fijarse quién era, si era niño o niña. Los tomaron entre sus brazos y huyeron apresuradamente. El único que pudo cargar a dos niños, fue el joven doctor Fuentes.

    Escaparon por una puerta trasera que sólo el personal conocía y que llevaba a la zona de regaderas, de ahí podían llegar al patio exterior. Cuando volvieron para intentar salvar a más pequeños, era demasiado tarde. Silenciados por el pánico, observaron al numeroso ejército negro desfilar por todo el pabellón, robándole la vida a los niños, sus niños. Los Hijos de Numo.

    Un encapuchado, al inyectar el mortífero líquido a una pequeña, dejó asomar la piel de su mano izquierda; estaba marcada con un tatuaje que leía Germanitatis.

    La sangre hirviendo de Mauricio estuvo a punto de aventarlo contra los encapuchados, pero Cecilia lo jaló del brazo con toda su fuerza. ¿No ves que están armados? No le juegues al héroe, Mauricio. Además, estás poniendo en riesgo a los chamacos que logramos sacar.

    Entre lágrimas, salieron por la parte de atrás de la Universidad. Su intención era entregar a cada pequeño a sus padres; la adrenalina comandaba sus cuerpos cuando llegaron a sus habitaciones. Por primera vez se sintieron a salvo y Gloria se permitió un grito de desesperación pidiendo ayuda. Nadie respondió. Algo andaba mal ahí también. Recostaron a los niños en unas bancas y Mauricio entró a investigar. Salió con el rostro enrojecido y los ojos inyectados. Las demás entendieron de inmediato. Mauricio sólo alcanzó a decir: Tenemos que irnos ya. La sombra también pasó por aquí. Voy a buscar mi coche. Si no regreso en media hora, será porque me alcanzaron. Escapen como puedan.

    Apenas dieciocho minutos después, una combi Volkswagen color anaranjado, se acercó a ellas encendiendo y apagando las luces. Aliviadas, subieron con todo y niños, y salieron por la parte más escondida de la Universidad, la parte de los teatros.

    Pensaron que lo mejor sería ir a la policía pero a Gabriela algo le olía muy mal. Tenía la sensación de que ir con las autoridades era como entregar a los niños a una manada de lobos, a una hoguera para que los quemaran vivos. Repasó la serie de desagradables eslabones, primero la policía, después los medios de comunicación, la opinión pública, el escándalo, interrogatorios, investigaciones, una vida traumática para los ya de por sí vulnerables y sobreexpuestos pequeños. Interrumpió el pesado e incómodo silencio.

    ¡Mauricio, por favor detén el auto! ¿De verdad ir a la policía es lo mejor? ¿No lo ven? ¡Piénsenlo! Esto va más allá de toda lógica y razón; algo quiere destruir a estos niños, una fuerza que –por lo que acabamos de ver ahí adentro– parece mucho más poderosa que la misma policía. Tal vez lo que acabamos de vivir me tiene desorientada y perdí la cordura, pero es que perdón, esto simple y sencillamente no me cuadra. ¿Porqué no vamos a mi casa a pensar bien las cosas y después decidimos qué hacer?

    Verónica y Cecilia no estuvieron en lo absoluto de acuerdo, pero a Mauricio no le pareció tan incoherente el razonamiento de Gabriela. Gloria también sospechaba que esto era más que un grupo de fanáticos genocidas, había algo más profundo detrás de todo esto... lo volvió a sentir en la boca del estómago. A regañadientes y tras casi media hora de debatir el tema, llegaron a la conclusión de que el mejor refugio era la casa de Gabriela.

    Con el televisor encendido y casi sin pegar el ojo, a las seis de la mañana en punto, la hora del cambio de turno, salió a la luz una de las noticias que marcarían al país para siempre. El noticiero matutino anunciaba:

    Cuarenta y ocho padres de familia, cincuenta y cuatro niños y veintitrés elementos de seguridad han fallecido en el Centro de Investigación de la Universidad Nacional. Seis niños, así como los médicos, físicos, enfermeros y personal, se encuentran desaparecidos. Los registros de los infantes y los resultados de las investigaciones realizadas en más de dos años de trabajo, simple y sencillamente desaparecieron.

    A las siete y media de la mañana, el Dr. Leonardo Bautista dio la orden de que se llevaran los cuerpos al centro forense de la ciudad, para ser concienzudamente analizados. Pasó una semana sin ningún resultado satisfactorio. La causa de muerte que determinaron los médicos forenses en todos los casos fue insuficiencia respiratoria.

    Mientras tanto, Gloria, Cecilia, Verónica, Gabriela y Mauricio se las arreglaban con los niños, viviendo solo de lo estrictamente necesario, prácticamente sin salir de casa. Verónica se sintió varias veces tentada a hablarle a la policía para romper el silencio y ponerse en contacto con sus familiares a quienes, para ese entonces –sabía bien–, pasaría mucho tiempo sin volver a ver.

    Pero su ansiedad terminó cuando otra serie de eventos pusieron punto final a sus dudas y sospechas.

    Los doctores del turno matutino, quienes no habían estado presentes en los funestos eventos, fueron desapareciendo misteriosamente o empezaron a morir de manera extraña. Como el doctor Raúl Ibarra, de apenas 36 años

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