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La Galatea
La Galatea
La Galatea
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La Galatea

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«La Galatea» es una novela publicada en 1585 en Alcalá de Henares con el título de «Primera parte de La Galatea», dividida en seis libros.

Esta obra se suele clasificar como un libro de pastores o una novela pastoril. La novela tiene una estructura compleja. Por un lado se encuentra la arcadia, o el lugar ameno, donde se desarrollan las conversaciones, cantos y debates sobre el amor; por otro, hay una serie de novelas insertadas que se entrelazan con las tramas pastoriles. Finalmente, se inserta un encomio a cien intelectuales coetáneos de Cervantes, de muchos de los cuales se conocen los libros y poemas que publicaron mayormente.

Este poema se suele conocer bajo el nombre de «Canto de Calíope».
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 dic 2020
ISBN9788832959499
La Galatea
Autor

Miguel de Cervantes

Miguel de Cervantes (1547-1616) was a Spanish writer whose work included plays, poetry, short stories, and novels. Although much of the details of his life are a mystery, his experiences as both a soldier and as a slave in captivity are well documented; these events served as subject matter for his best-known work, Don Quixote (1605) as well as many of his short stories. Although Cervantes reached a degree of literary fame during his lifetime, he never became financially prosperous; yet his work is considered among the most influential in the development of world literature.

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    La Galatea - Miguel de Cervantes

    GALATEA

    LA GALATEA

    PRIMER LIBRO DE GALATEA

    Mientras que al triste, lamentable acento del mal acorde son del canto mío,

    en eco amarga de cansado aliento, responde el monte, el prado, el llano, el río, demos al sordo y presuroso viento

    las quejas que del pecho ardiente y frío salen a mi pesar, pidiendo en vano ayuda al río, al monte, al prado, al llano. Crece el humor de mis cansados ojos las aguas deste río, y deste prado

    las variadas flores son abrojos

    y espinas que en el alma s'han entrado. No escucha el alto monte mis enojos,

    y el llano de escucharlos se ha cansado; y así, un pequeño alivio al dolor mío

    no hallo en monte, en llano, en prado, en río.

    Creí que el fuego que en el alma enciende el niño alado, el lazo con que aprieta,

    la red sotil con que a los dioses prende y la furia y rigor de su saeta,

    que así ofendiera como a mí me ofende al subjeto sin par que me subjeta;

    mas contra un alma que es de mármol hecha,

    la red no puede, el fuego, el lazo y flecha. Yo sí que al fuego me consumo y quemo, y al lazo pongo humilde la garganta,

    y a la red invisible poco temo,

    y el rigor de la flecha no me espanta. Por esto soy llegado a tal estremo,

    a tanto daño, a desventura tanta,

    que tengo por mi gloria y mi sosiego la saeta, la red, el lazo, el fuego.

    Esto cantaba Elicio, pastor en las riberas de Tajo, con quien naturaleza se mostró tan liberal, cuanto la fortuna y el amor escasos, aunque los discursos del tiempo, consumidor y renovador de las humanas obras, le trujeron a términos que tuvo por dichosos los infinitos y desdichados en que se había visto, y en los que su deseo le había puesto, por la incomparable belleza de la sin par Galatea, pastora en las mesmas riberasnacida; y, aunque en el pastoral y rústico ejercicio criada, fue de tan alto y subido entendimiento, que las discretas damas, en los reales palacios crescidas y al discreto tracto de la corte acostumbradas, se tuvieran por dichosas de parescerla en algo, así en la discreción como en la hermosura. Por los infinitos y ricos dones con que el cielo a Galatea había adornado, fue querida, y con entrañable ahínco amada, de muchos pastores y ganaderos que por las riberas de Tajo su ganado apascentaban; entre los cuales se atrevió a quererla el gallardo Elicio, con tan puro y sincero amor cuanto la virtud y honestidad de Galatea permitía.

    De Galatea no se entiende que aborresciese a Elicio, ni menos que le amase; porque a veces, casi como convencida y obligada a los muchos servicios de Elicio, con algún honesto favor le subía al cielo; y otras veces, sin tener cuenta con esto, de tal manera le desdeñaba que el enamorado pastor la suerte de su estado apenas conoscía. No eran las buenas partes y virtudes de Elicio para aborrecerse, ni la hermosura, gracia y bondad de Galatea para no amarse. Por lo uno, Galatea no desechaba de todo punto a Elicio; por lo otro, Elicio no podía, ni debía, ni quería olvidar a Galatea. Parescíale a Galatea que, pues Elicio con tanto miramiento de su honra la amaba, que sería demasiada ingratitud no pagarle con algún honesto favor sus honestos pensamientos. Imaginábase Elicio que, pues Galatea no desdeñaba sus servicios, que tendrían buen suceso sus deseos. Y cuando estas imaginaciones le avivaban la esperanza, hallábase tan contento y atrevido, que mil veces quiso descubrir a Galatea lo que con tanta dificultad encubría. Pero la discreción de Galatea conoscía bien, en los movimientos del rostro, lo que Elicio en el alma traía; y tal el suyo mostraba, que al enamorado pastor se le helaban las palabras en la boca, y quedábase solamente con el gusto de aquel primer movimiento, por

    parescérle que a la honestidad de Galatea se le hacía agravio en tratarle de cosas que en alguna manera pudiesen tener sombra de no ser tan honestas que la misma honestidad en ellas se transformase.

    Con estos altibajos de su vida, la pasaba el pastor tan mala que a veces tuviera por bien el mal de perderla, a trueco de no sentir el que le causaba no acabarla. Y así, un día, puesta la consideración en la variedad de sus pensamientos, hallándose en medio de un deleitoso prado, convidado de la soledad y del murmurio de un deleitoso arroyuelo que por el llano corría, sacando de su zurrón un polido rabel, al son del cual sus querellas con el cielo cantando comunicaba, con voz en estremo buena, cantó los siguientes versos:

    Amoroso pensamiento, si te precias de ser mío,

    camina con tan buen tiento que ni te humille el desvío ni ensoberbezca el contento. Ten un medio -si se acierta a tenerse en tal porfía-:

    no huyas el alegría,

    ni menos cierres la puerta al llanto que amor envía. Si quieres que de mi vida no se acabe la carrera,

    no la lleves tan corrida ni subas do no se espera sino muerte en la caída. Esa vana presumpción en dos cosas parará:

    la una, en tu perdición; la otra, en que pagará tus deudas el corazón.

    Dél naciste, y en naciendo, pecaste, y págalo él;

    huyes dél, y si pretendo recogerte un poco en él,

    ni te alcanzo ni te entiendo.

    Ese vuelo peligroso

    con que te subes al cielo, si no fueres venturoso, ha de poner por el suelo mi descanso y tu reposo.

    Dirás que quien bien se emplea y se ofrece a la ventura,

    que no es posible que sea del tal juzgado a locura el brío de que se arrea.

    Y que, en tan alta ocasión, es gloria que par no tiene tener tanta presumpción, cuanto más si le conviene al alma y al corazón.

    Yo lo tengo así entendido, mas quiero desengañarte; que es señal ser atrevido tener de amor menos parte qu'el humilde y encogido.

    Subes tras una beldad que no puede ser mayor:

    no entiendo tu calidad, que puedas tener amor con tanta desigualdad.

    Que si el pensamiento mira un subjeto levantado, contémplalo y se retira, por no ser caso acertado poner tan alta la mira,

    Cuanto más, que el amor nasce junto con la confianza,

    y en ella s] ceba y pace;

    y, en faltando la esperanza, como niebla se deshace.

    Pues tú, que vees tan distante el medio del fin que quieres, sin esperanza y constante,

    si en el camino murieres, morirás como ignorante. Pero no se te dé nada,

    que en esta empresa amorosa, do la causa es sublimada,

    el morir es vida honrosa, la pena, gloria estremada.

    No dejara tan presto el agradable canto el enamorado Elicio, si no sonaran a su

    derecha mano las voces de Erastro, que con el rebaño de sus cabras hacia el lugar donde él estaba se venía. Era Erastro un rústico ganadero, pero no le valió tanto su rústica y selvática suerte que defendiese que de su robusto pecho el blando amor no tomase entera posesión, haciéndole querer más que a su vida a la hermosa Galatea, a la cual sus querellas, cuando ocasión se le ofrecía, declaraba. Y, aunque rústico, era, como verdadero enamorado, en las cosas del amor tan discreto que, cuando en ellas hablaba, parecía que el mesmo amor se las mostraba y por su lengua las profería; pero, con todo eso, puesto que de Galatea eran escuchadas, eran en aquella cuenta tenidas en que las cosas de burla se tienen. No le daba a Elicio pena la competencia de Erastro, porque entendía del ingenio de Galatea que a cosas más altas la inclinaba. Antes tenía lástima yenvidia a Erastro: lástima, en ver que al fin amaba, y en parte donde era imposible coger el fruto de sus deseos; envidia, por parescerle que quizá no era tal su entendimiento, que diese lugar al alma a que sintiese los desdenes o favores de Galatea, de suerte, o que los unos le acabasen, o los otros to enloqueciesen.

    Venía Erastro acompañado de sus mastines, fieles guardadores de las simples ovejuelas (que debajo de su amparo están seguras de los carniceros dientes de los hambrientos lobos), holgándose con ellos, y por sus nombres los llamaba, dando a cada uno el título que su condición y ánimo merescía: a quién llamaba León, a quién Gavilán, a quién Robusto, a quién Manchado; y ellos, como si de entendimiento fueran dotados, con el mover las cabezas, viniéndose para él, daban a entender el gusto que de su gusto sentían. Desta manera llegó Erastro adonde de Elicio fue agradablemente rescibido, y aun rogado que, si en otra parte no había determinado de pasar el sol de la calurosa siesta, pues aquella en que estaban era tan aparejada para ello, no le fuese enojoso pasarla en su compañía.

    -Con nadie -respondió Erastro- la podría yo tener mejor que contigo, Elicio, si ya no fuese con aquella que está tan enrobrescida a mis demandas, cuan hecha encina a tus continuos quejidos.

    Luego los dos se sentaron sobre la menuda yerba, dejando andar a sus anchuras el ganado despuntando con los rumiadores dientes las tiernas yerbezuelas del herbo so llano. Y como Erastro, por muchas y descubiertas señales, conocía claramente que Elicio a Galatea amaba, y que el merescimiento de Elicio era de mayores quilates que el suyo, en señal de que reconoscía esta verdad, en medio de sus pláticas, entre otras razones, le dijo las siguientes:

    -No sé, gallardo y enamorado Elicio, si habrá sido causa de darte pesadumbre el amor que a Galatea tengo; y si lo ha sido, debes perdonarme, porque jamás imaginé de enojarte, ni de Galatea quise otra cosa que servirla. Mala rabia o

    cruda roña consuma y acabe mis retozadores chivatos, y mis ternezuelos corderillos, cuando dejaren las tetas de las queridas madres, no hallen en el verde prado para sustentarse sino amargos tueros y ponzoñosas adelfas, si no he procurado mil veces quitarla de la me moria, y si otras tantas no he andado a los medicos y curas del lugar a q ue me diesen remedio para las ansias que por su causa padezco. Los unos me mandan que tome no sé qué bebedizos de paciencia; los otros dicen que me encomiende a Dios, que todo lo cura, o que todo es locura. Permíteme, buen Elicio, que yo la quiera, pues puedes estar seguro que si tú con tus habilidades y estremadas gracias y razones no la ablandas, mal podré yo con mis simplezas enternecerla. Esta licencia te pido por lo que estoy obligado a tu merescimiento; que, puesto que no me la dieses, tan imposible sería dejar de amarla, como hacer que estas aguas no mojasen, ni el sol con sus peinados cabellos no nos alumbrase.

    No pudo dejar de reírse Elicio de las razones de Erastro y del comedimiento con que la licencia de amar a Galatea le pedía; y ansí, le respondió:

    -No me pesa a mí, Erastro, que tú ames a Galatea; pésame bien de entender de su condición que podrán poco para con ella tus verdaderas razones y no fingidas palabras; déte Dios tan buen suceso en tus deseos, cuanto meresce la sinceridad de tus pensamientos. Y de aquí adelante no dejes por mi respecto de querer a Galatea, que no soy de tan ruin condición que, ya que a mí me falte ventura, huelgue de que otros no la tengan; antes te ruego, por lo que debes a la voluntad que te muestro, que no me niegues tu conversación y amistad, pues de la mía puedes estar tan seguro como te he certificado. Anden nuestros ganados juntos, pues andan nuestros pensamientos apareados. Tú, al son de tu zampoña, publicarás el contento o pena que el alegre o triste rostro de Galatea te causare; yo, al de mi rabel, en el silencio de las sosegadas noches, o en el calor de las ardientes siestas, a la fresca sombra de los verdes árboles de que esta nuestra ribera está tan adornada, te ayudaré a llevar la pesada carga de tus trabajos, dando noticia al cielo de los míos. Y, para señal de nuestro buen propósito y verdadera amistad, en tanto que se hacen mayores las sombras destos árboles y el sol hacia el occidente se declina, acordemos nuestros instrumentos y demos principio al ejercicio que de aquí adelante hemos de tener.

    No se hizo de rogar Erastro; antes, con muestras de estraño contento por verse en tanta amistad con Elicio, sacó su zampoña y Elicio su rabel; y, comenzando el uno y replicando el otro, cantaron lo que sigue:

    ELICIO

    Blanda, süave, reposadamente,

    ingrato Amor, me subjetaste el día que los cabellos de oro y bella frente miré del sol que al sol escurecía;

    tu tósigo cruel, cual de serpiente, en las rubias madejas se escondía; yo, por mirar el sol en los manojos, todo vine a beberle por los ojos.

    ERASTRO

    Atónito quedé y embelesado,

    como estatua sin voz de piedra dura, cuando de Galatea el estremado donaire vi, la gracia y hermosura.

    Amor me estaba en el siniestro lado, con las saetas de oro, ¡ay muerte dura!, haciéndome una puerta por do entrase Galatea y el alma me robase.

    ELICIO

    ¿Con qué milagro, amor, abres el pecho del miserable amante que te sigue,

    y de la llaga interna que le has hecho crecida gloria muestra que consigue?

    ¿Cómo el daño que haces es provecho?

    ¿Cómo en tu muerte alegre vida vive? L'alma que prueba estos efectos todos la causa sabe, pero no los modos.

    ERASTRO

    No se ven tantos rostros figurados

    en roto espejo o hecho por tal arte que, si uno en él se mira, retratados se ve una multitud en cada parte, cuantos nacen cuidados y cuidados de un cuidado crüel que no se parte del alma mía a su rigor vencida, hasta apartarse junto con la vida.

    ELICIO

    La blanca nieve y colorada rosa, qu'el verano no gasta ni el invierno; el sol de dos luceros, do reposa

    el blandó amor, y a do estará in eterno; la voz, cual la de Orfeo poderosa

    de suspender las furias del infierno, y otras cosas que vi quedando ciego,

    yesca me han hecho al invisible fuego. ERASTRO

    Dos hermosas manzanas coloradas, que tales me semejan dos mejillas, y el arco de dos cejas levantadas,

    quel de Iris no llegó a sus maravillas; dos rayos, dos hileras estremadas

    de perlas entre grana y, si hay decillas, mil gracias que no tienen par ni cuento, niebla m'han hecho al amoroso viento. ELICIO

    Yo ardo y no me abraso, vivo y muero;

    estoy lejos y cerca de mí mismo; espero en solo un punto y desespero; súbome al cielo, bájome al abismo; quiero lo que aborrezco, blando y fiero; me pone el amaros parasismo;

    y con estos contrarios, paso a paso, cerca estoy ya del último traspaso. ERASTRO

    Yo te prometo, Elicio, que le diera todo cuanto en la vida me ha quedado a Galatea, porque me volviera

    el alma y corazón que m'ha robado; y después del ganado, le añadiera mi perro Gavilán con el Manchado; pero, como ella debe de ser diosa,

    el alma querrá más que no otra cosa. ELICIO

    Erastro, el corazón que en alta parte es puesto por el hado, suerte o signo, quererle derribar por fuerza o arte

    o diligencia humana, es desatino. Debes de su ventura contentarte;

    que, aunque mueras sin ella, yo imagino que no hay vida en el mundo más dichosa como el morir por causa tan honrosa.

    Ya se aparejaba Erastro para seguir adelante en su canto, cuando sintieron, por un espeso montecillo que a sus espaldas estaba, un no pequeño estruendo y

    ruido; y, levantándose los dos en pie por ver lo que era, vieron que del monte salía un pastor corriendo a la mayor priesa del mundo, con un cuchillo desnudo en la mano y la color del rostro mudada; y que tras él venía otro ligero pastor, que a pocos pasos alcanzó al primero; y, asiéndole por el cabezón del pellico, levantó el brazo en el aire cuanto pudo, y un agudo puñal que sin vaina traía se le escondió dos veces en el cuerpo, diciendo:

    -Recibe, ¡oh mal lograda Leonida!, la vida deste traidor, que en venganza de tu muerte sacrifico.

    Y esto fue con tanta presteza hecho que no tuvieron lugar Elicio y Erastro de estorbárselo, porque llegaron a tiempo que ya el herido pastor daba el último aliento, envuelto en estas pocas y mal formadas palabras.

    -Dejárasme, Lisandró, satisfacer al cielo con más largo arrepentimiento el agravio que te hice, y después quitárasme la vida, que agora, por la causa que he dicho, mal contenta destas carnes se aparta.

    Y, sin poder decir más, cerró los ojos en sempiterna noche.

    Por las cuales palabras imaginaron Elicio y Erastro que no con pequeña causa había el otro pastor ejecutado en él tan cruda y violenta muerte. Y, por mejor informarse de todo el suceso, quisieran preguntárselo al pastor homicida, pero él, con tirado paso, dejando al pastor muerto y a los dos admirados, se tomó a entrar por el montecillo adelante. Y, queriendo Elicio seguirle y saber dél to que deseaba, le vieron tomar a salir del bosque; y, estando por buen espacio desviado dellos, en alta voz les dijo:

    -Perdonadme, comedidos pastores, si yo no lo he sido en haber hecho en vuestra presencia lo que habéis visto, porque la justa y mortal ira que contra ese traidor tenía concebida no me dio lugar a más moderados discursos. Lo que os aviso es que, si no queréis enojar a la deidad que en el alto cielo mora, no hagáis las obsequias ni plegarias acostumbradas por el alma traidora dese cuerpo que delante tenéis, ni a él deis sepultura, si ya aquí en vuestra tierra no se acostumbra darla a los traidores.

    Y, diciendo esto, a todo correr se volvió a entrar por el monte, con tanta priesa que quitó la esperanza a Elicio de alcanzarle aunque le siguiese. Y así, se volvieron los dos con tiernas entrañas a hacer el piadoso oficio y dar sepultura, como mejor pudiesen, al miserable cuerpo que tan repentinamente había acabado el curso de sus cortos días. Erastro fue a su cabaña, que no lejos estaba, y, trayendo suficiente aderezo, hizo una sepultura en el mesmo lugar do el cuerpo estaba, y, dándole el último vale, le pusieron en ella; y, no sin compasión de su desdichado caso, se volvieron a sus ganados, y, recogiéndolos con alguna priesa, porque ya el sol se entraba a más andar por las puertas de occidente, se recogieron a sus acostumbrados albergues, donde

    no su sosiego dellos, ni el poco que sus cuidados le concedían, podían apartar a Elicio de pensar qué causas habían movido a los dos pastores para venir a tan desesperado trance; y ya le pesaba de no haber seguido al pastor homicida, y saber dél, si fuera posible, to que deseaba.

    Con este pensamiento y con los muchos que sus amo res le causaban, después de haber dejado en segura parte su rebaño, se salió de su cabaña, como otras veces solía; y con la luz de la hermosa Diana, que resplandeciente en el cielo se mostraba, se entró por la espesura de un espeso bosque adelante, buscando algún solitario lugar adonde en el silencio de la noche con más quietud pudiese soltar la rienda a sus amorosas imaginaciones, por ser cosa ya averiguada que a los tristes imaginativos corazones ninguna cosa les es de mayor gusto que la soledad, despertadora de memorias tristes o alegres. Y así, yéndose poco a poco gustando de un templado céfiro que en el rostro le hería, lleno del suavísimo olor que de las olorosas flores, de que el verde suelo estaba colmado, al pasar por ellas blandamente robaba, envuelto en el aire delicado, oyó una voz como de persona que dolorosamente se quejaba; y, recogiendo por un poco en sí mismo el aliento, porque el ruido no le estorbase de oír to que era, sintió que de unas apretadas zarzas que poco desviadas dél estaban, la entristecida voz salía; y, aunque interrota de infinitos sospiros, entendió que estas tristes razones pronunciaba:

    -Cobarde y temeroso brazo, enemigo mortal de lo que a ti mesmo debes; mira que ya no queda de quién tomar venganza, sino de ti mesmo. ¿De qué to sirve alargar la vida que tan aborrecida tengo? Si piensas que es nuestro mal de los que el tiempo suele curar, vives engañado, porque no hay cosa más fuera de remedio que nuestra desventura; pues quien la pudiera hacer buena la tuvo tan corta que en los verdes años de su alegre juventud ofreció la vida al carnicero cuchillo, que se la quitase por la traición del malvado Carino, que hoy, con perder la suya, habrá aplacado en parte a aquella venturosa alma de Leonida, si en la celeste parte donde mora puede caber deseo de venganza alguna. ¡Ah, Carino, Carino! Ruego yo a los altos cielos, si dellos las justas plegarias son oídas, que no admitan la disculpa, si alguna dieres, de la traición que me heciste, y que permitan que todo cuerpo carezca de sepultura, así como tu alma careció de misericordia. Y tú, hermosa y mal lograda Leonida, recibe en muestra del amor que en vida te tuve, las lágrimas que en tu muerte derramo; y no atribuyas a poco sentimiento el no acabar la vida con el que de tu muerte recibo, pues sería poca recompensa a lo que debo y deseo sentir el dolor que tan presto se acabase. Tú verás, si de las cosas de acá tienes cuenta, cómo este miserable cuerpo quedará un día consumido del dolor poco a poco, para mayor pena y sentimiento: bien ansí como la mojada y encendida pólvora, que, sin hacer estrépito ni levantar llama en alto, entre sí mesma se consume, sin dejar de sí sino el rastro de las consumidas cenizas. Duéleme cuanto puede dolerme,

    ¡oh alma del alma mía!, que ya que no pude gozarte en la vida, en la muerte no puedo hacerte las obsequias y honras que a tu bondad y virtud se convenían. Pero yo te prometo y juro que el poco tiempo -que será bien poco- que esta apasionada ánima mía rigiere la pesada carga deste miserable cuerpo, y la voz cansada tuviere aliento que la forme, de no tratar otra cosa en mis tristes y amargas canciones que de tus alabanzas y me rescimientos.

    A este punto cesó la voz, por la cual Elicio conoció claramente que aquél era el pastor homicida, de que recibió mucho gusto, por parecerle que estaba en parte donde podría saber del lo que deseaba. Y, queriéndose llegar más cerca, hubo de tornarse a parar, porque le pareció que el pastor templaba un rabel, y quiso escuchar prime ro si al son dél alguna cosa diría; y no tardó mucho que con suave y acordada voz oyóque desta manera cantaba:

    LISANDRO

    ¡Oh alma venturosa, que del humano velo

    libre al alta régibn viva volaste, dejando en tenebrosa

    cárcel de desconsuelo

    mi vida, aunque contigo la llevaste!

    Sin ti, escura dejaste la luz clara del día; por tierra derribada, la esperanza fundada

    en el más firme asiento de alegría; en fin, con tu partida

    quedó vivo el dolor, muerta la vida. Envuelta en tus despojos,

    la muerte s'ha llevado

    el más subido estremo de belleza, la luz de aquellos ojos

    qu'en haberte miradó

    tenían encerrada su riqueza; con presta ligereza,

    del alto pensamiento y enamorado pecho,

    la gloria se ha deshecho,

    como la cera al sol o niebla al viento; y toda mi ventura

    cierra la piedra de tu sepultura.

    ¿Cómo pudo la mano

    inexorable y cruda,

    y el intento cruel, facinoroso, del vengativo hermano

    dejar libre y desnuda

    tu alma del mortal velo hermoso?

    ¿Por qué tu[r]bó el reposo de nuestros corazones?

    Que, si no se acabaran, en uno se juntaran

    con honestas y sanctas condiciones.

    ¡Ay, fiera mano esquiva!,

    ¿cómo ordenaste que muriendo viva?

    En llanto sempiterno mi ánima mezquina

    los años pasará, mews y días; la tuya, en gozo eterno

    y edad firme y contina,

    no temerá del tiempo las porfías; con dulces alegrías

    verás firme la gloria que tu loable vida te tuvo merescida;

    y si puede caber en tu memoria del suelo no perderla,

    de quien tanto te amó debes tenerla. Mas, ¡oh!, cuán simple he sido, alma bendita y bella,

    de pedir que te acuerdes, ni aun burlando de mí que t'he querido,

    pues sé que mi querella

    se irá con tal favor eternizando.

    Mejor es que, pensando que soy de ti olvidado, me apriete con mi llaga, hasta que se deshaga

    con el dolor la vida, qu'ha quedado en tan estraña suerte,

    que no tiene por mal el de la muerte.

    Goza en el sancto coro con otras almas sanctas,

    alma, de aquel seguro bien entero, alto, rico tesoro,

    mercedes, gracias tantas

    que goza el que no huye el buen sendero; allí gozar espero,

    si por tus pasos guío, contigo en paz entera de eterna primavera,

    sin terror, sobresalto ni desvío; a esto me encamina,

    pues será hazaña de tus obras digna. Y, pues vosotras, celestiales almas, veis el bien que deseo,

    creced las alas a tan buen deseo.

    Aquí cesó la voz, pero no los sospiros del desdichado que cantado había, y lo uno y lo otro fue parte de acrescentar en Elicio la gana de saber quién era. Y, rompiendo por las espinosas zarzas, por llegar más presto a do la voz salía, salió a un pequeño prado, que todo en redondo, a manera de teatro, de espesísimas a intrincadas matas estaba ceñido, en el cual vio un pastor que con estrema do brío estaba con el pie derecho delante y el izquierdo atrás, y el diestro brazo levantado, a guisa de quien esperaba hacer algún recio tiro. Y así era la verdad, porque, con el ruido que Elicio al romper por las matas había hecho, pensando ser alguna fiera de la cual convenía defenderse, el pastor del bosque se había puesto a punto de arrojarle una pesada piedra que en la mano tenía. Elicio, conociendo por su postura su intento, antes que le efectuase le dijo:

    -Sosiega el pecho, lastimado pastor, que el que aquí viene trae el suyo aparejado a lo que mandarle quisieres, y quien el deseo de saber tu ventura le ha hecho romper tus lágrimas y turbar el alivio que de estar solo se te podría seguir.

    Con estas blandas y comedidas palabras de Elicio, se sosegó el pastor, y con no menos blandura le respondió diciendo:

    -Tu buen ofrecimiento agradezco, cualquiera que tú seas, comedido pastor, pero si ventura quieres saber de mí, que nunca la tuve, mal podrás ser satisfecho.

    -Verdad dices -respondió Elicio -, pues por las palabras y quejas que esta noche te he oído, muestras bien claro la poca o ninguna que tienes; pero no menos satisfarás mi deseo con decirme tus trabajos que con deciararme tus contentos; y así la Fortuna te los dé en to que deseas, que no me niegues lo que te suplico si ya el no conocerme no lo impide; aunque, para asegurarte y mo verte, te hago saber que no tengo el alma tan contenta que no sienta en el

    punto que es razón las miserias que me contares. Esto te digo porque sé que no hay cosa más escusada, y aun perdida, que contar el miserable sus desdichas a quien tiene el pecho colmo de contentos.

    -Tus buenas razones me obligan -respondió el pastor- a que te satisfaga en lo que me pides, así porque no imagines que de poco y acobardado ánimo nacen las quejas y lamentaciones que dices que de mí has oído, como porque conozcas que aún es muy poco el sentimiento que muestro a la causa que tengo de mostrarlo.

    Elicio se lo agradeció mucho; y, después de haber pasado entre los dos más palabras de comedimiento, dando señales Elicio de ser verdadero amigo del pastor del bosque, y conociendo él que no eran fingidos ofrecimientos, vino a conceder to que Elicio rogaba. Y, sentándose los dos sobre la verde yerba, cubiertos con el resplandor de la hermosa Diana, que en claridad aquella noche con su hermano competir podía, el pastor del bosque, con muestras de un interno dolor, comenzó a decir desta manera:

    -En las riberas de Betis, caudalosísimo río que la gran Vandalia enriquece, nació Lisandro -que éste es el nombre desdichado mío-, y de tan nobles padres cual pluviera al soberano Dios que en más baja fortuna fuera engendrado; porque muchas veces la nobleza del linaje pone alas y esfuerza el ánimo a levantar los ojos adonde la humilde suerte no osara jamás levantarlos, y de tales atrevimientos suelen suceder a menudo semejantes calamidades como las que de mí oirás si con atención me escuchas.

    »Nació ansimesmo en mi aldea una pastora, cuyo nombre era Leonida, summa de toda la hermosura que en gran parte de la tierra -según yo imagino- pudiera hallarse; de no menos nobles y ricos padres nacida que su hermosura y virtud merescían. De do nació que, por ser los parientes de entrambos de los más principales del lugar y estar en ellos el mando y gobernación del pueblo, la envidia, enemiga mortal de la sosegada vida, sobre algunas diferencias del gobierno del pueblo, vino a poner entre ellos cizaña y mortalísima discordia; de manera que el pueblo fue dividido en dos parcialidades: la una seguía la de mis parientes, la otra la de los de Leonida, con tan arraigado rencor y mal ánimo, que no ha sido parte para ponerlos en paz ninguna humana diligencia. Ordenó, pues, la suerte, para echar de todo punto el sello a nuestra enemistad, que yo me enamorase de la hermosa Leonida, hija de Parmindro, principal cabeza del bando contrario. Y fue mi amor tan de veras que, aunque procuré con infinitos medios quitarle de mis entrañas, el fin de todos venía a parar a quedar má s vencido y subjeto. Poníaseme delante un monte de dificultades que conseguir el fin de mi deseo me estorbaban, como eran el mucho valor de Leonida, la endurecida enemistad de nuestros padres, las pocas coyunturas, o ninguna, que se me ofrecían para descubrirle mi pensamiento; y, con todo esto,

    cuando ponía los ojos de la imaginación en la singular belleza de Leonida, cualquiera dificultad se allanaba, de suerte que me parecía poco romper por entre agudas puntas de diamantes, para llegar al fin de mis amo rosos y honestos pensamientos. Habiendo, pues, por muchos días combatido contigo mesmo, por ver si podria apartar el alma de tan ardua empresa, y viendo ser imposible, recogí toda mi industria a considerar con cuál podría dar a entender a Leonida el secreto amor de mi pecho; y, como los principios en cualquier negocio sean siempre dificultosos, en los que tratan de amor son, por la mayor parte, dificultosísimos, hasta que el mesmo Amor, cuando se quiere mostrar favorable, abre las puertas del remedio donde parece que están más cerradas. Y así se pareció en mí, pues, guiado por su pensamiento el mío, vine a imaginar que ningún medio se ofrecía mejor a mi deseo que hacerme amigo de los padres de Silvia, una pastora que era en estremo amiga de Leonida, y muchas veces la una a la otra, en compañía de sus padres, en sus casas se visitaban. Tenía Silvia un pariente que se llamaba Carino, compañero familiar de Crisalbo, hermano de la hermosa Leonida, cuya bizarría y aspereza de costumbres le habían dado renombre de cruel; y así, de todos los que le conoscían, el cruel Crisalbo era llamado; y ni más ni menos a Carino, el pariente de Silvia y compañero de Crisalbo, por ser entremetido y agudo de ingenio, el astuto Carino le llamaban; del cual y de Silvia, por parecerme que me convenía, con el medio de muchos presentes y dádivas, forjé la amistad -al parecer- posible; a lo menos, de parte de Silvia fue más firme de lo que yo quisiera, pues los regalos y favores que ella con limpias entrañas me hacía, obligada de mis continuos servicios, tomó por instrumentos mi fortuna para ponerme en la desdicha en que agora me veo.

    »Era Silvia hermosa en estremo, y de tantas gracias adornada que la dureza del crudo corazón de Crisalbo se movió a amarla; y esto yo no lo supe sino con mi daño, y de allí a muchos días. Y, ya que con la larga experiencia estuve seguro de la voluntad de Silvia, un día, ofreciéndoseme comodidad, con las más tiernas palabras que pude, le descubrí la llaga de mi lastimado pecho, diciéndole que, aunque era tan profunda y peligrosa, no la sentía tanto, sólo por imaginar que en su solicitud estaba el re medio della; advirtiéndole ansimesmo el honesto fin a que mis pensamientos se encaminaban, que era a juntarme por legítimo matrimonio con la bella Leonida; y que, pues era causa tan justa y buena, no se había de desdeñar de tomarla a su cargo.

    »En fin, por no serte prolijo, el amor me ministró tales palabras que le dijese, que ella, vencida dellas, y más por la pena que ella, como discreta, por las señales de mi rostro conoció que en mi alma moraba, se deterntinó de tomar a su cargo mi remedio y decir a Leonida lo que yo por ella sentía, prometiendo de hacer por mí todo cuanto su fuerza a industria alcanzase, puesto que se le hacía dificultosa tal empresa, por la inimicicia grande que entre nuestros

    padres conocía, aunque, por otra parte, imaginaba poder dar principio al fin de sus discordias si Leonida conmigo se casase. Movida, pues, con esta buena intención, y enternecida de las lágrimas que yo derramaba -como ya he dicho-, se aventuró a ser intercesora de mi contento. Y, discurriendo consigo qué entrada tendría para con Leonida, me mandó que le escribiese una carta, la cual ella se ofrecía a darla cuando tiempo le pareciese. Parecióme a mí bien su parecer, y aquel mesmo día le envié una que, por haber sido principio del contento que por su respuesta sentí, siempre la he tenido en la memoria, puesto que fuera mejor no acordarme de cosas alegres en tiempo tan triste como es el en que agora me hallo. Recibió la carta Silvia, y aguardaba ocasión de ponerla en las manos de Leonida.»

    -No -dijo Elicio, atajando las razones de Lisandro -, no es justo que me dejes de decir la carta que a Leonida enviaste, que por ser la primera y por hallarte tan enamo rado en aquella sazón, sin duda debe de ser discreta. Y, pues me has dicho que la tienes en la memoria y el gusto que por ella granjeaste, no me lo niegues agora en no decírmela.

    -Bien dices, amigo -respondió Lisandro-; que yo estaba entonces tan enamorado y temeroso, como agora descontento y desesperado, y por esta razón me parece que no acerté a decir alguna, aunque fue harto acertamiento que Leonida las creyese las que en la carta iban. Ya que tanto deseas saberlas, decía desta manera:

    LISANDRO A LEONIDA

    Mientras que he podido, aunque con grandísimo dolor mío, resistir con las proprias fuerzas a

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