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Pensar España: En torno al pensamiento español del siglo XX
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Pensar España: En torno al pensamiento español del siglo XX
Libro electrónico316 páginas3 horas

Pensar España: En torno al pensamiento español del siglo XX

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La reflexión sobre España tiene una larga e ilustre tradición. Desde la generación del 98 España se presentaba ante todo como un problema. La República, la guerra civil y el franquismo, obligaron a repensarlo todo: España en su historia, la democracia como posibilidad, el atraso económico, la identidad nacional, el problema militar, la aparición de los nacionalismos catalán, vasco y gallego o la organización territorial del Estado. Desde Unamuno, Ortega y Azaña hasta Marías, Semprún y Savater, los intelectuales han tenido en la historia contemporánea española un papel singular y en buena medida necesario.

Pensar España responde a un doble propósito: exponer ideas sobre la España del siglo xx y proporcionar "materiales" para comprender sus problemas esenciales. Este libro de Juan Pablo Fusi es una aproximación muy selectiva y personal (pero no arbitraria) al pensamiento español. En sus páginas se combinan capítulos sobre Ortega y Azaña, la cultura en la República, bajo el franquismo y en la Transición, pequeñas monografías sobre Jorge Semprún y Julián Marías, con ensayos generales sobre España en el siglo xx, la guerra civil y sus profundas huellas, el advenimiento de la democracia o el problema de ETA.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 may 2021
ISBN9788417241933
Pensar España: En torno al pensamiento español del siglo XX

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    Pensar España - Juan Pablo Fusi

    1

    España:

    el siglo XX

    El español que pretenda huir de las preocupaciones nacionales será hecho prisionero de ellas diez veces al día, y acabará por comprender que para un hombre nacido entre Bidasoa y Gibraltar es España el problema primero, plenario y perentorio.

    JOSÉ ORTEGA Y GASSET,

    «La pedagogía social como problema político», conferencia leída en Bilbao, el 12 de marzo de 1910

    Illustration

    Aprincipios del siglo XX , España era para Pío Baroja «el país ideal para los decrépitos, para los indianos, para los fracasados, para todos los que no tienen nada que hacer en la vida…» 1. España (18,6 millones de habitantes en 1900; dos tercios de población rural y analfabeta) era, en efecto, un país rural y atrasado, sumido en buena medida en la miseria y el subdesarrollo, que aparecía como el paradigma del fracaso: una modesta nación, sin apenas presencia en el mundo, que en 1898 acababa de perder lo que le quedaba de su formidable pasado imperial (Cuba, Filipinas, Puerto Rico). En 2009, esa misma España (40,8 millones de habitantes; economía industrial y de servicios; 78 por ciento de población urbana) era, por su Producto Interior Bruto, la octava economía del mundo. Democratizada desde 1975 e integrada en la Unión Europea desde 1986, la España de finales del siglo XX contaba de nuevo en la vida internacional. Políticos españoles figuraban al frente de importantes organismos mundiales (Javier Solana, secretario general de la OTAN y alto representante del Consejo para la Política Exterior y de Seguridad Común de la Unión Europea; Federico Mayor Zaragoza, director general de la UNESCO; Enrique Barón y José María Gil Robles Gil Delgado, presidentes del Parlamento Europeo…). España acogía relevantes acontecimientos mundiales (Cumbre de Madrid sobre Oriente Medio, 1991; Juegos Olímpicos de Barcelona, 1992; Exposición Universal de Sevilla, 1992). Tropas españolas participaban en acciones militares conjuntas, con sus aliados, en distintos puntos del planeta.

    El cambio había sido, por tanto, formidable. La modernización de España —esto es, su transformación en un país democrático, europeo y desarrollado— era un hecho histórico de extraordinaria trascendencia: la verdadera revolución española del siglo XX. Precisemos. La modernización española no fue resultado de una evolución gradual y tranquila. La plena modernidad solo llegó a partir de 1975, tras el restablecimiento de la democracia a la muerte del general Franco y la aprobación de una nueva Constitución, democrática y consensuada, en 1978. Antes, la Guerra Civil de 1936-1939 (300.000 muertos, 300.000 exiliados permanentes, 300.000 represaliados por la dictadura de Franco entre 1939 y 1945) y su secuela, la dictadura franquista (1939-1975), habían dejado, como era lógico, huella indeleble en la vida histórica del país: habían hecho que la historia de España fuera vista como la historia de un fracaso.

    España: del 98 a la caída de la monarquía

    Sin duda, España parecía a principios del siglo XX fracasada como nación. Eso podían revelar, por ejemplo, la derrota del 98 y la aparición, ya en la década de 1890, de movimientos nacionalistas en Cataluña y el País Vasco (y del galleguismo cultural), el atraso de Andalucía, Galicia y Extremadura, o que casi tres millones de personas emigraran entre 1900 y 1930. España entró en esa centuria con tres grandes problemas: un problema de atraso económico, un problema de democracia y un problema de organización territorial del Estado. Pero España era desde 1900 (en realidad, desde antes) una sociedad en transformación que experimentaba ya un nada desdeñable proceso de cambio —descenso de la población rural, crecimiento de las ciudades, formación de una sociedad profesional, auge de las clases medias— y de desarrollo industrial (al menos en Cataluña, Vizcaya, Guipúzcoa, las minas de Asturias y el propio Madrid). La población registró un crecimiento sostenido entre 1900 y 1930. En este último año, Barcelona y Madrid —muy modernizada desde la apertura a partir de 1910 de la Gran Vía y el comienzo, luego, en 1927, de la construcción de la nueva Ciudad Universitaria— tenían cerca de un millón de habitantes y el 42 por ciento de la población del país vivía ya en núcleos de más de 10.000. La II República creyó necesario por eso que once ciudades (Barcelona, Córdoba, Granada, Madrid, Málaga, Murcia, Cartagena, Sevilla, Valencia, Bilbao y Zaragoza) formaran circunscripción electoral propia (separada de sus respectivas provincias). Unamuno decía en 1933 que la clase media (no la aristocracia terrateniente ni los jornaleros sin tierra) era el «nervio y tuétano de la patria». Precisamente, y como habrá ocasión de ver más ampliamente, con Unamuno, Azorín, Menéndez Pidal, Baroja, Valle-Inclán, Ortega y Gasset, Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna y García Lorca España alcanzó entre 1900 y 1936 una «asombrosa plenitud intelectual» (en palabras de Julián Marías). Zuloaga, Sorolla y Falla lograron un excepcional reconocimiento internacional. Picasso transformó de raíz todo el arte del siglo XX. La obra filosófica y las empresas culturales de Ortega (El Sol, Revista de Occidente…) constituyeron uno de los episodios esenciales de la cultura europea de su tiempo. La misma España que en 1898 perdía sus últimas colonias, liquidaba victoriosamente en 1927 la guerra de Marruecos, donde ejercía una labor colonialista de protectorado desde los primeros años del siglo y donde la ocupación española había encontrado —en Tetuán, en Melilla, en el Rif— resistencia armada significativa.

    La España de Alfonso XIII (1902-1931) tuvo muy graves dificultades políticas y sociales: Cataluña, Marruecos, la cuestión social, la violencia anarcosindicalista, la paulatina afirmación del poder militar, la fragmentación de los partidos, la inestabilidad gubernamental. Debido al fraude electoral, el sistema político español, que Joaquín Costa definió en 1902 como oligarquía y caciquismo, arrastró un gravísimo déficit de representatividad. El mismo Alfonso XIII, que inició su reinado con una idea liberal y regeneracionista de la política, fue acentuando con el tiempo, y especialmente desde 1917-1919, las críticas al parlamentarismo y a los partidos políticos. Pero los problemas españoles no fueron ni excepcionales ni insolubles. Muchos de los hombres que gobernaron antes de 1923 fueron políticos notables y con alto sentido del Estado. Hubo sin duda gobiernos eficaces y competentes, como por ejemplo el gobierno largo de Maura (1907-1909) o el gobierno Canalejas de 1910-1912. Podía volver a haberlos. España era en 1923, el año en que el golpe del general Primo de Rivera liquidó el régimen parlamentario, un país liberal. El mismo golpe militar de 1923 no nació de un movimiento de opinión antiliberal, autoritario y ultranacionalista: su detonante fue la crisis abierta (exigencia de responsabilidades, pugna poder civil-poder militar) por el desastre sufrido por el ejército español —unos 9.000 muertos, pérdida casi total de la comandancia de Melilla— en Annual (Marruecos), en julio de 1921, ante la guerrilla de Abd el-Krim. La dictadura de Primo de Rivera (1923-1930) no fue un régimen fascista: fue una dictadura paternalista, tecnocrática y, a su modo, regeneracionista, que impulsó las obras públicas, la electrificación y las comunicaciones, concluyó la guerra de Marruecos y realizó importantes cambios en la estructura del Estado (y que fracasó básicamente porque, carente de proyectos ideológicos y políticos bien definidos, no pudo institucionalizarse).

    Dicho de otro modo: el golpe de Primo de Rivera de 1923 —que, improvisado y azaroso, pudo o no haberse producido o haber fracasado— cambió el curso de la historia de España, una de las tesis sustantivas en la interpretación de España de Raymond Carr2. La dictadura impidió la posible evolución de la monarquía de Alfonso XIII hacia un régimen plenamente representativo, tal como cabía esperar, no de la voluntad de la clase política sino de las «reformas silenciosas» (en expresión de Mercedes Cabrera) que operaban ya, de forma cada vez más evidente, en la propia sociedad española. El giro fue, pues, esencial. La dictadura, cuya caída en 1930 arrastró a la monarquía, trajo la República; la República trajo la Guerra Civil; y la guerra, la dictadura de Franco. Lo que pudo haber sido evolución tranquila en un país en desarrollo que vivía un luminoso momento cultural se trocó en unos años en tragedia: una crisis de dimensiones formidables que marcó irreversiblemente la historia del país.

    República y guerra

    En efecto, la II República (1931-1936) supuso la más clara e ilusionada posibilidad de transformación democrática que España había conocido hasta entonces. Encarnada ante todo en Manuel Azaña3, la República abordó entre 1931 y 1933 la solución de todos los grandes problemas (agrario, militar, religioso, regional) que habían condicionado la evolución del país hacia la modernidad: quiso expropiar los latifundios y repartir la tierra; crear un ejército democrático y profesionalizado; limitar la influencia de la Iglesia y secularizar la vida social, y conceder la autonomía a Cataluña y al País Vasco (y con el tiempo, a Galicia y otras regiones). Pero el proyecto republicano polarizó la vida política. El anarco-sindicalismo vio en la República la ocasión para la revolución española y desencadenó de inmediato una verdadera ofensiva de huelgas revolucionarias4. La España católica, la Iglesia, los propietarios de tierras, parte del ejército, se opusieron frontalmente a las reformas republicanas. El general Sanjurjo protagonizó un intento (fallido) de golpe de estado antirrepublicano ya en agosto de 1932. La orientación maximalista que desde 1933 siguieron los dos grandes partidos del país—la CEDA, el partido de la derecha católica dirigido por José Mª Gil Robles; el sector de Largo Caballero del PSOE, el gran partido de la izquierda— hizo casi inviable la experiencia republicana. Tras ganar las elecciones de 1933, la España conservadora procedió a rectificar la República desde dentro. La revolución que en octubre de 1934 lanzó el PSOE contra la entrada de la CEDA en el gobierno (ante el temor de que dicha formación fuese un fascismo a la española) dañó seriamente la legitimidad del régimen. Cuando en febrero de 1936, la izquierda, unida en el Frente Popular articulado en torno a Azaña y Prieto, ganó las elecciones, los militares de la derecha fueron directamente a la conspiración y al posterior golpe de Estado. La situación social y política de la primavera de 1936 —desórdenes públicos, huelgas, ocupaciones de tierras, destitución del presidente de la República, Alcalá Zamora, asesinato de José Calvo Sotelo, el líder de la derecha monárquica— hizo insostenible la situación.

    Los militares sublevados, que veían en la República un régimen sin legitimidad política y contrario a la unidad nacional y la esencia católica de España, creyeron que el golpe, que estalló el 18 de julio de aquel año, triunfaría fácilmente. Se equivocaron: desencadenaron una devastadora Guerra Civil de tres años. La derecha vio la contienda como una cruzada contra el comunismo; la izquierda la idealizó como la resistencia del pueblo y del proletariado contra el fascismo. La guerra tuvo, desde luego, profundas connotaciones sociales e ideológicas, además de políticas. Su causa última fue, con todo, la división moral del país. Aun así, el proceso desencadenante de la guerra (conspiración, sublevación militar) se articuló a través de decisiones individuales de los líderes del golpe5 que, como es obvio, pudieron no haberse tomado.

    La sublevación militar, a cuyo frente apareció enseguida el general Franco, triunfó solo en una parte de España6. Como reacción, en la zona republicana se desencadenó un verdadero proceso revolucionario de la clase trabajadora, bajo la dirección de los partidos obreros y de los sindicatos. La oficialidad del Ejército se partió por la mitad en sus lealtades7. La República retuvo gran parte de la aviación y de la marina. La guerra española, que conmocionó la conciencia del mundo, se internacionalizó desde el primer momento. Alemania e Italia reconocieron a Franco en noviembre de 1936. Alemania envió ese mismo mes la Legión Cóndor8 y unos 5.000 asesores a lo largo de la contienda. Italia mandó unos 70.000 soldados. La URSS puso al servicio de la República unos 2.000 asesores; 50.000 voluntarios extranjeros combatieron con la República alistados en las Brigadas Internacionales.

    El conflicto escaló de guerra de columnas y milicias, en sus momentos iniciales, a guerra total entre dos ejércitos cada vez mejor equipados y más numerosos9 en la que la artillería y la aviación, con bombardeos sobre poblaciones civiles, terminaron por cobrar importancia decisiva. El objetivo inicial de las tropas rebeldes fue Madrid. El fracaso, por la tenaz resistencia republicana, reforzó la leyenda del antifascismo español10. Franco llevó luego la guerra al norte. Primero, en marzo de 1937, al País Vasco, región autónoma desde octubre del 36, y luego a Santander y por último, a Asturias, áreas que sucesivamente cayeron en poder de la España nacional11. Euskadi cayó en junio de 1937. Pese a un brillante contraataque republicano en julio sobre Brunete, cerca de Madrid, Franco se apoderó de Santander en agosto y de Asturias en octubre (tras contener otra importante ofensiva republicana, esta vez en Belchite, en Aragón).

    Franco, que desde octubre de 1936 tuvo el mando militar y político de la España sublevada, impuso en abril de 1937 la unidad política en su zona. La República careció, por el contrario, de unidad territorial (y aun militar), y de estabilidad política. Entre julio de 1936 y mayo de 1937 se formaron hasta cuatro gobiernos diferentes. El fraccionamiento político y militar del norte —entre la Euskadi autónoma, Santander y Asturias— fue, precisamente, una de las causas del derrumbamiento de la región. Cataluña quedó paralizada por la dualidad de poder que existió desde julio de 1936 entre el gobierno autónomo catalán y el poder sindical del Comité de Milicias Antifascistas bajo control de la CNT y la FAI, dualidad que culminó en mayo de 1937 cuando milicias de la CNT-FAI y del POUM (un pequeño partido filotrotskista) se enfrentaron en Barcelona con las fuerzas del gobierno central que, ante la situación, trataban de imponer su autoridad y recuperar los puntos y edificios estratégicos controlados por las milicias12.

    Tomado Teruel tras duros combates, el ejército rebelde avanzó, en la primavera de 1938, por el Ebro hacia el Mediterráneo, operación que partió en dos el territorio republicano. Fracasado el contraataque republicano en el río Ebro, ya en julio de 1938, en la batalla más larga y dura de la guerra, Franco ocupó Cataluña (enero de 1939). Aunque la República aún retenía Madrid, la Mancha, Valencia y el sudeste del país, la guerra estaba decidida. 500.000 personas —el presidente de la República, Azaña, entre ellas— habían salido hacia el exilio tras la caída de Cataluña. Solo Negrín y sus asesores comunistas creían posible la resistencia: el 4 de marzo de 1939, el teniente coronel Casado, jefe del Ejército del Centro, se sublevó contra Negrín y formó un Consejo Nacional de Defensa para negociar la paz con Franco (mientras, paralelamente, se sublevaban militares y marinos de la base naval de Cartagena). Madrid fue escenario durante varios días de violentos combates entre fuerzas de Casado y fuerzas de Negrín, en los que murieron 2.000 personas (y en torno a 1.500 en los hechos de Cartagena). Franco no quiso negociación alguna. Exigió la rendición incondicional: sus tropas entraron en Madrid el 28 de marzo de 1939.

    Franco ganó porque supo imponer la unidad militar y política en su zona, por la mayor moral de sus tropas, la calidad de la ayuda internacional que recibió y la mayor capacidad militar de sus ejércitos y oficiales; también por las propias debilidades de la República. La guerra, en efecto, había terminado. Murieron unas 300.000 personas (de ellas en torno a 60.000 en la represión en la zona nacional y 40.000 en la represión en la zona republicana), devastó numerosos núcleos urbanos y destruyó la mitad del material ferroviario y una tercera parte de la ganadería y de la marina mercante. Franco ejecutó a decenas de miles de personas en la inmediata posguerra. La contienda dejó una profunda huella en la psique nacional que condicionó a varias generaciones de españoles.

    La dictadura

    El resultado de la Guerra Civil fue la dictadura de Franco —un militar conservador, católico, desconfiado, prudente, obsesionado por el comunismo y la masonería—, régimen que se prolongó hasta su muerte el 20 de noviembre de 1975. Basado en las ideas nacionalistas y fascistas de la Falange, en el pensamiento social de la Iglesia y en los principios de orden y unidad de los militares, el franquismo fue una dictadura personal, el arquetipo de régimen autoritario: totalitario hasta 1945; confesionalmente católico y anticomunista desde 1945-1950, al hilo de la Guerra Fría; tecnocrático y desarrollista desde 1957-1960. La dictadura no fue, con todo, un mero paréntesis en la historia de España. El país cambió decisivamente entre 1939 y 1975: no se modificaron, sin embargo, ni la naturaleza antidemocrática del franquismo ni su acción represiva permanente.

    Instalada, en efecto, en la Europa de Hitler, España vio desde 1939 la creación de un Estado nacional-sindicalista, la oficialización de los rituales fascistas de la Falange, la recatolización de España, la afirmación del Movimiento como partido único y la adopción de políticas económicas basadas en la autarquía y el control estatal. España no entró en la II Guerra Mundial, pero mandó la División Azul a Rusia en 1941. Tras la derrota del Eje en 1945, el régimen de Franco fue definiéndose como una monarquía social y representativa y como una democracia orgánica. Franco retuvo siempre todo el poder: las jefaturas del Estado y del Gobierno, la jefatura del Movimiento, el mando de las Fuerzas Armadas. Las Cortes, creadas en 1942, fueron concebidas como un órgano de colaboración, no de control del gobierno. Eran designadas, no elegidas: carecían de funciones legislativas. La dictadura prohibió partidos políticos, movimientos nacionalistas, sindicatos, huelgas y manifestaciones y controló, a través de la censura y las consignas, la prensa y la radio.

    Régimen autárquico y nacionalista, el franquismo organizó un fuerte sector público: ferrocarriles, minas, teléfonos, distribución de gasolina y transporte aéreo. Para impulsar la industrialización, en 1941 creó el Instituto Nacional de Industria, que entre 1941 y 1957 construyó fábricas y empresas de aluminio y nitratos, industrias químicas, astilleros, grandes siderurgias, refinerías y fábricas de camiones y automóviles. El régimen impulsó las obras públicas (pantanos, centrales térmicas). Controló precios y salarios, y el comercio exterior. Integró desde 1940 a trabajadores y empresarios en la Organización Sindical, los sindicatos verticales del Estado; y creó un modesto sistema de seguros sociales de tipo asistencial y paternalista. El coste que todo ello supuso para España fue, sin embargo, muy elevado. La autarquía tuvo un precio desmesurado y se hizo a costa de un proceso inflacionario alto. La política agraria del primer franquismo fue un desastre. El cuatrienio 1939-1942 se caracterizó por años de hambre. La reconstrucción de lo destruido durante la guerra fue solo aceptable. La producción, pese al esfuerzo inversor del Estado, no alcanzó el nivel de 1936 hasta 1951. En 1960 España era uno de los países más pobres de Europa.

    La derrota del fascismo en la II Guerra Mundial dejó, además, al país en una situación dificilísima. La ONU rechazó en 1945 la admisión de España; el 12 de diciembre de 1946 votó una declaración de condena del régimen español y recomendó la ruptura de relaciones con el mismo, resolución que la comunidad internacional, con pocas excepciones, comenzó a cumplir de inmediato. El régimen de Franco sobrevivió, con todo, a las dificultades que había provocado. Desde 1945, hizo cambios que le dieron una fachada más aceptable: Fuero de los Españoles, leyes de Referé ndum y de Sucesión, amnistía parcial, supresión del saludo fascista, evacuación de Tánger, ocupada en 194013. Su política exterior buscó formas (limitadas) de legitimación internacional: pacto ibérico con Portugal, hispanidad, amistad con los países árabes, concordato con el Vaticano. La Guerra Fría fue, con todo, esencial. Revalorizó al régimen de Franco ante los Estados Unidos y propició la aproximación hispano-norteamericana: en septiembre de 1953 cedió a Estados Unidos bases militares en Torrejón, Zaragoza, Morón y Rota14. Tras su ingreso en la ONU el 15 de diciembre de 1955, la España de Franco fue ya una nación reconocida por la comunidad internacional. Nunca tuvo, con todo, legitimidad democrática. En febrero de 1956 se produjeron graves protestas contra el régimen, protagonizadas por estudiantes de la universidad de Madrid. En abril, España daba precipitadamente la independencia al Marruecos español, forzada por la decisión previa francesa de retirarse del Marruecos francés. En octubre, inflación, déficit exterior y pérdida masiva de reservas de divisas extranjeras crearon la situación de crisis económica más grave desde el fin de la guerra.

    España cambió en la década de 1960. La clave de la transformación fue el Plan de Estabilización de julio de 1959, un modelo ortodoxo de estabilización15 y una apuesta por la liberalización de la economía española que rectificaba todo lo que el régimen había hecho desde 1939. Estabilización y liberalización provocaron, en efecto, el despegue económico. Los años del desarrollo (1960-1973), pilotados por gobiernos con fuerte presencia de ministros del Opus Dei, hicieron de España un país industrial y urbano. Grandes migraciones transformaron su estructura demográfica. En 1960 hubo 6 millones de turistas; en 1975, 30 millones: el turismo cambió la economía de muchas regiones y enclaves, y los hábitos y comportamientos de los españoles. La producción y el uso de automóviles y electrodomésticos aumentaron de forma espectacular. La economía española creció a una media anual de entre el 5 y el 10 por ciento entre 1966 y 1971. En 1970, el 75 por ciento de la población laboral trabajaba ya en la industria y los servicios. En 1975,

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