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El águila y el cóndor. México/Perú.: Segundo ensayo de comparación. Tiempos modernos y contemporáneos
El águila y el cóndor. México/Perú.: Segundo ensayo de comparación. Tiempos modernos y contemporáneos
El águila y el cóndor. México/Perú.: Segundo ensayo de comparación. Tiempos modernos y contemporáneos
Libro electrónico732 páginas11 horas

El águila y el cóndor. México/Perú.: Segundo ensayo de comparación. Tiempos modernos y contemporáneos

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Este libro tiene un doble mensaje. Para los mexicanos la singularidad de su nación. Benito Juárez, liberal laico. Un Porfirio Díaz, que moderniza México durante 40 años y una revolución mexicana netamente popular. Y hoy tienen Estado, nación e identidad. Para el lector peruano lo mexicano será casi como un reproche, el envés de su retardo. La esper
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 jun 2021
ISBN9786124419553
El águila y el cóndor. México/Perú.: Segundo ensayo de comparación. Tiempos modernos y contemporáneos
Autor

Hugo Neira

Hugo Neira (Abancay- Perú, 1936) Hizo estudios en la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París. Tuvo una formación en ciencias históricas en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Se graduó de doctor en1986 en la EHESS. Recibió la distinción de miembro vitalicio de la Asociación Mexicana de Ciencias Políticas. Ha ganado diversos premios, entre otros, el de La Casa de Las Américas en 1975.

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    El águila y el cóndor. México/Perú. - Hugo Neira

    I

    INDEPENDENCIAS. PARA ENTENDERLAS, UN CAMBIO DE PARADIGMA

    De la revolución liberal española y el vínculo con las independencias hispanoamericanas

    La historiografía reciente de las independencias vista como un proceso de emancipación que tomó años, sitúa los primeros signos en los sucesos en la España imperial de los inicios del siglo XIX. Mostremos ahora un par de hechos, ambos históricos. Y que tienen un efecto desde México a Caracas y Buenos Aires. Para los hispanoamericanos de hace dos siglos y para los estudiosos del pasado en nuestro tiempo. A saber:

    1808. La doble abdicación de Fernando VII y de su padre, Carlos IV, en Bayona, ante Napoleón Bonaparte. El americanista francés Thomas Calvo llama la divina sorpresa a los hechos de 1808 a 1810.

    1814. Fernando VII retorna, y se borra todo lo que constitucionalmente se había avanzado en el Imperio español al anularse la Constitución de Cádiz.

    1820. Un golpe de Estado repone el Estado liberal en España. En Andalucía, listo a partir el general Rafael Riego, con un ejército de 19 mil soldados, desiste de esa guerra en ultramar, y siendo políticamente un liberal, impone a Fernando VII un régimen constitucional.

    El efecto de este hecho reconforta al bando de los patriotas. Y tengo la impresión de que nos hemos olvidado hasta qué punto lo toma como una noticia favorable el mismo Simón Bolívar. Ante sus soldados y antes de la batalla de Junín, dice, en el curso de su arenga, en uno de sus momentos: Soldados, el Perú y la América, toda aguarda de vosotros, y aun la Europa liberal os contempla con encanto porque la libertad del Nuevo Mundo es la esperanza del universo. ¿Qué quería decir con la Europa liberal la gente como el general Riego? La importancia estratégica y fraterna del liberalismo español. Nos hemos olvidado, no todos los españoles estaban del lado absolutista. Riego fue desconocido entre los peruanos del XIX y no existe en nuestra historiografía convencional. Pero sí se conoce y se valora en otros países vecinos. Lo que tratamos de evitar es la comprensión de los procesos emancipatorios partiendo únicamente de los hechos nacionales. No es suficiente, hay que cotejar lo endógeno —limeño, cusqueño o quiteño—modificado por los efectos de los acontecimientos atlánticos. En realidad, interferencias positivas.

    1808, la divina sorpresa. 1814. 1820

    La invasión de Napoleón Bonaparte a España, en 1808, tuvo una consecuencia inmediata: la rebelión del pueblo español en Aranjuez. Un suceso que obliga a las tropas francesas a una guerra inesperada, y muy singular. El pueblo español inventa entonces la guerra de guerrillas. Ahora bien, el efecto mayor fue político. Un tema enorme, la legitimidad. La abdicación de Carlos IV en Bayona, y la sustitución de Fernando VII, por un miembro de la familia de Bonaparte, su hermano José Bonaparte, deja acéfalo al Imperio Católico Español. Los hispanoamericanos no podían ni querían esperar el rumbo de los acontecimientos, y puesto que en España había aparecido una Junta y una Regencia, tomaron el mismo camino. Aparecieron Juntas autónomas y monárquicas en las principales ciudades. Obsérvese la lista de ciudades: La Paz, Quito, Buenos Aires. La única gran capital que no tuvo Junta fue Lima. Por lo visto, era suficiente el manejo de la situación por un virrey como Abascal.

    Ahora bien, esas juntas se creaban como una reacción a la invasión francesa. Eran una prueba de fidelismo al rey destronado, y eran también algo nuevo y audaz. La posibilidad de gobernar, claro está, todavía al lado de los virreyes. Fue el caso de Buenos Aires. ¿Del fidelismo al independentismo? Se entiende por qué ese suceso, la acefalia de un Imperio, influyó enormemente en tierras americanas y en nuestros días: la explicación del proceso independentista, sujeto a situaciones inesperadas, que hacen nacer las patrias y las naciones nuevas. Fue con todo, un proceso muy extraño. Se ha hablado de uno de los ejemplos exógenos de independización, el de las trece provincias. O sea, el origen de los Estados Unidos. Los colonos americanos tomaron las armas para rechazar un rey inglés. Los mexicanos y los sudamericanos, por lo contrario, se sublevaban tras el escándalo de Bayona, para reclamar un rey. El curso de los acontecimientos fue cambiando metas y posibilidades. Más que buscar las causas de la independencia —lo que hemos hecho durante casi un siglo, sin grandes respuestas— es preciso aceptar el azar de la historia (Basadre). Y lo que hábilmente hoy los americanistas llaman el concepto de las circunstancias, para reemplazar las causas, que en nuestro tiempo nos suenan como algo entre determinista y teológico. Como veremos de inmediato.

    No fue solo un asunto en la Península. Fue algo mayúsculo, de orden ideológico señala hoy el mexicano Roberto Breña.¹ En abril de 1810, la élite criolla de Caracas se negó a reconocer el Consejo de Regencia, situado en España. Los procesos emancipadores americanos empezaron a adquirir características propias (Breña), en buena parte provocadas por la acefalia real. La idea de la separación de la Península se abre camino, en 1811, esa misma elite decidió declarar la independencia absoluta de la Capitanía General de Venezuela. Lo exógeno se vinculaba con lo endógeno, es decir, élites criollas dispuestas a ir más lejos que el simple fidelismo. Fue un tiempo de turbulencias. No había los medios de comunicación del día de hoy, pero los movimientos no solo de las élites sino del llano pueblo fueron sorprendentes. En Puebla, la segunda gran ciudad de Nueva España o México, por grupos, por banda, la gente salía a la calle proclamando a Fernando VII.² Era un momento de libertad, se rompían lazos seculares, el historiador Calvo observa que la Gazeta de México dice que los indios no quieren pagar el tributo puesto que no hay más rey. ³ En otros lugares de ese inmenso mundo hispanoamericano, en Quito, la imagen de Nuestra Señora del Rosario se lucía al lado de una imagen del rey depuesto. En Chuquisaca, en lo que todavía era el Alto Perú, se acuñaba una medalla conmemorativa. Fue en México donde se dieron pasos audaces, la institución fue el lugar de una propuesta, que no era imaginable antes de Bayona y 1808. La municipalidad tenía la potestad para considerar que la soberanía y el derecho, al no haber rey, retornaba al pueblo, y en consecuencia, convoca a un Congreso en la Nueva España.

    Pero 1814 es la fecha de la contramarcha absolutista. Napoleón derrotado por los ingleses, Fernando VII retornando, acaso más absolutista que nunca. Los reaccionarios en América española no solo respiran sino que tienen unos años de gloria, recuperan el terreno perdido. En México, Iturbide y el ejército realista baten a los restos de revolucionarios que sobrevivieron a Hidalgo y a Morelos. No hay duda de que los acontecimientos de la Península — dice sensatamente el historiador Calvo— tienen una importancia extrema en la América española del otro lado del Atlántico. En febrero de 1815, se embarca en Cádiz, un ejército español de 10’600 hombres, que liquidan los últimos bastiones de resistencia en Venezuela, y retoman Colombia, entonces la Nueva Granada, en 1816. En el Perú, ¿preparativos para la emancipación? La habilidad del virrey Abascal, desde 1809 (en Lima no había habido Junta alguna), es el ejército hispano-indio (oficiales españoles, sólidos indígenas de soldados), todo eso se convierte en una barrera invencible a todo autonomismo en los Andes, y no se salva ni Quito ni La Paz. Y además se sostiene a los realistas de Montevideo y en 1813-1814, nuestro amado virrey Abascal recupera a Chile.

    1820 es la otra fecha que tiene que ver con un suceso peninsular, de fuerte impacto en tierras hispanoamericanas. Fecha decisiva para México, tardía para el Perú, Bolivia y Ecuador. Ya estaba San Martín en nuestras playas. Paracas, el norte, Lima. En Andalucía, el general Riego se había levantado en nombre de la Constitución liberal de 1812. Y en 1820, este general es quien, a la cabeza de un ejército español, se destinaba a embarcarse para sofocar las sublevaciones de las colonias americanas. Riego y sus oficiales se negaron a continuar esa guerra. El motivo es político, por ser liberales, le guardaban simpatía a esos guerreros tambien liberales que luchaban por salvar patrias al otro lado del Atlántico.

    Mientras sus oficiales proclamaban el retorno a la Constitución de 1812, esta fue la proclama del asturiano Rafael del Riego: España está viviendo a merced de un poder arbitrario y absoluto, ejercido sin el menor respeto a las leyes fundamentales de la Nación. El Rey, que debe su trono a cuantos lucharon en la Guerra de la Independencia (contra los franceses), no ha jurado, sin embargo, la Constitución, pacto entre el Monarca y el pueblo, cimiento y encarnación de toda Nación moderna. La Constitución española, justa y liberal, ha sido elaborada en Cádiz, entre sangre y sufrimiento. Mas el Rey no la ha jurado y es necesario, para que España se salve, que el Rey jure y respete esa Constitución de 1812, afirmación legítima y civil de los derechos y deberes de los españoles, de todos los españoles, desde el rey al último labrador (…) Sí, sí, soldados; la Constitución. ¡Viva la Constitución!

    En el caso de México, dos veces la política mexicana es un eco de lo que ocurría en España. Hidalgo y Morelos (1808-1810). Vencidos y muertos, la esperanza de una ruptura definitiva reaparece con Riego en 1820. Y eso es Iturbide (1821).

    Lectura y comentario de un texto clave. Breña: El Imperio de las circunstancias

    A veces en la masa de trabajo de americanistas e hispanistas, suele ocurrir un cambio inusitado. Es el caso del libro de Roberto Breña que venimos mencionando en estas páginas. La naturaleza de ese texto es que no solo diserta sobre un momento de la historia que cada vez nos interesa más — Cádiz y la Constitución liberal de 1812— sino que se interesa también por los historiadores. Para ese tipo de análisis, el hecho y la interpretación del hecho, no tenemos una palabra o concepto ni en castellano, ni en inglés ni en francés. Acaso el recurso a una perífrasis, historia de la historia. En alemán, sin embargo, existe. Ese concepto que permite comprender conceptos se llama Geschichte. ¡Cómo se nota el peso de una lengua construida por filósofos y poetas! Lo objetivo y lo sugestivo.¹ (Hegel dixit)

    El sujeto central de su libro es la propuesta de una matriz de estudio que tome en cuenta a la vez, las independencias, y de la historia de España, en particular, la revolución liberal del siglo XIX. Estamos diciendo que propone un nuevo paradigma que a criterio de Breña, ya está al uso de muchos otros investigadores. Para entenderlo, iremos paso a paso, siguiendo la línea argumental del autor.

    En el preámbulo, comienza por prevenirnos que se ocupa del ciclo revolucionario hispánico, y en consecuencia, le otorga un lugar importante a Cádiz, que es exactamente —diremos por nuestra cuenta— lo contrario de la historiografía convencional de la América Latina. Para Breña ese interés, Cádiz, es solo un prolegómeno. A lo que apunta es a llamar procesos americanos de emancipación, ensanchando la puerta de entrada, de lo que fue los primeros años de vida independiente de los nuevos países de América. Me hace pensar en las gacetas que se publicaron bajo el despotismo del virrey Abascal, el papel jugado por los salones, las logias, la sociabilidad en Buenos Aires y Caracas. Y sin duda alguna, me hace pensar también en la Lima de nuestra breve Ilustración, la de Baquíjano y Carrillo y de Hipólito Unanue. Antes del ruido de la pólvora y el sable.

    Breña tiene una virtud poco corriente en el mundo académico. La franqueza. En ese preámbulo, señala sin ambages su chivo expiatorio. Siempre se tiene uno. Para Copérnico y Galileo eso era el astrónomo griego Ptolomeo y su sistema en donde el sol daba vueltas en torno a la tierra. Le inquietan los festejos bicentenarios, no porque sean estériles sino porque en ellos, en el ámbito latinoamericano, han sugerido algo que no está tan claro ni en los hechos históricos ni en los comportamientos de los súbditos americanos en los inicios del XIX (…) Sugieren que la independencia fue algo deseado por la inmensa mayoría de los americanos y que, en buena lógica, era el único resultado posible en lo acontecido en la América española a partir de 1808. Sigamos con Breña y sus argumentos. Esa visión teleológica está en abierta contradicción con lo que realmente sucedió en el subcontinente de esa fecha en adelante. En realidad, en la mayoría de los casos se trató de procesos cuyo desenlace fue muy abierto durante muchos años. ²

    Dicho de otra manera, lo independentista, lo que así se entiende como separación absoluta, dice Breña, lo había, sin embargo a mi parecer lo que quiere decir es que no todos los que estaban en los procesos de lo emancipable pensaban de esa única y lineal manera. Lo que critica Breña a la historia y a los historiadores —desde la Geschichte, ciertos historiadores, ciertas interpretaciones— es que no exista una historia de los procesos emancipadores americanos. Las hay pero no en plural o ramificadas, sino como si se alinearan unas tras otras. Como trenes que iban directamente a la estación San Martín o a la estación Bolívar.

    Por otra parte, hay un reproche mayor. La historia política ha quedado en un lugar subordinado. Se entiende para comprender las independencias. Y eso, válganos Dios, es la pura verdad. En otro lugar de este libro, comentando la historiografía peruana sobre Cádiz y 1812, un latinoamericanista de nuestros días, Víctor Peralta Ruiz, recuerda que durante muchos años, la independencia ocupó un lugar siempre y cuando fuera vista desde contenidos sociales o económicos. Se refiere a los trabajos emblemáticos de Flores Galindo, Heraclio Bonilla, O’Phelan. Esa corriente tenía temas predilectos, señala Víctor Peralta, las poblaciones indígenas, la mita, los movimientos anticolonialistas tanto en el entorno urbano o rural. Pero poco o nada sobre lo que hoy interesa a Breña, y al propio Peralta, y a muchos de los nuevos investigadores. El espacio público y político, de tipo moderno, que se abría en Cádiz (Breña). No puedo, por mi parte, dejar de decir que en esa versión de los hechos de los que escribían en el decenio de los 80 del siglo XX, ellos no podían dejar de lado, tras una mala lectura de Marx, la predominancia de la infraestructura social y económica sobre lo político. Y así, el tema de la Independencia en las sociedades hispanoamericanas en el XIX, era de lo más inquietante. Solo podía dar como resultado, regímenes políticos poco revolucionarios.

    No les faltaba razón, se trataba de sociedades preindustriales. Y en consecuencia, con grupos dominantes preburgueses. Y masas de analfabetos. Pero lo que se les escapa es la historia misma, acaso por una versión muy rígida y limitada de lo que consideraban como revoluciones. Pero esa temática ha ido cambiando después de los trabajos del francés J. Godechot, y de los anglosajones sobre las revoluciones atlánticas, lo cual veremos más adelante. Para Breña y otros, el proceso hispanoamericano era una ‘revolución’ de la independencia. El término es reciente. Ya de sí, una herejía. ¿Una revolución de criollos, mestizos, negros e indios, antes de la revolución industrial? ¿Sin lecturas de Marx puesto que este no había todavía ni nacido?

    Roberto Breña, investigador y profesor en el Centro de Estudios Internacionales del Colegio de México —desde el mirador del presente como dice— adopta una perspectiva eminentemente política. Que es a la vez, intelectual e historiográfica. Por si acaso, nunca se sabe, hay que decir que no se trata de políticas de izquierda o de derecha. Sino el retorno de la ciencia histórica a lo que es lo político. No es lo mismo la política, el político y lo político. Por lo demás, esa perspectiva no es para encadenar los procesos estudiados a un solo aspecto, sino que abre el terreno de la investigación a una cantidad considerable de temas que rebasan esos ámbitos. Hay en este dominio, dos afirmaciones de Breña que contrastan con la versión convencional de una gesta que se enciende o se paga en función de los resultados de los combates entre realistas e independentistas. ¿Bolívar antes o después de Ayacucho? Más bien, Bolívar ante la alianza sorprendente de Inglaterra con la España reaccionaria del retorno de Fernando VII. Como se sabe, los ingleses apoyaron un cierto tiempo a algunos próceres, pero luego se enfriaron. Tulio Halperin se ha ocupado de ese momento en que en Londres recibían a agentes de los diversos procesos emancipatorios, pero sin ayudarlos. Hubo una alianza entre la España todavía imperial e Inglaterra.

    En Breña, como él confiesa, la idea que utiliza, es un hilo conductor. Para el periodo emancipador, para esos primeros años frágiles y decisivos, lo que él llama las circunstancias, debemos entenderlas como el contexto social o económico. Y muchas otras cosas, por ejemplo, el secuestro en Bayona de dos reyes borbónicos por Napoleón. El azar de los acontecimientos. Y esa carga enorme de lo real, se impuso, dice Breña, casi sin excepción, sobre las voluntades individuales de los llamados próceres, o líderes de los movimientos emancipadores; concretamente, a sus proyectos políticos. Ciertamente, me recuerda una frase de Marx, los hombres hacen la historia, pero no la que quisieran". Sí, pues, los proyectos políticos de los libertadores no fueron precisamente bien recibidos. ¿O acaso San Martín convence a los peruanos que lo más cuerdo era traer un príncipe de algún linaje real europeo, y montar una monarquía constitucional, por ejemplo, la que ya lucía la Gran Bretaña desde siglos? Y sin sobrepasar la frontera de lo real, acaso desde la historia contrafáctica, podemos solamente imaginar a un Bolívar gobernando el Alto Perú por muchos años. Nada de esto va a ocurrir.

    En fin, con la tesis de una matriz doble de estudio, de contactos entre independencias hispanoamericanas y la revolución liberal española, Breña propone además una reversión de la situación. Desde una perspectiva de historia político-intelectual —así lo llama— osa decir que desde 1814, los procesos emancipadores americanos tomaron el relevo de una revolución truncada por el regreso de Fernando VII al trono español en mayo de ese año. Y agrega, estuvo a punto ese rey, de detener la revolución también en América, hacia 1815, los territorios americanos estaban en una situación política-militar. Pero el reloj de la historia es implacable. En 1825, toda la América española continental era independiente.

    Un ejercicio de Geschichte

    En efecto, ¿cúando se inicia el cambio de paradigma? Se me ocurre que hay algunas páginas de Tulio Halperin. En el capítulo La larga espera de su famoso Historia contemporánea de América Latina. Muy anterior, 1969. Pero Breña considera el papel jugado por los análisis de Guerra, y tiene razón. El hecho que para él la revolución hispánica fue, sobre todo, un conjunto de profundas transformaciones eminentemente políticas. Por mi parte, me alegro enormemente que reconozca el rol de François-Xavier Guerra, en especial, México: del Antiguo Régimen a la Revolución (primera edición, en francés, 1985). Con Guerra la historia de México la toma desde la dualidad ficción y realidad del sistema político. Desde el ingreso al libro, y la primera parte, desde el marco de referencia, la Constitución. No es un tratado de ciencias jurídicas, ni de constitucionalista, sino de quien vincula esas materias al federalismo, la tradición española, la atomización política, en sendos capítulos. Cuando se ocupa del porfiriato, siempre desde los actores políticos, se ocupa de los liberales en el poder, del presidente y sus allegados, de los íntimos de Díaz; y de los intelectuales, los gobernadores, los jefes militares, los antiguos caudillos y los caudillos dependientes.

    ¿Qué ocurre con F.-Xavier Guerra? Formado en Francia, su historia política de México observa las sociabilidades tradicionales, el parentesco, la hacienda, y obviamente, las sociabilidades modernas. Algunos capítulos, probablemente fueron una sorpresa. Como el capítulo IV, cuyo tema es el pueblo moderno y la sociedad tradicional. Esto había sido hasta entonces el jardín cerrado de sociólogos y antropólogos. Guerra se detiene a examinar, con algo de ironía las conmociones de la paz. Se entiende, la paz porfiriana. Después del tirano positivista vino la revolución mexicana. Con F.-Xavier Guerra lo que pasa es singular. Fue un discípulo de un gran profesor francés, François Chevalier, que dictaba la cátedra en La Sorbona de la América Latina. Chevalier había vivido en México y a ese país le entrega una obra hasta ahora, definitiva. Su estudio sobre la gran propiedad, La formation des grands domaines au Mexique: terre et société aux XVIe et XVIIe siècles (1977). En castellano, la formación de los latifundios en México. Y para los americanistas, América Latina. De la independencia a nuestros días (edición FCE de México de 1999, y reimpresión de 2005).

    Ocurre, pues, que Chevalier, habiendo hecho sus estudios en la universidad de Grenoble y siendo un chartista (los que estudiaron en la célebre y clásica École Nationale des Chartes) tuvo como profesor a Marc Bloch, uno de los fundadores de la escuela de Annales, y en consecuencia, pese a haber sido educado en la versión tradicional de la historia, asimila los nuevos métodos y los propósitos de Fernand Braudel, de Jacques Le Goff, de Marc Ferro, partidarios de los estudios con un horizonte prolongado, la longue durée (la larga duración). Se entiende entonces la ancha perspectiva de Guerra, la lección francesa, no un periodo sino el Antiguo Régimen y la revolución mexicana. Señalaremos otro valor venido de esa vasta herencia. La gente de Annales fue partidaria de una historia capaz de federar —no tengo otro concepto más adecuado— a otras disciplinas, a saber, la geografía, la economía, la sociología. En pocas palabras, Guerra es la tercera generación de esa historia renovada por Lucien Febvre (1878-1956). Y Marc Bloch (1886-1944). Desinteresados de la historia batalla. Interesados en la historia cuestiones.³

    ¿Y qué es un paradigma?

    En fin, los libros que comentamos —el de Breña, el de Guerra— se inscriben en la línea de un nuevo paradigma. Y no podemos continuar sin definir, aun de manera somera, qué es un paradigma en ciencias de la naturaleza, en las ciencias humanas. Acudimos, pues, a uno de los más grandes historiadores y filósofos de la ciencia, el estadounidense Thomas Kuhn (1922-1996).

    Un paradigma es una unidad elemental de análisis de una comunidad científica. Hablando con mayor sinceridad. Es una convención, un acuerdo, un compromiso sobre una constelación de leyes, teorías, técnicas y estándares. (La estructura de las revoluciones científicas). Kuhn sostenía que la ciencia estaba constituida por periodos estables, casi dogmáticos, por periodos de ciencias normales. Los paradigmas suelen ser lóngevos, pueden durar siglos, por ejemplo de Ptolomeo a Newton. Pero cuando aparecen fenómenos anómalos, esos que el paradigma no puede explicar —por ejemplo el origen de las especies hasta que aparece Darwin— entonces hay una revolución científica. El nombre que le da a esos cambios Kuhn, no es exagerado. No hay que olvidar que quién decide qué es correcto o no es una comunidad científica, vale decir, una entidad poblada de seres humanos, y que bien puede defenderse y combatir la innovación en un campo de conocimiento. En suma, la sustitución de un paradigma por otro paradigma, no tiene nada de pacífico. Kuhn sostuvo que las ciencias, en sus fases normales, son acumulativas. Los paradigmas rupturistas son como un cambio de Gestalt, lo cual atiza la vehemencia de los innovadores y la resistencia de los académicos. No es cualquier cosa el cambio de la matriz misma de una disciplina. Las anomalías, las discontinuidades, lo que se convierte ya no en un hecho sino un acertijo, es el momento de abandonar la vieja nave del paradigma vaciado de sentido.

    Las independencias iberoamericanas y el espacio atlántico. El tercer nivel del paradigma

    Hemos visto en las páginas anteriores las revoluciones hispánicas e hispanoamericanas y sus enlaces con la revolución liberal española. Pero esto no es del todo el nuevo paradigma. Hay otro nexo, y esta vez, mayor. Lo que se llama, desde hace algunos años, el enfoque atlántico. El nuevo paradigma se presenta como concepto más global y aparece desde coloquios y reuniones. A los conceptos que hemos visto, al menos dos, vínculos del proceso emancipatorio con la revolución liberal, por un lado, y por el otro, la idea de revolución de la independencia, se suma el espacio atlántico.

    Lo primero que debo decir es que no se trata de una tesis aislada ni tampoco de un grupo limitado de investigadores. Por lo que entendemos, hubo en estos años de discusiones sobre las independencias, un gigantesco coloquio en la universidad París-Diderot (o París-VII), en noviembre del 2009. La información que tengo delante de mis ojos proviene de una publicación que lleva el título siguiente: Independencias iberoamericanas. Hacia un nuevo paradigma complejo y total. Quien lo presenta es Pilar González Bernaldo de Quirós, de la misma universidad de Paris-Diderot, desde un laboratorio de Identités, Cultures, Territoire.¹ En la introducción confiesa la dificultad para transformar la masa de ponencias en el libro que ahora tengo en la mano. Como en todo coloquio, precisa que los trabajos son individuales, pero teniendo trayectorias científicas distintas los autores, la unidad se hace en un solo objetivo, contribuir a una profunda renovación historiográfica vinculada al debate sobre la ruptura revolucionaria que los festejos del Bicentenario propulsaron de manera formidable. Hay un dato que sin embargo extraigo porque este libro se orienta a un público latinoamericano. La nueva perspectiva (de la cual hablamos anteriormente, el liberalismo español del XIX) hizo que los investigadores de la revolución en España tuvieran una centralidad que desconocieron durante el Centenario". Se refiere al de los años 1910 al 1924.

    En ese momento, la idea de que algo de España, y de españoles, habría tenido que ver con las revoluciones sudamericanas, hubiese parecido desatinada y fuera de juicio. En el pasado Centenario las explicaciones de las independencias fueron un festín de autorreferencia nacionalista. Las naciones peruana, ecuatoriana y boliviana se habían liberado (¡!) Hoy concebimos lo contrario. Prácticamente, todas las investigaciones admiten hoy el postulado de la nación como producto del proceso revolucionario de la independencia y no su origen. Y esto es, como señala, Pilar Gónzalez, un giro copernicano".² Acaso porque ahora, un siglo más tarde, no logramos del todo tener república, Estado moderno y nación, es decir, una cohesión por encima de culturas, regiones, clases. Eso, quizá se festeje en el III Centenario. Si es que las reglas del poder mundial de otro tipo de capitalismo que se está imponiendo no hayan llegado a librarse de esos estorbos que son, para los neoliberales, eso llamado Estado, nación, patria. El que viva, verá.

    Ese coloquio no trata solo de cosas del pasado. Algunas, al hojear el libro que comento, sorprenden por su actualidad. Existía en el curso de esas revoluciones la coexistencia y cohabitación de diferentes lenguajes, entre los que encontramos el del contrato social y el de la soberanía nacional. Está hablando de Cádiz, pero parece el editorial de un diario de estos días, sobre algunos puntos de vista de regiones y capitales, enfrentados. Esa cita a pie de página proviene de un estudio sobre la identidad nacional en el Río de la Plata poscolonial, en el anuario de la IHHS, núm. 12. Por lo demás, ese coloquio ha mostrado la multiplicidad de lecturas y de relecturas, nada que puedan sacralizar las academias, sujetas a sus rivalidades triviales y tribales, de disputas cada vez más bizantinas entre izquierdas y derechas.

    Pese a la densidad de la información, de su abundancia, me detendré en unos cuantos puntos de vista que me parecen muy interesantes (no digo significativo, eso lo usan los del Banco Mundial). El primero, se ha estudiado una multiplicidad de fenómenos que constituyen el proceso insurreccional y que no necesariamente anunciaban la independencia.³ Ni tampoco el fin de una soberanía imperial. El segundo, la noción de revolución hispánica, cosa que nunca escuchamos, ni siquiera en las páginas del joven Riva-Agüero, para la mitología sudamericana España y los españoles no podían ser otra cosa que reaccionarios desde los genes. Lo contrario es reconsiderar los acontecimientos en América a la luz de la crisis monárquica. Y la doctora González cita a François-Xavier Guerra, Modernidad e independencias. Ensayo sobre las revoluciones hispánicas, Editorial MAPFRE, Madrid, 1992.

    El tercer punto es postular que las revoluciones de independencia no fueron el producto de nacionalismos emergentes y que, al mismo tiempo, los Estados nacionales no constituían su destino manifiesto. Lo cual permitió, al parecer, un abanico de matices y el abandono del esquema binario antes preponderante. En fin, relectura de textos clásicos, lenguajes políticos distintos, múltiples revoluciones dentro de la revolución. Vaya coloquio.

    El tema no es de estos días. La historiografia atlántica, por ejemplo, es algo que ocupó a Pierre Chaunu, además de Conquête et exploitation des nouveaux mondes, PUF, París (1969) y justamente sobre tráfico oceánico, Sevilla y el Atlántico, un clásico, 1949, traducido al castellano en 1983.⁴ Hoy, el concepto de espacio atlántico permite estudiar las conexiones imperiales, las revoluciones, las comunidades mercantiles. La bibliografía es abundante. Wim Klooster, Revolutions in the Atlantic World. A Comparative History, New York University Press, NY, 2009. Y David González Cruz (ed.), Extranjeros y enemigos en Iberoamérica: la visión del otro. Del Imperio español a la Guerra de la Independencia, Silex, Madrid, 2010.

    Sin embargo, para Frédérique Langue, este Nuevo Mundo Mundos Nuevos (2011) ⁵ provoca la idea de los contactos y los mundos fronterizos. Además, existen los estudios de John H. Elliott, investigador británico, hispanista, catedrático de historia en el King’s College de Londres hasta 1973, y en Oxford en 1990. Citaremos uno solo de sus libros, entre muchos, Imperios del mundo atlántico: España y Gran Bretaña en América, 1492-1830, Taurus, 2011. Es decir, una obra diríamos típica de la era global en la que vivimos. Hoy esa temática se ensancha, incluye territorios lejanos a la América española y ahora América Latina como, por ejemplo, los estudios de las distintas colonias extranjeras, los residentes y viajeros extranjeros en Indias y en la Península, desde los inicios de la Edad Moderna, el tema de David González Cruz. Y hay otros estudios, sobre los mercaderes atlánticos, sus redes en Flandes y Holanda. Langue cita uno de estos trabajos: Comunidades Transnacionales. Colonias de mercaderes extranjeros en el mundo Atlántico (1500-1830), coordinados por Ana Crespo Solana, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España. Como el lector puede apreciar, la aldea global no es solamente el FMI, el Banco Mundial y las reuniones anuales en Davos del Foro Económico Mundial de los principales Jefes de Estado. La mundialización son muchos procesos a la vez. Y la visión de un futuro compartido, o acaso no, más bien un extraño mundo cada vez más complejo, y sin embargo, conectado.

    En Independencias iberoamericanas de Pilar González, el subtítulo es nuevos problemas y aproximaciones. Y en efecto, de Antonio Annino, de la Universidad de Florencia, hay un ensayo muy lúcido sobre las revoluciones hispanoamericanas. Sostiene Annino que hay que revisar uno de los postulados sobre las revoluciones nacionales —las nuestras, las de Argentina, Chile, Perú, etc— y la tiranía de la metrópoli. Por la forma un tanto jactanciosa y triunfante que solemos hallar en textos de historia nacional en colegios y también para investigadores y adultos, se diría que las revoluciones de la independencia fueron la causa de la ruptura del Imperio católico español. Son más bien la consecuencia. Tal modificación coloca a los hechos de Bayona como el punto de partida de una crisis imperial, no Chacabuco y Maipú, no Junín y Ayacucho. De esto se dio cuenta, hace años, Tulio Halperin: Nuestra Revolución de Mayo hay que colocarlo en la secuencia de ascenso, apogeo, decadencia, reforma y disolución de la monarquía española […] la revolución en el Río de la Plata es un episodio en la crisis de la unidad monárquica de España. La cita está en el ensayo de Annino, no por nada subtitulado problemas y definiciones.

    Con Annino, las revoluciones (las nuestras) son tan diferentes que escapan a los paradigmas atlánticos clásicos. ⁶ Escapan —dice— por su naturaleza policéntrica y global, y esta podría ser una primera definición. Y una mala noticia para los que suponen que la revolución estadounidense preside y encamina la de los países de Centroamérica y del Sur, una sola línea de Annino acaba con ese mito: la revolución de las trece colonias no pone en crisis a la metrópoli inglesa […]. Se quebró una relación bilateral. Para los que creen que las revoluciones que se presentaron en las dos orillas del Atlántico fueron una separación definitiva, y no fue así. Cruel y paradójicamente, la nación española nació junto a las americanas. O sea, el escándalo de Bayona, el estallido popular de Aranjuez, la nación española moderna surge en ese instante. Con esa característica de la vida española que da a pensar a Unamuno y a Ortega Gasset: desde el pueblo llano. Y no de las elites. Por ese camino, creo que nos parecemos. Nuestro Basadre se preocupó por las elites, al final de los sesenta. Todavía había la promesa de la vida peruana. Si me pongo a decir que son esas elites en estos primeros decenios del siglo XXI, el lector y el autor terminamos en un llanto inacabable.

    Con España, sobre todo la de los tiempos modernos y críticos, ¡Dios que nos parecemos! Por la excentridad, la intolerancia, el misticismo aplicado más allá de los altares, por la imposición del dogma, el que sea; y hasta por algunas frases irónicas que los pueblos suelen crear, a falta de pensadores: Como la Venus de Milo, España es una bella estatua, pero sin brazos. O el consejo de Fernando VI: … Abaratar la patria, de modo que la condición de español deje de ser un mal negocio. Se reemplaza con Perú y peruanos, y funciona. Pero también hay la contrarrespuesta. Menos universidades y más sabios. No estudiamos, nuestro defecto es el orgullo: Cadalso, citado por Azorín. Pero qué hago mencionando a Azorín, cuando la educación de mi país, el Perú, como sabemos una de las mejores del planeta, no tiene curso alguno de literatura española, ni la del Siglo de Oro ni de los grandes escritores modernos y contemporáneos… Bolívar se habría escandalizado.

    En fin, si estamos históricamente en esas revoluciones hispano-iberoamericanas, puesto que venimos al final en el calendario de revoluciones, quizá —dice Aninno— son las únicas atlánticas¡! Con la incomodidad de la complejidad. Si nuestros ciclos revolucionarios fueron verticales, no precisamente horizontales, lo de la igualdad no fue el fuerte de las nuevas repúblicas. Preferimos privilegiar la libertad, olvidando el abigarrado mundo virreinal del que provenimos. Cada Ancien Régime, de Francia a España, y que viene a ser sinónimo de virreinatos después que F.-Xavier Guerra usara el mismo término a lo que llamamos colonia —término llano, vacío e inglés—, llamense como se llamen, son un desafío para entenderlos. Annino recuerda que Braudel decía que las monarquías, tanto la francesa como la española, no existían (¡!) Porque reinaban no sobre una sociedad sino varias. Es decir, territorios, pueblos, ciudades, provincias, y en América, repúblicas indígenas. Esa monarquía española en la que estuvimos más de tres siglos, era particularmente heterogénea. ¿Cómo en ese caso, plantear una soberanía republicana? Alguien a quien se respeta pero no se cita —lo toman como un poeta y a lo más como un célebre ensayista—, el mexicano Octavio Paz, sí entendió México porque entendió a la Nueva España. En el ingreso a un texto más bien literario, dedicado a Sor Juana Inés de la Cruz, Las trampas de la fe, excursiona en la historia, las mentalidades, y dibuja esa Nueva España deformada y disminuida como una sociedad singular. Y dice: Nueva España no se parece ni al México precolombino ni al actual […] El reino de Nueva España carecía de autonomía pero se regía […] Era singular por su estructura interna. Una sociedad pluralista —dice el poeta vuelto antropólogo— de encomenderos, comerciantes, mineros, artesanos, congregaciones, cofradías, o sea, de jurisdicciones especiales. ¿Y qué hicimos? Repúblicas centralistas y excluyentes en cuestión de quién era ciudadano. En el XIX, ¡viva la Independencia!, pero en lo que es representación, retrocedimos. ¿Lo reconoceremos alguna vez? Para eso un mea culpa, en especial de las élites, puede servir un Bicentenario.

    Es un párrafo terrible de Octavio Paz, pero conviene colocarlo en este instante en que tratamos de las herramientas del quehacer intelectual. Y de una nueva matriz de trabajo, otro paradigma. Paz pregunta: ¿Por qué los revolucionarios hispanoamericanos hicieron suyas las ideas de la Ilustración y de la Revolución de Independencia norteamericana? Pues porque pensaban que en la tradición propia no existía un pensamiento político que pudiese constituir la justificación intelectual y moral de la rebelión.⁷ Pero había una tradición y una lógica de la sociedad o sociedades de ese mundo, en especial en México y Perú. Y aquí, el paradigma perdido. Octavio Paz: Los hispanoamericanos y también los liberales españoles, en lugar de repensar y reelaborar esa tradición, en lugar de actualizarla y aplicarla a las nuevas circunstancias, prefirieron apropiarse de la filosofía política de los franceses, de los ingleses y de los norteamericanos. ¿Entonces? La ideología republicana y democrática liberal fue una superposición histórica. […] Es revelador que el movimiento de independencia no haya sido popular en Perú, mientras sí lo fueron las rebeliones indígenas (O. Paz).

    ¿Y ahora? ¿Qué hacemos con la propuesta del nuevo paradigma? Pues, sencillamente, exponerlo, que es lo que estamos haciendo. Reflexionar, observar, criticar y mejorarlo o abstenerse.

    Es hora de presentar mis reparos. Los dos primeros niveles de la teoría de un nuevo paradigma, los admito. Me refiero a esa herramienta que son los enlaces entre los procesos emancipatorios y la revolución liberal española que gira en torno a Cádiz, la Constitución, y una serie de incidentes, desde Bayona al general Riego, que no le dio la gana de ir a combatir a unos liberales transatlánticos, cuando él también lo era. Ahora bien, con el ensanchamiento del paradigma al espacio atlántico, se puede aceptar que en un tiempo de un mundo global, tiene su lógica. Donde tengo severas duras es en un par de puntos precisos. El primero, esa voluntad de las academias anglosajonas para al menos disminuir la revolución francesa mediante una trilogía de revoluciones atlánticas. Y el segundo, ese postulado de la legitimidad de las revoluciones, solo y cuando son liberales. Esta idea —hace de eso un buen tiempo— aparece en la obra de Robert Roswell Palmer. The Age of the Democratic Revolution. A Political History of Europe and America, 1760-1880 (Princeton University Press, 1959). Y en tiempos de la mundialización y del neoliberalismo, se impone como una lápida. ¿Solo lo democrático es revolucionario? Un capricho más del mundo anglosajón. Hasta ahora no entienden que muchas sociedades de la periferia occidental no son necesariamente como Australia, Canadá y Nueva Zelanda. Los incómodos países latinoamericanos son revoluciones distintas, en cuyo seno no han desaparecido sociabilidades y poderes, y que no son necesariamente liberales, sino democratizaciones no terminadas.

    El primer punto, pues. Revoluciones atlánticas, inglesa, norteamericana, francesa. O sea, la Gloriosa Revolución inglesa en 1643. Luego, las trece colonias que se independizan e inventan los Estados Unidos, 1773. Y en fin, la terrífica revolución francesa, 1789, con desviaciones de jacobinos y de Bonaparte y el cesarismo de volverse emperador. Por mi parte, tanto por ser sudamericano, vale decir alguien de la periferia occidental, y por razones profesionales, me parece que 1789 está cargado, justa o injustamente, por un halo que carecen las otras dos revoluciones: los derechos del hombre son universales. Atención, no dice los derechos del francés, sino del hombre. Las otras dos revoluciones son importantes, pero tuvieron, para decirlo con un criterio propio a nuestro tiempo, un menor impacto en el mercado de las ideas.

    Seamos sinceros, la Gloriosa realizada en el XVII, tuvo influencia, desde que Inglaterra es una monarquía constitucional, con un rey de autoridad limitada por leyes y un parlamento. Eso influye en Holanda, Suecia, Dinamarca, y en la España del siglo XX, después de Franco. Pero no es universal. Los Estados Unidos es el primero en tener un Estado sin reyes, y a la vez, un sistema unitario y federativo. Un sistema eficaz, se vuelve una potencia mundial. Pero el sistema americano no es gemelo de nadie. Es estupendo, para norteamericanos. Inspiró, es cierto, a los franceses, a los españoles, a los iberolatinoamericanos, pero no se reprodujo. USA sigue siendo una inmensa isla. No menos que Rusia, China o la India. ¿Qué queda de universal? La revolución francesa. La invención del ciudadano, no es poco.

    El nuevo paradigma deja de serlo cuando se confunde el ingreso a la modernidad solo desde un patrón ya establecido. Es el caso de Les Empires atlantiques des Lumières au libéralisme, (1763-1865).⁸ El giro está en la insistencia en la modernidad liberal. Y lo que parece novedoso me parece una reproducción de la secular diferencia entre las culturas anglosajonas y las europeas, a veces, razonables, dos tipos de filosofía: la que se ocupa del lenguaje y la que llaman en Inglaterra y los Estados Unidos, la filosofía continental. Dos criterios distintos sobre capitalismo de uno a otro lado del Atlántico, diferentes y rivales. Para Palmer y su The Age of the Democratic Revolution, ¿solo es revolucionario lo que es democrático? ¿Y solo lo que es liberal es revolucionario? La era de revoluciones imperiales de Jeremy Adelman, uno de los ensayos de Independencias iberoamericanas, me ha llenado de dudas. Profesor en Princeton, un seguidor del Palmer de los primeros textos, un levantamiento oceánico de demócratas contra aristócratas, una matriz ambigua y demasiado extensa — Palmer incluye Polonia— que no tiene nada de atlántica. Por mi parte prefiero a otro orfebre de los estudios contemporáneos sobre las revoluciones: Jacques Godechot, Las revoluciones 1770-1799 (Ed. Labor, 1981; primera edición en francés, 1963). Su clasificación incluye obviamente las tres clásicas —1643, 1773, 1789— pero extiende las especies incluidas con la independencia de Flandes, la de Suiza, Prusia, la polaca, de los Estados italianos, de las islas Jónicas, Balcanes, Malta. Los grandes principios, por lo visto, tuvieron un público cosmopolita, mucho más ancho que el de las dinastías reinantes y sus banqueros.

    El nuevo paradigma, precisamente porque interesa a las academias anglosajonas como lo dicen muchos investigadores, por ese origen es sospechosamente provinciano. ¿Solo hay liberalismo? Declarar que solo hay eso como legitimidad, ¿no es dejar de ser justamente un liberal? ¿Y no es acaso verdad que en Suecia, y en general en los países escandinavos, se vive bien bajo un régimen que no es liberal sino socialdemócrata? En consecuencia, si un paradigma deja casos aparte que no puede explicar, no es un paradigma. Eso le pasó a Ptolomeo, no pudo hacer entrar en su sistema el fenómeno de los cometas. ¿No habrá casos anómalos, novedades en política? ¿Todo está dicho? Con cánones rígidos, el porvenir nos puede llenar de sorpresas, no todas gratas.

    Con todo, nos será útil si subimos los dos primeros peldaños, a saber, la Independencia como revolución y en consecuencia, algo no solo nacional. Y el hecho de que no se puede prescindir de la historia de España y de Latinoamérica para entender unos y otros. Lo de revoluciones atlánticas — un tercer peldaño— todavía es racionalmente admisible. Pero aquí tiendo una línea roja, de alarma. La cautividad de la nueva matriz por el liberalismo a la manera anglosajona, no es sino un caso de prepotencia imperial, bajo una máscara académica. Y no acudimos a ejemplos de otras rutas civilizatorias para llegar a la modernidad política como la que han tomado India, China, Japón y la ex URSS, o sea Rusia. Por el momento es un esquema nuevo de trabajo. El paradigma tendrá que esperar mejores tiempos. Si esperamos el tercer centenario, corremos el riesgo de que la lengua de comunicación internacional no sea ni el inglés ni ninguna otra lengua indoeuropea sino el mandarín (!)

    Las emancipaciones múltiples. Una idea veraz pero insoportable

    En el campo social e histórico del nuevo paradigma —explicado y criticado en este mismo libro— se prefiere, en ciertos casos, estudiar las anomalías. Lo hemos hecho para el caso Iturbide en México. Con la misma intención, el de Riva-Agüero en el Perú del Protectorado de San Martín. Los fracasos son historia tanto como los sucesos gloriosos, a veces, mucho más. No solo hay que explicar por qué los acontecimientos ocurren sino por qué no ocurren. Siempre nos intrigará porque nunca hubo una revolución como la mexicana en el Perú. La suma de insurrecciones, rebeldías, estallidos de violencia, no hacen una revolución. Pero dicen mucho sobre la sociedad que protesta. Y sobre la que soporta y calla. Y las formas de dominaciones, tan arraigadas, tan seculares y poderosas, que cuantas veces los presuntos libertadores lo hacen desde una propuesta de poder jerárquico y personalizado, que se parece a aquello a lo que se combate. Héroes y revolucionarios por la igualdad, hemos tenido pocos. Sudamérica no ha sido el territorio de ningún Lincoln.

    Cuando se impuso la independencia de las provincias andinas por ejércitos venidos del Río de la Plata o de Venezuela, las insurrecciones autóctonas habían sido aplastadas desde hacía varios años (Demélas).¹ No nos engañemos, no eran simples líos de aldeas. Habían movilizado una masa considerable de hombres. La batalla más importante de la guerra de independencia, la de Ayacucho, involucró a 16’000 hombres, sumando las fuerzas de los dos bandos. Ahora bien, en el solo combate de Ayaviri en que fueron desechas las fuerzas de Pumacahua, el 11 de abril de 1815, los insurgentes del Cusco ascendían a 30’000; y entre 1810 y 1812, todos los hombres hábiles del Estado independiente de Quito habían debido tomar las armas contra las tropas leales a la dominación española (ibidem).

    Las emancipaciones andinas fueron distintas. Hemos recogido esta idea, la de una voluntad de pluralidad que ya venía enlazada al descontento, porque evita esa versión que parece patriótica pero resulta teológica, la de una sola revuelta con un sentido futurista único. Como se nota que la versión agustiniana penetra en lo que parece teorías republicanas y radicales. En mucho, siempre en las ideas modernas e incluso contemporáneas sobre la revolución, ha pesado ese concepto escolástico de la causa final. Lo que, por una parte, impide en Sudamérica distinguir qué es revuelta, qué es rebelión y qué es ese proceso tan inesperado como complejo que llamamos revolución. No ocurre cuando los revolucionarios lo quieren. La independencia, fueron muchas y distintas. En Europa, se han buscado rebeliones diversas, desde los primitivos de la rebelión de Hobsbawm, de los anarquistas andaluces, a los bandoleros sicilianos, a los campesinos del valle de la Convención, Cusco. Nuestros marxistas locales han seguido los funerales interminables del inca Atahualpa mediante juegos mentales que provienen del encuentro del barroco con las ciencias sociales. Qué dificultad para reconocer lo real como multiplicidad¡! Una investigadora que no sea peruana pudo darse cuenta de esa verdad de perogrullo. Estas insurrecciones [las locales] adoptaron las más diversas formas: conspiraciones de aristócratas, alzamientos de facciones liberales, sublevaciones populares estimuladas si no dirigidas por la Iglesia, guerrillas interminables… Por romper con la metrópoli y la monarquía absoluta, fueron consideradas modernas. Sin embargo, seguían formas y principios antiguos, religiosidad, pactismo, regionalismo. ²

    Qué de contradicciones. Religión como para trotskistas católicos. En Quito, dice Demélas, un movimiento que se extendió hasta la Audiencia, era encabezado por la aristocracia y la Iglesia, en nombre de la verdadera fe. ¿Surgía la soberanía popular con los liberales? No, con la conducción de elites tradicionales y del clero. ¿Quién exalta en Cusco al criollo José Angulo y al cacique Mateo Pumacahua? La aristocracia. ¿Ideologización? No, religiosidad de tipo mesiánico. Es muy interesante el diario del tambor mayor Vargas, que Demélas cita diversas veces. Formaba parte de una guerrilla a la que transforma en causa providencial. Ellos eran un pequeño número de elegidos, de guerreros sacrificados, para convertirse en el instrumento de Dios.³ Todo deriva, inevitablemente, a la guerra santa, al caudillo. Este juego de transformaciones entre religión y revolución, se prolonga en el siglo XIX y XX. Y qué hacer entonces, cuando los ejércitos grancolombianos, dirigidos por generales hijos de las Luces, tienen que fundar en los Andes, regímenes modernos y laicos. ¿Cómo hacer revoluciones de la independencia en sociedades que no solo no han hecho el pasaje al pensamiento racional —el tránsito que llamamos secularización— sino que todavía creen y reinventan santas milagrosas y populares (Sarita Colonia)? Es muy significativo en el imaginario de los días primeros de las independencias, el rechazo e incluso asco y disgusto ante Bonaparte: era por ser laico. Lo de deísta, solo lo entendían los hombres del Mercurio Peruano, y uno que otro discípulo andino de la Ilustración, como los sabios que halló Alexander von Humboldt en sus expediciones por las tierras equinocciales, Unanue en Lima, Caldas en Quito. Demélas imagina la incomodidad de los próceres —San Martín, Bolívar— o miembros de alguna logia masónica o libres pensadores, ante masas de creyentes y a la vez patriotas. No quedó sino la hipocresía, dice la historiadora.

    Paradoja de unos modernos, los libertadores, guiando a masas de católicos sudamericanos que no se enteraron de las reformas del Concilio de Trento ni que este mundo americano donde se hablaba el castellano estaba, desde siglos, bajo la égida no del Vaticano sino del Real Patronato. Conviene decir qué era. Fue el precio que Roma paga a su brazo militar. Carlos V y no el Papa es quien nombra los obispos del vasto nuevo mundo. El costo de tener la mano de hierro para enfrentar a los príncipes alemanes protestantes, era entregar un continente a un poder entre sacral e imperial, las Indias españolas en manos de los Habsburgos. La cohesión política de la dominación española estuvo estrechamente ligada a las misiones, las diócesis, los rituales, los diezmos y a las rentas de obispos y arzobispos. ¿Qué vinculaba al Virrey y al curaca? La misa. Los historiadores han preferido estudiar la encomienda, la mita, y curacas, oidores y corregidores. Como si fueran las sociedades coloniales algo que se pudiera explicar sin tomar en cuenta el poder de la iglesia colonial. Vieron el poder temporal, descuidando el poder espiritual. Rasgos culturales que no han desaparecido, muchos de nuestros marxistas suelen ser católicos y provienen de un medio social conservador. En fin, tampoco los padres y abuelos de Karl Marx era proletarios.

    Hasta el día de hoy, la cuestión de la secularización no parece un tema decisivo. No es visible porque las ideologías modernas, en países andinos, no son laicas sino que asumen comportamientos y metas que solo se pueden explicar desde una posición doctrinaria, que no es otra cosa que una suerte de religiosidad contemporánea en que se combina la lucha de clases con los mitos del retorno del Inkarri. Una delicia para el antropólogo, el filósofo, el sociólogo y el historiador, pero un desastre para entender la sociedad y sus reales intereses. Se entiende por qué no hay izquierdas en países andinos, sino algo que, tarde o temprano, termina en un ritual propio a chamanes y no a líderes políticos que evocan los dioses antiguos en el lugar de los tópicos propios al profesional de las revoluciones: el enfrentamiento de lo real, la correlación de fuerzas, las tensiones sociales mundanas y perversas. Hay una manera de escapar de esa lógica que proviene de las artes de la guerra, desde Maquiavelo, y ella consiste en demonizar al rival, vuelto peligroso Satán. Y después nos sorprendemos de la intransigencia que es corriente en la vida política (¡!) ¿Cómo no va ser la guerra a muerte si el espacio nacional de lo político se vuelve un combate entre ángeles malditos y los que cuentan con la Providencia? Nuestros regímenes políticos quieren ser modernos, pero los parasita alguna ideología providencial. Entonces, cada victoria, electoral o revolucionaria, es un milagro. Y cada derrota, un castigo divino. No tenemos la disposición para montar partidos políticos modernos, pero en cambio, tenemos diversas inquisiciones. Y no hay que equivocarse. No se trata de arcaismos, sino de respuestas ambiguas y confusas a una sociedad no menos perdida. He visto crecer la tendencia a la irracionalidad, desde mi infancia, por lo cual me animo a decir que no es algo que se resuelva con el acrecentamiento de la vida urbana y el alza de vida o la educación. Es algo más profundo. Algo que enfrenta lo que la etnología encuentra y el uso de la razón, conflicto que Arguedas no pudo superar y lo llevó a la tumba. El suicidio no es una solución, es una fuga.

    Breña, Roberto, El imperio de las circunstancias. Las independencias hispanoamericanas y la revolución liberal española, El Colegio de México / Marcial Pons, México, 2013, p. 17.

    Calvo, Thomas, L’Amérique ibérique de 1570 à 1910, Éditions Nathan, Paris, 1994, p. 226.

    Calvo, ibidem, p. 222.

    Calvo, ibidem, p. 225.

    Geschichte reúne en nuestra lengua tanto el aspecto objetivo y subjetivo, y significa por ese hecho, tanto la historia rerum gestarum como la res gestae, eso que también ha ocurrido, das Geschehene, no menos que el término de historiografía. Geschichtserzählung. En: Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte. Hegel.

    Menos mal que no falta un pensador francés que nos pone lo mismo, de modo más humano. Raymond Aron: "El mismo vocablo, en francés, en inglés, se aplica a la realidad histórica y al conocimiento que nosotros le portamos. Historia, history, Geschichte, designan a la vez, el devenir de la humanidad y la ciencia que los hombres nos esforzamos por dar al devenir". En: Dimensions de la conscience historique, p. 5.

    Breña, Roberto, El imperio de las circunstancias. Las independencias hispanoamericanas y la revolución liberal española, El Colegio de México / Marcial Pons, México, 2013.

    En 1946, la revista Annales y sus colaboradores proponen una trilogía del saber. Economías. Sociedades. Civilización. Cuidado con creerla una línea de privilegio para una sobre la otra. Las revoluciones, por ejemplo, pueden ser el producto de cambios de mentalidad, de religión, de actitudes. Esa es la tesis de Max Weber. Es el puritanismo protestante el que modifica los comportamientos, a partir de la creencia en el beruf, la vida sana, del que ahorra y trabaja. Y eso provoca el ahorro, luego, la acumulación y en consecuencia el capitalismo, como un efecto colateral de Calvino. Al contrario de la ortodoxia marxista, lo de arriba, la conciencia, transformaba lo de abajo, el modo de producción. Weber no sigue a Marx, lo reinvierte. La sociología de Weber se interesó vivamente por las religiones, estudió después de Los orígenes del capitalismo y el espíritu del protestantismo, a la religión judía, hindú, las escuelas morales de la China antigua, no por razones de teología sino por lo que más le importaba como sociólogo, los comportamientos. Por mi parte, tomándome por un weberiano, guardo respeto por todas las religiones, no practico ninguna, tengo principios cristianos más bien por razones de la cultura en la que he crecido; pero examino cada caso de país, nación o civilización, en primer lugar, desde la ética y la economía que se desprenden de las creencias religiosas. Y que como es evidente, dan frutos distintos, incluyendo, países con la misma religión. Todo se juega en las conductas.

    González Bernaldo de Quirós, Pilar, Independencias iberoamericanas. Nuevos problemas y aproximaciones, FCE, Argentina, 2015.

    González, P., ibidem, p. 17.

    González, P., ibidem, p. 20.

    La obra de Pierre Chaunu y de Huguette, su esposa, es una obra descomunal. Se ocupa de la coyuntura del comercio atlántico español en los siglos XVI al XVII, y la investigación ocupa ocho tomos en 11 volúmenes. La obra fue recibida con un éxito raro en trabajos de historia económica y comercial, tuvo el prefacio de L. Febvre que lo reconoció a la vez como un clásico y el más bello trabajo sobre la historia de la América española. Chaunu y su esposa reconstruyeron las estadísticas del tráfico marítimo y proporcionaron una información, casi día a día, de la vida de los marinos y el comercio Sevilla-América. Lo que estudian es la relación entre las fechas, las cifras y los precios. No se ha vuelto a hacer una tesis tan completa, a la vez global, y minuciosa.

    Langue, Frédérique, El espacio atlántico: conexiones imperiales, revoluciones, y comunidades mercantiles. En: Nuevo Mundo Mundos Nuevos [en ligne], Éditions de l’École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS), 2011. URL: http://journals.openedition.org/nuevomundo/60994

    Annino, Antonio, Revoluciones hispanoamericanas. Problemas y definiciones. En: González Bernaldo de Quirós, Pilar, Independencias iberoamericanas. Nuevos problemas y aproximaciones, FCE, Argentina, 2015.

    Paz, Octavio, Sor Juana Inés de la Cruz. Las trampas de la fe, Fondo de Cultura Económica, México, 2004.

    Morelli, Federica, Thibaud, Clément, Verdo, Geneviève, Les Empires atlantiques des Lumières au Libéralisme (1763-1865), Enquêtes et documents n°38, Presses Universitaires de Rennes (PUR), Rennes, 2009.

    Demélas, Marie-Danielle, La invención política: Bolivia, Ecuador, Perú, en el siglo XIX, IFEA/ IEP, 2003, p. 260. (En francés: Paris, 1992).

    Demélas, Marie-Danielle, ibidem, p. 261.

    Demélas, ibidem, p. 261.

    II

    BICENTENARIO

    Bicentenario. ¿O una mirada a dos siglos de independencia?

    No estamos en 1921. El primer centenario de la independencia coincidía por un momento de afirmación patriótico, los primeros cien años. Lo cual resultaba natural. Y también y en varios casos, el aniversario sirvió para una exaltación nacionalista, dada la todavía débil instalación de regímenes democráticos. Dolía mucho todavía la derrota de la Guerra del Pacífico y la pérdida de Arica y Tarapacá. Pero en los años veinte, la clase política marchaba más bien hacia acuerdos fronterizos, y por otra parte, un cambio de generaciones lleva, en los treinta, a otro tipo de preocupaciones y a otra política. Por eso, quizá, los festejos de ese instante hoy nos parecen una exaltación, ni siquiera de las clases políticas, sino de aventureros con éxito, es el caso de Leguía.

    Las conmemoraciones oficiales en el Perú de hace un siglo fueron aplastantes. Sobre todo en Lima, que se llenó de obras públicas, construidas bajo

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