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Gabi
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Libro electrónico738 páginas9 horas

Gabi

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Información de este libro electrónico

Gabriella Guerrero ha sido independiente desde que era pequeña, haciendo todo lo que podía por ocuparse de su madre soltera drogadicta. Su mundo cambia cuando la madre muere, y la recibe su tía. Tiene que aprender todo desde cero nuevamente, especialmente cómo confiar en su tía Isabel. Tiene que aprender cómo vivir con su tía y sus tres primos e

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 mar 2021
ISBN9781736220139
Gabi
Autor

George Hatcher

Raconteur and world traveller George Hatcher wrote a series of books about an entrepreneur named Mario Luna, and another series about Gabi, a girl who becomes a high priced call girl to put herself through law school. Now he's beginning another series about La Mala, a merciless matriarch in Juarez who wants to give the world to her two grandsons.

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    Vista previa del libro

    Gabi - George Hatcher

    Este libro puede comprarse en más de 40.000 librerías y bibliotecas tanto en tiendas físicas como en línea, en formatos impreso y digital, para Apple, Kindle y audible. Los libros de Casa Hatcher Press están disponibles con descuentos especiales por cantidad para compras al por mayor, para promociones de ventas, premios y uso educativo para recaudación de fondos.

    Casa Hatcher Press es una subsidiaria de Pretty Face, Inc. Pasadena, CA 91103

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    Casa Hatcher Press.

    http://casahatcherpress.com

    (818) 519-2976

    Copyright © 2020 por George Hatcher.

    Todos los derechos reservados.

    Impreso en Pasadena, CA, Estados Unidos de América.

    Ninguna parte del presente libro podrá ser usada en manera alguna excepto en el caso de citas breves en artículos de crítica o reseñas.

    Traducido por Gabriela C. Galtero.

    Libro y portada diseñados por Casa Hatcher Press.

    Fotos de portada svittlana @adobestock.com, Subbotina Anna

    @ adobestock.com, trongnguyen@adobestock.com

    ©George Hatcher Arte interior por Tarik Chraiti

    Gabi por George J. Hatcher

    Primera edición agosto de 2020

    LCCN 2020942990

    ISBN: 978-1-7362201-1-5 (Tapa dura)

    ISBN: 978-1-7362201-2-2 (Tapa blanda)

    ISBN: 978-1-7362201-3-9 (Libro electrónico)

    R: 20210210

    Dedicatoria

    Molly

    Eres mi sol durante

    el día y mi luna por

    la noche

    Te amaré para

    siempre,

    George

    Agradecimientos

    Tarik, gracias por tu mano rápida y tu ojo artístico. Tus ilustraciones realzan estas páginas.

    Si dependiese de mi editora, Allie Bates, este libro todavía estaría en edición. Tuve que sacárselo a la fuerza mientras ella todavía lo estaba corrigiendo. Dice que cada pasada lo mejora un poquito más. «Solo déjame revisarlo una vez más», dice.

    ¡ADVERTENCIA!

    Temas adultos

    Este libro está destinado a los adultos. La violencia y aventuras sexuales no están destinadas a menores, lectores sensibles o gente que vive en el mundo real donde existen enfermedades de transmisión sexual que son incurables. Gabi es una obra de ficción. Las personas del libro vivieron y murieron solamente en mi imaginación. Cualquier parecido con personas reales sólo estará en tu imaginación. La historia es pura fantasía, y puedes echarle la culpa a la pandemia. A diferencia de Gabi, yo no soy abogado. No me atrajeron las profesiones de ella.

    Esta es una obra de ficción. Todos los personajes, organizaciones y eventos retratados en la presente novela son, o productos de la imaginación del autor, o se usan de forma ficticia. Cualquier parecido con hechos reales, con personas vivas o muertas, es pura coincidencia.

    Obras por George Hatcher

    Serie Ambulance Chaser

    Mario 1: Woman in Jeopardy

    Mario 2: Coming of Age

    Mario 3: Risky Business

    Mario 4: Free Fall

    Mario 5: Afire

    Mario 6: Marked

    Mario 7: Aftershock

    Mario 8: Captivated

    Títulos únicos

    One Wilshire Gabi

    Próximamente

    Billion Dollar Rainmaker part 1

    Billion Dollar Rainmaker part 2

    Mario 9

    Arabe

    Flyboy

    Pretty Face

    Gabi 2

    Contents

    1972 Este de Los Ángeles Gabi

    1979 Los Ángeles, California Isabel

    1978 Los Ángeles, California Gabi

    1981 Los Ángeles, California Isabel

    1981 Los Ángeles, California Gabi

    1981 Los Ángeles, California Isabel

    1981 Los Ángeles, California Gabi

    1981 Los Ángeles, California Isabel

    1981 Los Ángeles, California Gabi

    Febrero de 1985 Hotel Four Seasons, Ciudad de Nueva York

    Febrero de 1985 Los Ángeles, California Homer

    1985 Los Ángeles, California Gabi

    Febrero de 1985 Los Ángeles, California Homer

    Febrero de 1985 Los Ángeles, California Gabi

    Agosto de 1985 Archie no en Venecia

    1985 Los Ángeles, California Gabi

    En un tiempo lejano, verano de 1979 Los Ángeles, California Archie

    3 de septiembre de 1985 Los Ángeles, California Gabi

    Los Ángeles, California Mona

    Los Ángeles, California Gabi

    Octubre de 1988 Los Ángeles, California Mona

    Diciembre de 1988 Los Ángeles, California Gabi

    Noviembre de 1989 Los Ángeles, California Mona

    Febrero de 1990 Los Ángeles, California Gabi

    10 - 21 de mayo de 1990 Cannes Mona

    Mayo de 1990 Cannes Gabi

    Mayo de 1990 Cannes Mona

    Mayo de 1990 Cannes Guillermo

    Mayo de 1990 Cannes Gabi

    Mayo de 1990 Cannes Joe

    Mayo de 1990 Cannes Mona

    Mayo de 1990 Cannes Guillermo

    Mayo de 1990 Cannes Gabi

    Mayo de 1990 Cannes Mona

    Mayo de 1990 Cannes Gabi

    Mayo de 1990 Cannes Guillermo

    Mayo de 1990 Cannes Gianna

    Mayo de 1990 Cannes Mona

    Mayo de 1990 Cannes Guillermo

    Mayo de 1990 Cannes Rachel

    Mayo de 1990 Cannes Gabi

    Mayo de 1990 Cannes Guillermo

    Mayo de 1990 Cannes Joe

    Mayo de 1990 Cannes Guillermo

    Mayo de 1990 Cannes Gabi

    Mayo de 1990 Cannes Joe

    Mayo de 1990 Cannes Guillermo

    Mayo de 1990 Cannes Mona

    Mayo de 1990 Cannes Gabi

    Mayo de 1990 Cannes Guillermo

    Mayo de 1990 Cannes Gabi

    Mayo de 1990 Cannes Mona

    Mayo de 1990 Los Ángeles, California Gabi

    Junio de 1990 Los Ángeles Mona

    Septiembre de 1985 Los Ángeles, California Gabi

    Junio de 1990 Los Ángeles Mona

    Junio de 1990 Los Ángeles Gabi

    1990 Oceanside Pat Jones

    Julio de 1990 Los Ángeles Mona

    Julio de 1990 Prisión del condado Robert López

    Cannes Gianna

    Julio de 1990 Los Ángeles Gabi

    Junio de 1990 Oceanside Pat Jones

    Agosto de 1990 Los Ángeles Gabi

    Septiembre de 1990 Los Ángeles, California Mona

    Septiembre de 1990 Los Ángeles, California Macho

    Octubre de 1990 Los Ángeles, California Gabi

    Octubre de 1990 Los Ángeles Max

    Noviembre de 1990 Oceanside Pat Jones

    Noviembre de 1990 Los Ángeles Gianna

    Semana de Acción de Gracias 1990 Los Ángeles Gabi

    Noviembre 1990 Reino Unido Rob Sphere

    Noviembre de 1990 Oceanside Pat Jones

    Noviembre de 1990 Reino Unido Babs

    Semana de Acción de Gracias 1990 Gabi

    1972

    Este de Los Ángeles

    Gabi

    Nací en 1964 en Phoenix, Arizona. Mi madre, Cira, fue camarera; mi padre, Armand Rana, barman. Cuando tenía ocho, la hermana menor de mi madre me acogió y me llevó a Los Ángeles a vivir con ella. Esto fue luego de que mi padre muriese borracho en un accidente automovilístico, y mi madre, de sobredosis. Mi tía nunca se casó, y la conocían por su nombre de soltera, Isabel Guerrero. Me gusta el sonido del apellido familiar, y el nombre de soltera de mi madre, Cira Guerrero. Yo quería encajar con mi nueva familia, así que cada vez que tenía la oportunidad, daba Guerrero como mi apellido. Nunca usé el nombre Gabriella. Odio mi nombre. Es el nombre que le das a una niña cuando esperas tener un varón al que deseas llamar Gabriel. Con Gabi, puedo vivir. Le digo a la gente que soy Gabi Guerrero. La guerrera. Me gusta el sonido de eso más que Gabriella Rana.

    —Tía Isabel, ¿quién me puso el nombre?

    —Cira lo hizo. Tu mamá huyó de casa cuando tenía dieciséis y terminó en algún lugar de Italia. Regresó y se casó con tu padre. Cuando naciste, escogió un nombre italiano. Gabriella es italiano.

    Más de una vez, le comenté a Isabel:

    —Quizá mi papá no era mi papá. Quizá mi papá no está muerto y está en Italia en algún lado.

    Me gustaba hacerle bromas a mi tía. Se ponía tan loca que yo no podía evitarlo. Ella era súper seria, pero le gustaba mucho ese programa de la bruja con la actriz Elizabeth Montgomery. A sus hijos les puso Darrin y Larry, y a su hija Serena. Me hubiese burlado de ella por eso, excepto que sus nombres me gustaban más que el mío.

    —Shh, muchacha loca. Tu papá fue un buen hombre.

    —¿Cuál? ¿El que murió o el de Italia?

    Mi tía frunció el entrecejo y no respondió. Nunca me pegó, pero a veces parecía que lo iba a hacer.

    —Sé que mi papá y mi madre eran buenas personas —dije. Quería decir «a pesar de que mi papá se emborrachó hasta tener un accidente de autos y mamá se drogó hasta matarse». Yo era una niña pequeña, pero no solo entendía que nosotros los humanos tenemos toda clase de problemas, sino que también mi tía era el tipo de persona que iba juntando los pedazos que habían quedado de su hermana rota. Yo sabía todo sobre recoger los pedazos. Ella y yo, éramos parecidas. Dos gotas de agua.

    A los ocho años, había sido duro para mí aprender a vivir con ella, cómo depender de ella, cómo confiar en ella. No estaba acostumbrada a cuidadores responsables. Recuerdo ser yo la responsable. Lo primero que recuerdo en mi vida es a la trabajadora social entrando, y mostrándole a mi madre cómo hacer la cama, cómo limpiar, qué comprar, cómo hacer todas las cosas maternales que se suponía que ella tenía que estar haciendo. Creo que yo tenía alrededor de tres. Ella era buena en ser linda y dulce y amable. No era buena para hacer la cama, limpiar, comprar y cocinar, así que yo lo hacía por ella. Recuerdo hacerla salir de la cama para que camine a la tienda conmigo. Era un almacén local, una pequeña tienda familiar, y yo empujaba el canasto de una punta a la otra y lo llenaba con todo lo que necesitábamos para el mes, mientras ella tenía una pequeña reunión privada con el dueño en la oficina trasera. Los cajeros pensaban que era tan tierno ver a una nena de seis años haciendo las compras, pero para el momento en que tuve ocho o por ahí, ya se habían acostumbrado. Mami saldría del cuarto trasero, y el dueño nos acompañaría a la salida. Empujaríamos el canasto todo el camino por la cuadra de regreso a nuestro apartamento. Cuando llegásemos a casa, Mami se ducharía y yo guardaría las provisiones, llevaría el canasto a la parte trasera, y pondría nuestras cenas preparadas en el horno. Cuando me mudé con mi tía, no creía que alguien iba a asegurarse de que no me fuese a la cama hambrienta o con frío. Después de todo, yo era la que se aseguraba de que mi Mami estuviese tapada, aunque se hubiese quedado dormida en el piso. Era yo la que le sacaba los zapatos y medias cuando ella estaba cansada y enferma.

    Mi tía no sólo se ocupaba de todas las cosas para dirigir la casa, sino que siempre notaba todo lo que yo hacía para ayudar, cosa que nadie había hecho nunca antes. Pero mi primera noche allí, tía Isabel me mostró un lugar para poner las prendas que yo había llevado en una bolsa de almacén. Me dio mi propia almohada, y cuando los cuatro niños que éramos nos metimos en la única cama que teníamos para dormir, se aseguró de que todos estuviésemos bien arropados, hasta yo, que ni siquiera era su hija.

    Veía cosas que mis primos no. Eran simplemente ingenuos, y mi tía hacía todos los esfuerzos posibles para mantenerlos así. Tía Isabel me mostró que la responsabilidad es una clase de valentía, y yo la respetaba por ello. Vi cómo se aseguraba de que los niños estuviesen alimentados antes de comer ella, cómo se privaba para que nosotros tuviésemos ropa para ponernos. Vi los infinitos zurcidos, puntadas y arreglos con cinta de embalar que hacían que sus prendas y zapatos durasen mucho más luego de que debiesen haber sido enviados a la basura.

    La tía Isabel tenía tres hijos y a mí y siempre había más cuentas que el dinero que había para pagarlas. Vivíamos a base de estampillas para alimentos, más todas las ayudas de asistencia pública que la tía podía conseguir. Yo no entendía muy bien cómo funcionaba eso, pero reconocía a una trabajadora social cuando veía una. Vino una a inspeccionarnos a nosotros y a la casa, y hasta abrió las alacenas de la cocina para ver si estábamos gastando las estampillas alimentarias en comida y no en otra cosa. Mi tía era linda. Cuando íbamos a comprar alimentos al almacén o al mercado de pulgas, yo escuchaba a los hombres decirle cuán hermosa era. Sus tres hijos no le prestaban atención a esto. Solo hacían tonterías y jugaban entre sí, no importa dónde estuviésemos. Yo prestaba atención. Mi tía me daba curiosidad. No se veía en absoluto como una mamá. El recuerdo de mi mamá siempre sería cuán hermosa era, hasta cuando era piel y huesos y estaba enferma por las drogas que tomaba. No se suponía que yo supiese esto. No soy ciega. Vivía con ella. Sabía. Mi tía se veía saludable, como lo hacía mi mamá cuando yo era una niña muy pequeña.

    1979

    Los Ángeles, California Isabel

    Mi trabajadora social dijo:

    —Nuestras pautas indican que, para mantener la asistencia pública, debe agregar tres horas de trabajo diarias durante la semana.

    —¿Quién va a contratarme por tres horas al día? —pregunté.

    —Intente encontrar algo, cualquier cosa, mientras le paguen con cheque.

    Fui a todos los comercios dentro de la distancia que podía caminar, pero nadie estaba contratando. Busqué en algunos lugares a los que podría llegar en autobús, a pesar de que el costo del transporte se comería los ingresos.

    —Nadie me quiere, Sra. Delavega —dije.

    —Isabel, dime Kenya.

    —Nadie me quiere, Kenya —repetí.

    —¿Has trabajado antes alguna vez?

    —Sí, si llamas trabajar a parir tres hijos y ocuparme de ellos. Ah, y mi sobrina. Hace siete años que está conmigo. Criar cuatro niños, Kenya, ¿es eso experiencia laboral?

    Kenya hizo una broma desechando con la mano lo que yo había dicho.

    —No me refería a esa clase de trabajo y lo sabes.

    Mi trabajadora social era baja, corpulenta, y con una mata de cabello castaño rojizo enrulado rebelde que caía sobre sus hombros. Siempre tenía una sonrisa o broma rápida aunque estuviese pasada de trabajo.

    —Tú puedes romper el ciclo —dijo con sinceridad—. Tienes la inteligencia. Una vez también estuve en tus zapatos. Si yo pude hacerlo, tú puedes hacerlo.

    —Pero yo nunca...

    —Ya es momento de que comiences. —Me entregó una tarjeta.

    Tomé la tarjeta, sintiendo inspiración y miedo en partes iguales. Leí la tarjeta y no podía creerlo.

    —¿Esto es una presentación a la oficina del forense? ¿Me contratarán por tres horas al día?

    —Sí. Da una buena impresión, y te pondrán a trabajar por el salario mínimo. Un trabajo mejorará tu curriculum. Cuando dejes la asistencia pública, podrás comenzar a tiempo completo con el Condado de Los Ángeles. Cambiará tu vida.

    —Sra. Delavega, ¿tengo que hacerlo?

    —Solo si deseas mantener la asistencia pública. Es o el trabajo en tus manos o ….

    Bajé la vista a la tarjeta y me pregunté qué haría un trabajador con el salario mínimo en la oficina del forense. No podía ser bueno.

    A los veintinueve, me veía bien a pesar de haber tenido tres hijos al hilo cuando tenía dieciséis, diecisiete y dieciocho, y de que haber soportado a su padre borracho se había cobrado el precio en mi cuerpo. El padre nunca se casó conmigo. Él seguía embarazándome para poder agrandar los cheques de asistencia, hasta que averigüé cómo empezar con la píldora. Se largó alrededor de la época en que heredé a Gabi, y no lo volvimos a ver. Probablemente esté muerto. No hubo ayuda en ese sentido. Solo dependía de mí misma. Tuve que hacer lo que tuve que hacer.

    Me puse el mejor jean que me quedaba como una segunda piel, una camisa blanca abotonada que solo tenía un remiendo en el puño que nadie podía ver, y un par casi nuevo de calzado deportivo Vans que había encontrado por casi nada en la Caridad, y caminé directo al departamento de recursos humanos de la oficina del forense como si tuviese derecho a estar a allí. Sentía como si fuesen a percibir que era solo yo, y me echarían a patadas.

    —La única vacante en este momento es en el departamento de cremaciones —dijo Peggy Munch leyendo cuidadosamente algo en una pizarra —. A Fernando le viene bien la ayuda, aquí dice por tres horas al día. ¿Le tienes miedo a los muertos?

    La Srta. Munch tenía cien años por lo menos, y la pelusa de cabello disperso era de un improbable color rojo. Tenía un rostro angosto, amarillento, y me observaba a través de unos anteojos grandes redondos que hacían juego con su cabello. Usaba un traje beige sosegado que desentonaba con los enormes aretes marrones concéntricos que colgaban de sus orejas, con una tira de perlas gruesas haciendo juego del tamaño de pelotas de ping pong que daba tres vueltas alrededor de su cuello. Una docena de delgadas pulseras de metal rodeaban su brazo derecho y hacían ruido contra el escritorio a medida que golpeaba las largas uñas granate contra la parte superior de este.

    Observé a esta señora de apariencia loca y dije:

    —En mi vecindario, tengo más miedo de los que están vivos.

    La Srta. Munch esbozó su mejor sonrisa. Obtuve un buen vistazo de algunos dientes de caballo amarillentos que podría o no haber comprado en una tienda.

    —Buena actitud, Srta. Guerrero. Vaya por ese corredor de allí, tome el elevador hasta el sótano y busque a Fernando. Yo llamaré y avisaré que va en camino a verlo. Si le gusta a él, tiene un trabajo.

    Fernando era unos diez años mayor que yo, alrededor de cuarenta. Tenía ese bronceado apagado de alguien que solía estar al aire libre con frecuencia, junto con un corte de cabello de trabajador del gobierno. Había suficiente barba en su rostro que se encontraba en algún punto entre interesante y que necesitaba un buena fregada, solo que no me interesaba averiguar la respuesta. Era de un barrio, pero no del mío. Tenía panza cervecera, pero ¿quién podía culparlo, con el trabajo que tenía? Estoy segura de que estaba justificado que se excediese con cualquiera fuese el vicio que tuviese. Asumí que era la bebida.

    Me mostró el lugar.

    —Esta área tiene los cremadores—explicó—. ¿Estás bien?

    Asentí con la cabeza.

    —¿Así se los llama? ¿No hornos?

    —Horno puede ser, también —explicó—. Algunos profesionales los llaman incineradores.

    —Eso suena espantoso —dije.

    Fernando contuvo un poco de risa.

    —Tengo un par de preguntas. —Me sentía cómoda con Fernando.

    —Dispara.

    —¿Los cuerpos se ponen en un ataúd?

    —A veces sí, pero no la parte superior del ataúd. Más tarde te explicaré sobre eso. El cuerpo se pone en un contenedor sin acero. Esa es la regla. Con frecuencia tienen puestas las prendas que tenían cuando murieron.

    No me sentí enferma, pero era posible que lo estuviese.

    Después de una hora con Fernando, no me descompuse, y eso lo sorprendió. No niego que fuese un asco y perturbador.

    —Si quieres el trabajo, lo tienes. Sé que no pagarán mucho, pero yo no tengo nada que ver con esa parte.

    —Quiero el trabajo —respondí.

    Regresé con mi entrevistadora, la Sra. Munch. Llené un manojo de papeles, y empecé a la mañana siguiente, una hora después de que los niños fuesen a la escuela.

    Tomé el autobús por la corta distancia hasta las instalaciones del condado. Era bueno salir de la casa. El condado me proveyó de uniformes caqui. Los parches en la manga de la camisa decían «Oficina del Forense Condado de Los Ángeles». Por supuesto, tenía que usar mi propia ropa interior.

    Me compré un par de calzado deportivo Vans. Nuevo.

    Descubrí algo acerca de tomar el autobús en forma cotidiana exactamente a la misma hora. Te encuentras con las mismas personas. Todavía son extraños, pero comienzas a sentir como que son conocidos. A algunas de estas personas preferirías no conocerlas.

    Estuve observando a uno de esos individuos a la distancia. Era un hombre que se aplicaba una enorme cantidad de pomada, engrasado con Vitalis, y con un fuerte aroma a loción barata para después de afeitarse. Me parecía que se sentaría al lado de una mujer atractiva, luego ella habría de sentirse molesta por algo que él hubiese dicho, hecho o agarrado, y la mujer al lado suyo siempre se cambiaría de asiento antes de llegar a donde se dirigía. Llegó el día inevitable en que se sentó al lado mío.

    —¿Qué haces para el condado? —preguntó.

    Yo no quería que mi amistad con este lotario del autobús llegase tan lejos, así que lo corté de manera creativa: le dije la verdad.

    —Cremo gente.

    — ¿Me estás tomando el pelo?

    —Alguien tiene que hacerlo.

    Le brindé una gran sonrisa. Busqué dentro de mi enorme bolso para llevar de todo y saqué un pedazo de carne envuelta en papel blanco que había buscado en lo de Ralph antes de tomar al autobús a casa.

    —Traje a casa un pedazo de uno. ¿Quieres ver?

    Sus ojos se agrandaron, y retrocedió como si acabase de contraer rabia, sarna y un caso grave de disentería, todo en uno. Se alejó unas pulgadas, murmuró algo, y partió hacia el asiento más alejado de mí que había en el autobús.

    Me reí por dentro todo el camino a casa.

    En casa, no hablé de trabajo. Gabi hizo un millón de preguntas, y esa niña nunca iba a aceptar un «no» como respuesta. Así que, finalmente, le conté.

    —¿Quemas gente?

    —No. Quemo gente muerta —la corregí.

    —Me siento mal —dijo, y salió corriendo a la habitación.

    Cuando se recuperó, les dijo a mis hijos lo que hacía.

    Darrin es tres años menor que Gabi. Se encerró en su habitación durante una hora y no quería salir. No quería que su madre quemase gente.

    —Gabi, eres malvada —le grité a mi sobrina—. Tienes al diablo adentro de ti.

    Me sacó la lengua.

    —Tía, somos familia. No ocultamos nada.

    Los niños ya estaban bien con el tema para la hora de la cena. Desde entonces, se les han estado ocurriendo bromas macabras, y hacen como que somos la familia Adams o Los Munsters. Entro caminando a la habitación, y comienzan a cantar el tema central de Los Locos Adams, o en vez de Mami, me dicen Morticia. Quizá Gabi tenía razón. ¿Por qué ocultar?

    La Sra. Delavega hizo su visita mensual.

    —¿Cómo va?

    —¿Deseas saber cuántos cremé hasta ahora?

    —No, no quiero saber nada por el estilo.

    —En serio, gracias por la recomendación. Estoy empezando a darme cuenta de que hay un mundo completo afuera de estas puertas.

    —Buena actitud —dijo la Srta. Delavega. Recuerdo cuando la Sra. Munch, de apariencia loca, me dijo eso.

    Fernando y yo nos llevábamos perfecto, excepto que él estaba casado y tenía cuatro hijos. Ganaba buen dinero y beneficios adicionales. Luego de 20 años en el trabajo, podría jubilarse y obtener una pensión.

    —Algún día, quizá pueda obtener un trabajo regular aquí —decía yo. Con frecuencia.

    —No hay razón por la que no puedas —respondía él.

    Un empleo regular significaría que gane demasiado para recibir asistencia. Tendría que dejar la asistencia, quizás hasta el cheque que recibía por Gabi del gobierno. Si el salario no me alcanzase para vivir de él, o el trabajo no funcionase por una razón u otra, me llevaría para siempre recuperar la ayuda. Era demasiado riesgoso.

    —Cuando mis hijos sean mayores —contesté.

    Éramos Fernando y yo desde las nueve hasta el mediodía. Cuando teníamos solamente un cuerpo para trabajar, teníamos tiempo de hablar. Fernando tenía que hacer el papeleo, pero su jefe trabajaba en otro turno. Un día dijo:

    —Esos jeans fueron hechos para ese buen culo, Isabel. No te enojes. Tenía que decírtelo.

    —No me enojo. ¿No recibes nada en casa?

    —Tengo lo suficiente —dijo.

    La siguiente vez que tuvimos tiempo libre, tuvimos relaciones en su oficina. Me incliné sobre el escritorio, los pantalones de trabajo alrededor de mis tobillos. Todo el piso estaba silencioso, pero el escritorio crujía muy fuerte. No había nadie cerca, pero él encendió la radio en la estación de rock local para tratar de disimularlo.

    —Nada mal, Fernando —comenté después—. Por lo menos diez minutos.

    —Te estás burlando —dijo.

    —Ni de casualidad. El padre de mis hijos se venía en dos minutos. Esta vez, yo también lo hice.

    Besé a Fernando. Hacía mucho tiempo desde que había estado con un hombre.

    1978

    Los Ángeles, California

    Gabi

    A los catorce, le pedí a mi consejera escolar que me diese un permiso laboral, pero me dijo que de ninguna manera. Tenía que tener quince, más tantos meses. No iba a quedarme con un no como respuesta, así que le coqueteé al gerente del McDonald’s de a tres cuadras de casa. Su nombre era Ramírez. Tenía veintiuno, un buen tipo del barrio. Tenía una risa linda.

    —Anótame para tres o cuatro horas por día —dije—. Por favor.

    Me respondió:

    —Una cosa es segura, pequeña. Necesito un permiso laboral y un número de seguridad social.

    El número de seguridad social era fácil. Mi tía tenía mi tarjeta. Sin una tarjeta de seguridad social para cada niño, no podía conseguir la ayuda. Volví con Ramírez y le di el número de seguridad social.

    Cuando regresé, me llevó a su oficina.

    —Regresa cuando tengas el permiso laboral, y luego regresa cuando tengas dieciocho así puedo tener algo de ese trasero.

    —Ah, ¿te gusta mi trasero?

    No dudé en usar eso como soborno.

    —Dame un trabajo y no tienes que esperar. Te desafío.

    Ramírez se puso rojo como un tomate. Su rostro desentonaba terriblemente con el atuendo amarillo y naranja.

    —Yo me voy de aquí, eres menor —dijo, mientras salía corriendo de la oficina, dejándome sola allí.

    Yo sabía que mi cuerpo estaba bien, pero no alardeaba con eso. Sabía que era linda. Me sorprendía a mí misma cuando me miraba en el espejo. Mi mamá había sido linda, pero no podía ver tanto de ella en mí, o de mi padre tampoco. Quizá sí tenía un padre en Italia de quien hubiese heredado la apariencia. No tenía granos y no necesitaba maquillaje para los ojos. Mis cejas eran oscuras de forma natural, y mis pestañas largas y gruesas sin ayuda.

    —Es bueno que andes al natural —diría mi tía—. Eres demasiado joven para andar tonteando con maquillaje. Arruinaría tu hermosa piel.

    —Tía, tú te maquillas para ir a quemar personas muertas. ¿Por qué yo no habría de hacerlo para las vivas?

    —No seas insolente, niña. Si tu madre estuviese viva, te abofetearía por tonta.

    —Perdón, Tía, no pretendí decirlo como salió. Digo, lo del maquillaje. Noté que comenzaste a usarlo, así que me preguntaba si tienes novio.

    —Soy una señora vieja de veintinueve. ¿Qué haría siquiera con un novio? ¿Y cuándo? Todas mis horas despierta están contadas.

    —Está bien, Tía. Solo me lo preguntaba.

    Me preguntaba si estaba sola. Nunca hacía nada excepto maquillarse para el trabajo para verse linda para los muertos, y luego volvía a casa y se lo lavaba. No veía el punto, pero supuse que dependía de ella. Nunca trajo un hombre a casa.

    Pasaron los meses. Yo iba a McDonald’s con frecuencia, donde Ramírez me notaba. Su ojos oscuros y hambrientos me seguirían por todos lados, como si quisiese ponerle kétchup a mis papas fritas. Recordaba mi nombre. Se acercaba a mi mesa cada vez que me veía por ahí y me entregaba unas papas grandes. Conversaba conmigo como lo hacían los chicos de la escuela. Me preguntaba si tenía hambre, o me daba una gaseosa. Si decía que tenía hambre, comía gratis. Me encantaba tentarlo. Si coqueteaba en lo más mínimo, se ponía todo tembloroso y nervioso. Le susurraba cosas sucias.

    —Eres menor —me decía.

    Yo reía.

    —Solo estoy tratando de devolverte el pago por las bebidas y la comida que me diste.

    Ramírez nunca me dejó seguir con esa clase de conversación. Supuse que estaba esperando hasta que ya no fuese más menor. Solo una cuestión de tiempo.

    Cuando cumplí quince en 1979, me maquillé y me arreglé el cabello. Me hacía ver por lo menos de dieciocho. Hasta rellené mi sostén. Una pequeña media llega muy lejos en un sostén. Me dirigí otra vez a ver a Ramírez por un trabajo.

    Respondió:

    —Tan pronto obtengas el permiso de la escuela, estás dentro.

    Me mostró que todavía tenía mi solicitud en el escritorio.

    Mi consejera era historia. El Sr. Snow, el tipo que me habían asignado, siempre estaba ocupado. Nunca miraba para arriba.

    El primer encuentro que tuvimos, habló bastante acerca de tomar una clase educativa para conductores que terminó con todos dando el examen y obteniendo un permiso. Tipo, ¿cómo iba yo a tener un auto alguna vez? Pero lo hice. ¿Por qué diablos no? Era una clase optativa sencilla. Todos los que lo habían tenido decían que estaba chiflado. Nunca prestaba nada de atención a los estudiantes, sino que estaba muy concentrado con los papeles en su escritorio.

    Él podía escuchar cuando lo necesitaba. Lo puse a prueba. Tuve que ponerme toda dramática.

    —Las cosas están mal en casa. Necesito ayuda. Nos quedamos sin leche esta mañana y no había dinero para comprar más. Sr. Snow, necesito un permiso laboral.

    El desayuno era algo importante en casa, ya sea que solo fuese cereales, bananas y leche, tortillas enrolladas alrededor de huevos revueltos, o lo que sea. Que la tía Isabel me perdone. Esta mañana acababa de llenarme de panqueques antes de que se fuese a trabajar. Los panqueques son baratos, deliciosos y no te quedas sintiendo vacía. Se aseguraba de que todos comiésemos, aun cuando ella no lo hiciese. Decía que tomaría café en la oficina.

    —Estamos a punto de morir de hambre en mi casa —dije.

    Me miró. No podía interpretar su expresión, pero el hecho es que levantó la mirada. Sus ojos, noté, eran gris claro. Tenía un mechón de cabello blanco en la parte de arriba de la cabeza como un muñeco troll y usaba polera con cuello alto, llueva o truene.

    —McDonald’s me contratará si tengo un permiso.

    Sacó mi expediente, dio una mirada rápida y volvió a guardar el expediente.

    —Necesitas otros ocho meses —dijo.

    —Sr. Snow, ¿qué tal si hace una excepción? Mi familia está en problemas.

    Mi tía me hubiese dado una patada en el culo por decirle esto al consejero. Con cinco bocas para alimentar, ¿cómo podríamos no estar sufriendo? Ella pasaba privaciones con bastante frecuencia, pero nosotros, los niños, nunca lo hacíamos. Teníamos montones de pan, arroz, papas, tortillas y mis dos primos varones comían como si estuviesen en un concurso.

    Tenía dos conjuntos de ropa interior, un jean gastado, dos faldas, tres blusas y dos camisas. Todo comprado barato al Ejército de Salvación o a la Caridad. Mi único par de zapatos era de la Caridad. Serena era un par de años más joven pero tenía pies más grandes y los había usado primero. Apenas le quedaban. Tenía cuatro pares de calcetines que vigilaba como un halcón. Yo hacía que lo que usaba se viese bien, limpio y planchado, fresco, pero tenía que lavar y planchar todos los días. No había dinero para el lavadero, y aunque lo hubiese, mi tía no iba a dejarme lavar mis prendas a máquina todos los días. Yo lavaba mi ropa en el lavabo del baño. La colgaba afuera si el clima estaba bien o en el barral de la cortina en el baño. Mis primos siempre se burlaban de mis tangas y sostén siempre colgando en el baño.

    Snowman miró hacia arriba una segunda vez. Miró fijamente, como si me estuviese estudiando. Quizá se dio cuenta de lo bonita que era. Mierda, ¿soy engreída, acaso? Sea lo que sea, ocurrió un milagro.

    —¿Me estás diciendo la verdad?

    Quizá quedarme sin desayuno no era verdad, pero si alguien tenía problemas de dinero, esos éramos nosotros.

    Diez minutos más tarde, salí de su oficina con el permiso. Vine directo desde la escuela a mostrarle a Ramírez. Al día siguiente, fui a trabajar a McDonald’s. Logré comer gratis, a pesar de que, gracias a Ramírez, ya había estado haciéndolo desde hacía un buen rato.

    El segundo día de trabajo, le hice a Ramírez una paja en su oficina. Le tomó menos de tres minutos acabar. Fue mi primera experiencia sexual. Todo eso que había dicho de que era menor. Cuando llegó el momento, la sacó, luego se espantó cuando puse mi mano a su alrededor y se la froté. Nunca antes había hecho nada de esa clase —pero duermo en una habitación con dos varones. Serena y yo, nos destacábamos en pretender que dormíamos pasase lo que pasase.

    —Ramírez —dije—. Estamos a mano.

    —Esto nunca sucedió —contestó.

    Dos semanas más tarde, Ramírez me pagó mi primer cheque. Le di la mitad a mi tía. Lloró.

    —Prométeme que no dejarás la escuela. Seguirás hasta el final y te graduarás.

    —Lo prometo —respondí. En serio. Deseaba ir a la universidad.

    No era que solo me gustase la escuela. Tenía facilidad para aprender. Era buena en matemática y muy buena en inglés. Me gustaba la clase de gimnasia. Escuché al entrenador de gimnasia contarle a otro maestro que yo podía escalar la cuerda mejor que los varones. Hacía lagartijas y sentadillas como loca, y ejercitaba en casa. Reacomodaba las cajas en el depósito refrigerado con tanta frecuencia que Ramírez, que estaba parado en la esquina comiendo papas fritas y observándome, empezó a decirme Rocky. Trotaba de ida y vuelta al trabajo. Si hubiese sido dueña de una bicicleta, la hubiese usado, a pesar de que en mi vecindario nadie anda en bicicleta por ejercicio. También era raro ver gente trotando. En la escuela corría en pista. Un buen entrenamiento me hacía transpirar como loca.

    —Tienes que usar bombacha debajo de esos shorts de gimnasia, o te dará una infección —dijo mi tía cuando regresé de correr, señalando cómo el material me apretujaba hasta la piel de allí abajo. Una niña de la escuela decía que se me marcaban los labios. Yo era desafiante, y me excitaba exhibirme. Provocaba, luego pretendía estar enojada cuando me decían algo desagradable. La entrenadora me reprendía como mi tía, pero los entrenadores hombres me miraban como lo hacía Ramírez, como si yo fuese un bol de fresas y miel, y no hubiesen comido por una semana.

    Circulaba un rumor de que los entrenadores espiaban en el vestuario. Encontramos un hoyo en la pared detrás de uno de los casilleros donde se apoyaba el armario de insumos de limpieza del conserje, pero nunca logramos pescar a nadie allí adentro. También había una ventilación de aire en el medio de la pared, por la que podíamos mirar hacia el vestuario de varones, pero nunca encontramos a nadie allí tampoco. Al menos, no en el acto.

    Nosotros cuatro habíamos estado durmiendo en una cama desde que puedo recordar, Serena y yo de un lado, Darrin y Larry del otro. Después de un par de cheques, fui y compré dos juegos de literas casi nuevas en la Caridad. Ramírez las trajo en su camión y me ayudó a armarlas. Yo pedí una de las literas de abajo. Mi tía nos consiguió juegos de sábanas blancas de algún lado, y se veían completamente nuevas. Yo estaba un poco asustada de que proviniesen de su trabajo y nunca reuní la valentía para preguntarle.

    A fin de mes, por el lado de mi tía, no había más dinero que el que había antes de que trabajase en la oficina del forense. El único que se beneficiaba de su trabajo era el gobierno. Usaban su cheque para reducir el monto de asistencia que recibía. El poquito que ganaba yo era lo único extra, así que significaba una diferencia enorme. Sí, mi pago era diminuto, pero era mejor que no tenerlo. Y nadie contaba que yo tenía un trabajo, y mi tía no le iba a decir a la Sra. Delavega que yo le daba la mitad de mi paga. Mis primos no le iban a contar a nadie cuántas hamburguesas de McDonald’s frías comían en el desayuno. Me explico: un McDonald’s abierto toda la noche como el de mi vecindario tira la comida después de que estuvo afuera demasiado.

    Yo siempre la agarraba para traerla a casa: bolsas de papel llenas de galletas, hamburguesas, pasteles de manzana, panecillos ingleses, gelatina y sobrecitos de kétchup. Una vez conseguí un gran rollo de papel higiénico que nos duró un mes y medio. En el trabajo, a nadie le importaba una mierda. Darrin, que sentía una inclinación hacia la mecánica, colgó un palo de escoba entre el lavabo del baño y la tina y colgó el rollo gigante allí.

    1981

    Los Ángeles, California

    El autobús gratuito circulaba todo el verano hacia la playa llevando allí a los niños y trayéndolos de regreso luego de ocho horas en la arena. Yo no estaba en ese autobús. Trabajaba muchas horas, seguía dándole a mi tía la mitad de mis ingresos y ahorraba la mayor parte del resto para la matrícula y demás en el ELA Junior College. Le había dicho a Ramírez que sus diversiones conmigo habían sido algo por única vez, pero no era verdad. Cuando necesitaba un favor especial, como un aumento o algo importante, él quería hacerlo y yo también. Nunca tardó mucho. Le tomé la mano a la manera de hacerlo para que fuese más rápido. Finalmente, Ramírez fue ascendido y siguió su vida. Yo tuve uno o dos aumentos microscópicos. A los diecisiete, todavía era demasiado joven para el trabajo de gerente asistente, pero para entonces, tenía dos años en el trabajo. Por lo menos, la antigüedad me permitía elegir mis horarios. Tomaba turnos divididos y toda clase de horarios no disponibles para un menor, pero nadie observaba. Tampoco era que sirviésemos alcohol.

    Sabía que para la universidad necesitaría ropa e insumos. Muchas de mis amigas usaban la escuela para buscar un hombre con quien estar, tener hijos y llevar una vida juntos. Yo no pretendía eso. Anhelaba el sexo y un futuro tanto como cualquier otra chica, y escuchar a otras chicas hablar me excitaba, pero sabía la verdad. Al igual que Ramírez, los tipos siguen adelante.

    Yo no me llevaba bien con todas. Supongo que mi apariencia y la forma en que me exhibía y coqueteaba molestaba a algunas de las chicas. No aceptaba mierda de nadie. Eso dio como resultado una cantidad de peleas, dos de ellas con mucha sangre. No teníamos soplones en nuestra escuela, así que nunca me pasó nada a mí o con las que había aclarado los tantos. El vicedirector nunca me dijo nada. Todo lo que hice, me salí con la mía.

    Todos los demás lo llamaban Sr. Snow, pero yo lo llamaba Snowman, mi pequeño sobrenombre. Me citaba a su oficina solo para preguntarme si me iba bien. Cuando entraba para verlo, dejaba de trabajar.

    A veces tenía que mover una pila de archivos a un lado para verme. Había estado atento desde que me dio el permiso laboral. Me inyectaba confianza sobre mis calificaciones y tiraba profesiones a las que debería apuntar. Hablábamos de nuestros programas de TV favoritos. Le gustaba Viaje a las estrellas, La próxima generación. Yo lo embromaba con que era un Trekkie. Admití que me gustaban los programas de abogados, todos ellos, como Petrocelli, Vida de un estudiante, Judd for the Defense, Owen Marshall, Los Defensores, hasta el viejo Perry Mason. En vez de burlarse de eso, lo aprovechaba para hacerme hablar sobre lo que yo veía en mi futuro. Seguro, tenía sueños, pero que él me hiciese hablar acerca de ellos parecía que podían ser reales, y no solo un cuento de hadas.

    Dijo:

    —Pelea usando la ley en vez de los puños.

    Me avergonzó que supiese. No conocía a muchos tipos que respetase, quizá mis primos porque cuando hablaban me protegían. Snowman cree que soy más que una cara bonita y un cuerpo candente.

    —Lo siento, Snowman. No sabía que sabías. Sacudió la cabeza y se vio apesadumbrado por un segundo.

    —Podrías ser abogada —dijo.

    —¿Crees que soy lo suficientemente inteligente para esa profesión? —Traté de imaginarme a mí misma como uno de los personajes. Sus vidas parecían muy alejadas de la mía.

    —Sí.

    —Pensaré en ello —contesté.

    —Gabriella, no quiero verte en la oficina del vicedirector donde no podré ayudarte.

    —Gracias, Sr. Snowman.

    Caminé alrededor de su escritorio y le di un beso diminuto en la mejilla. Estábamos apretados. Pensé en hacerle una paja, pero eso nos pondría a ambos en problemas si nos atrapaban. Era como si lo mejor que pudiese hacer por él era hacerle honor a mi potencial, lo que sea que eso significase. Una buena parte de eso sería graduarme de la escuela secundaria y terminar la universidad.

    Estaba caminando a casa desde el trabajo y noté a un conductor siguiéndome. Había visto antes el auto, un VW convertible, viejo y abollado. Me sorprendió que un tipo que no era de nuestro barrio lo recorriese como si tuviese un pase libre de (¡por lo menos!) siete pandillas que llamaban su territorio a mi vecindario. Casi había llegado a casa cuando frenó, justo delante de mí, levantó sus anteojos de sol y esperó hasta que yo estuviese pasando para ofrecerse a llevarme.

    Miré por encima, lo reconocí y seguí caminando.

    —Gracias. Ya casi estoy en casa, luego salgo a trabajar. Llego tarde.

    Siguió y repitió la maniobra, frenando delante de mí y preguntando otra vez cuando estuve en línea con su auto.

    Esta vez lo engañé. Finalmente, se fue manejando.

    Llegué a casa, tomé una ducha rápida, me metí de un salto en mi uniforme y dejé la casa para hacer la corta caminata a McDonald’s. Había regresado. Frenó en paralelo a los autos estacionados manejando a mi velocidad mientras yo caminaba en la acera.

    —Mi nombre es Alex Rose. ¿Cómo te llamas?

    —No te conozco, Alex Rose.

    —Conozcámonos.

    Fue mala suerte mía que él fuese apuesto y encantador, y que yo tuviese solo diecisiete. Tomó poco tiempo que me convenciese de salir en una cita. Era persistente, y además tenía un hoyuelo en la barbilla. Una semana después o algo así, me llevó a Hollywood. Yo solo había ido una vez al Teatro Egipcio y no podía recordar qué película había ido a ver con mi tía y los hijos.

    Alex era más que atractivo. Tenía un cabello excelente, y modales suaves. Tenía veintiséis, una edad que le sonaba exótica e importante a mi yo de diecisiete años. Era un tipo blanco pero eso no me importaba. Yo soy igual de blanca, si hablamos de color, pero soy hispana por cultura.

    —Eres hermosa.

    No lo dijo una vez. Lo decía prácticamente cada vez que me miraba o abría su boca. Tomó mi mano otra vez y me dijo que era hermosa. Si me hubiese pedido que lo hiciese con él, lo hubiese hecho si hubiese habido algún lugar para hacerlo en el teatro.

    1981

    Los Ángeles, California

    Isabel

    Esta es la tercera vez que ese hombre ha salido con ella. Le he dicho que no me gusta, pero eso no le importa a ella. Es obstinada, odiosa y beligerante como lo era Cira, que en paz descanse. No servía de nada decirle algo a ella tampoco. Hacía lo que quería hacer.

    —¿Por qué no trae aquí su culo mugriento y permite que yo lo conozca? —le pregunté a Gabi—. Un hombre furtivo no es un buen hombre. Sé de lo que hablo. Es demasiado viejo para ti, y no tiene buenas intenciones.

    Ella se rio de mí.

    —Tía, no es mi novio. No seas tan anticuada.

    —Lo observé bien. Es demasiado viejo para ti.

    —Tiene veintiséis.

    —¡Y tú apenas diecisiete! No me gusta.

    —Relájate, tía.

    Gabi me dirigió un suspiro como si yo fuese tremendo estorbo y se encerró en la habitación.

    Aun cuando está enfadada porque yo fuese tan entrometida, Gabi siempre es responsable hacia nuestra familia. Solo deseo que entienda que estoy tratando de cuidarla. Puedo anticipar a diez millas lo que sucederá si ella sigue con ese chico malo, y es un camino que no se ve bien.

    Antes de que estuviésemos almorzando en la sala de descanso, Fernando se había quitado el guardapolvo del laboratorio. Traté de no ser obvia sobre eso, pero no pude evitar admirar sus bíceps. Ha estado ejercitando últimamente. Traje una bolsa de hamburguesas de McDonald's que Gabi nos trae en abundancia. El freezer está lleno de ellas, pero está bien. Los varones las engullen como si fuese el fin del mundo. Las hamburguesas se calientan bastante bien en el microondas si las envuelves en una toalla de papel húmeda. A Fernando le gustan tanto como a mis hijos.

    —Isabel, hay una vacante en el campo —dijo Fernando, sorprendiéndome—. Conducir, recoger los cadáveres, y traerlos a las instalaciones. Cuando hay algo para cremar, los traes aquí. No es la gran paga, pero es un salario vital, más de lo que obtienes ahora.

    —Tendría que dejar toda la asistencia pública. ¿Estás seguro de que es suficiente para mantener a cinco personas? ¿Cómo sabes que puedo obtener el trabajo?

    Fernando era mi amigo para entonces, no solo mi amigo para coger, ambos.

    —Tendrás la recomendación del jefe de aquí. Hablé con él. También tendrás mi voto, por supuesto.

    —¿Te refieres a tu jefe?

    —Sí, le gustas.

    —Apenas me ha visto un par de veces.

    —Isabel, ¿lo quieres o no?

    —¿Qué sucederá con mis hijos?

    —El bebé tiene trece, ¿no? Es lo suficientemente grande como para ser niñero de alguien más. Apuesto que adorará la independencia de ser un niño solo con llave para ir y venir. Y apenas estará solo un par de horas. Los conductores tienen horario bancario. Habrás terminado para las cuatro a más tardar. Tienes un poco de experiencia en el departamento, y eso te coloca un par de escalones arriba. Deberías agarrar esto. Es un buen trabajo. Puedes regresar aquí algún día y ganar tanto dinero como yo. Ahora tienes la experiencia.

    Gabi trabaja duro, luego me da la mitad de su cheque. No tendría que aceptarlo si yo ganase lo suficiente por mí misma. Necesita ahorrar para la universidad.

    En casa, le comenté a Gabi primero sobre mi decisión de postularme al trabajo. Recibí un beso y abrazo enormes, y un montón de aliento.

    —Felicitaciones —dijo—. Chofer de cadáveres, ¿no es acaso un ascenso? Sé que puedes hacerlo.

    —Gracias —contesté.

    —¿No tendrás miedo de andar conduciendo por ahí sola con gente muerta?

    —Eso no es nada comparado con lo que hago ahora —respondí.

    En el trabajo, transportaba cuerpos sobre ruedas y ayudaba a meterlos en cajas si no había un cajón para meterlos al cremador. No iba a extrañar esa parte del trabajo, pero iba a extrañar a Fernando.

    Conseguí el

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