Los pacientes y los días: La lucha de los sanitarios frente a la nueva pandemia
Por Carme Hernández
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De la mano de la doctora Carme Hernández, enfermera en el Hospital Clínic de Barcelona, Los pacientes y los días es una crónica valiente y fresca de la férrea batalla de los profesionales de la salud contra la COVID-19, y una gran lección de humanidad y profesionalidad frente a la adversidad.
Escrito además con humor, un humor necesario para sobrellevar los momentos más aciagos de la pandemia, el testimonio de la autora, sus reflexiones y vivencias, nos invitan a cobrar conciencia de las enseñanzas que no debemos olvidar de esta experiencia dolorosa y los desafíos a que se enfrenta nuestro sistema de salud.
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Los pacientes y los días - Carme Hernández
(1861-1941)
1. De pequeña quería ser enfermera
Hoy ha sido un día particularmente duro. La mayoría de los sanitarios hemos doblado turno y a estas horas ya estamos exhaustos.
Me dejo caer en uno de los sofás del hotel que hace unas semanas, y en cuestión de horas, convertimos en hospital y pienso que, al principio de mi carrera profesional, cuando entré a trabajar en la UCI del Servicio de Pediatría del Hospital Clínic, no imaginaba ni mucho menos que, en realidad, ya empezaba a prepararme para algo que ocurriría treinta y ocho años después.
Estoy agotada, sí, pero me invade un cierto sentido del deber cumplido y me siento muy orgullosa del equipo de personas con las que he colaborado. Hace apenas un mes conocía a muy pocos, y ahora sé que son personas excepcionales en las que puedo confiar a ciegas.
Tal vez sea porque la situación extrema en que nos ha puesto esta pandemia hace que tengas los sentimientos a flor de piel, o quizá porque, en días como hoy, en los que no tienes ni un minuto para pensar en tus propias cosas, el cerebro te lo compensa de alguna manera y te empuja a hacer repaso de tu vida, o puede que sea simplemente porque la memoria es antojadiza y te asalta cuando menos te lo esperas, pero mientras me bebo un café de máquina sentada en este sofá, disfrutando de los primeros minutos de tranquilidad del día, evoco mi temprano deseo de ser enfermera y mis principios en la profesión.
Monjas 0 - Carme 1
Recuerdo que, al finalizar la enseñanza primaria, era costumbre que las monjas del colegio se reunieran con los padres de las alumnas —entonces la educación aún estaba segregada— para orientarlos sobre qué habilidades eran aquellas en las que destacaban sus hijas y cuáles podrían ser las profesiones en las que encajarían mejor.
Aquel día, la directora les dijo a mis padres que me veían para estudiar Puericultura o Secretariado, pero no para realizar el BUP y hacer una carrera universitaria, «porque no da la talla para más», fue el colofón.
Mi padre, con una ceja levantada hasta media frente y toda la flema del mundo, le respondió: «Bueno, ya veremos. De todos modos, hará lo que ella quiera hacer».
Y, por supuesto, lo hice.
De pequeña quería ser enfermera, de mayor lo soy y quiero seguir siéndolo. Me declaro fervientemente enamorada de mi profesión.
Justo un año antes de tan preclara sentencia dictaminada por aquella monja, empecé a sentir fuertes dolores en el vientre, coincidiendo con los exámenes finales de 8.º de EGB. No aguantaba sentada más que unos pocos minutos y tenía que mantenerme de pie durante las clases porque, de lo contrario, el dolor iba en aumento hasta hacerse insoportable. No era una excusa para no estudiar.
Mis padres, por supuesto, me llevaron al médico del pueblo, que enseguida vio que era un problema ginecológico que quedaba fuera de sus competencias.
Mi padre le preguntó cuál era el mejor médico de pago que pudiera visitarme, y este le respondió que tendríamos que ir a Barcelona, a ver al doctor Josep Maria Dexeus.
Tras someterme a unas cuantas pruebas, el doctor Dexeus me diagnosticó quistes en los ovarios. Con 14 años estuve ocho horas en el quirófano y un mes ingresada.
Si la idea de ser enfermera ya me rondaba desde que tenía uso de razón, aquel tiempo ingresada, viendo cómo trabajaba el personal sanitario, viviendo en primera persona el ambiente y las rutinas de la clínica, añadió más sustancia y peso a mi vocación.
Pero el hecho que resultaría del todo definitorio para que tomara la decisión de ser enfermera fue que, al acabar yo la enseñanza secundaria, a mi padre le diagnosticaron un cáncer. Fue ingresado en la UCI del Hospital Dos de Mayo y, con apenas 40 años, murió.
Cada vez que iba a visitarlo, deseaba con todas mis fuerzas haber tenido ya todos los conocimientos necesarios para cuidar de él. La última vez que lo vi con vida pude decirle que había aprobado la Selectividad con muy buena nota y que me habían admitido en la Escuela de Enfermería del Clínic.
Intubado y sin poder hablar, cogió una pequeña libreta de notas que tenía en la mesilla, escribió algo en una hoja y me la tendió: «Como siempre, has podido con las monjas».
Ahora, casi cuatro décadas después, creo que es un lujo trabajar en algo que me enamora y que por ello te paguen un sueldo a final de mes, aunque no sea el que consideras que deberías cobrar.
Pienso que no me equivoqué; cada año que pasa me gusta más mi profesión, he crecido en mis funciones, he pasado por la enfermería de base, por la docencia, por la gestión y por la investigación, un pack completo que tiene como primera y última razón de ser cuidar al paciente. En definitiva, puedo decir que soy una privilegiada.
En cuanto a las monjas del colegio, cuando mis padres me explicaron lo que les había dicho la directora en aquella reunión, me sentó tan mal que me infravalorase que, años después, al acabar la carrera, fui a visitarlas —por primera vez desde que finalicé primaria— y simplemente les dije que había acabado —soy de la segunda promoción de diplomadas en Enfermería— y que empezaba a trabajar en el Hospital Clínic de Barcelona.
Tiempo después les hice una visita más, la última, en esta ocasión para comunicarles que acababa de defender mi tesis y que ya era doctora por la Facultad de Medicina, y les regalé un ejemplar para que lo pusieran en los estantes de la biblioteca del centro.
En la primera página escribí una dedicatoria: «Si uno quiere, puede».
Primer día en el Clínic
Y llegó mi primer día en el Hospital Clínic —estudiábamos en la Facultad de Medicina y hacíamos las prácticas en el hospital—. Estaba más nerviosa y a la vez más ilusionada que en toda mi vida, corría el año 1982.
Llevaba puestos mis flamantes zuecos de un blanco nuclear y mi