Sueños envejecidos: Cuentos cortos
Por Nico Quindt
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Pero qué sucede cuando esos secretos se reflejan en una obra y nos despiertan desolados bajo la única certeza de nuestra muerte y inundándonos de un conocimiento acelerado acerca de una derrota tácita de la cordura. Estamos atados a mantenernos fuera de esa posibilidad, esa es la manera en la que elegimos vivir, "Sueños envejecidos" nos muestra lo que podría ocurrir cuando una partícula desequilibra el mundo emocional de un ser y lo lleva a situaciones tan violentamente inexactas como fantásticas. Donde muchas veces la frialdad de la vida está justificada por la misma frugalidad que la despierta. Esta es una obra que no está destinada a prevalecer, más bien a perderse en el abismo de una pena olvidada, de una desgarradura, una lágrima o simplemente un sueño que no tuvo más remedio que envejecer, agonizar y morir.
Nico Quindt
Nico Quindt es escritor de más de 40 libros, desde novelas hasta manuales de marketing digital, neuromarketing, pensamiento creativo, desarrollo personal y criptodivisas (entre otros temas). Sus obras puedes encontrarlas en las principales librerías digitales (Amazon, google play libros, Apple store, kobo y otras 100 librerías)Conferencista e instructor de diversos temas relacionados a la superación personal, la autoestima, el diseño y posicionamiento web, así también como el neuromarketing y branding digital.
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Sueños envejecidos - Nico Quindt
Compilación de cuentos cortos
Quindt, Nicolás Alejandro
Sueños envejecidos : cuentos cortos / Nicolás Alejandro Quindt ; ilustrado por Nicolás Alejandro Quindt. - 1a ed . – Buenos Aires : Nicolás Alejandro Quindt, 2016.
Libro digital
94 p.
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-42-0459-2
1. Cuentos de Ciencia Ficción. 2. Cuentos de Suspenso. 3. Cuentos Fantásticos. I. Quindt, Nicolás Alejandro, ilus. II. Título.
CDD A863
© Nico Quindt2016
Queda hecho el depósito legal establecido por la ley 11.723.
MATAR A JAZMÍN STUART
Estoy casado con Jazmín Stuart, sí ya lo sé, cualquiera de ustedes se hubiese casado con ella, era sin duda, la mujer perfecta.
La odio, con todo el peso de mi alma.
Ella se acerca a mí, con su mano cálida y suave, tan perfectamente esculpida que me repugna.
Me dice: Buen día mi amor
y lo dice sinceramente, se alegra de despertar a mi lado, me ama de verdad y eso es lo que detesto.
—Ya me levanto a cocinarte el desayuno, solo dame dos minutos más ¿sí? —Expresa tiernamente, recordándome a esas niñas soñadoras y alegres, ilusionadas y joviales. Escapadas de alguna romántica obra de teatro. Su voz suena como una brisa en las praderas, su aliento me evoca el rocío sobre los jazmines. No ha abierto los ojos aun, esos hermosos y brillantes ojos azules, y contemplarla semidormida es un placer para los míos. Su piel es tan suave y tersa que produce ensueño al tocarla, sus cabellos parecen de fina seda y sus rasgos lindan entre la delicadeza y la perfección.
Dos minutos más, me pide: le daría el descanso eterno en este instante: aplastarle la cabeza con la almohada y que muera asfixiada. ¡Cómo aborrezco a esta desgraciada!
Todos repetían el mismo discurso irritante y patético. Parecía que los muy idiotas lo aprendieran de memoria para fastidiarme.
—¡Qué afortunado eres al estar casado con esa mujer tan bonita, tan buena, tan humilde, tan abnegada, tan inteligente, tan decente, tan agradable, tan educada, tan capaz, tan brillante, tan etc., etc., etc.!
Las visitas que llegaban a la casa siempre quedaban admiradas, encantadas con Jazmín. Caía en gracia a todo mundo. Se ganaba a los viejos tanto como a los jóvenes, jugaba con los niños como si fuese uno de ellos, agradaba aun a las mujeres más competitivas y envidiosas. Sus modales eran exquisitos; su conducta, intachable; su simpatía, un tesoro encontrado; su sonrisa, alumbraba los ánimos más sombríos y su risa contagiosa, animaba, creo, hasta un enfermo terminal.
—¡Cuán dichoso has de ser, al estar a su lado! —Repetían como loros, todos esos payasos.
Miraba el reloj en mi muñeca, aguardando con impaciencia que transcurrieran esos dos minutos que me había pedido y ahí sí podía matarla con tranquilidad. Sí, esa sería una excelente excusa para asesinarla.
—¿Por qué la has matado?
—¡Me dijo que se tomaría dos minutos para levantarse a prepararme el desayuno y se ha tardado tres!
—Ah, en ese caso queda usted libre.
Pero no, la muy miserable se incorporó de un salto al minuto exacto. Con una alegría que me era imposible de soportar.
—¿A qué se debe tanta felicidad? —Pregunté sonriendo, aunque indignado por dentro, como odiaba sonreírle, pero era inevitable.
—Voy a prepararle el desayuno al hombre que amo y que me hace tan feliz estando a mi lado ¿no es acaso motivo suficiente? ¿Por qué debemos alegrarnos solo cuando la fortuna, la fama o el poder nos sonríe? Si todo ello es nulo comparado con tener un hogar donde reina el amor como el nuestro.
«¡Qué cursi infeliz!» —Pensaba. «Qué mujer estúpida e insoportable».
Una de las cosas que más me disgustaba era mi manera de tratarla, de hablarle. Tenía esa magia, ese don de lograr que todo floreciera a su alrededor. Nunca había podido insultarla, aunque me esforcé sobremanera, nunca había logrado dirigirle una mirada de desprecio, siquiera un reproche. Nunca. Sencillamente no podía, ella provocaba eso
y eso
era lo que a mí me enfurecía.
Me levanté de la cama tras de sí y me dirigí a la cocina. Estaba preparando unos huevos con queso y jamón, y un café con crema.
¿Quién te ha pedido huevos mujer imbécil?
Y golpearla con un hacha en la cabeza.
—¿A usted le parece señor juez? Yo no quería huevos para el desayuno.
—¡Qué mujer desalmada! Vaya a su casa buen hombre y trate de recuperarse de tantos horrores sufridos en manos de esa bestia.
Pero no, amaba los huevos con queso y jamón, y ese exquisito café con crema que ella preparaba tan delicioso y con tanto esmero. Untaba las tostadas con la cantidad exacta de mermelada que a mí me gustaba y me daba de comer en la boca sonriendo con esa mirada angelical. Cuanto asco y rencor sentía en esos momentos donde me endulzaba la vida.
—Te quiero —me decía y sentía unos incontenibles deseos de estrangularla.
—Yo también —le contestaba como un estúpido. ¡¿En qué lamentable infeliz me convertía a su lado!? Debería haberme suicidado en ese instante.
Esa era Jazmín Stuart, la mujer perfecta y el motivo de mi desgracia.
La odio, con todo el peso de mi alma.
Era despreciable verla en las reuniones familiares, es decir de mi familia. Todos la adoraban, inclusive llegué a dudar si me querían más por estar casado con ella, que por ser pariente de ellos. Lo cierto es que Jazmín siempre era el centro de la atención y los agasajos, y ella, humildemente, al recibir tantos elogios, los compartía conmigo diciendo: todo lo que soy y lo que tengo se lo debo al hombre que amo, él es quien me ayuda cada día a ser mejor persona y quien me acompaña en todo momento
. Y allí mi horrenda familia rompía en llantos y todos la abrazaban conmovidos, pero ella venía directo a mis brazos y me pedía que nunca la abandonase. La escena era tan patética que la ira me enervaba las venas haciéndome hervir