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Un grupo de nobles damas
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Libro electrónico97 páginas1 hora

Un grupo de nobles damas

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Retenidos por el mal tiempo en un museo municipal, los miembros del Club de Naturaleza y Arqueología de Wessex deciden entretenerse contando curiosas historias «de hermosas damas, de sus amores y sus odios, de sus alegrías y sus desdichas, de su belleza y su destino ».
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 abr 2021
ISBN9791259714589
Un grupo de nobles damas
Autor

Lord Byron

Lord Byron was an English poet and the most infamous of the English Romantics, glorified for his immoderate ways in both love and money. Benefitting from a privileged upbringing, Byron published the first two cantos of Childe Harold’s Pilgrimage upon his return from his Grand Tour in 1811, and the poem was received with such acclaim that he became the focus of a public mania. Following the dissolution of his short-lived marriage in 1816, Byron left England amid rumours of infidelity, sodomy, and incest. In self-imposed exile in Italy Byron completed Childe Harold and Don Juan. He also took a great interest in Armenian culture, writing of the oppression of the Armenian people under Ottoman rule; and in 1823, he aided Greece in its quest for independence from Turkey by fitting out the Greek navy at his own expense. Two centuries of references to, and depictions of Byron in literature, music, and film began even before his death in 1824.

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    Un grupo de nobles damas - Lord Byron

    DAMAS

    UN GRUPO DE NOBLES DAMAS

    El semblante del caballero se volvió frío como la arcilla y sintió el pobre hombre que su corazón se marchitaba, pues, si bien habían sido el porte y la belleza de aquella mujer los que en su día lo habían incitado a pecar por conquistarla, ahora que su belleza era aún más plena y su actitud más altiva a raíz de su éxito, la fascinación que ejercía sobre él le resultaba casi insoportable. Sin embargo, puesto que había dado su palabra, se comprometió a obedecer las órdenes de la dama, que podían resumirse en una simple renovación de su anterior solicitud: que se marchara a otro país y que jamás revelase su existencia a sus amigos, a su marido o a cualquier persona en Inglaterra; que no volviese a molestarla, a la vista del gran daño que podía causarle en la elevada posición que ahora ocupaba.

    Él agachó la cabeza.

    ¿Y el niño… nuestro hijo? —preguntó.

    —Está bien. Muy bien.

    Con esto partió el infeliz caballero, mucho más triste que en su viaje hasta Inglaterra, pues en ningún momento había dado en suponer que una mujer que apreciase su honor tanto como Maria había demostrado y que fuese la madre de su hijo pudiese recurrir a semejantes medios para restablecer dicho honor, y con tanta premura por demás. Había contado con convertirla en su esposa conforme a la ley y la verdad, y en vivir felizmente con ella y con su hijo, por quien sentía una honda y creciente ternura, aunque jamás lo hubiese visto. Lady Icenway regresó a su mansión en las afueras de Wintoncester y nada dijo de esta entrevista a su noble marido, quien por fortuna había salido ese día a cazar cerca de Weydon Priors y no se enteró de su escapada. Había despachado al pobre Anderling perentoriamente, aunque en lo sucesivo observaría a menudo el rostro de su hijo y apreciaría en sus facciones numerosos rasgos del padre. Tuvo amplias oportunidades de entregarse a esta observación en los meses del otoño y el invierno siguientes, toda vez que su

    marido era un aristócrata de los que dedican la mayor parte de su tiempo a la agricultura y las actividades al aire libre.

    Un día de invierno, mientras lord Icenway participaba en una partida de caza bastante lejos de casa —tenía por costumbre salir a cazar tres o cuatro veces por semana en esa época del año—, su mujer paseaba al sol por la terraza, delante de las ventanas, cuando cayó a sus pies un pequeño objeto blanco lanzado desde una tapia cercana. Resultó ser una minúscula nota envuelta en una piedra. La abrió, leyó su contenido y de inmediato (mientras en su semblante de reina se imprimía un gesto de extremada severidad) salió a toda prisa y cruzó la cancela para adentrarse entre los arbustos, de donde había salido la nota. Allí, entre las matas, se encontró con su primer marido. Su aspecto denotaba sin lugar a dudas que algo le había ocurrido.

    —Adviertes un cambio en mí, mi bien amada. Sí, Maria, he perdido todas las riquezas que poseí un día, principalmente en imprudentes juegos de azar en ese infierno al que me desterraste, pero una cosa en el mundo sigue perteneciéndome: mi hijo; y por él he venido hasta aquí. ¡No temas nada de mí, querida! No te importunaré por mucho tiempo, ¡te amo demasiado! Pero pienso en el niño día y noche sin poder evitarlo; no puedo contener mis sentimientos. ¡Ansío verlo y poder intercambiar con él una palabra al menos una vez en mi vida!

    —Pero ¿y tu juramento? Prometiste no revelar jamás de palabra o de obra…

    —No diré nada. Sólo permíteme verlo. Bien sé lo que te he jurado, cruel señora, y respetaré mi juramento. De lo contrario habría recurrido a cualquier subterfugio para ver a mi hijo. Sin embargo, prefiero obrar con franqueza y solicitar tu permiso.

    Protestó ella, con esa altiva severidad que había pasado a ser parte de su carácter y que la obtención de un título nobiliario no había hecho sino incrementar en lugar de disminuir. Respondió que lo consideraría y que le daría una respuesta en el plazo de dos días, a la misma hora y en el mismo lugar, cuando su marido se hubiera ausentado de nuevo con su jauría.

    El caballero aguardó pacientemente. Lady Icenway, que para entonces no sentía ya ninguna clase de amor consciente por él, sopesó debidamente la cuestión y Juzgó conveniente no llevar a extremos a un hombre de corazón tan apasionado. En el día y la hora acordados fue a verlo, tal como había prometido.

    —Lo verás —dijo—, con la estricta condición de que no le digas quién eres; y en lo sucesivo, aunque tú puedas verlo, él no debe verte, de lo contrario tu actitud terminará por delatarnos a los dos. Esta tarde lo arrullaré para que

    duerma un rato, después vendré aquí y te haré pasar por una entrada privada.

    El desdichado padre, cuyo delito seguía pertinazmente vivo en algún rincón de su cabeza, prometió ceñirse a las órdenes de la dama y esperó entre las matas que volviese a llamarlo. Así lo hizo ella a eso de las tres de la tarde, y a continuación lo acompañó por una puerta del jardín y a través de unas escaleras hasta la habitación donde se encontraba el pequeño. Estaba en su cunita, respirando tranquilamente, con un brazo por encima de la cabeza y sus rizos sedosos hundidos en la almohada. El padre, a quien casi daba lástima ver, se inclinó sobre el niño, y una lágrima rodó por su mejilla y mojó la colcha.

    Lady Icenway levantó un dedo en señal de advertencia al ver que acercaba su boca a los labios del niño.

    ¿Por qué no? —le imploró.

    —De acuerdo, adelante —consintió ella—. Pero ten mucho cuidado.

    Anderling besó al niño sin despertarlo, dio media vuelta, lo miró por última vez y siguió a la mujer, que lo condujo hasta la salida por el mismo camino de antes.

    Este remedio para su corazón compungido, al ver que era un extraño para su propio hijo, tuvo el efecto de agudizar su enfermedad en vez de curarla; pues, aunque hasta el momento había sentido por el hijo al que no conocía ni había visto jamás un amor imaginario y difuso, ahora se sentía ligado a él en cuerpo y alma, como cualquier padre, y la sensación de que en el mejor de los casos sólo podría verlo en rarísimas y breves ocasiones, si es que alguna vez se le permitía, lo sumió en un estado de desvarío que amenazaba con malograr la promesa que le había hecho de desaparecer de su vista. Tal era sin embargo su caballeroso respeto por lady Icenway, así como su remordimiento por haberla engañado, que adiestró a su pobre corazón hasta que logró someterlo. En su soledad, todo el fervor que era capaz de sentir —y era por cierto mucho

    — se vio encauzado así en el amor paterno y marital por un hijo que ni siquiera lo conocía y por una mujer que había dejado de amarlo.

    Este singular castigo se convirtió con el tiempo en tan grande tortura para el pobre extranjero que resolvió buscar a toda costa un alivio escrupulosamente compatible con el buen nombre de la dama que había sido su esposa, por quien sus sentimientos parecían incrementarse en proporción directa al trato punitivo que de ella recibía. En cierto momento de su vida se había interesado mucho por el cultivo del tulipán, así como por la jardinería en general, y desde que se arruinó y regresó a Inglaterra había hecho de este conocimiento un medio para obtener una modesta fuente de ingresos en algunos invernaderos y jardines. Animado por esta nueva idea se aplicó

    celosamente a su trabajo, de tal suerte que al cabo de unos meses había adquirido habilidades muy notables en el ámbito de la horticultura. Aguardó el momento en que el noble marido de lady Icenway necesitara

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