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Infancia y melancolía en el cine argentino: De La ciénega a La rabia
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Infancia y melancolía en el cine argentino: De La ciénega a La rabia
Libro electrónico551 páginas8 horas

Infancia y melancolía en el cine argentino: De La ciénega a La rabia

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Este libro ofrece un análisis detallado del personaje infantil y de su percepción en dos obras maestras del cine argentino reciente: La ciénaga de Lucrecia Martel (2001) y La rabia de Albertina Carri (2008). Por una parte, se inscribe la mirada monstruosa y melancólica de la infancia que proyectan estas obras en una tradición narrativa argentina previa, una tradición sobre todo literaria, con la excepción de La caída de Torre Nilsson (1959). Por otra parte, Sophie Dufays propone que los films de Martel y de Carri, si bien ponen en escena un universo natural aparentemente atemporal, presentan una nueva articulación alegórica entre infancia y pasado histórico. El análisis, centrado en la estructura familiar y narrativa de las obras y en sus efectos sonoros, se apoya en una serie de conceptos psicoanalíticos (oralidad, repetición, melancolía y obscenidad) y en la noción de alegoría moderna para describir y comentar un nuevo modelo de representación de los niños en el cine argentino de la posdictadura.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 mar 2021
ISBN9789876919364
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    Infancia y melancolía en el cine argentino - Sophie Dufays

    Créditos

    Agradecimientos y advertencia

    Este libro es el fruto de una investigación realizada con el apoyo económico del Fonds National de la Recherche Scientifique de Bélgica, en la Universidad de Lovaina (Louvain-la-Neuve). Agradezco a esta institución por haberme permitido dedicarme durante cuatro años, de 2008 a 2012, al estudio de las representaciones del niño en el cine argentino, y a la Fondation Universitaire de Bélgica, que ha subvencionado la publicación de sus resultados. Presento mi vivo agradecimiento a mi maestra y amiga Geneviève Fabry por sus comentarios y sugerencias clarividentes a lo largo de mi investigación. Mi gratitud se dirige también a Claudio Canaparo y a Erica Durante por sus consejos, y a Almudena Basanta por su revisión lingüística. Gracias especiales a mi esposo Mauricio Narváez por su ayuda y su apoyo constantes.

    Quisiera agradecer también a Albertina Carri quien, en junio de 2008, aceptó amablemente darme un DVD de La rabia, cuando la película apenas se estrenaba en el cine. Descubrí más tarde que había una pequeña e interesante diferencia entre la versión que recibí y la que fue comercializada: en la segunda, se añadió una música hard rock durante la penúltima secuencia de animación, que está ausente en la versión anterior. Gracias, finalmente, a Javier Riera por haber acogido mi libro en la Editorial Biblos y a Mónica Urrestarazu, por su trabajo atento y riguroso de edición.

    El análisis de los cuentos de Silvina Ocampo que se presenta en el primer capítulo de este libro fue previamente publicado bajo el título Infancia, visión y melancolía en los cuentos de Silvina Ocampo en el volumen LXXXII, N° 254 (enero-marzo de 2016) de la Revista Iberoamericana (Universidad de Pittsburgh). Agradezco a esta revista por autorizar la reedición modificada de ese texto.

    He tratado de citar los textos en su lengua original (español, francés, inglés); en cuanto a los textos de lengua alemana e italiana, los he citado a partir de traducciones al castellano. Finalmente, cabe señalar que la transcripción de todos los diálogos y monólogos fílmicos citados es mía (aunque para Los rubios pude apoyarme en el guion posteriormente publicado).

    Introducción

    Un niño muere al final de La ciénaga (Lucrecia Martel, 2001) cayendo por accidente desde una escalera; un joven adolescente mata a su padre de un tiro al final de La rabia (Albertina Carri, 2008), y cae al suelo. Ambas caídas se ponen en escena en un universo natural casi atemporal, sin referencia histórica o política, pero con elementos culturales o geográficos que remiten a la nación argentina.

    Aunque obviamente pone en crisis la narración alegórica tradicional asociada con el viejo cine argentino de la década de 1980 y, de manera general, con los relatos fílmicos de aprendizaje enfocados en un niño, el aclamado primer largometraje de Lucrecia Martel ha sido interpretado tanto por la prensa como por la crítica especializada en términos metafóricos, y referido a la crisis (económica, social o cultural) que sufría el país cuando se estrenó. El impresionante éxito crítico y el triunfo académico de esta película, sus semejanzas temáticas y paralelos estéticos con La rabia (que no suscitó, sin embargo, la misma pasión interpretativa) y la pregunta por lo que estas películas metaforizan, simbolizan o alegorizan a partir de los personajes infantiles –o sea, por la relación que tejen entre infancia e historia– son los puntos de partida y los ejes de este libro.

    En un capítulo de su texto Deleuze and World Cinemas, David Martin-Jones distingue el papel del niño en el cine neorrealista italiano de la década de 1940, tal como lo describe Gilles Deleuze en La imagen-tiempo, del que le otorgan varias películas sudamericanas de los años 2000 dedicadas a recrear el pasado de las dictaduras de la década de 1970. En films como Germania anno zero (Roberto Rossellini, 1948), el niño es testigo de un proceso histórico presente y representa un ser nuevo, sin recuerdos y abierto al futuro, mientras que en obras como la argentina Kamchatka (Marcelo Piñeyro, 2002) el personaje infantil figura la reconstrucción de un pasado nacional que ha sido censurado pero que funda el presente del espectador:

    The film creates a fulfilling layer of the past to enable a form of historical attentive recollection, but because this layer of the past was officially censored, its reconstruction is self-consciously foregrounded by the film. In this way, a virtual layer of the national past is provided that can be inhabited by the present generation, once rendered childlike, in search of the lost past. Hence history is created in these particular time-images rather like a nationally informing memory. (Martin-Jones 77, subrayado mío)

    Si bien La ciénaga y La rabia parecen contar o mostrar el presente desde una perspectiva neorrealista y un punto de vista infantil, en su trama y en su organización audiovisual resulta también determinante un pasado secreto y objeto de censura. Pero esta censura no da lugar en estas películas a una recreación explícita del pasado –recreación nostálgica y a la vez reflexiva– como en Kamchatka, sino a una (de)negación melancólica dentro de un presente aparentemente inmóvil. El pasado, entonces, interviene como un espectro, un fantasma que tuerce el destino de los niños.

    La relación entre infancia y pasado, tal como se pone en escena a partir de la narración, a partir de la configuración temática de la familia y a partir del sonido, permite distinguir dos tendencias de representación del niño en el cine argentino de la posdictadura. Desde Espérame mucho (Juan José Jusid, 1983) hasta Infancia clandestina (Benjamín Ávila, 2011), pasando por Un lugar en el mundo (Adolfo Aristarain, 1992) o por la ya mencionada Kamchatka,¹ en las películas que ponen en escena la infancia dentro de un contexto histórico (sea el del peronismo, de la dictadura o del retorno a la democracia), según un modo alegórico clásico que he analizado detalladamente en otro lugar (Dufays, 2014), el niño o la niña que pierde o ha perdido a su padre figura un pueblo argentino en duelo de su ideal nacional (revolucionario y predictatorial). La representación de este duelo es nostálgica en la medida en que muestra cómo el niño desea reencontrar (νοστος) dolorosamente (αλγος),² recuperar el ideal perdido asociado a su padre, y tiende a suscitar este deseo en el espectador; pero también logra ser reflexiva, pues invita al espectador a ser consciente (como el niño llega a serlo) de que tal recuperación no es posible.³ La simbolización que este duelo supone se produce precisamente desde el relato, desde la narración misma del pasado que se transmite al niño, en muchos casos de manera verbal. Asimismo, estas películas comunican un mensaje (una idea de la historia) mediante una serie de estrategias, en particular, la puesta en escena de símbolos nacionales convencionales, cuestionados a partir de su relación con un espacio periférico (provincial); el uso excesivo de la música o de la voz en off y de la voz over, que explica o subraya el mensaje; la incorporación de imágenes de otro origen semiótico, como fotografías o dibujos, que combinan efectos de objetivación y de onirismo; el montaje discursivo de secuencias paralelas; y la mise en abyme de la narración y del mensaje en una breve historia contada al niño o leída por él, o bien en una canción que aprende. En esas películas, la ausencia o la búsqueda temáticas de una figura paterna idealizada, el esquema narrativo fundado en la rememoración o el aprendizaje, y la preponderancia estética del lenguaje verbal como objeto y vehículo de transmisión responden así a un modelo alegórico y nostálgico de representación de la infancia. Este paradigma supone un tiempo flexible en el que el pasado es reconocido y asimilado en el presente. El niño, entonces, encarna una nación dolida por la pérdida de su pasado glorioso y marcada por un destino rigoroso (según el título de la película de Gerardo Vallejo El rigor del destino).⁴

    En el tercer capítulo de su libro New Argentine Cinema, Jens Andermann remite a la visión perturbadora que emerge de La ciénaga y de La rabia (a las que añade también La León, dirigida por Santiago Otheguy en 2006) a la noción, propuesta por Michael Leyshon y Catherine Brace, de dark rurality (ruralidad oscura o negra), es decir, a discourse on the non-urban as primal and regressive rather than redemptive and transparent, using «rusticity to foreground the primitiveness of rural life» [Leyshon y Brace 207] (Andermann, 2012: 77). Expone que estos films que constituyen una contrapastoral (82), como a su modo la película The War Zone (Tim Roth, 1999) analizada por Leyshon y Brace, desestabilizan la idea tradicional de una infancia-juventud rural inocente al asociarla con una naturaleza más inquietante que edénica y con una sexualidad desviada o violenta. Esta desestabilización afecta también la relación entre la historia (terrible) de los niños y la historia (ausente) de la nación. Y es que, en contraste con las películas que reconstruyen nostálgicamente una infancia situada en el pasado nacional, las obras de Martel y Carri dan cuenta de un nuevo paradigma de representación de la infancia y de la historia en el cine argentino. Además de su proyección distópica de lo rural, este modelo, que propongo llamar melancólico, se caracteriza, desde el punto de vista narrativo, por una estructura trágica basada en la repetición (de una caída accidental o de una muerte violenta) que alude a una idea cíclica de la historia y se opone a la progresión subyacente a un relato de aprendizaje. Desde el punto de vista temático, se observa en estas películas una influencia preponderante y negativa, en el niño, de su madre o del personaje femenino de referencia que esconde una culpa, mientras que los personajes paternos aparecen debilitados o ilegítimos. Finalmente, desde el punto de vista estético y sonoro, es notable un trabajo sobre la percepción audiovisual en el que el lenguaje verbal se reduce a un ruido y tiende a perder su valor simbólico de vínculo familiar y social. Algunos de estos cuatro rasgos –ruralidad distópica, estructura circular, personaje materno negativo y estética de la percepción– también se encuentran, a veces, reunidos pero más veces aislados en otras películas argentinas del nuevo milenio que ponen en escena a niños, como El cielito (María Victoria Menis, 2004), Las mantenidas sin sueño (Martín De Salvo y Vera Fogwill, 2005), El último verano de la Boyita (Julia Solomonoff, 2009), Salamandra (Pablo Agüero, 2008), Una semana solos (Celina Murga, 2008), Puentes (Julián Giulianelli, 2009), La hora de la siesta (Sofía Mora, 2009) o Por tu culpa (Anahí Berneri, 2011).⁵ Otra noción que resulta útil para entender el trabajo estético y el efecto de estas obras es la de melodrama. Si Kamchatka, Cordero de Dios o El médico alemán (Lucía Puenzo, 2013) activan el modo melodramático (mezclándolo con otros géneros), las peliculas de Martel y Carri, junto con varias de las obras ya citadas (Salamandra, Una semana solos y Por tu culpa) pueden ser calificadas de antimelodramas en la medida en que, si bien plantean conflictos generacionales o tensiones sociales y personajes típicos del melodrama familiar convencional, los tratan de una manera claramente opuesta al melo, o sea, evitando a todo precio el pathos y a veces también la acción –los dos ingredientes centrales de la dialéctica melodramática, según Linda Williams (1997)–. Suelen acudir, asimismo, a una narración elíptica, con un ritmo lento, y rechazan tanto la reconciliación final como la música extradiegética.

    Estas películas antimelodramáticas se pueden situar en la tendencia del Nuevo Cine Argentino que Gonzalo Aguilar (2006: 46) ha identificado como sedentaria y según la cual la sociedad organizada alrededor de la autoridad patriarcal, con todo lo que implica, se descompone. Aguilar precisa que esta descomposición testimoni[a] el pasaje de una imaginación masculina […] a una imaginación femenina en un cine que puede ser hecho por mujeres […] pero también por hombres. Llama la atención que la mayoría de las películas citadas hayan sido efectivamente dirigidas por mujeres. La visión antiidílica (antinostálgica y antimelancólica) de (y desde) la infancia, de lo doméstico y de lo natural/rural que comparten en particular La ciénaga y La rabia lleva a preguntarse por la relación privilegiada que parece existir entre esta visión y una imaginación femenina distópica. Esta pregunta es una de las que motivan el primer capítulo de este libro, en el que se discute la noción de escritura femenina para examinar algunos textos literarios impregnados por la misma imaginación y que tal vez puedan ser considerados antecedentes de las películas estudiadas en cuanto a su tratamiento de la infancia.

    En efecto, si la mirada melancólica y monstruosa de los niños que proyectan La ciénaga y La rabia es nueva en el cine argentino –con una destacada excepción–, es posible relacionarla con cierta tradición literaria argentina. El capítulo 1 explora esta tradición de un tratamiento monstruoso del niño a partir de algunos relatos breves o fragmentos narrativos de cinco autores paradigmáticos. Se trata –además de Silvina Ocampo, a la cual Martel ha dedicado un documental, y de Olga Orozco, que Carri cita en Los rubios– de Julio Cortázar, de Norah Lange y de Alejandra Pizarnik. En sus textos aquí seleccionados, la búsqueda estilística de una percepción infantil se traduce en una tensión entre narración y visión poética, y se relaciona con una experiencia perceptiva construida como femenina. Sugiero asimismo que el cine argentino de la posdictadura ha podido recibir resonancias de la literatura anterior a la dictadura; que los relatos cinematográficos de infancia se sustentan, deliberadamente o no, en la literatura y sobre todo en la cuentística anterior dedicada a este mismo tema de la infancia. Sería interesante proponer, por otra parte, un estudio comparado entre los relatos cinematográficos y literarios contemporáneos dedicados a la infancia, pero no es el propósito de este libro.⁶ El capítulo inicial contiene más bien puntualizaciones teóricas acerca de las nociones de escritura y de melancolía femeninas, en relación con la búsqueda o la adopción literaria de una visión infantil. Se examinan finalmente, en esta parte preliminar, tres películas argentinas dirigidas en las décadas de 1950, 1960 y 1970 cuyas puestas en escena de la infancia entran en resonancia con la que se encuentra en las obras de Martel y de Carri. Analizo primero y sobre todo La caída de Leopoldo Torre Nilsson (dirigida en 1959, a partir de la novela homónima de Beatriz Guido), probablemente la única película argentina de la época predictatorial que pone en escena a niños perversos en un universo doméstico. Luego me detengo más brevemente en otras dos películas que han desarrollado personajes infantiles monstruosos en el mundo de la calle: El secuestrador (Leopoldo Torre Nilsson, 1958) y Crónica de un niño solo (Leonardo Favio, 1965).

    La ciénaga no solo rechaza el melodrama; rechaza también el relato alegórico convencional que estructura películas como Kamchatka o Infancia clandestina. La noción de alegoría, sin embargo, es relevante para entender la película de Martel si tomamos en cuenta su definición moderna, que ha sido desarrollada por Walter Benjamin en sus escritos sobre el Trauerspiel y sobre la poesía de Baudelaire. Si bien en La ciénaga, y en La rabia también, el lenguaje ya no es una estructura de transmisión entre las generaciones, y si bien la historia tampoco es transmitida al espectador por la vía alegórica tradicional, el tratamiento del espacio periférico, de la mirada infantil, de los personajes paternos y del lenguaje, en contraste con las películas nostálgicas de infancia, se presta a una lectura alegórica, una lectura que relacione los aspectos temáticos y formales con una idea melancólica de la historia nacional y de la historia en general. Los silencios pesando sobre la primera (sobre el trastorno o la ruptura de los lazos familiares bajo la dictadura) intervendrían en la estructura familiar misma, en la forma circular del relato y en la caracterización de los niños y de su lenguaje. Es esta lectura alegórica la que se lleva a cabo en los capítulos 2 y 3 de este libro, mostrando en qué medida el niño o la niña en La ciénaga y en La rabia figura el peso melancólico de un pasado que no es rememorado ni verbalizado, sino que se repite compulsivamente.

    1. Pero también en La historia oficial (Luis Puenzo, 1985), El rigor del destino (Gerardo Vallejo, 1985), La deuda interna (Miguel Pereira, 1988), Un muro de silencio (Lita Stantic, 1993), Amigomío (Alcides Chiesa y Jeanine Meerapfel, 1994), Cordero de Dios (Lucía Cedrón, 2008), Andrés no quiere dormir la siesta (Daniel Bustamante, 2009) y El premio (Paula Markovitch, 2011), entre otras.

    2. Etimológicamente, la palabra nostalgia deriva de las palabras griegas nostov (regreso) y algov (dolor).

    3. Acerca de la noción de nostalgia reflexiva, véase Svetlana Boym (2001), quien la distingue de la nostalgia restauradora: "Restorative nostalgia stresses nostos and attempts a transhistorical reconstruction of the lost home. Reflective nostalgia thrives in algia, the longing itself, and delays the homecoming – wistfully, ironically, desperately. Restorative nostalgia does not think of itself as nostalgia, but rather as truth and tradition. Reflective nostalgia dwells on the ambivalences of human longing and belonging" (XVIII).

    4. Este es un breve resumen de las conclusiones del libro ya mencionado (Dufays, 2014).

    5. En un artículo dedicado al análisis de Las mantenidas sin sueño, Beatriz Urraca reparte varias de estas películas (junto con algunas otras centradas en adolescentes) en cinco grupos temáticos, pero insiste en que todas giran en torno a la misma disfunción de la familia tradicional de clase media (cf. 224). Si no hay duda de que todas las películas mencionadas representan una familia en crisis, esta crisis no se desarrolla ni se muestra del mismo modo. La división que propongo, basada en criterios tanto estéticos como temáticos, considera que las nociones de nostalgia y de melancolía son claves para entender cómo estas películas dan a ver la relación entre infancia e historia y qué (mensajes o estados) transmiten a sus espectadores.

    6. En esta perspectiva, se podrían tomar en cuenta los siguientes relatos, entre otros, de sesgo eventualmente autobiográfico, que evocan los años del peronismo o de la dictadura desde la perspectiva de un niño: Proyección en 8 mm y blanco y negro, durante una reunión de familia, un sábado a la tarde de Jorge Andrade (1987), Cuentos de los años felices de Osvaldo Soriano (1993), El Dock de Matilde Sánchez (1993), La madriguera de Tununa Mercado (1996), Una vez Argentina de Andrés Neuman (2003), El mar y la serpiente de Paula Bombara (2005), La casa operativa de Cristina Feijoo (2007), Historia del llanto. Un testimonio de Alan Pauls (2007), Juegos de playa de Betina González (2008), La casa de los conejos de Laura Alcoba (2008). Podemos añadir las novelas de Marcelo Figueras El muchacho peronista (1992), Kamchatka (2003) y La batalla del calentamiento (2006). Esta lista no pretende ser exhaustiva. Para un estudio que tome en cuenta el cine y la literatura sobre este tema, véase por ejemplo el libro de Ana Ros The Post-Dictatorship Generation in Argentina, Chile, and Uruguay: Collective Memory and Cultural Production, donde estudia juntas obras literarias y cinematográficas de hijos de desaparecidos, de las cuales varias se focalizan en la infancia. Incluye los documentales Los rubios, Papá Iván (María Inés Roqué, 2000), M. (Nicolás Prividera, 2007) y Encontrando a Victor (Natalia Bruchstein, 2004), la película de ficción Cordero de Dios y las novelas La casa de los conejos y El mar y la serpiente.

    1. Infancia y monstruosidad, una tradición literaria argentina

    Introducción

    Si la mayoría de las películas argentinas de la posdictadura que ponen en escena a niños llevan la doble impronta narrativa y estética del Bildungsroman y del melodrama, La ciénaga y La rabia, partiendo de una misma situación de crisis familiar con énfasis en los personajes femeninos e infantiles, perturban claramente estas tradiciones y ahondan en el carácter ya no formador sino deformado, monstruoso, tanto de la familia como de la infancia misma, en varios sentidos.

    La etimología enseña que la voz latina monstrum, forjada a partir del infinitivo monere (avisar, advertir), pertenecía al vocabulario religioso y denotaba un prodigio, un suceso sobrenatural que anunciaba la voluntad de los dioses y que había que descifrar. Actualmente, en castellano, designa primero una producción contra el orden regular de la naturaleza, un ser fantástico que causa espanto, una cosa excesivamente grande o extraordinaria en cualquier línea, una persona o cosa muy fea o una persona muy cruel y perversa (DRAE). Es monstruoso, entonces, lo anormal, lo que está fuera de lo establecido, ordenado, acostumbrado, por su tamaño excesivo, su fealdad física o su perversidad moral, y, tal como sugiere la etimología, el monstruo es una señal, un aviso, una revelación. Ahora bien, como escribe Pascale Risterucci en su análisis del film de Jack Clayton The Innocents (1961), l’enfant est une manière de monstre pour l’adulte, puisque écart –corps différent– et présage –corps en devenir, rejoignant ainsi le premier sens de «monstre»: celui qui prévient– se manifestent en lui (71). Además, la mirada del niño es un instrumento particularmente adecuado de revelación, no solo porque es un testigo ideal, sino también porque, precisamente, esta condición de testigo suele comprometerlo, implicar una participación de su ser en lo mirado/visto.

    Si la noción de monstruo asociada a una mirada infantil no encuentra antecedentes evidentes en el cine argentino –fuera de algunas películas de Leopoldo Torre Nilsson de inspiración literaria, La caída en particular, que será examinada más adelante–, sí se inscribe en cierta tradición argentina, o más bien rioplatense, del relato literario de infancia, tradición que ha adquirido en la cuentística sus letras de nobleza. La historia incluso aproximativa de esta tradición desbordaría el marco y los objetivos de este libro, que solo pretende esbozar una vía narrativa y estética inspirada en el personaje infantil, susceptible de enriquecer la visión e interpretación de las películas de Martel y de Carri. Este capítulo indaga las funciones de la figura monstruosa del niño en algunos cuentos o relatos breves de cinco escritores argentinos del siglo XX, elegidos en función de varios criterios además de la centralidad de las temáticas interrelacionadas de la infancia, de la visión y de la muerte en el conjunto de sus obras. Se trata, en los cinco casos, de textos que sitúan a los niños en la casa, en un universo estrictamente doméstico (al menos al nivel literal), a menudo dominado por un personaje materno, trátese de la madre o de una figura sustituta. La singularidad de las obras cinematográficas de Martel y de Carri, ejemplares de un cuestionamiento radical del hogar familiar a partir de un punto de vista infantil, puede ser, y a menudo ha sido, interpretada también en términos de género como la exploración de una nueva mirada femenina. Sin adoptar aquí esta perspectiva de análisis, es relevante preguntar en qué medida o en qué sentido se podría hablar de una especificidad o construcción femenina de la mirada infantil. Por ello, he escogido para este estudio previo una mayoría de escritoras, cuatro de los cinco autores considerados.¹

    A partir de estos criterios examino, en primer lugar, algunos cuentos de Julio Cortázar y de Silvina Ocampo, los cuales se imponen también en cuanto referentes esenciales del relato fantástico rioplatense. Varias investigaciones han encontrado en ambas obras un tratamiento semejante de este concepto clave de lo fantástico (que no se utilizará aquí) (Giudicelli, 1997; Ezquerro, 1997). Ocampo, además, ha suscitado el interés explícito de Lucrecia Martel, quien le dedicó un documental (Las dependencias, 1999) antes de dirigir La ciénaga. Estas dos obras dan lugar a unas primeras conclusiones en las que se articulan las nociones de nostalgia y de melancolía, cruciales en el recurso literario o cinematográfico a la mirada infantil.

    Las otras tres escritoras seleccionadas para este parcial recorrido se caracterizan, como Ocampo, por haberse acercado a la prosa narrativa desde un enfoque poético y autoficcional. En efecto, todas son también, si no principalmente, poetas. El interés de estudiar aquí Cuadernos de infancia [1937] de Norah Lange estriba en el carácter profundamente novedoso y fundador de este texto respecto de la escritura –autobiográfica, pero no solo– de la infancia, vinculado a un tratamiento fotográfico de la memoria y de la mirada del personaje infantil. Los fragmentos más o menos narrativos en prosa poética de Olga Orozco (tomados de La oscuridad es otro sol) y de Alejandra Pizarnik (sus textos breves publicados en un volumen aparte como relatos), además de formar un corpus bastante coherente con los textos de Lange y Ocampo –estas cuatro escritoras a menudo han sido comparadas entre ellas–, permiten discutir el carácter vital de la nostalgia y la melancolía femenina, ideas centrales para entender La ciénaga y La rabia. Otro argumento para examinar textos de Orozco es que Albertina Carri cita en Los rubios un poema en prosa de ella que corresponde al tema central de este film, el de la memoria filial. De Ocampo a Martel y de Orozco a Carri se abren así dos líneas de exploración de la monstruosidad infantil, líneas abiertas en las que Cortázar, Lange y Pizarnik pueden colocarse, junto con muchos otros escritores. Se podría incluir también, por ejemplo, a Horacio Quiroga –en cuyos cuentos los niños siempre están vinculados a la muerte,² y que Lucrecia Martel menciona como fuente de inspiración lejana–, a Felisberto Hernández,³ que ha sido comparado con Cortázar y Ocampo (cf., por ejemplo, Giudicelli), Manuel Puig,⁴ a César Aira⁵ y a Osvaldo Lamborghini y su El niño proletario [1973]. Adriana Astutti (2001) ha estudiado a los últimos tres escritores, junto con Ocampo y Pizarnik, como ejemplos de un estilo del que la infancia, más allá e incluso independientemente de un tema, define la perspectiva experimental, la búsqueda de una oralidad por debajo de la escritura. El niño, en las obras subversivas y lúdicas de Puig, Aira y Lamborghini, es ante todo un pretexto literario, una figura estética ocasional entre otras (al lado del extranjero, del marginal, del homosexual, del hermafrodita, del tonto, etc.) al servicio de un arte que se reivindica como menor, según la idea del devenir menor de Gilles Deleuze (Deleuze y Guattari, 1980). En las obras de los autores elegidos aquí, en cambio, se trata de un personaje mucho más recurrente y nuclear.

    En lugar de extender inútilmente el estudio a más textos literarios, el capítulo termina examinando tres películas de 1950-1960 que han marcado el tratamiento del niño monstruoso en el cine argentino, según dos tendencias que se pueden distinguir a partir del espacio (doméstico o callejero) y del sexo del niño principal: La caída de Torre Nilsson pone en escena a cuatro niños inquietantes liderados por una niña en el mundo simbólico de la casa, mientras que El secuestrador del mismo Torre Nilsson y la famosa ópera prima de Leonardo Favio Crónica de un niño solo se acercan a ese triste ícono del cine latinoamericano que es el niño de la calle, explorando su monstruosidad social y moral.

    1. Infancia y monstruosidad en los cuentos de Julio Cortázar y Silvina Ocampo

    1.1. Cortázar y los monstruos

    Cuando pretendo anexarme la visión de Jorge, ¿no delato la nostalgia más horrible de la raza? Ver por otros ojos, ser mis ojos y los suyos.

    Julio Cortázar, El niño-escritor versus el bebé

    Los niños literarios de Julio Cortázar tienen con los monstruos –criaturas anormales– una relación privilegiada: los ven, los inventan o se identifican con ellos. En el mundo dual de Cortázar, en el que la cotidiana rutina visible enmascara el otro lado de las pulsiones vitales, la noción de monstruo no es exclusivamente negativa, como lo señala esta caracterización del traductor y fotógrafo Roberto Michel en el cuento Las babas del diablo: Michel es culpable de literatura, de fabricaciones irreales. Nada le gusta más que imaginar excepciones, individuos fuera de la especie, monstruos no siempre repugnantes (CC1 291).⁶ Ahora bien, este cuento nos muestra que las fabricaciones irreales, monstruosas pero no siempre repugnantes, de los escritores tienen el mismo valor ontológico que la llamada realidad que intentan alcanzar. Desde esta perspectiva, el niño aparece como un doble del escritor (lo que Freud ya había observado en 1908).⁷ Ambos son capaces de ver o de inventar criaturas y fenómenos anormales, fantásticos en el sentido que da Cortázar a este término: no un género sino un sentimiento de la permeabilidad de la realidad visible.⁸

    Es así como en la novela Los premios [1960], el niño Jorge y el mago Persio son los únicos pasajeros capaces de ver a los monstruos que dirigen el barco en el que todos están misteriosamente encerrados. El niño nombra glúcidos, prótidos y lípidos a los oficiales, los marineros y otros hombres que trabajan en el navío, y el resto de los pasajeros adoptan estas denominaciones. En sus descripciones, el narrador compara también algunos personajes con animales;⁹ el niño y el narrador tienen el mismo poder de nominación y calificación que proviene de un don de videncia. Este don es verbalizado por Persio, quien llama a Jorge catalizador y pararrayos; dice del chico que sabe cosas, o sea que es portavoz de un saber que después olvidará (194). Los sueños son un buen emblema de este saber del que el niño es un mediador inconsciente: Jorge en sus sueños dice toda clase de cosas raras (314). Una mañana cuenta que soñó con que en el astro caía nieve (497). En los sueños o, más bien, en las pesadillas del niño Boby –en el cuento En nombre de Boby en Alguien que anda por ahí–, también irrumpe una imagen que interviene en su percepción de la realidad cotidiana, modificando el estatuto de esta: sueña con que su madre lo ataca con un cuchillo. En consecuencia, mira a su madre con esa mirada diferente con la que mira también el cuchillo largo de la cocina.

    Otro ejemplo de esta función de mediación especular que tiene la infancia respecto de la escritura se halla en Una flor amarilla en Final del juego [1956], donde un hombre que se emborracha –es decir que se pone en un estado anormal, propicio para ver la realidad de otra manera– pretende haber encontrado a un chico de trece años que se parecía mucho a él de niño. Comparando sus vidas respectivas, tuvo la revelación de que este chico (Luc) era una figura análoga (CC1 457) a él, de que era otra vez él, no había mortalidad, éramos todos inmortales (456). Pero el niño murió de una enfermedad y el hombre comprendió de golpe la nada (461), pues esta muerte marcó el término de la cadena.

    En estos cuentos los niños, objetos del discurso de un narrador adulto antes que sujetos del relato,¹⁰ son formas simbólicas en las que ese narrador proyecta su deseo literario y ontológico. Pero no todos los niños figuran este ideal de videncia y creación espontánea en el mundo de Cortázar. Los bebés encarnan una forma de vida monstruosa que provoca asco y vergüenza en los personajes adultos masculinos. Babe en Llama el teléfono, Delia, en La otra orilla [1995]; Rocamadour en Rayuela [1963] y, más claramente aún, el misterioso bebé de Puerta condenada, en Final del juego –que el protagonista-narrador oye llorar del otro lado de la puerta de su habitación en un hotel– se enfrentan a un adulto que quisiera olvidar su existencia y que huye de ellos, aunque no sin sentirse culpable. Podría ser un bebé también la criatura enigmática del cuento Después del almuerzo, en Final del juego –generalmente interpretada como un retrasado mental–, a la que su hermano, el niño narrador, debe sacar a pasear y de la que tiene vergüenza hasta el punto de intentar abandonarla. Si la anormalidad atrae la mirada literaria de Cortázar, algunas de sus formas le fascinan más que otras. Resulta particularmente aclarador al respecto la manifestación de esta anormalidad en uno de sus cuentos más famosos, Final del juego. Aquí lo anormal se vincula a la infancia a través del personaje de Leticia, víctima de una enfermedad que ha empezado a paralizarla. Pero no se trata de una anormalidad repugnante como en Después del almuerzo, sino de un estado cercano a la inmovilidad de las estatuas de los antiguos dioses cuyas poses la niña enferma juega a reproducir, junto con sus dos hermanas pero con más perfección que ellas. Este juego de las estatuas no puede funcionar como mise en abyme de la creación cuentística (del mismo modo que otros juegos o actitudes infantiles; por ejemplo la afabulación de los niños en Silvia, del libro Último round [1969], o los sueños ya mencionados de Boby y de Jorge) sin aparente contradicción con el discurso explícito de Cortázar, que defiende una escritura libre del control de la razón y del dominio de la conciencia. Según su concepción, el cuento escapa casi de la voluntad de su creador, mientras que la estatua que forma el cuerpo de Leticia es el resultado de un esfuerzo intencional. Es que su punto de partida es opuesto: Leticia parte de una condición monstruosa impuesta (la parálisis) para crear una obra de arte, mientras que el escritor, sumergido en una vida física normal, tiene que suspender su saber profesional para poder integrar en su obra lo fuera de la especie. Por eso los bebés, con sus movimientos incontrolables y sus llantos incesantes, no pueden plasmar la condición del artista: en ellos todo es descontrol y dependencia, no habría ningún espacio de libertad para compensar el doble límite del cuerpo y de la conciencia. Lo monstruoso interesa a la escritura de Cortázar en dialéctica con lo normal. Así se entiende la presencia recurrente de niños enfermos o convalecientes en los cuentos del narrador argentino (Isabel en Bestiario, Jorge en Los premios, el narrador de Los venenos del libro Final del juego, Luc en Una flor amarilla…); pues en su obra la enfermedad se concibe como un estado privilegiado para acceder a otra experiencia (fantástica), a otra visión del mundo cotidiano. Resulta una banalidad decirlo: es el conflicto, la tensión entre los dos lados de la realidad la que produce su escritura.

    LA NIÑA EN LA CASA-BESTIARIO

    Como los bebés pero con más frecuencia, los animales suelen cristalizar esta tensión subyacente a un personaje o a una situación. Para examinar la relación entre las bestias y los personajes infantiles, se examina más en detalle a continuación el cuento Bestiario. Este cuento se construye en torno a la percepción de Isabel, una niña convaleciente y en camino a la adolescencia que es invitada a pasar unas vacaciones en la finca Los Horneros con su primo Nino. En este espacio viven también tres tíos suyos, probablemente hermanos: Rema, el Nene y Luis, así como un misterioso tigre en función del cual los personajes organizan su propia ocupación de los cuartos; evitan siempre la habitación por la que circula el felino.

    Según Luis Harss, en este cuento se aglutina todo [el] ambiente de infancia relegado en otros cuentos a trasfondo o sublimado en nostalgia (16): la chica enferma y sensible, las vacaciones en el campo con sus siestas, la casa y el jardín de tréboles con hamacas y pelotas, una multitud de juegos y un bestiario que definen la infancia (microscopio, caleidoscopio, herbario, botiquín, Tesoro de la juventud, juego de damas y formicario), aislándola y separándola del mundo de los adultos. Más que contar una historia, el cuento explora el descubrimiento que hace Isabel de ese mundo, su tránsito entre la infancia y la adolescencia, centrándose en su mirada. En relación con La ciénaga, es esta mirada, junto con la presencia de los animales, lo que me interesa en Bestiario, además de su valor paradigmático en la obra de Cortázar en cuanto al trabajo estético del personaje infantil.

    La narración en tercera persona no solo sigue el punto de vista de la niña, sino que mimetiza su percepción adoptando, entre otros medios, un lenguaje a menudo oral, con frases nominales y saltos de una idea a otra, pasando del estilo indirecto al estilo indirecto libre.¹¹ Siguiendo el análisis de Jaime Alazraki, el lenguaje del narrador expresa la sensibilidad, el temperamento y los matices de la subjetividad de Isabel. Toda la información que nos suministra el narrador pasa por la conciencia de Isabel como a través de una lente que lo tiñe todo con su percepción (111).

    En una primera etapa del cuento que corresponde a la infancia de Isabel, todo lo que sucede en el mundo de los adultos llega a la conciencia de la niña como desdibujado por los límites de su edad (Alazraki 112). Su relación con Rema tiene un papel central en su pasaje a una óptica adolescente; su tía se convierte gradualmente en cómplice enigmático hasta sellar con ella una innombrable aquiescencia (CC1 229) al final del relato. Esta relación ambigua está envuelta en la misma penumbra desde la cual percibe la conciencia de Isabel (Alazraki 114). Las sensaciones que Isabel tiene frente a Rema, continúa Alazraki, oscilan entre un gran afecto y un vago erotismo, entre la complicidad del sexo compartido y una atracción confusa, y con mayor razón tratándose de las únicas mujeres en un mundo marcado por la agresividad masculina, la del Nene en particular. La niña en tránsito a la adolescencia pide mentalmente la presencia de la mujer deseada mediante una especie de oración o de suplicación –cf. el principio del párrafo citado en la nota 11: Por favor, por favor. Rema, Rema. Cuánto la quería y esa voz de tristeza sin fondo–, en la que la sensualidad y el desconsuelo por su ausencia están rodeados de misterio. Según Alazraki, la referencia recurrente al color verde en el cuento connota el erotismo latente, cifrado, casi subliminal que experimenta Isabel y que ni ella ni el narrador, que respeta su perspectiva, distinguen del afecto. El indicio ambiguo del color verde correspondería a un lenguaje segundo, adecuado para aportar en el texto un tipo de información vedado al lenguaje primero de la literalidad.

    Esta ambigüedad, que es el método narrativo usado aquí para que se perciba el paso a la adolescencia, caracteriza también la presencia del tigre en la casa y la de los bichos en el pensamiento y en las visiones de Isabel. Pues, como muchos otros niños literarios de Cortázar, Isabel tiene un poder de videncia: ve surgir caras en la oscuridad antes de dormir (CC1 214, 218, 221-222) y esa visión se mezcla con el recuerdo o la observación de las hormigas en el formicario:

    Se propuso dormir en seguida, y se desveló como nunca. Cuando fue el momento de las caras en la oscuridad, vio a su madre y a Inés mirándose […] Vio a Nino llorando, a su madre y a Inés […] a Nino con ojos enormes y huecos –tal vez por haber llorado tanto– y previó que ahora vería a Rema y a Luis, deseaba verlos y no al Nene, pero vio al Nene sin los anteojos, con la misma cara contraída que tenía cuando empezó a pegarle a Nino y Nino […] lo miraba como esperando que eso concluyera […] Toda la cena fue un disimulo, una mentira, Luis creía que Nino lloraba por un porrazo, el Nene miraba a Rema como mandándola que se callara, Isabel lo veía ahora […] en la tiniebla los labios eran todavía más escarlata, se le veía un brillo de dientes naciendo apenas. De los dientes salió una nube esponjosa, un triángulo verde, Isabel parpadeaba para borrar las imágenes y otra vez salieron Inés y su madre con guantes amarillos; las miró un momento y pensó en el formicario: eso estaba ahí y no se veía; los guantes amarillos no estaban y ella los veía en cambio como a pleno sol. Le pareció casi curioso, no podía hacer salir el formicario, más bien lo alcanzaba como un peso, un pedazo de espacio denso y vivo. Tanto lo sintió que se puso a buscar los fósforos, la vela de noche. El formicario saltó de la nada envuelto en penumbra oscilante […] Cuando pudo mirar uno de los lados, tuvo miedo; en plena oscuridad las hormigas habían estado trabajando. Las vio ir y venir, bullentes, en un silencio tan visible, tan palpable. Trabajan allí adentro, como si no hubieran perdido todavía la esperanza de salir. (CC1 221-222, subrayado mío)

    En este fragmento aparece una distinción entre el mirar y el ver: se mira bajo la luz (del sol, de las velas) lo que está aquí, y se ve en la oscuridad lo que no está. Isabel, en su cama, recuerda las miradas –los ojos con sus lágrimas y anteojos– de las caras que ahora solo puede ver y enciende una vela para poder mirar las hormigas. Isabel pasa del recuerdo de las miradas de los otros a la observación de las hormigas, como si fueran objetos análogos: "Las miró un momento y pensó en el formicario. Si la rememoración se asocia a una luz alternativa (como a pleno sol) y se proyecta como una visión, el formicario de vidrio junto con el microscopio son –como también la cámara cinematográfica– dispositivos que acentúan el efecto de esta mirada infantil visionaria, que vuelven el mundo transparente: El formicario valía más que todo Los Horneros, y a ella le encantaba pensar que las hormigas iban y venían sin miedo a ningún tigre […] Y le gustaba repetir el mundo grande en el de cristal" (CC1 219). El formicario, más que un mero juego, se convierte en una clave alegórica desde la cual Isabel empieza a comprender el mundo de los adultos: encierra este mundo reflejándolo.

    Las hormigas encerradas en la caja de vidrio, efectivamente, aparecen como los habitantes de Los Horneros¹² sometidos

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