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Modernismo
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Libro electrónico105 páginas1 hora

Modernismo

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Esta compilación reúne a cuatro de los más destacados escritores modernistas, como Rubén Darío, José Santos Chocano, José Martí y Enrique Gómez Carrillo. Este libro incluye varias obras poéticas y en prosa, como «El rey burgués», «La tristeza del Inca», «La niña de Guatemala» y «La leyenda de san Pacomio», entre muchas otras.

La colección Transparente incluye obras literarias del canon clásico completas y de trama fiel al original, pero adaptadas al español moderno para facilitar la comprensión del lector del siglo XXI. Cada libro de la colección incluye una evaluación en línea para el lector y una evaluación de comprensión lectora descargable para el docente; dicha evaluación aborda las competencias interpretativa, argumentativa y propositiva.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 abr 2021
ISBN9780463530030
Modernismo
Autor

Javier Martínez (Pacam)

Se desempeña en el área de la educación y de la industria editorial desde hace más de diez años. En la primera, ha sido coordinador de pruebas estandarizadas en el MINEDUC, así como profesor y catedrático universitario; en el área editorial, trabajó seis años en una editorial internacional y, actualmente, es el editor general de Cazam Ah, donde además de libros, también ha publicado las obras de diversos músicos nacionales.Javier Martínez también es licenciado en letras y en antropología; así como maestro en comunicación para el desarrollo y en lingüística del español. Además, tiene estudios de doctorado en investigación.

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    Modernismo - Javier Martínez (Pacam)

    El rey burgués

    Amigo, el día está triste: el cielo, oscuro; el aire, frío. Pero aquí tienes un cuento alegre para distraerte de la melancolía:

    En una enorme ciudad vivía un rey poderoso. Tenía muchos trajes lujosos, esclavas, caballos, armas, perros de raza y hábiles sirvientes para la caza con trompetas de bronce. ¿Acaso era un rey poeta? ¡No, mi amigo, era el rey burgués!

    El soberano era aficionado a las artes y favorecía a músicos, poetas, pintores, escultores, boticarios, barberos y maestros de esgrima.

    Cuando iba de cacería al bosque, junto al venado o el jabalí herido y sangriento, hacía que los profesores de retórica improvisaran y declamaran canciones sobre su hazaña. Los criados llenaban su copa de vino y las mujeres aplaudían rítmica y elegantemente. Era como el Rey Sol, en su Babilonia llena de música, carcajadas y fiesta ruidosa. Cuando se aburría de vivir en la ciudad, iba a cazar al bosque en sus caballos; y hacía salir de su nido a las aves asustadas, y el ruido retumbaba hasta en las cavernas más escondidas. Los perros de caza rompían la maleza en la carrera, mientras los cazadores, inclinados sobre sus caballos, hacían ondear sus capas y llevaban sus caras rojas y su cabello al viento.

    El rey tenía un palacio hermoso, donde había acumulado riquezas y objetos de arte maravillosos. La entrada era un jardín de lilas y estanques, donde era más fácil encontrar un cisne blanco que un criado. Buen gusto. Luego había una escalera con columnas de alabastro, que tenía a los lados leones de mármol estilo salomónico. Refinamiento. Además de los cisnes, tenía una enorme jaula para aves porque le encantaba arrullarse con sus cantos. Le gustaba ir a leer novelas de M. Ohnet o libros sobre gramática cerca de la pajarera. Era un defensor de la corrección académica en las letras: ¡era un alma sensible, amante de la lija y de la ortografía!

    ¡Objetos exóticos por todos lados, por moda y nada más! ¡Bien podía darse el placer de tener un salón digno del gusto del escritor Goncourt y los millones del rey Creso: estatuas de bronce de figuras mitológicas, como quimeras; cuadros lacados de Kioto con incrustaciones de hojas y ramas de una flora monstruosa; animales disecados de una fauna desconocida; mariposas de especies raras junto a las paredes; peces y gallos de colores; máscaras de gestos infernales con ojos vivos; lanzas antiguas con empuñaduras de dragones devorando flores de loto; y en conchas de huevo, túnicas de seda amarilla, como tejidas con hilos de araña y adornadas con garzas rojas y verdes; jarrones de porcelana de muchos siglos, de aquellos adornados con guerreros tártaros que llevan arcos y manojos de flechas.

    También había un salón griego, lleno de estatuas de mármol: diosas, musas, ninfas y sátiros; otro salón era de los tiempos galantes, con cuadros del gran Watteau y de Chardin; dos, tres, cuatro, ¿cuántos salones?

    Y el soberano, como un mecenas, se paseaba por todos los salones, con la cara inundada de majestad, el estómago lleno y la corona en la cabeza, con un rey de naipe.

    Un día, le llevaron al rey una especie rara de hombre. Él estaba en su trono, acompañado de sus cortesanos, de retóricos y de maestros de equitación y de baile.

    ―¿Qué es eso? ―preguntó el rey.

    ―Señor, es un poeta.

    El rey tenía cisnes en el estanque, como canarios, gorriones y cenzontles en la pajarera: ¡un poeta era algo nuevo y extraño!

    ―¡Déjenlo aquí! ―ordenó el rey.

    ―Señor, no he comido ―dijo el poeta.

    ―¡Habla y comerás! ―respondió el rey.

    Entonces, el poeta comenzó:

    ―Señor, hace tiempo que canto el futuro. He tendido mis alas al huracán; he nacido en el tiempo de la aurora; busco la raza escogida que debe esperar con el himno en la boca y la lira en la mano, la salida del gran sol. He abandonado la inspiración de la ciudad del pecado, la alcoba llena de perfumes, la musa de carne que llena el alma de pequeñez y el rostro de polvos de arroz. He roto el arpa de cuerdas débiles que solo adula contra las copas de cristal de Bohemia y las jarras donde espumea el vino que embriaga sin dar fortaleza; he arrojado el manto que me hacía parecer un payaso, o una mujer, y ahora visto de modo salvaje pero espléndido: mis harapos son púrpura. Fui a la selva, donde me hice vigoroso con la leche fecunda y el licor de la nueva vida; y en la playa del mar áspero, sacudiendo la cabeza bajo la fuerte y negra tempestad, como un ángel soberbio, o como un semidiós olímpico, ensayé el poema tipo yambo, dando al olvido el poema tipo madrigal.

    He acariciado la naturaleza, y he buscado al calor del ideal, el verso que está en el sol, y el que está en la perla del profundo océano. ¡He querido ser pujante porque viene el tiempo de las grandes revoluciones, con un mesías todo luz, todo agitación y potencia! ¡Es preciso recibir su espíritu con el poema que sea arco triunfal, de estrofas de acero, de estrofas de oro, de estrofas de amor!

    ¡Señor, el arte no está en las frías estatuas de mármol, ni en los cuadros caros, ni en el excelente escritor Ohnet! ¡Señor! El arte no viste pantalones, ni habla en burgués, ni pone los puntos en todas las íes. El arte es grande, viste de fuego o anda desnudo, amasa el barro con fiebre, y pinta con luz. El arte es opulento y da golpes de ala como las águilas, o zarpazos como los leones. Señor, entre un Apolo y un ganso, debes preferir siempre el Apolo, aunque sea de barro cocido y el otro, de marfil.

    ¡Oh, la Poesía!

    ¡Y bien, hoy los ritmos se prostituyen, los poetas hablan de los lunares de la mujeres y fabrican poemas acartonados! Además, señor, el zapatero critica mis endecasílabos, y el vendedor de la farmacia pone puntos y comas a mi inspiración. Señor, ¡¿y usted autoriza todo esto?! ¡El ideal, el ideal...!

    El rey interrumpió:

    ―Ya han oído, ¿qué hacer?

    Y un filósofo respondió:

    ―Si lo permites, señor, puede ganarse la comida con una caja de música; podemos colocarlo en el jardín, cerca de los cisnes, para cuando pasees por ahí.

    ―¡Sí! ―dijo el rey. Y dirigiéndose al poeta, dijo:

    ―Darás vueltas a un manubrio. Cerrarás la boca y, si no quieres morir de hambre, harás sonar una caja de música que toca valses y música popular. Te pagaremos un pedazo de pan por cada pieza de música que toques. ¡Nada de palabras rebuscadas, ni de ideales! ¡Ve!

    Desde ese día pudo verse, a la orilla del estanque de los cisnes, al poeta hambriento que daba vueltas al manubrio: tiririrín, tiririrín… ¡Avergonzado a la luz del sol! ¿Pasaba cerca el rey? ¡Tiririrín, tiririrín…! ¿Había que llenar el estómago? ¡Tiririrín, tiririrín…! Todo esto entre las burlas de los pájaros libres, que llegaban a beber gotas de rocío en las lilas floridas; entre el zumbido de las abejas, que le picaban el rostro y le llenaban los ojos de lágrimas: ¡tiririrín…! ¡Lágrimas amargas que rodaban por sus mejillas y que caían a la tierra negra!

    Llegó el invierno y el pobre poeta sintió frío en el cuerpo y en el alma. Su cerebro estaba petrificado y los grandes poemas estaban en el olvido. El poeta de la montaña coronada de águilas no era sino un pobre diablo que daba vueltas al manubrio: ¡tiririrín…!

    Cuando cayó la nieve, el rey y sus vasallos se olvidaron del poeta. A los pájaros se les abrigó, pero a él

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