Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Los diablitos: Diez mil años de artes plásticas en Baja California, una historia colectiva, una crónica personal.
Los diablitos: Diez mil años de artes plásticas en Baja California, una historia colectiva, una crónica personal.
Los diablitos: Diez mil años de artes plásticas en Baja California, una historia colectiva, una crónica personal.
Libro electrónico919 páginas11 horas

Los diablitos: Diez mil años de artes plásticas en Baja California, una historia colectiva, una crónica personal.

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

¿Qué es lo que une a los pintores de hace diez mil años con el joven que hoy ejecuta una obra pictórica radical en Baja California? Yo diría, siguiendo las ideas de John Berger, que “el deseo común de pintar para sentirse vivos”. ¿Sólo eso? Falta, desde luego, entender ese deseo como “un acto de fe que consiste en creer que lo visible contiene los
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 mar 2021
ISBN9786076073605
Los diablitos: Diez mil años de artes plásticas en Baja California, una historia colectiva, una crónica personal.
Autor

Gabriel Trujillo Muñoz

Gabriel Trujillo Muñoz (Mexicali, Baja California,1958) Poeta, narrador y ensayista. Profesor de tiempo completo, editor de la uabc. Ha publicado más de un centenar de libros como autor y compilador. Entre sus obras están poemarios: Rastrojo. Poemas 1980-2000 (2002), Bordertown (2004) y Civilización (2009); las novelas: Orescu. La trilogía (2000), Mexicali City Blues. La saga fronteriza de Miguel Ángel Morgado (2006), Codicilo (2004), Highclowd (2006), La memoria de los muertos (2008), Transfiguraciones (2008), Las planicies del verano (2008) y Trenes perdidos en la niebla (2010), así como los libros de ensayo: Literatura bajacaliforniana siglo xx (1997), Kitakaze. La comunidad japonesa en Baja California (1997), Baja California. Ritos y mitos cinematográficos (1999); La canción del progreso. Vida y milagros del periodismo en Baja California (1999), Los confines. Crónica de la ciencia ficción mexicana (1999), Testigos de Cargo. La Literatura policiaca mexicana y sus autores (2000), Vidas ejemplares (2000), Biografías del futuro (2001), Entrecruzamientos. La cultura bajacaliforniana, sus autores y sus obras (2002), Mexicali centenario. Una historia comunitaria (2002), Lengua franca (2002), Mitos y leyendas de Mexicali (2004), Mexicali. Cien años de arte y cultura (2004), Mensajeros de Heliconia (2005), La gran bonanza. Crónica del teatro en Baja California (2006), De los chamanes a los DJs. Crónica de las artes musicales en Baja California (2007), Visiones y espejismos. La sabiduría de las arenas (2007), El infierno en la Tierra. El desierto de Sonora-Baja California, sus hazañas y tragedias (2008), Pasiones fronterizas (2009), La otra historia de Baja California (2009), La otra Baja (2009), Escaramuzas. Ensayos y aforismos (2010), Los hombres salvajes de la bandera roja (2010) y Gente de frontera (2010). Ha obtenido el Premio Nacional de Ensayo Abigael Bohórquez 1998, el Premio Nacional Narrativa Colima para obra publicada 1999, el Premio Nacional de Poesía Sonora 2004, el Premio Binacional de Poesía Pellicer-Frost 1996, el Premio Binacional Excelencia Frontera 1998, el Premio Internacional de Narrativa Ignacio Manuel Altamirano 2005, el Premio de Narrativa Histórica de la Fundación Pedro F. Pérez y Ramírez “Peritus” 2006 y el Premio en Artes 2009, por el Instituto Tecnológico de Mexicali.

Lee más de Gabriel Trujillo Muñoz

Relacionado con Los diablitos

Libros electrónicos relacionados

Arte para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Los diablitos

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Los diablitos - Gabriel Trujillo Muñoz

    Universitario

    PRESENTACIÓN

    ¿Qué es lo que une a los pintores de hace diez mil años con el joven que hoy ejecuta una obra pictórica radical en Baja California? Yo diría, siguiendo las ideas de John Berger, que el deseo común de pintar para sentirse vivos. ¿Sólo eso? Falta, desde luego, entender ese deseo como un acto de fe que consiste en creer que lo visible contiene los más grandes secretos. Sí, pero habría que añadir que estos pintores vivieron en una región del mundo donde la luz es tan poderosa que verla de frente puede cegarnos para siempre. Por eso creo que la crónica de las artes plásticas en nuestra entidad es un relato de la luz inagotable que nos rodea y de las imágenes que nuestros artistas han hecho suyas, pues nuestros creadores han tenido que lidiar con el paisaje (desierto, mares, sierras, ciudades, campos de cultivo, todos llenos de luz solar), con sus propias obsesiones (dolor, ira, rebelión, arrobo, amor, melancolía), y con circunstancias específicas (aislamiento cultural, vida fronteriza, núcleos urbanos creciendo a gran velocidad). En todo caso, nuestras artes plásticas concentran un testimonio de un paraíso por hacer, de un infierno por padecer. Son pruebas de que la creación es un proceso que sigue en marcha, un acto multitudinario donde aún se distinguen las obras individuales, los estilos propios, las búsquedas que inventan sus cartas de rumbo, sus mapas del tesoro.

    Este libro es un recuento de estas búsquedas. Desde las pinturas rupestres y los petroglifos hasta las artes plásticas del siglo xxi estamos ante un relato del lenguaje pictórico en franca evolución y desarrollo, pero que ha mantenido por milenios su esencia creadora, su iridiscencia imaginativa. Crónica del arte que no prescinde de la realidad histórica, de las características de cada época. Vuelvo a Berger: Los significados de cada arte en los diferentes periodos, para dar forma a lo que nos sostiene, están perfectamente determinados por su circunstancia histórica. El análisis de esas circunstancias determinantes nos ayuda a entender mejor las condiciones bajo las que la gente de un tiempo concreto vivía, o en las que intentaba vivir, lo que nos lleva, a su vez, a un mejor entendimiento de cuáles eran sus anhelos y esperanzas. Y en el caso de los artistas, nos permite entender mejor que sus obras son parte experiencias vividas y parte imaginación desatada. He titulado a este libro Los diablitos, porque creo que el artista no sólo plasma en sus trabajos la realidad que lo circunda sino que también se retrata a sí mismo. Y el dibujo de El Diablito que se encuentra en la zona de Vallecitos, en nuestro estado, es el símbolo perfecto no de un simple marcador solar sino de una figura ejemplar: la del artista que traslada sus miedos y deseos a una pintura en la roca. Y que al hacerlo transfigura el mundo, abre ventanas para ver el arte como un trazo en la eternidad, como una muesca que permanece más allá de su tiempo y circunstancia, que trasciende lo regional y abarca a la humanidad en su conjunto. Diablitos, entonces, son todos los artistas bajacalifornianos.

    Y éste es el relato de sus luchas y batallas por hacer de las artes plásticas un lenguaje universal, a la vista de todos. Ésta es la crónica de los acontecimientos y percances que conformaron la práctica artística en nuestras comunidades, desde los primeros nativos de Baja California que dejaron su huella colorística a lo largo y ancho de nuestra península hasta las artes plásticas contemporáneas y su relevancia mundial, pasando por el arte misional, el arte de las primeras poblaciones bajacalifornianas, el arte público y comercial, los artistas pioneros y sus logros, las bienales plásticas del estado, las nuevas generaciones de cara al siglo xxi, los foros y plataformas mediáticas con que cuentan y la perspectiva crítica desde la que han sido objeto de estudio. En resumen: este libro se centra en un ámbito geográfico discernible y narra cómo el arte ha sido testigo de nuestras vidas norteñas, fronterizas, generación tras generación; muestra cómo los artistas bajacalifornianos han dado testimonio de un mundo a la vez íntimo y público, real e imaginario, en cada una de las etapas de nuestro desarrollo como frontera de México, como entidad periférica de la cultura latinoamericana. Esta obra no debe ser vista como un índice exhaustivo de creadores sino como un boceto del proceso creativo, de las distintas etapas por las que ha transitado el arte y los artistas de nuestra entidad. Es sólo la punta del iceberg de una actividad artística y prodigiosa en sucesos y personajes. Por eso me he concentrado en las artes plásticas en Baja California como la crónica de una saga épica, pero una que no cuenta con estudios a fondo, que carece de investigaciones al respecto. De ahí que he dejado, para un estudio posterior, a la fotografía fuera de esta crónica. Y por nuestras peculiares circunstancias históricas, el arte indígena y misional que aquí incluyo abarca a toda la península de Baja California, porque antes de la creación de los Partidos Norte y Sur de la misma, a mediados del siglo xix, esta región era una sola. En todo caso las artes plásticas de nuestra entidad son una asignatura pendiente, un cuento de nunca acabar que brilla ante nosotros, que nos impulsa a mirarlo con deleite y escepticismo, con placer y crítica: para no perdernos todos sus logros, para no olvidar todas sus limitaciones, para advertir siempre que su exploración es un viaje de hallazgos y descubrimientos, una travesía que apenas comienza a dar sus frutos, a sacar a la luz los tesoros que contiene, las sorpresas que guarda, las hazañas que orgullosamente podemos llamar nuestras. El arte como sinónimo de asombro, como punto de partida para conocernos a nosotros mismos, para mostrarnos tal cual somos al mundo entero.

    Este libro, por ello, es una crónica mínima de un arte en el que han estado involucrados los habitantes de Baja California por miles de años. Un arte que, desde su lejanía y aislamiento, desde sus avatares fronterizos y su creatividad inagotable, revela que nuestra entidad es uno de los pilares de las artes plásticas mexicanas. Un arte de la periferia que hoy es parte central de la cultura nacional, porque está hecho de luz eterna, de tiempo puro. Y cuando digo crónica quiero decir que es un recuento de lo que he descubierto desde una perspectiva personal, subjetiva; que el valor de este trabajo no reside en su metodología sino en proponer una lectura de la evolución de nuestras artes desde la riqueza hemerográfica, la cual es un valioso testimonio de cómo han sido percibidos los artistas locales en sus respectivos tiempos y circunstancias. Es importante leer, desde el periodismo de cada época, cómo se les veía y juzgaba a las manifestaciones artísticas de Baja California en cada momento de su historia. Esto nos permite entender las reacciones creativas de nuestros pintores, el contexto social en que presentaban sus obras, las críticas o alabanzas a las que se enfrentaban o los movimientos artísticos a los que prestaban atención.

    Una cosa más: para muchos críticos de arte, las historias globales son excesivas, pero cuando se ve el trabajo actual de artistas como Marta Palau y Pablo Castañeda, es obvia la relación que existe entre las pinturas rupestres y las artes plásticas contemporáneas de nuestra entidad. Darle la espalda al arte indígena como cosa del pasado es un acto de miopía cultural, es excluir los orígenes de la creación imaginativa en Baja California para edificar una historia del arte regional sin sus cimientos primeros. Como alguna vez lo señalara María Teresa Uriarte, pionera en el estudio de nuestras pinturas rupestres, las artes plásticas mexicanas apuestan demasiado por el futuro cuando ni siquiera han echado una ojeada a nuestro patrimonio artístico, cuando han desdeñado sistemáticamente las aportaciones de nuestros nativos americanos al arte de la humanidad. Esta crónica no acepta semejantes prejuicios. Esta crónica celebra que las artes de Baja California, por más que cada periodo histórico sea narrado en sus propios términos, contienen vasos comunicantes entre cada época relatada, relaciones compartidas con la naturaleza de nuestra región, con su realidad fronteriza, con la conciencia de que sus creadores, aislados o vinculados con el arte nacional y universal, han sabido expresar su singularidad, su modo de vivir y percibir el mundo. Desde los chamanes y sus pinturas rupestres hasta los artistas conceptuales del siglo xxi, el arte de Baja California es, como dijera Fernando Jordán, la expresión del otro México. Un México dinámico, funcional, que se adapta a las circunstancias, que mezcla géneros y estilos, técnicas y recursos, que crea sus propias utopías de cara al porvenir, que rescata lo que fuimos con tecnología de punta, que pinta lo que somos: las maravillas y pesadillas que nuestra sociedad ha hecho visibles: como diablitos por iluminar, como feroces retratos de nosotros mismos.

    Por ello, este libro plantea una crónica de las artes plásticas de Baja California donde los artistas, bajo el filtro de la prensa escrita y de los comentarios de sus pares, pueden ser ubicados en su contexto social e histórico. No es ésta una crónica del arte por el arte sino de lo que éste representa frente a una sociedad de frontera que ha vivido y evolucionado con sus propias limitaciones y carencias. Para exponer este desarrollo de las artes en nuestra entidad he considerado seis elementos básicos: la experiencia fronteriza, la educación artística, el espíritu gremial, los espacios de exhibición (públicos, privados e independientes), las convocatorias y concursos, y el artista como creador individual.

    La experiencia fronteriza: Baja California siempre ha sido frontera. Desde que los occidentales se toparon con nuestra península y con sus tribus belicosas, esta región fue frontera del imperio español. Luego, con la guerra de 1847, por aquí pasó la nueva línea divisoria entre México y Estados Unidos. Y las poblaciones fronterizas se volvieron, ya en el siglo xx, centros comerciales y turísticos de forma mundial, especialmente con la creación de la zona libre en Baja California a partir de 1933 y que se extendería por 60 años, hasta la puesta en marcha del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (tlcan) en 1994. Por eso, a pesar de que muchos académicos actuales asumen, erróneamente, que el tlc impactó en las artes de la entidad, la verdad es más antigua y profunda: la experiencia fronteriza (en comercio, ideología, estilos artísticos y actitudes ante la naturaleza, el progreso, la tecnología y la cultura) ha tenido una resonancia vital en los artistas que aquí residen desde principios del siglo xx. Esta influencia, constante y permanente, ha hecho de la frontera, según cada creador y en cada época de nuestra historia, un trampolín creativo, un motivo de protesta o una realidad expuesta en sus claroscuros. Y es que vivir la frontera ha sido uno de los factores decisivos para que las artes plásticas de nuestra entidad manifiesten una visión abierta, sin complejos de inferioridad, ante los movimientos artísticos del extranjero y tomen, sin prejuicios, lo que de ellos necesitan o les convenga. En todo caso, la experiencia fronteriza ha permitido que nuestros creadores estén al día de las transformaciones del arte contemporáneo, lo que ha creado mezclas singulares entre lo propio y lo ajeno. O mejor dicho: la frontera ha permitido que todo arte ajeno se vuelva un arte propio, que el impulso modernizador de una sociedad multicultural como la nuestra produzca, paradójicamente, un arte sin limitaciones ni fronteras, un arte que no requiere permiso de la cultura nacional para cruzar al otro lado, para experimentar por cuenta propia, para adaptarse a los nuevos tiempos, a las nuevas tecnologías, a los nuevos conceptos de arte y simulacro, de percepción y virtualidad. El artista bajacaliforniano es, antes que otra cosa, un artista fronterizo. Incluso cuando niega la influencia de la frontera en su obra, ésta, la frontera, sale a relucir no necesariamente en su temática sino en su apropiación natural del swap meet que es la vida fronteriza, en su libertad para cruzar fronteras sin más documento de identidad que su curiosidad y su aplomo, que su deseo de no quedarse atrás en modas y modos, en materiales y tecnologías, en visión y creación.

    La educación artística: es aquella que incluye desde la de los chamanes indígenas que iniciaban a los jóvenes en los rituales de la pintura rupestre, pasando por la educación artesanal en las misiones jesuitas, franciscanas y dominicas, hasta la fundación, en 1955, de la Escuela de Artes José Clemente Orozco, en el Instituto de Ciencias y Artes del gobierno del estado, primer paso en la profesionalización de las artes plásticas en la entidad. Proceso que va a continuar con la creación del Instituto de Bellas Artes del estado en 1967, el establecimiento de talleres de pintura, dibujo y gráfica en las casas de la cultura de Mexicali, Ensenada y Tijuana a partir de 1974 y que culmina en la fundación de escuelas de artes en las universidades de la entidad ya en el siglo xxi y con la enseñanza artística profesional en los centros estatales de las artes en las principales ciudades del estado. Sin olvidar el magisterio ejemplar de artistas como Fernando Robledo, Salvador Romero, José García Arroyo, Francisco Chávez Corrugedo, Rubén García Benavides, Álvaro Blancarte, Ignacio Hábrika y Luis Moret, quienes no fueron simples profesores sino guías de artistas más jóvenes que ellos, faros de salvación y de esperanza para las generaciones venideras.

    El espíritu gremial: los artistas bajacalifornianos, desde que tuvieron conciencia de su oficio y de los obstáculos que se les presentaban para exponer y difundir sus obras, tomaron el camino de unirse en grupos, asociaciones y cooperativas para multiplicar sus esfuerzos en pro de las artes en todos sus aspectos. Grupos que aparecen a mediados del siglo xx y que hasta nuestros días son ejemplos de este espíritu gremial: Círculo de Arte y Cultura, Símbolo, Tonatiuh 29, cepac, Yunque, Círculo de Artes Plásticas de Baja California, Taller de Arte Fronterizo, Grupo Centenario, Lindero Norte, patoac, Cooperativa José García Arroyo, Galería Fronteriza, Artefacto A.C., Torolab, entre muchos otros. Gracias a ellos, la evolución de las artes plásticas en Baja California es un trabajo en equipo que ha obtenido resultados alentadores en la conquista de espacios y recursos, que los ha hecho aprender entre todos de todos.

    Los espacios de exhibición: la búsqueda de espacios para las artes llevó a que los creadores fueran, primero, presentando sus obras en espacios comerciales y privados (mueblerías, tiendas departamentales, salones de espectáculos o clubs sociales), para luego crear sus propios espacios (galerías independientes). Pero este impulso también llevó a que los artistas bajacalifornianos comenzaran a exigir al gobierno la creación de espacios públicos para las artes. Las casas de la cultura fueron un primer paso en tal sentido, pero es la fundación de la galería de la ciudad en Mexicali, en 1978, el primer espacio dedicado exclusivamente a las artes visuales en la entidad. Desde entonces, los espacios construidos por el gobierno (municipal, estatal o federal) han seguido creciendo: allí están el Centro Cultural Tijuana, las galerías y salas de arte universitarias, los centros estatales de artes en Mexicali (2005), Ensenada (2007) y Tijuana (2011) son muestra de ello. Pero los espacios públicos están equilibrados con la multiplicación de los sitios independientes en todo el estado, espacios que mantienen el espíritu de libertad y confrontación que el arte demanda (desde el Nopal Centenario hasta la Casa del Túnel, desde el Centro Cultural Mexicali Rose hasta la Casa de la Tía Tina). Aquí hay que agregar los espacios del arte público (murales, esculturas, monumentos) que se han convertido en referentes visuales de nuestras urbes de frontera y los espacios marginales (cárceles, colonias populares) en donde el arte ha tenido influencia e impacto social.

    Convocatorias y concursos: si las primeras convocatorias y concursos, organizados hacia los años sesenta del siglo xx, sirvieron para que los artistas bajacalifornianos se conocieran entre sí, supieran el nivel y los estilos en que trabajaban sus colegas, luego, con la creación de la Bienal Plástica de Baja California en 1977, los concursos se hicieron profesionales y altamente competitivos porque los jurados eran nacionales y contaban con críticos que conocían el estado de las artes de su tiempo. Esto trajo un cambio cualitativo sin precedentes. La Bienal estableció un nuevo techo creativo (en calidad, en técnica y oficio, en estar al día con los movimientos artísticos del mundo contemporáneo). Su impacto transformó, en definitiva, a las artes plásticas de la entidad al hacer a un lado a los artistas aficionados y señalar a los creadores rigurosos y originales como los ejemplos a seguir. Y lo mismo hicieron otras convocatorias surgidas en fechas más recientes, como InSite o el Salón de los Estandartes, que pusieron como su centro de atención al arte/objeto, el arte/instalación y el performance. Tanto la Bienal como los otros concursos y convocatorias posteriores han servido como incitadores de cambios, como desafíos a superar, como termómetros de la creatividad de nuestros artistas, de sus fortalezas y debilidades, generación tras generación. Son, pues, un diagnóstico certero de sus logros y fracasos a la vista de todos, una bitácora del estado de nuestras artes y de los hallazgos que nuestros creadores han hecho públicos, desde 1977 a la fecha, en la travesía colectiva que llamamos artes plásticas de Baja California.

    El artista como creador individual: más allá de los procesos culturales y sociales que enmarcan o definen el desarrollo de las manifestaciones artísticas en Baja California, el factor primordial para entender a las artes plásticas de nuestra entidad son los propios pintores, dibujantes, escultores, performanceros y artistas conceptuales. Desde la generación de los pioneros hasta las generaciones más recientes, los artistas, como creadores individuales, representan la cara más visible de cada época, el retrato más veraz de la evolución de nuestras artes, de sus conflictos y enfrentamientos en relación con las transformaciones del campo artístico en que se desen­volvían y se desenvuelven. Pensemos en dos pintores pioneros: Joel González Navarro y Rubén García Benavides. Ambos comienzan pintando paisajes y retratos, pero el primero se mantiene siempre dentro de la escuela mexicana de arte (incluyendo su visión épica de nuestra historia nacional) mientras que García Benavides pasa del paisaje realista al pop art y luego al minimalismo, estableciendo un nuevo paradigma paisajístico en el arte mexicano de los años setenta del siglo xx. Una misma generación y dos trayectorias individuales totalmente distintas. Es obvio, entonces, que los creadores bajacalifornianos pueden ubicarse perfectamente en una época determinada o en un movimiento artístico específico (el arte nacionalista mexicano, el expresionismo abstracto) o pueden ir modificando su obra para adaptarse a los cambios de paradigma artístico de su tiempo. Así, tanto el que permanece idéntico a sí mismo como el que cambia son ejemplo de las diferentes formas de ser artista en la entidad. Hay quienes pueden ser catalogados como representante de una época o estilo, mientras otros saltan de una época a otra, de un estilo a otro, sin perder su vigencia. Agreguemos a esto que artistas como Ruth Hernández, Álvaro Blancarte, el propio García Benavides, Francisco Chávez Corrugedo y muchos otros, han funcionado no sólo como creadores sino como promotores culturales, maestros, galeristas, curadores, periodistas culturales y animadores incansables de la vida artística del estado. De ahí que el creador sea una pieza básica, un catalizador esencial, para interpretar el arte bajacaliforniano como un proceso individual inmerso en una dinámica colectiva de cambio (y de resistencia al cambio) que es continua y permanente, donde el artista, por propia voluntad y voluntarismo, asume las múltiples tareas necesarias para que las artes plásticas de Baja California se mantengan en movimiento, superando obstáculos y alcanzando nuevas cuotas de calidad, nuevos territorios creativos, nuevos públicos y espacios.

    Expuesto lo anterior, esta crónica, en su narrativa, enlaza estos seis elementos para ofrecer un atisbo de las artes plásticas en Baja California. A este sexteto de factores se añade una presunción válida: que la naturaleza distintiva de Baja California, su peculiar historia fronteriza, su cultura como amalgama hecha con el bagaje de gente venida de todas partes del país y el extranjero, conlleva la creación de manifestaciones artísticas que responden a un proceso singular en relación con el arte mexicano. Y no quiero decir que aquí, en Baja California, hay un arte distinto sino que su evolución, permeada por la colindancia con California, su paisaje desértico y rocoso, su historia aislada, con tiempos diferentes, a la del interior del país, conforma otra narrativa, crea un relato aparte que esta crónica apenas escarba y escudriña. Pero, en todo caso, éste es un relato fascinante, con obras para disfrutar y para cuestionar; con creadores a los que no hay que perder de vista si queremos comprender el arte mexicano en su integridad nacional, es decir, el arte que está presente a lo largo y ancho del país, en su centro tanto como en sus fronteras. Un arte a la vez regional y universal.

    Un arte que, como el diablito de La Rumorosa, indica el camino a seguir, la ruta estelar que es cambio y permanencia, tradición y ruptura, búsqueda y hallazgo, oficio y talento.

    Gabriel Trujillo Muñoz

    Mexicali, capital del estado

    de Baja California, enero de 2010

    De las pinturas rupestres a las artesanías indígenas

    En su obra Gombrich esencial (1997), el reconocido historiador de arte E. H. Gombrich escribió:

    No existe, realmente, el Arte. Tan sólo hay artistas. Estos eran en otros tiempos hombre que cogían tierra coloreada y dibujaban toscamente las formas de un bisonte sobre las paredes de una cueva; hoy compran sus colores y diseñan carteles para las vallas publicitarias; han hecho y hacen muchas cosas los artistas. No hay ningún mal en llamar arte a todas estas actividades mientras tengamos en cuenta que tal palabra puede significar muchas cosas distintas, en épocas y lugares diversos, y mientras advirtamos que el Arte, escrita la palabra con A mayúscula, no existe, pues el Arte con A mayúscula tiene por esencia ser un fantasma y un ídolo.

    Ahora, en el siglo xxi, cuando los artistas ya no necesitan comprar colores y sólo requieren un programa de computadora y una conexión a Internet para su trabajo, podemos ver que lo dicho por Gombrich nos plantea el arte con minúsculas, es decir, que pintar, dibujar, esculpir, diseñar o instalar son actos unidos al tiempo de su hechura, a la sociedad en que fueron o son realizados. Gombrich dice que la idea más importante con la que tenemos que familiarizarnos es que las que nosotros llamamos obras de arte no constituyen el resultado de alguna misteriosa actividad, sino que son objetos realizados por y para seres humanos.

    Y esta aseveración es la piedra miliar para adentrarnos en las artes plásticas de Baja California: como una actividad creadora, imaginativa, que rompe moldes o asume tradiciones, como un trabajo que da por resultado imágenes que han logrado sobrevivir a los estragos del tiempo, a los gustos de sus contemporáneos, y hoy son símbolos de un esfuerzo individual, sí, pero que también representan un escaparate de la comunidad donde se hicieron, del entorno del que surgieron. Ya el historiador de arte Justino Fernández ha dicho en su libro Arte mexicano (1989), que

    [...] la historia nos ofrece una variedad de formas artísticas. Podemos estimar y gustar unas más que otras, pero no podemos negar el valor de unas porque son otras las de nuestra preferencia. Todo arte pertenece a un lugar y a un tiempo y es expresión de unos hombres que también tuvieron sus preferencias. La libertad de abrirse a diversas posibilidades es lo único que puede permitirnos elegir y, en último término, encontrarnos a nosotros mismos.

    Para Fernández, el arte era una aventura poética, esto es, un viaje lúdico y lúcido que nos lleva a ver lo que ha dado México al mundo en cuestiones artísticas. Y eso mismo va por Baja California. Don Justino de nuevo:

    En cada momento histórico hay que saber lo que el hombre creador se propone y los medios de que se vale. Pretender examinar la variedad histórica desde el estrecho punto de vista naturalista y de la belleza clásica es tanto como dejar fuera, por incomprensión, varios períodos y muchas obras de la historia del arte. Al arte indígena antiguo ha de vérsele como expresión histórica y artística tan válida como cualquier otra y ha de procurarse descubrir sus propios valores estéticos, su original belleza, diferente de la clásica y tradicional. Es un arte simbólico por excelencia.

    Para entender los orígenes de las artes plásticas en Baja California debemos comprender que la llegada de sucesivos grupos humanos a nuestra península se dio en tres posibles rutas: la migración terrestre desde el norte, lo que hace que muchos sitios arqueológicos sean más recientes mientras más al sur se localizan; la vía marítima que también viene del norte, pero que tocaba islas y regiones costeras de nuestra península; y la vía marítima transcontinental, que supone la llegada de grupos humanos procedentes de Oceanía. Lo importante aquí es, como dice María Teresa Uriarte en Pintura rupestre en Baja California (1981), que comprendamos que posiblemente desde hace varias decenas de miles de años hay presencia humana en Baja California. Y decir esto es decir que hay pruebas tangibles de su cultura de tribus nómadas en un territorio peninsular menos árido y hostil para la vida comunitaria que el actual:

    Poco es lo que sabemos de los antiguos pobladores de esta zona, debido a que los estudios arqueológicos se han realizado sin un programa global, en puntos disímbolos y nunca en la zona de las pinturas. Aparte del fragmentado panorama arqueológico que presenta la península, los especialistas que han estudiado el pasado histórico peninsular difieren en cuanto a la antigüedad de la población humana; algunos piensan que puede datar de 50 mil años o más y otros aceptan un periodo menor. Las hipótesis más aceptadas catalogan la ocupación humana en la península de la siguiente manera: San Dieguito I, II y III, atendiendo a los diversos implementos líticos encontrados y que comprenden de los 11,000 a los 7,500 años antes de Cristo. La Jolla I, II y III; durante esta fase cultural aparecen los primeros metates, lo que hace suponer que ciertas modificaciones operadas en la dieta de los pobladores californianos hizo que necesitaran moler sus semillas. Hacia el 4000 a.C., empezaron a llegar algunos grupos del este, probablemente cruzando el desierto de Mojave e iniciando el desalojo hacia el sur de los grupos establecidos; esta fase cultural recibe el nombre de yumana. Puede decirse que estos fueron los grupos encontrados por los españoles en el momento de su arribo, con la modificación efectuada hacia los años 700 de nuestra era, en la que la influencia hohokana se patentiza con la introducción de la cremación de los muertos. En contraste con el fragmentado panorama arqueológico, desde el momento de la llegada de los españoles florecieron con sorprendente abundancia los testimonios de exploradores y misioneros que en sus descripciones nos presentan una visión muy completa de las costumbres de los antiguos californianos. Los grupos humanos encontrados en el siglo xvi por los españoles presentaban un primitivo desarrollo cultural, basando su subsistencia en la caza, la pesca y la recolección. Sólo los cucapás, habitantes del delta del río Colorado, practicaban una agricultura incipiente originada en las avenidas anuales del río. Estos grupos humanos eran los siguientes: en el sur, pericúes y guaicuras, con diferentes subgrupos; en el centro, los cochimíes, en el norte los diegueños o tipais, los cucapás, los paipais y los quiliguas o kiliwas. De pericúes, guaicuras y cochimíes, no hay sobrevivientes, ya que los españoles trajeron consigo enfermedades y cambios tan radicales en los hábitos de alimentación y vida de la población indígena que ésta fue desapareciendo paulatinamente. Su organización social estaba compuesta por bandas patrilineales, con un territorio más o menos definido; éstas deambulaban libremente y sólo se reunían en ocasiones para algunas celebraciones que, según los antropólogos, servían para aumentar el sentimiento de cohesión del grupo. Su vestimenta era muy escasa, si no ausente; las mujeres llevaban unas faldillas de yuca y otras confeccionadas con pieles de venado. La pintura corporal era ampliamente utilizada por los californianos. Sus armas más importantes eran el arco y la flecha.

    Las pinturas rupestres son la aportación más reconocida de la cultura indígena peninsular, son estas pinturas las que han hecho famosa a Baja California en el mundo entero. Desde su descubrimiento por los occidentales en el siglo xviii han sido olvidadas y redescubiertas varias veces durante las diferentes etapas históricas. Hoy en día, como lo señala Uriarte, plantean enigmas fascinantes y son uno de los tópicos más interesantes del devenir histórico peninsular. Pero ahora sabemos que el arte rupestre bajacaliforniano no se circunscribe sólo a las pinturas, aunque éstas son las que han acaparado la atención de los investigadores y los viajeros. Como lo exponen Julia Bendímez y Don Laylander (Travesía, núm. 4, 1986),

    [...] el concepto arte rupestre ha incluido tradicionalmente dos tipos distintos de manifestaciones prehistóricas sobre la superficie de las rocas: los grabados y las pinturas. En la actualidad algunos arqueólogos también incluyen otras manifestaciones expresivas bajo este término, como lo son los geoglifos y los hoyuelos. En el norte del estado de Baja California, en sitios que se encuentran fuera de la ciudad, visitantes o residentes curiosos descubren rastros de sociedades del pasado, pintados o grabados sobre peñas o lechos de roca. Diseños sencillos, como líneas, cuadros, círculos o representaciones reconocibles de humanos o animales, hacen preguntarse al observador: ¿Quién los creó?, ¿qué antigüedad tienen?, ¿por qué fueron creados? y ¿qué significan?

    Y ellos mismos se responden:

    Conocer las sociedades que hicieron el arte rupestre de Baja California, comprender su forma de vida, su visión del mundo, no es tarea fácil. En la actualidad, debido a que se han hecho pocas investigaciones arqueológicas, la imagen que tenemos de los artistas prehistóricos proviene directamente de estudios etnográficos realizados con los descendientes de los antiguos pintores. Existen varios tipos de manifestaciones de arte rupestre: los petroglifos, los pictógrafos, los hoyuelos y los geoglifos. Los petroglifos fueron creados grabando o rasgando figuras sobre la superficie de la roca. El efecto de este trabajo es particularmente claro si la superficie de la roca difiere marcadamente en color de su interior. El interior queda expuesto al ser rasgada la piedra. Esas figuras que con más frecuencia se encuentran son círculos, rectángulos, triángulos y otras figuras geométricas. Figuras antropomorfas y zoomorfas, aunque se han localizado en este tipo de arte rupestre en el norte de Baja California, no son comunes. Los pictógrafos son pinturas sobre las superficies de la roca. Esas manifestaciones de arte rupestre son más comunes en las zonas montañosas, aunque también ocurren en otras áreas. Los colores más comunes que se utilizaron fueron el rojo y el negro, pero el blanco y el amarillo también están presentes. Los pigmentos fabricados de minerales como el óxido de manganeso (negro) y la hematita u ocre (rojo), eran molidos hasta que quedaban hechos un polvo fino y posteriormente se le mezclaba con agua o aceite vegetal para lograr la consistencia deseada. Para ejecutar los diseños y figuras se utilizó algún tipo de brocha o los dedos. En el área de nuestro interés, los pictógrafos consisten en patrones geométricos complejos, compuestos por elementos semejantes a aquellos de los petroglifos en el desierto; sin embargo, a diferencia de los grabados, en la sierra encontramos mayor número de figuras humanas y animales. En el norte de Baja California encontramos también otra forma de arte rupestre tomando en cuenta la definición más amplia. Existen hoyuelos o depresiones circulares sobre la superficie de la roca, como morteros miniatura. Estas manifestaciones podrían haber sido creadas con relación a ceremonias de iniciación para los adolescentes. Otros fenómenos relacionados con rocas y con la creación de figuras a través de este medio son los geoglifos. Estos son patrones que resultan del despejamiento de áreas de superficie desértica rocosa o colocando rocas en patrones o alineaciones. Los geoglifos existen en zonas aledañas al Río Colorado y se ha sugerido que las enigmáticas figuras en el desierto al noroeste y al oeste de la Laguna Salada también lo sean.

    Para entender mejor al arte rupestre bajacaliforniano hay que analizar las respuestas intelectuales que su descubrimiento, en diferentes épocas y circunstancias, provocó en quienes se toparon con esta manifestación cultural. Hay al menos tres etapas bien consignadas: la respuesta de los misioneros jesuitas en el siglo xviii, la del explorador europeo Leon Diguet a fines del siglo xix, y la de los viajeros de mediados del siglo xx (desde Fernando Jordán a Erle Stanley Gardner). Todas ellas, exceptuando la reacción de Gardner, muestran una ceguera ante el valor real de una obra artística sin parangón en México. Como lo indica Luis Romo (Reforma, 7-III-2004),

    [...] dentro del arte rupestre nacional, el más famoso a nivel mundial es la variante de las pinturas que se encuentra en el centro de la península de Baja California. A este majestuoso grupo se le llama comúnmente los Grandes Murales, por sus enormes dimensiones: pinturas que cubren paredes rocosas de decenas y a veces de cientos de metros de longitud con figuras humanas y animales en tamaño natural o aun mayor.

    Pero cuando los jesuitas llegaron a evangelizar la península en 1697, lo que buscaban era demostrar la superioridad de su cultura y religión sobre la cultura y religión de los antiguos bajacalifornianos. Así, Miguel del Barco en su Historia natural y crónica de la Antigua California (1988), escrita a mediados del siglo xviii pero sólo publicada en el siglo xx, da cuenta de que en la misión de San Ignacio de Kadakaamang, en la parte norte peninsular, el padre Joseph Rothea fue informado que en el territorio de su misión había vestigios de una cosa rara que exigía una explicación satisfactoria:

    Pasé después a registrar varias cuevas pintadas; pero sólo hablaré de una, por ser la más especial. Esta tendría de largo como diez o doce varas, y de hondo unas seis varas: abierta de suerte que toda era puerta por un lado. Su altura (según me acuerdo), pasaba de seis varas. Su figura como de medio cañón de bóveda, que estriba sobre el mismo pavimento. De arriba hasta abajo toda estaba pintada con varias figuras de hombres, mujeres y animales. Los hombres tenían un cotón [especie de sayo ancho y cerrado que se pone como camisa] con mangas: sobre éste un gabán, y sus calzones; pero descalzos. Tenían las manos abiertas y algo levantadas en cruz. Entre las mujeres estaba una con el cabello suelto, su plumaje en la cabeza, y el vestido de las mexicanas, llamado güipil. Las de los animales representaban ya a los conocidos en el país, como venados, liebres, un lobo y un puerco. Los colores eran los mismos que se hallan en el Volcán de las Vírgenes, verde, negro, amarillo y encarnado. Se me hizo notable en ellos su consistencia; pues estando sobre la desnuda peña [expuestas] a las inclemencias del sol y agua, que sin duda los golpea al llover, con viento recio, o la que destilan por las mismas peñas de lo alto del cerro, con todo esto, después de tanto tiempo, se conservan bien perceptibles. Ya con estos principios, junté los indios más ancianos de la misión para averiguar qué noticia había entre ellos acerca de esto. Lo mismo encargué que hicieran en las misiones de Guadalupe, y Santa Rosalía, sus misioneros. Todos convinieron en la sustancia, es a saber que de padres a hijos había llegado a su noticia que, en tiempos muy antiguos, había venido del norte porción de hombres y mujeres de extraordinaria estatura, venían huyendo unos de otros. A la verdad las que yo vi, lo convencen; porque, tantas, en tanta altura, sin andamios y no otros instrumentos aptos para el efecto, sólo hombres gigantes las pueden haber pintado.

    Unos pocos años después de haber escrito Miguel del Barco su obra, Francisco Javier Clavijero, un sacerdote jesuita que nunca pisó la Baja California pero que reunió en Europa toda la información que pudo encontrar sobre la península, publicó su Historia de la Antigua o Baja California (1789), donde exponía su desdén por los nativos al afirmar que poca diferencia de las citadas bestias eran en la manera de vivir los salvajes habitantes de la California, pero que atendiendo a los pocos vestigios de antigüedad que allí han quedado, es fácil persuadirse que aquella vasta península estuvo habitada por gentes menos bárbaras que las que hallaron en ella los españoles, pues la Compañía de Jesús, en los años finales de su labor evangelizadora (estuvo trabajando de 1697 a 1767, cuando Carlos III, el monarca español, los expulsó de su imperio por sus constantes interferencias políticas), descubrió en los montes, en el centro de la península, una manifestación artística que iba en contra de sus prejuicios antiindígenas, prejuicios que señalaban que los indios bajacalifornianos eran unos bárbaros sin remedio ni perdón, por lo que al toparse con

    [...] varias cuevas grandes cavadas en piedra viva, y en ellas pintadas figuras de hombre y mujeres decentemente vestidas y de diferentes especies de animales. Estas pinturas, aunque groseras, representan distintamente los objetos, y los colores que para ellas sirvieron, se echa de ver claramente que fueron tomados de las tierras minerales que hay en los alrededores del Volcán de las Vírgenes. Lo que más admiró a los misioneros fue que aquellos colores hubiesen permanecido en la piedra por tantos siglos sin recibir daño alguno ni del aire ni del agua.

    Era, pues, la misma visión obtusa de Miguel del Barco, para quien estas pinturas de cielo raso mostraban

    [...] figuras ya de animales y ya de hombres armados de arcos y flechas, representando las cazas de los indios. Estas pinturas se conservan bien claras y perceptibles no obstante el estar sobre la desnuda piedra sin otro aparejo, y que en tiempos húmedos y de nieblas no pueden dejar de humedecerse el aire de la misma cueva. Por lo demás, dice que es pintura tosca; que está muy lejos de los primores de este arte. No obstante, da a entender que sus autores tenían más aplicación, más habilidad y más conocimientos que los naturales de este país.

    Sin embargo, lo que hoy consta, por los análisis llevados a cabo para fechar estas pinturas, es que su antigüedad va, en algunos materiales, de los 8500 años a.C. a los 1700 d.C. Esto es, según Felipe Echenique (Estudios Fronterizos: 35-36, enero-diciembre 1995), la prueba de que los indios bajacalifornianos estaban haciendo estas pinturas en el momento mismo en que aparecieron los misioneros jesuitas:

    Sorprende que algunas fechas lleguen a años muy cercanos al inicio de la conquista jesuítica, 1694 d.C., debido a que ello nos indicaría que los pueblos de cazadores-recolectores conquistados por los jesuitas, estaban inmersos, como herederos, trasmisores y redimensionadores no sólo de las formas de vida material de sus antepasados, sino también de sus distintas manifestaciones espirituales y culturales como podrían ser, entre otras tantas, las expresiones pictóricas o de petrograbado. Podemos constatar que aquellos hombres y mujeres que estaban conquistando los jesuitas no sólo tenían presente, sino pasado y —lo más importante— memoria de ello. Elemento vital, este último, no sólo para mantener su vida, sino también para enriquecer y redimensionar sus conocimientos históricos y de lo histórico. Aspectos que apuntaban hacia una perspectiva de futuro, como lo habían tenido sus antepasados. Hasta hace muy poco, la vinculación directa entre los pueblos existentes en el momento de la llamada conquista espiritual y la tradición de la llamada pintura rupestre era inaceptable. Advertirlo ahora adquiere relevancia y cambia de rumbo las explicaciones y concepciones que en la actualidad se tienen de los pueblos indios que conquistaron tanto los jesuitas como, después, los franciscanos y dominicos en el septentrión californiano. El que Clavijero y Del Barco, al momento de escribir sobre este particular, hayan desvinculado a las poblaciones nativas que estaban conquistando de aquellas manifestaciones culturales, apunta a una línea de explicación que era coherente con su idiosincrasia pero no con lo que sucedía entre los pueblos de la llamada California. El discurso se sustenta en la continuidad de negarles a los pueblos conquistados cualquier rasgo de humanidad y, por ende, de expresiones culturales tan palpables como podrían ser la llamada pintura rupestre. La innegable existencia de las mismas les hizo escribir que éstas se debían a creaciones de otros pobladores muy superiores y antiguos a los que estaban conquistando. De todo lo anterior, Clavijero y Del Barco concluyeron la diferencia entre los hombres que realizaron esos murales y los pueblos que estaban conquistando. Por ello, aseveraban que los pueblos en proceso de conquista y conversión no sabían con certeza qué significaban aquellas expresiones culturales, cuándo se habían pintado y qué ceremonias se realizaban frente a ellas.

    De la arrogancia de los misioneros frente a la cultura indígena bajacaliforniana no hay que sorprenderse. El discurso del conquistador hacía inadmisible reconocer a los nativos como forjadores de semejantes obras pictóricas. Pero también hay que comprender los mecanismos de defensa de los propios aborígenes: al crear una cortina de humo (el relato de los gigantes más civilizados) escondían sus propios conocimientos frente al nuevo poder que los sojuzgaba, de ahí que los ancianos mismos (seguramente los líderes de su comunidad y los chamanes de su religión) preferían pasar, ante la mirada (ya de por si prejuiciada) de los misioneros, como gente ignorante que no tenía capacidad para crear tales obras. Ya el historiador mexicano Antonio Pompa y Pompa dijo en el Primer Congreso de Historia Regional que se llevó a cabo en Mexicali en 1956, que

    [...] todo aquello que el hombre pensaba y que constituía el eje de su existencia fue, durante los milenios anteriores a la escritura, confiado a las rocas para dar duración y permanencia a sus pensamientos. Por eso las representaciones rupestres son valiosos documentos del espíritu humano, de la mayor importancia para el estudio de los problemas del desarrollo del pensamiento, del origen de todos los movimientos espirituales y de los comienzos del conocimiento del orden terrenal. Por ello, el hombre situado en la tierra sintió el deber de relacionarse con el mundo exterior para registrarlo en su esfera espiritual y articularlo en su recuerdo. Las representaciones rupestres manifiestan su diálogo con el mundo exterior, con su realidad; de allí la importancia y la significación de los símbolos y signos del hombre pre y protohistórico para tratar de entender el mensaje lejano y al parecer inasequible del hombre primitivo.

    Ese mismo año de 1956, Pablo L. Martínez, en su monumental obra Historia de Baja California, señaló la importancia capital de los chamanes para la creación de las pinturas rupestres, pero especialmente como un tremendo obstáculo para la penetración religiosa. Y apuntaba que el chamán, en la región del sur era llamado guama y en la del norte kusiyai. Los chamanes fueron, de alguna manera, los primeros perfomanceros: hombres viejos pintados todos de negro con grandes capas de piel de venado. Sus artes corporales y sus tatuajes, su actuación estentórea y su discurso de intermediarios entre las fuerzas de la naturaleza y los seres humanos, los convertía en serios defensores de su cultura y sus costumbres. Fernando Consag, un misionero jesuita, relataba que los indios de la parte norte de Baja California no sólo se dedicaban a bailes y ceremonias crematorias, sino que eran depositarios del arte de las máscaras sagradas, de las figuras de poder, en rituales que tenían como ubicación los sitios que las pinturas rupestres presidían como presencias ancestrales:

    Forjan sus ídolos estos miserables infelices bárbaros de cualesquiera yerbas, y les afianzan con palitos: en su cara (diré mejor) en lugar de la que habían de tener, se ve una toquilla o birrete, que ellos hacen de plumas negras, entretejidas en los nudos de una redecilla a modo de las pelucas, y es entre sus obras la más curiosa: las orejas en algunos son de palo; por hombros les ponen una tablilla a cada lado, larga cerca de un geme, delgada y pintada; mas de manera que admiramos ver allí la Santa Cruz; les sirve de corona un plumaje compuesto de varias plumas; del cuello sobre el pecho les cuelgan muchas sartas de conchitas, caracolitos, frutillas silvestres y de plumas de varios colores, en que consiste la mayor parte del adorno y, en su bárbara ciega opinión, toda la riqueza.

    Para los misioneros, tales chamanes-artistas son ciegos, miserables e infelices. Pero estos adjetivos nos permiten ver el gran temor que los propios misioneros sentían ante estos pintores y performanceros. Y es que las pinturas rupestres eran las catedrales al aire libre de la cosmogonía indígena bajacaliforniana. Tanto fue el poder emanado de estos sitios, que una misión posterior, la misión de Guadalupe del Norte, edificada por los dominios en 1834, fue erigida a un lado de una cueva pintada que atraía a los nativos para servirse, como en el santuario de la Virgen de Guadalupe en la ciudad de México, del poder emanado de deidades indígenas. Pero cuando las misiones acabaron abandonadas por las rebeliones de los indios bajacalifornianos y la falta de conversos, también el recuerdo de las artes rupestres de esta región del mundo se desvaneció de la memoria nacional. Tendrían que pasar más de cien años entre la publicación del libro de Clavijero y la publicación, en 1895, del libro Etnografía de la Baja California del naturalista francés Leon Diguet. Siguiendo los pasos del doctor Ten Kate, quien halló vestigios pictográficos en Baja California en 1882, apenas tres años después de que se desató en Europa la fiebre por el arte rupestre al descubrirse las cuevas pintadas en Francia y España, Leon Diguet descubrió que el arte rupestre se extendía a lo largo y ancho de nuestra península, pero que abundaba, sobre todo, en las regiones montañosas:

    Durante el curso de la misión científica de la que estaba encargado, me ha sido posible aclarar este punto; habiendo abordado en mi recorrido las regiones más elevadas de la sierra, llegué a encontrar un cierto número de grutas o de abrigos bajo rocas que presentan pictografías. He podido examinar con cuidado estas pinturas que actualmente se encuentran en un estado de conservación bastante bueno. Las representaciones pictográficas, como acabamos de ver, han sido ejecutadas en las regiones montañosas, principalmente en las localidades escarpadas o difícilmente accesibles; el emplazamiento de peñascos o acantilados en las que han sido hechas parece haber sido escogido expresamente, pues con pocas excepciones, los lugares en que estas pinturas se encuentran están situados cerca del agua, es decir en la proximidad de un manantial, de una charca, de un torrente o al menos de una de estas excavaciones o depósitos naturales designadas con el nombre de tinajas, en las que el agua se junta después de las lluvias y está ahí corto tiempo. Las pictografías son ejecutadas por diversos procedimientos: unas veces son simples petroglifos, es decir, trazos delgados o anchos grabados en la roca, hechos a veces más visibles por la agregación de un color, en ocasiones son pinturas cuya forma de ejecución reside en la aplicación de un color transparente, lisos, los trazos también asocian estas dos características. La naturaleza de los temas representados consiste en caracteres ideográficos, en personajes, en animales: estos dos últimos géneros están a menudo asociados y agrupados de manera que figuran escenas de la vida activa, tales como cacerías, batallas, etc. El rojo, el amarillo, el negro, el blanco, son los únicos tonos empleados. Estos colores provienen de las rocas volcánicas finamente fosforisadas, disueltas en una especie de barniz.

    Leon Diguet, como él mismo lo señala, no acepta la teoría jesuita de los pintores gigantes, al estilo bíblico, para aclarar el origen del arte indígena. Lo que sí descubre es que en el sur peninsular las ejecuciones pictográficas eran de una factura burda y primitiva y parecían haber sido el resultado de un trabajo ejecutado de prisa, mientras que las obras trabajadas en el norte de Baja California muestran una maestría en su concepción y hechura, una autoría personal antes que un trazo anónimo:

    Ahí la elaboración es no sólo más cuidada, sino innegablemente más estudiada. Aunque ejecutadas siempre a grandes rasgos y de una manera por completo esquemática, se ve, después de cierto tiempo, que estas pinturas denotan por su aspecto el conocimiento de un arte que ya no estaba en la infancia y que el autor por el agrupamiento y la disposición de los temas se había dedicado a la realización de una concepción decorativa. Las pinturas mencionadas anteriormente, estaban en rocas aisladas en las laderas de los acantilados; de las que vamos ahora a tratar componen la ornamentación de las grutas o de los abrigos bajo roca y parecen indicar una habitación o un sitio de reunión, la disposición y la situación donde se encuentran están ahí al menos para hacerlo creer. Estas grutas o estos abrigos bajo la roca son casi siempre lugares situados en una altura bastante elevada. Delante de la entrada, está una plataforma arreglada, y de tanto en tanto, se notan indicios de caminos que los comunica con las cumbres de la sierra; sobre todo en los lugares donde la vegetación se ha opuesto a la destrucción de este sendero; algunas veces los escombros de las grutas están amontonados en montículos frente a ellas, con el fin probable de tapar completamente su entrada o al menos que sólo se vea la entrada desde algunos puntos. El interior no ofrece nada importante; de tanto en tanto algunas excavaciones unas veces en forma de nicho en las paredes, otras veces como simples agujeros hechos en la roca dura que debían de servir para depósito de agua o de mortero para moler. Las pinturas ocupan generalmente la entrada de la gruta o al menos los lugares más iluminados están dispuestos de manera que puedan recibir la luz solar a ciertas horas del día. Las siluetas de los temas pictográficos, que sólo se representan con las apariencias de un esquema burdo, a veces difícil de distinguir claramente cuando se examinan de cerca y en la sombra, revisten, cuando son iluminadas y examinadas desde una cierta distancia, un vigor y un relieve que no son el simple efecto del azar, sino más bien el resultado de la noción de un arte decorativo llevado a un grado bastante razonable.

    Como buen científico, Diguet se atiene a los datos que puede comprobar por sí mismo. En su viaje por la península visita más de 30 sitios con pictografías. La gruta de San Borjita y la gruta de San Francisco las explora a profundidad y descubre que estas cuevas, en el fondo, cuentan con manantiales de roca que servían para la subsistencia de los grupos indígenas que en ellas se reunían. Aunque Diguet descarta la idea de los gigantes como autores de estas obras plásticas, tampoco ve a los indios bajacalifornianos de su época como los autores de estas obras, sino a una raza más antigua que ya había desaparecido cuando los primeros occidentales se toparon con la península de Baja California. Lo que Diguet no entiende es, como lo indica Felipe Echenique, que

    [...] un número indeterminado de indígenas permaneció al margen de la vida misional y, por lo tanto, de la conquista espiritual. Para lograr lo anterior, la sierra de San Francisco siguió siendo —para aquellos pueblos— un reducto de vida material y espiritual; y ya no como antes, un espacio más de la producción y reproducción de su vida.

    Así, las cuevas pintadas se volvieron reductos de resistencia cultural en una doble aceptación: la tradicional, de un sitio sagrado; y la más reciente, como un santuario para preservar sus usos y costumbres frente a la presencia invasora de misioneros y soldados de la corona primero (de 1697 a 1821) y más tarde de autoridades civiles y colonos del México independiente (de 1821 en adelante). Cuando estos lugares fueron visitados por Diguet, los grupos indígenas sureños ya se habían extinguido por el choque cultural de la conquista misional que trajo el sedentarismo forzado, el hacinamiento y las enfermedades mortales. Sólo en el norte peninsular, los indios mantenían una autonomía cada vez más reducida y precaria. Para Diguet,

    [...] las pinturas figurativas toman los signos que las constituyen del medio en que han sido ejecutadas. Unos pescados están representados a poca distancia del mar, unas liebres en los lugares vecinos a los grandes arroyos, unos venados en las mesetas, las cabras monteses en los lugares donde vive este animal, lagartos en los lugares desiertos.

    Pero otras pinturas muestran a hombres armados, a escenas de combate en que los muertos cubren el suelo. El arte, entonces, es una representación simbólica tanto de un entorno natural como de una ruptura cultural, de una separación dolorosa entre dos mundos que toman rumbos diferentes. Echenique dice que:

    Una primera hipótesis apuntaría hacia la probabilidad de que los nativos de la sierra de San Francisco y aun los de las regiones circunvecinas a ella, ocultaron durante más de medio siglo a los jesuitas, la pintura llamada rupestre y en el momento en que ya no pudieron ocultarlos más, recurrieron a la falsificación y adulteración de sus tradiciones. Pero cabría también la posibilidad de que los catecúmenos que fueron interrogados para dar noticias de los grandes murales, ya no supieran nada de ellas, porque sencillamente ya no pertenecían a la tradición cultural que los crearon; aun cuando éstas fueran pertenencias de sus antecesores más inmediatos. Por tanto, cuando se les preguntó sobre la pintura mural, lo único que pudieron responder fue lo que les habían enseñado sus mentores jesuitas y que les sonaba plausible dentro de la tradición cultural misional.

    Apoyados en la reciente datología arqueológica y en los razonamientos que hasta aquí hemos realizado, se puede suponer que durante los primeros años de conquista y conversión, los pueblos de cazadores-recolectores aledaños a la región de la sierra de San Francisco y los moradores de la misma ocultaron a los misioneros, e incluso a sus párvulos, aquellas manifestaciones culturales, para que no fuesen descubiertas y consecuentemente destruidas o dañadas. Inclusive que aquellos resguardos, donde se encontraban los grandes murales, se convirtieron en lugares de reunión muy restringida para continuar celebrando rituales acompañados de relatos que seguramente hacían referencia a esos portentos pictóricos. Esa actitud, sin lugar a dudas, nos estaría hablando de una consistente y premeditada resistencia creativa por parte de los pueblos cazadores-recolectores ante los conquistadores, para no mostrarles a los misioneros todo lo concerniente a su mundo material y espiritual. Actitud que debieron tener, sobre todo, los primeros individuos a quienes les tocó vivir y padecer los inicios de la llamada conquista espiritual. Lo anterior también quiere decir que los primeros catecúmenos, seguidores o adeptos de los misioneros, no revelaron en su totalidad sus tradiciones y manifestaciones materiales y espirituales, y resistieron esa tentación u obligación cristiana. Con esas acciones, tales elementos culturales se fueron convirtiendo en patrimonio casi exclusivo de los que permanecieron en actitud de resistencia al contacto misional. Con lo cual ese patrimonio cultural se fue quedando en la memoria de cada vez menos individuos, dado el embate a muerte de que eran objeto aquellos que no aceptaban el nuevo orden. Esto propició que los aborígenes que aceptaban la vida misional, terminaran por ignorar el mundo espiritual y material practicados aún por sus congéneres que permanecían en resistencia.

    En todo caso, el sistema misional vino a interrumpir una actividad pictórica que requería un buen número de participantes entre pintores y ayudantes. Al disminuir el número de artistas muchas obras quedaron inconclusas. De ahí que para cuando Leon Diguet visita estas cuevas ya sólo unos cuantos indígenas bajacalifornianos acuden a estos lugares. Y con el transcurso del siglo xx tales sitios van quedando más y más olvidados. En 1951, Fernando Jordán publica El otro México. Biografía de una península, en donde revive el interés por las pinturas rupestres y repite el estribillo de los pintores gigantes, ignorando lo que ya Diguet había dicho al respecto:

    Todos los abrigos bajo roca y todas las grutas en las que están representadas pictografías en partes elevadas, están constituidas por una toba arenosa, designada por los mexicanos como tepetate reposando en un conglomerado común en estas grutas. Se registra también un manantial o tinaja cuya agua era recogida en excavaciones; esto es suficiente para dar la explicación, pues el agua derrama en la base del acantilado, arrastra las piedras pequeñas por la descomposición y la disgregación de la roca, por lo que se produce un vacío y sobreviene un hundimiento produciendo en una mayor o menor superficie de la roca compacta una excavación cóncava. Los indígenas, desde lo alto del derrumbe, han podido desprender las pinturas, luego, limpiando la roca, reducida en fragmentos por el derrumbamiento llegaban a producir la excavación que querían. De esta manera se explica la edificación del montículo que marca la entrada y la formación de la plataforma.

    La esposa de Jordán, la profesora Barbro Dahlgren, y el antropólogo Javier Romero, dieron a conocer en 1952, en la revista Cuadernos Americanos, el texto La prehistoria de Baja California. Redescubrimiento de pintura rupestre, y Barbro sola publicó en la famosa revista Artes de México (1954) otro texto similar; en 1956, en el Primer Congreso de Historia Regional realizado en Mexicali, Antonio Pompa y Pompa apuntó que ya había un interés por explorar el noroeste de México para conocer mejor y catalogar los sitios que presentan arte rupestre. Pero sería un escritor estadounidense de novelas policiacas el que habría de dar la noticia al mundo: Erle Stanley Gardner, exitoso novelista radicado en San Diego, California, utilizaría un helicóptero para llegar a los lugares más inaccesibles de las sierras bajacalifornianas y captar, en fotografías y con películas, el arte pictórico peninsular. Su libro, The Hidden Heart of Baja (1962), y su artículo en la revista Life (1962) van a crear una recepción mundial a la pintura rupestre de nuestra región. El propio Erle filmaría varios documentales al respecto para la televisión estadounidense. A Gardner seguirían el fotógrafo y explorador Harry Crosby, quien publicó en 1975 Cave Paintings of Baja California, y el arqueólogo Clement Meighan, quien dio a conocer en 1978 su libro Seven Rock Art Sites in Baja California. Del lado mexicano, además de fotógrafos como Enrique Hambleton e historiadores que se interesarían en estas manifestaciones artísticas como Miguel León Portilla y Adalberto Walther Meade, en 1970 se llevó a cabo el III Simposio Internacional Americano de Arte Rupestre en Mexicali y Hermosillo del 19 al 25 de abril. En este simposio, según cuenta el periodista José Castanedo (Minerva, septiembre-octubre 1970),

    [...] entre los trabajos mexicanos que fueron presentados, destacaron dos que se refieren a Baja California. Uno sobre la región de San Borjita, presentado por la profesora Barbro Dahlgren de Jordán, distinguida investigadora que exploró esas importantes pinturas en compañía del Antropólogo Javier Romero, y quien presentó una síntesis del arte prehistórico peninsular. El Ingeniero Raúl López López, presentó una aportación valiosa muy bien ilustrada por dispositivas, ya que en diversos recorridos ha llegado a ubicar la pintura rupestre de Baja California en una extensión comprendida entre los Paralelos 30 y 28 de Latitud Norte, aproximadamente, en la cual se encuentran no sólo las cavernas o abrigos más importantes, sino que también se puede apreciar la evolución que fue experimentando la pintura rupestre, tanto en la técnica empleada como en su simbolismo. Bien puede concluirse, a la vista de las diferentes exposiciones de la pintura prehistórica en Baja California, y ello como uno de los resultados más relevantes de este Simposio, que de todo lo que ahora se conoce en el Continente Americano estas pinturas son de las más antiguas y guardan una semejanza muy notable con las ya localizadas en otros continentes y que han quedado ubicadas en el Paleolítico Superior. Investigaciones posteriores podrán arrojar luz sobre su origen y sobre la cronología, aunque ya puede afirmarse desde ahora que son igualmente las más expresivas

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1