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La novela como experiencia de modernidad en Bogotá: La ciudad, sus escritores y la crítica (1910-1938
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La novela como experiencia de modernidad en Bogotá: La ciudad, sus escritores y la crítica (1910-1938
Libro electrónico256 páginas3 horas

La novela como experiencia de modernidad en Bogotá: La ciudad, sus escritores y la crítica (1910-1938

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"Novela y modernidad suelen ir de la mano, y los vínculos entre la narrativa, los procesos capitalistas y la llamada ""condición moderna"" no son novedosos: han sido suficientemente estudiados con resultados muy claros en diferentes latitudes. Pero no ocurre lo mismo con los inicios de la narrativa bogotana, que en el camino del siglo XIX al XX daba ya signos de una vida animosa y contundente, aunque acallada por una crítica que se empeñaba en celebrar la poesía y a los poetas de una ciudad que se imaginaba así misma como una Atenas de Suramérica

Este libro estudia los albores de esa narrativa moderna en la capital colombiana: los principales autores, aquellos que abrieron el camino para que un nuevo tipo de escritor se hiciera presente en la vida cultural de la ciudad, y también sus obras, las novelas que establecieron nuevas formas de entender la vida de la ciudad y, sobre todo, otras formas de contar. A través de estas es que puede decirse que el siglo XX comenzó, finalmente, en las letras, pero también en la calle bogotana."
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 ago 2020
ISBN9789587903713
La novela como experiencia de modernidad en Bogotá: La ciudad, sus escritores y la crítica (1910-1938

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    La novela como experiencia de modernidad en Bogotá - Javier H. Murillo

    conviven.

    1

    ENTRE LA ILUSTRACIÓN Y EL CAPITALISMO REFLEXIONES ACERCA DE LA MODERNIDAD EN BOGOTÁ

    Hablar de la novela de la ciudad en Bogotá no resulta sencillo, lo mismo que no lo es establecer sus fronteras y sus primeras manifestaciones.

    La novela bogotana está estrechamente ligada, en general, con las formas que han tenido la modernidad y sus variaciones –lo moderno y la modernización– en el continente y, en particular, con el surgimiento de la narrativa como género canónico para un grupo social específico. Hablar, pues, de una novela urbana bogotana significa hablar de la forma en la que es comprendida la ciudad, y dar cuenta de ella es hacerlo de las formas en las que esta ha sido vivida durante las últimas diez o quince décadas.

    Efectivamente, el siglo XX resulta determinante para hablar de la modernidad, tal y como lo propone Marshall Berman (1988) en su ya clásico libro Todo lo sólido se desvanece en el aire: la experiencia de la modernidad¹. Para Berman, el siglo XX constituye, como se verá más adelante, el periodo durante el cual la modernidad se expande (p. 3) hasta alcanzar conseguir una globalización del concepto o, más bien, una universalización –en cuanto propone un dominio, conceptual y de pensamiento, más que territorial– con sus valores y con sus principios.

    Esta universalización de las formas de vida propuesta por la modernidad debía incluir, por fuerza, a las bogotanas, por más de que al finalizar el siglo XIX y al comenzar el XX la vida de la ciudad aún se debatiera entre las prácticas culturales típicas de las tradiciones coloniales que con tanta fuerza se arraigaron en la ciudad, y aquellas más capitalistas y burguesas que caracterizaron las transformaciones urbanas de las primeras décadas del siglo XX.

    Justamente respecto a esta tensión entre la tradición y la modernidad que se vivía en una ciudad como Bogotá al despuntar este siglo XX, resulta pertinente tener en cuenta la pregunta que Berman se hace respecto a aquellas sociedades que tienen lugar en espacios o condiciones distantes a los centros de poder tradicionales de Europa o de Norteamérica, con aquellas áreas del planeta que, a su juicio, se encontraban fuera de Occidente, es decir, ajenas –por lo menos en apariencia– a las transformaciones que se hacían evidentes en las que él mismo llama las grandes ciudades de Occidente: Londres, París, Berlín, Viena o Nueva York: pero ¿qué ocurría en aquellas áreas fuera de Occidente donde, a pesar de las permanentes presiones del mercado mundial en expansión […], no se produjo la modernización? Es evidente que los significados de la modernidad tendrían que ser allí más complejos, escurridizos y paradójicos (p. 175).

    Compleja, escurridiza y, sobre todo, paradójica resulta la experiencia de la modernidad en Bogotá, lo mismo que las manifestaciones sociales y artísticas que dan cuenta de ella, dentro de las cuales la narrativa y la novela tienen lugar.

    La pregunta que se hace Berman cobra particular valor cuando se tiene en cuenta que ya él había planteado que, al ser la modernidad una experiencia global, que comparten los hombres y las mujeres de todo el mundo hoy (p. 1), ningún rincón del planeta comunicado a través de ese mercado mundial en expansión podría permanecer ajeno a estos procesos. Esta expansión del mercado y la consecuente expansión de lo que podría llamarse el mundo dominado por el poder del capital correspondían de manera directa a los intereses económicos y culturales de los países con un capitalismo más desarrollado, en Norteamérica y en Europa, y estaba estrechamente vinculada con la idea de modernización. De hecho, esta modernización consistía precisamente en entrar a formar parte del mundo capitalista y la difusión de sus principios y valores, por lo tanto, estaba en la agenda de los países económicamente más poderosos. Saldarriaga Roa (2006) menciona que, durante el siglo XX, la modernización formaba parte de un vasto proyecto internacional de difusión del progreso, planeado y exportado desde los Estados Unidos y el bloque de países de Europa Occidental (p. 20), y que esa modernización era una estrategia para combatir la expansión del comunismo².

    Por lo anterior, si bien pude afirmarse que existen, efectivamente, contextos que de alguna forma podríamos encontrar ajenos a ese permanente devenir de la modernidad –periféricos (Morse, 2005) o de subdesarrollo (Berman, 1988; del Castillo, 2003)–, no puede decirse que sean del todo ajenos a ella; de hecho, y como se explicará, su influencia determina las formas en las que se han insertado en la historia de Occidente hasta nuestros días.

    Es así como, en esta misma línea, Saldarriaga Roa (2006) propone que ser moderno, en el contexto bogotano, es más una obligación que una opción voluntaria para las sociedades que entran al siglo XX, así hacerlo tenga lugar a través de procesos tardíos o que den lugar a fracturas en las formas de vida de sus sociedades dadas las distancias (económicas, sociales y culturales) con aquellas más poderosas:

    Llegar a ser moderno no es una decisión voluntaria, es casi una obligación en un mundo en el que las sociedades más modernas son al mismo tiempo las más poderosas. En ellas la industrialización tuvo su origen y expansión y la modernización se llevó a cabo paralelamente en los campos de lo político, lo social, lo económico y lo cultural. En las demás sociedades la modernización se introdujo tardíamente, fracturó los modos de vidas anteriores y se fracturó a su vez en múltiples cambios parciales, unos de mayor, otros de menor profundidad y cobertura. Esta modernización de fragmentos parece ser la mejor explicación de la transformación de Bogotá en el siglo XX (p. 14).

    De ahí que la discusión en el caso bogotano no solamente esté permanentemente abierta (¿es Bogotá una ciudad moderna?, y, si lo es, ¿cómo se han vivido en la ciudad los principios de la modernidad y la modernización, qué efectos han tenido para su sociedad?), sino temporalmente aún indeterminada (¿desde cuándo puede hablarse de modernidad en Bogotá?, ¿durante el siglo XIX o tal vez más tarde, en la segunda mitad del siglo XX?). Al respecto, es importante tener en cuenta dos hechos que enmarcan temporalmente el asunto de la modernidad en la ciudad. El primero, los cambios políticos y sociales que tuvieron lugar durante el siglo XVIII en Bogotá; el segundo, la transformación urbanas (estructurales, edilíticas y sociales) de mediados del siglo XX en la ciudad. Estas son las que marcan la diferencia entre Santafé, la aldea colonial, y Bogotá, la ciudad republicana y burguesa.

    Sin embargo, la tradición ha establecido un periodo específico para esta transición en Bogotá. Se trata de los años que siguieron al cambio de siglo entre el XIX y el XX. Es después de 1900 cuando la modernización se vincula, efectivamente, con un auge de la sociedad burguesa en la ciudad y con la transformación de la física de esta: en su infraestructura, ante todo, y con la adopción de diferentes medidas –municipales y privadas– tendientes a mejorar la prestación de servicios públicos (luz eléctrica, acueducto y alcantarillado; transporte público y servicios de salud), muchos de ellos relacionados con procesos de higienización. En su arquitectura, también, y en la manera en la que se concebían los espacios comunes, en lo que se comenzó a conocer como espacio público. Esto determinó la redefinición de ciertas zonas icónicas de la ciudad –sectores, calles, plazas y parques–, que adquirieron una nueva significación en el entramado urbano, tanto en el arquitectónico como en el social.

    En general, los conceptos de modernidad o de modernización en la ciudad se vinculan con un conjunto de medidas concretas tendientes a la modificación de las formas de vida urbana, que deberían acercarla de alguna manera a aquellas que resultan características en otros lugares (otros más modernos y vinculados con procesos propios del capitalismo y de la sociedad industrial), y a las formas de vida que, con el paso del tiempo, convendría imitar pues ofrecía una vida mejor. Así, se vincula el ideal la modernización, tal y como lo propone Saldarriaga Roa con el mejoramiento universal de la calidad de vida (2006, p. 18). Efectivamente, en el imaginario bogotano, la modernización de la ciudad connota una mejora de sus condiciones de vida y, por lo general, involucra un deseo, un anhelo conseguir tal mejora. Es así como la modernidad resulta vinculada con el ideal del futuro y con la promesa de que ese futuro será un tiempo mejor. Se espera, a través de ella, hacer posible una transformación positiva; que, a través de lo nuevo, de lo que viene diferente en el tiempo que aún no ha tenido lugar, se vivirá más y mejor.

    Pero la discusión, un siglo más tarde, sigue siendo vigente. Incluso hoy, al final de la segunda década del siglo XXI, no hay unanimidad acerca del carácter moderno de una ciudad como Bogotá, ni termina de ser claro si los diferentes procesos modernizadores han satisfecho ese deseo de modernidad que menciona Pérgolis (2010; 2015). Se habla en Colombia de modernización fragmentada (Saldarriaga Roa, 2006), de modernización incompleta (Leal, 1995), de modernizaciones tardías (del Castillo, 2003; Zambrano Pantoja, 1989; Aprile-Gniset, 1992), de modernidad postergada (Jaramillo Vélez, 1998; Uribe Celis, 1992), de modernidad híbrida (Cruz Kronfly, 1998) o de transiciones abruptas a la modernidad (Henderson, 2006). En todo caso, la modernidad ha sido comprendida en nuestro contexto como un proceso inacabado, al que resulta particularmente difícil referirse y, por lo tanto, particularmente complejo de limitar.

    Las visiones histórico-económicas de corte marxista vinculan efectivamente el concepto con el surgimiento del capitalismo, con la acumulación de capital y con el fortalecimiento de una clase media en el país (Melo, 1990). Son estas perspectivas las que han permitido establecer un acercamiento a lo moderno o a la modernidad con una perspectiva socioeconómica, concretamente a partir del estudio de procesos productivos específicos como el auge de la sociedad burguesa, o el de la industrialización dentro y alrededor de los centros urbanos. Con esta perspectiva se vincula en diferentes ciudades del continente el tránsito de las sociedades tradicionales a las modernas, concretamente a partir de los procesos industriales y del desarrollo urbano que este implica. Sin embargo, diferentes autores proponen para el caso bogotano opiniones contrarias, es decir, que para hablar de modernización en el país y, concretamente, en la ciudad, no es necesaria la evidencia de un desarrollo de tipo industrial –o urbano industrial–; es el caso de expertos como Mejía Pavony (2000), del Castillo (2003) o Morse (2005), quienes explican que el hecho de que no se den procesos industriales en una ciudad como Bogotá no significa que no pueda hablarse de modernización en la ciudad.

    ¿Cómo hablar, entonces, de modernidad o de modernización en la ciudad Bogotá? ¿Cómo analizar el periodo en el cual se dio la transición de la ciudad tradicional colonial a una diferente, parcial o totalmente; a una homogénea o heterogéneamente integrada a los procesos económicos y sociales de ese Occidente del que habla Berman? ¿Bajo qué términos y con qué instrumentos?

    Para responder a estas preguntas, conviene, primero, establecer una distinción entre términos que suelen usarse de manera indiscriminada: modernidad, modernización y modernismo. Berman (1988) establece la diferencia de manera clara.

    Respecto a la primera, la modernidad, el autor anota que es una forma de experiencia vital: la experiencia del tiempo y del espacio, de uno mismo y de los demás, de las posibilidades y los peligros de la vida que comparten hoy los hombres y las mujeres de todo el mundo de hoy (p. 1). En cuanto al segundo, la modernización, es comprendida como el resultado de los procesos sociales que dan origen a esa vorágine; en cuanto al modernismo, es aquel bajo el cual fueron agrupados, durante el siglo XIX, los valores y visiones que pretenden hacer de los hombres y mujeres sujetos tanto como objetos de la modernización.

    Del mismo modo, a partir de Melo y de Pinzón pueden distinguirse también modernización de modernidad en el contexto colombiano. Según explica Melo (1990), la modernización hace referencia, en nuestro país, a un proceso estrictamente económico, que coincide con el final del siglo XIX y el comienzo del XX, cuando se establece en el país una estructura capitalista con capacidad de acumulación constante. Así mismo, el Estado está, en ese momento, en capacidad de intervenir en los procesos económicos del país y de establecer una estructura social relativamente móvil, con posibilidades de desplazamiento geográfico que tiene como consecuencias cambios en la constitución de las ciudades. Al respecto, Pinzón complementa: Si la modernidad es un estado evolutivo [impuesto por las sociedades occidentales] la modernización es su proceso (Pinzón, 2012, p. 97).

    De manera equivalente lo comprende Saldarriaga Roa (2006): La modernización es el traslado al plano de la acción de algunos de los fundamentos la modernidad, vista como un estado particular de entendimiento del mundo y de orientación e instrumentación de las acciones humanas (p. 13). Y agrega que esta, la modernización, se manifiesta […] en las modalidades de consumo, los instrumentos, aparatos y técnicas específicas que apoyan todo tipo de actividades, desde las más especializadas hasta las más comunes (p. 15).

    1.1. LA CIUDAD MODERNA

    La cuestión por la ciudad, la pregunta por la sociedad urbana, no es otra que la pregunta por el hombre moderno. Quién es. Cómo vive. Cómo se relaciona con sus semejantes y qué tipo de sociedades forma. Hablar de la ciudad es, entonces, hablar de la vida moderna, y viceversa. Tanto así, que vida urbana y vida moderna pueden incluso llegar a ser consideradas dos maneras de referirse a lo mismo, como si fueran sinónimos (Saldarriaga Roa, 2006). La creciente influencia de la ciencia y la tecnología, particularmente, en la vida cotidiana, impulsada por el mercado capitalista, ya tendiente a la globalización, igualan las formas de vida en espacios diferentes y con características disímiles. Las formas de vida en dos ciudades principales de dos países diferentes, al avanzar el siglo XX, tienden a ser más parecidas que aquellas que pueden observarse en pequeñas poblaciones de una misma geografía o país.

    Las ciudades, como centros de concentración de poder, constituyeron la principal manifestación de la presencia europea –es decir, occidental– en Latinoamérica desde el siglo XVI. Determinaron el proceso económico del resto del continente, marcado por un proyecto mercantil y burgués (Romero, 2010). Así, sirvieron de enclaves para establecer y articular los territorios del continente durante el dominio europeo y, posteriormente, durante el siglo XIX, después de las independencias de los diferentes países, para definir una idea de Nación y proyectar el sentido de ciudadanía hacia las zonas rurales; en las ciudades se establecieron los principios modernos en el continente, y desde ellas se ha planeado y ejecutado lo que Gorelik (2003) llama la expansión de la modernidad, y a partir de las cuales se produjeron hombres social, cultural y políticamente modernos (p. 13).

    Una anécdota ilustra lo anterior. Recuerda Gorelik que al escribir Facundo (1845), su obra más representativa, Domingo Faustino Sarmiento –escritor e intelectual argentino nacido en Carrascal, San Juan, y piedra angular del pensamiento moderno en Latinoamérica– se valió del concepto ciudad para anclar la civilización que en su criterio se contrapone a la barbarie. Sin embargo, en el momento de hacerlo, el sanjuanino no conocía aún Buenos Aires ni había vivido en ninguna ciudad capital.

    Con ello se deduce que no es necesario conocer la ciudad para acceder a lo que representa este concepto en el pensamiento, pues la idea de ciudad no requiere de la experiencia urbana: no hace falta […] que las ciudades realmente existentes cumplan efectivamente con los principios de este imaginario, ya que para él [para Sarmiento] la ciudad es la modernidad y la civilización por definición (Gorelik, 2003, p. 13). La ciudad es, efectivamente, más que su evidencia física: resulta ser la encarnación simbólica –en carne y piedra, como propondría Sennet (1997)– de una idea concreta, de un ideal europeo moderno que toma unas formas particulares en el continente americano.

    Puede decirse que el establecimiento de ciudades en América por parte de europeos durante el siglo XVI es el resultado de una intención modernizadora global a través de la cual se buscaba que las tierras en proceso de conquista –por la espada, la religión y la lengua– se integraran a los procesos económicos y sociales del llamado Viejo Continente, concretamente los del tipo mercantil y burgués, como recuerda Romero (2010). Y que el papel del continente, concretamente del subcontinente latinoamericano, fue determinante a la hora de constituir la modernidad de los centros de poder en Europa, particularmente en la producción de recursos, en forma de materias primas, que garantizaron el florecimiento económico de los reinos europeos que establecieron colonias en Latinoamérica.

    Lo anterior no significa, sin embargo, que las ciudades latinoamericanas deban ser consideradas modernas desde su establecimiento durante el siglo XVI, ni que los diferentes proyectos urbanos latinoamericanos, hasta el presente, sean resultado de proyectos modernos o que tiendan a la modernización o a la modernidad. Significa, en primera instancia, que el establecimiento de colonias en tierras americanas fue resultado de procesos de expansión del sistema economía-mundo estudiados por Braudel y por la Escuela de los Anales, y analizados por Wallerstein (1999) para comprender la modernidad en el que llamó el largo siglo XVI. Pero habría que esperarse cuando menos un siglo para que las formas de vida que pudieran considerarse modernas tuvieran lugar en el continente.

    Para Foucault (1991), los movimientos intelectuales y sociales que dieron lugar a la Ilustración, durante el siglo XVIII, resultan determinantes para comprender la modernidad y sus efectos. Con un enfoque de estudios biopolíticos, Foucault propone que la modernidad establece una nueva relación de poder determinada por el dominio sobre el cuerpo. El sistema de poder soberano de los sistemas monárquicos –que Foucault establece justo antes que el de la modernidad, como instrumento de control para favorecer las instituciones de poder y el sistema capitalista– implicaba una dinámica fundada en la propiedad de la tierra y de sus productos, y se ejercía a partir del derecho de hacer morir. La modernidad, por su parte, supone una mecánica de poder diferente, determinada por el control de los cuerpos y que se ejerce desde el hacer vivir y

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