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Como vaya yo y lo encuentre: Feminismo andaluz y otras prendas que tú no veías
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Como vaya yo y lo encuentre: Feminismo andaluz y otras prendas que tú no veías
Libro electrónico270 páginas3 horas

Como vaya yo y lo encuentre: Feminismo andaluz y otras prendas que tú no veías

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Información de este libro electrónico

Un análisis de la realidad cotidiana presente y pasada de Andalucía vista desde la mirada feminista. En Como vaya yo y lo encuentre la autora expone algunos fundamentos teóricos, pero sobre todo recoge las voces reales de mujeres auténticas de todas las edades. Estas andaluzas, desde el ama de casa hasta la activista, hilan lo monótono o los grandes hitos de sus vidas, reflejando la verdad de cada una de ellas en su tierra.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 nov 2020
ISBN9788418527074
Como vaya yo y lo encuentre: Feminismo andaluz y otras prendas que tú no veías

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    Vista previa del libro

    Como vaya yo y lo encuentre - Mar Gallego

    Primera edición digital: marzo 2020

    Segunda edición digital: noviembre 2020

    Campaña de crowdfunding: Equipo de Libros.com

    Composición de la cubierta: María Sánchez

    Maquetación: Luis Alenda

    Corrección: María Luisa Toribio

    Revisión: Vanesa Rodríguez

    Versión digital realizada por Libros.com

    © 2020 Mar Gallego

    © 2020 Libros.com

    editorial@libros.com

    ISBN digital: 978-84-18527-07-4

    Mar Gallego

    Como vaya yo y lo encuentre

    Feminismo andaluz y otras prendas que tú no veías

    A la gente extra ordinaria.

    A la memoria de mi madre.

    «Escribir es defender la soledad en que se está».

    María Zambrano

    Los pobres han aprendido a amarse a oscuras […].

    Y en sus jardines también crecen las flores

    (aunque no haya jardines) […].

    Yo siempre he amado de esta manera.

    Yo te amo como aman los pobres

    y me temo

    que durante mucho, mucho tiempo

    esto seguirá siendo así.

    Extracto del poema Con las manos de Ana Isabel García (Gata Cattana).

    Adamuz (Córdoba), 1991-2017. In memoriam.

    Índice

    Portada

    Créditos

    Como vaya yo y lo encuentre

    Contexto y agradecimientos

    Introducción

    Hu(ecos)

    La generación susurro

    Raíces o alas

    Rosa quiere llegar

    Armarios y ceceo

    Pero ¿yo tengo una historia?

    Zoy una muhé de pocah palabrah

    El fracaso como marca

    Cicatrices fronterizas

    Perder el norte

    La alcancía de la abuela

    Yerba(buena)

    Las niñas andaluzas

    La venganza de la jerigonza

    Mujer, tú qué vas a saber

    Comares

    Antes to esto era campo

    La ley del olvido

    El fantasma de la verdad

    La huella de María Cara

    Psico(folclore)

    Feminismo y ¿andaluzofobia?

    Una corrala propia

    Y tú, ¿de quién eres? Devenir hija

    La remalladora de María José

    Cosé pa la calle

    Nosotras nos queríamos

    Gobernanta y capataza

    El cuento, la copla y la Toyota Jackson

    Yo he podido ayudarme a mí misma

    El espejo de Pamela

    Fuera de obra. A Antonia

    Bibliografía

    Mecenas

    Contraportada

    Contexto y agradecimientos

    Una mirada desde la alcantarilla

    puede ser una visión del mundo

    la rebelión consiste en mirar una rosa

    hasta pulverizarse los ojos.

    Poema 23 de la obra Árbol de Diana, de la poeta argentina Alejandra Pizarnik.

    La necesidad de recuperar el contexto, la tierra, el suelo y el devenir de las experiencias del cuerpo como un lugar válido para generar saberes, fue una de las apuestas de la autora feminista Donna J. Haraway[1] (Denver, Colorado, 1944). Ella acuñó el concepto de conocimiento situado con el propósito de generar una epistemología feminista que evitara lo que los cuentos hegemónicos —las narrativas del statu quo— nos habían dicho: que la búsqueda de la verdad tenía que aspirar a una universalidad y que esa universalidad podía representar a todas las personas. A la hora de emprender esa búsqueda, nos habían afirmado desde fuera que en ese caminar hacia la verdad había que deshacerse del cuerpo y los sentidos.

    Sin aspirar a ello, Haraway integra nuestros propios contextos y circunstancias en el proceso cognitivo. El saber no es cosa de entes flotando en la nada. El saber lleva consigo el punto de vista y la situación de la persona que pretende generar conocimiento. A grandes rasgos, la autora nos vuelve a recordar que tenemos un punto de partida y un cuerpo; algo que, en las formas de producción de conocimiento hegemónico, se nos había negado[2]. Nos da una antena y nos aterriza. Nos entrega el huerto perdido y nos otorga una historia propia, valiosa, gracias a la que nos interconectaremos a otras y con otras.

    Todavía hoy la apuesta de Haraway tiene dificultades para encontrar ese sitio. Generar pensamientos sin contexto ha sido históricamente, en las sociedades adscritas al pensamiento occidental oficial, la maquinaria de parto del término objetividad, que, para la autora lesbofeminista Adrienne Rich (Baltimore, 1929), «es el nombre que se da en la sociedad patriarcal a la subjetividad masculina». Subjetividad a la que diversas autoras feministas y no feministas han añadido más apellidos: racista, antigitana, islamófoba o heterocéntrica, entre otros.

    Desde el abrazo a esta filosofía de legitimación de miradas diversas, este ensayo[3] no pretende ser objetivo. Al contrario: es el resultado de una subjetividad que anhela sentirse legítima y superar, en esta terapia narrativa, el sentimiento de inferioridad y culpa que ha acompañado durante años a las mujeres de mi familia y a mí misma. Ellas se sentían responsables de las opresiones sufridas y de la vida de pobreza que tuvieron que soportar. De los imaginarios y de los estereotipos que pesaban sobre ellas.

    Esta mirada pretende romper con la idea de que dentro del Estado español no existen diferencias territoriales y culturales. Pone el acento en la conformación de la identidad como un ente colectivo —no individual— en el que somos lo que hemos sido y en el que quienes serán llevarán consigo marcas genealógicas y sentimientos diversos que, a veces, no reconocerán como suyos, pues ese dolor comenzó su andadura mucho antes de nuestros propios partos. Desde mi experiencia, la identidad no está marcada únicamente por nuestras elecciones vitales, y son esas incomodidades sin explicación las que, a veces, nos dan una búsqueda que nos lleva a mirar hacia atrás, rompiendo con el movimiento hegemónico que nos dice que lo valioso siempre está en un futuro que no entiende de pasados.

    Puesto que me arranco a contar desde mi interdependencia vital y colectiva y desde una mirada muy concreta, he considerado importante —tal y como decía Haraway— contextualizar, de forma muy resumida, cómo he llegado hasta aquí. No solo porque este escrito es una invitación a dar la mano a nuestros cuerpos territoriales[4] como lugares que guardan historias propias y diversas que están constantemente aportando a nuestras identidades, sino porque desprecio la condición de mesías que hace que unas personas esperen representar enteramente a otras. Así pues, esta historia que cuento no puede representar a todo el mundo. Nace de conversaciones con mi tierra, con mis antepasadas y con las personas con las que me he topado y conectado —a veces por referencias, a veces por casualidades— en este caminar sorpresivo que, al menos para mí, ha significado el feminismo andaluz[5].

    Este término ha implicado en mi historia personal defender unas formas de ver que, en mi caso, insisten en que los sentires y los silencios son claves para entender y saber mirar a Andalucía. Sin la lectura de estos dos factores yo no podría haber iniciado este camino. Es justo este mi punto de partida.

    Os lo resumo.

    En 2009, fui una de las periodistas damnificadas por la crisis económica que empezaba a vivir el Estado español. «La crisis», como la llamábamos (en singular), se imponía a todas las crisis que ya había atravesado mi entorno; esas últimas, sin embargo, no hicieron tanto ruido mediático ni parecieron importarle a nadie. El grupo de comunicación Prisa llevó a cabo un despido masivo de plantilla bajo el argumento de que no se sostenía económicamente. A causa de esta purga me vi fuera de la rueda de producción con sentimientos encontrados. Por un parte, estaba cansada del periodismo de inmediatez y «objetividad» que hasta entonces había practicado. Me apetecía ahondar, analizar y estar presente en procesos que requirieran de más tiempo y profundidad. Por otra parte, me atrapaban las opiniones en torno a la situación. Todo invitaba a seguir sin pensar, pero yo quería parar.

    Finalmente vi la luz gracias a la aprobación de unas becas que permitían la realización de másteres oficiales a personas en situación de desempleo. Aproveché la coyuntura para realizar el sueño de estudiar y escribir sobre identidades y me matriculé en el Máster Interuniversitario sobre Género, Identidad y Ciudadanía de las Universidades de Cádiz y Huelva con la meta de desarrollar un ensayo sobre los silencios, una idea que revoloteaba en mi cabeza desde años atrás.

    En ese estudio sobre cómo se llegaba a ser «persona» a través de la comunicación y el lenguaje encontré un abrazo en las filosofías del lenguaje, los ensayos de Susan Sontag y los análisis del discurso con base en las teorías queer. Más en concreto, en la interpretación que hace sobre esta cuestión la filósofa de la Universidad de Zaragoza Elvira Burgos, una de sus intérpretes más sentidas. También encontré la complicidad de compañeras que forman parte hoy de ese contexto que me rodea y hallé a grandes aliadas en los pasillos de la facultad.

    Para mí, la academia feminista supuso curar mi inseguridad y mi falta de autoestima. El reconocimiento de estas mujeres fue sanador y me hizo replantear la maquinaria periodística en la que había estado envuelta: llena de señores con egos y de gente que había creído sentirse en el derecho de enseñarme a gritos. Me parece imprescindible expresar aquí que las academias feministas deben fomentar esto. Deben ser un lugar en el que las mujeres y las identidades disidentes —que nunca somos reconocidas en el discurso y en ninguna estructura de poder— encontremos nuestro sitio. Me entristece que esta forma de hacer academia, de hacer del espacio académico un espacio seguro para nosotras, no esté presente en todos los estudios de género. Me da pena que compañeras andaluzas hayan recibido violencia en espacios universitarios por intentar defender sus referentes y sus contextos. Ojalá todo el mundo hubiera tenido la experiencia y el subidón que para mí supuso formar parte de aquel proceso de generación de conocimiento colectivo.

    La conclusión de ese proceso académico fue un trabajo de fin de máster (TFM) sobre la construcción de las identidades femeninas normativas a través del lenguaje. Asimismo, abordaba el lugar que los silencios tenían en esta conformación de identidad. Los silencios atesoran realidades que, aunque a veces no se manifiesten, existen. ¿Qué historias querrían contarnos?[6] ¿Qué nuevas formas de identidad se hallaban detrás de los silencios y cómo nos afectaban en ese proceso de construcción? ¿Qué pasaba con lo que quedaba fuera del discurso?

    Un par de años después, tuve la suerte de ver publicado mi trabajo en forma de libro[7]. Se me otorgó el Premio Nacional de Ensayo Carmen de Burgos. Eso posibilitó su publicación y fue entonces cuando me di de bruces contra el suelo…

    Sucedieron varias cositas por aquel tiempo (2012). Por una parte, tener el libro en papel me generó la ilusión de entregarlo a las mujeres de mi familia para que pudieran leerlo. Aquello iba a permitir por fin explicar por qué el feminismo para mí era importante y por qué ellas habían sido claves en el proceso. O eso creía, al menos…

    ¿Qué me había llevado, por ejemplo, a abordar los silencios? Estos habían estado muy presentes en las historias de violencia contra las mujeres de mi familia. Porque, entre otras razones, me crié con mi abuela Antonia, una mujer que había perdido el habla tras sufrir una trombosis[8] que la dejó en situación de gran dependencia[9]. Entenderme con mi abuela desde el lenguaje no verbal me posibilitó ejercitar una serie de habilidades comunicativas que me han permitido escuchar los cuerpos desde dimensiones distintas. A mi abuela Antonia y a mi madre les debo el desarrollo de una sensibilidad que fue difícil de llevar en un comienzo, pero que, después de haberla aceptado y asimilado, concibo como una increíble cómplice en este camino hacia el contar como instrumento de sanación.

    A pesar de que esta era la historia que había tras el ensayo, ni mi madre ni mi abuela aparecían en él. Y no solo eso. Inmediatamente después de tener el libro entre mis manos, supe que mi madre —la causante primera de que yo «me hubiera hecho feminista»— no iba a entender absolutamente nada de aquel entramado teórico complejo y lleno de vocablos extensos e interminables. Sentí vergüenza, una vergüenza que se asentó con fuerza cuando le pregunté a mi madre: «¿Te está gustando el libro?». Y ella, con esa alegría de ver a su hija contenta, me contestó: «Es muy bonito. Juntas muy bien las palabras unas con otras…».

    Para mi madre, como para muchas mujeres andaluzas de orígenes pobres, las palabras teóricas representan un mundo al que ellas no pertenecen, y yo, con mi formación y mi posibilidad de acceder a ese mundo, había contribuido a que ella siguiera sintiendo que aquello era así. Aquel no era ni por asomo el feminismo que yo deseaba, porque no producía los efectos que yo perseguía ni tenía en cuenta a las personas con las que me había criado, que, al fin y al cabo, me representaban a mí también. Mi objetivo en todo momento fue que personas como mi madre sintieran que podían construir discurso, que tenían mucho que decir porque eran quienes lo habían hecho. Fui torpe y no me di cuenta de aquello y, tras el incidente, tenía la necesidad de iniciar una búsqueda sin culpas en la que la autocrítica y las nuevas formas de comunicar estuvieran en el centro.

    También en aquella misma fecha me invadió un sentimiento que aún no tenía respuestas en el discurso. Además, había iniciado un proceso de ruptura de dolores internos que me llevaron a entender que para saber lo que me ocurría debía tener en cuenta lo que mi familia había vivido tiempo atrás.

    Ese runrún que aún no tenía respuesta se tornó bastante incómodo. Rumiaba dolores, complejos y sentimientos de inferioridad que me habían acompañado toda mi vida y que tampoco encontraron todas las contestaciones en el feminismo. ¿Qué me estaba pasando? Hablaba con una amiga en nuestras quedadas para café y charlitas y le decía:

    —No sé qué es, pero hay otra cosa… algo más. Tiene que ver con haber sido socializada como mujer, pero no es solo eso. Tiene que ver con el hecho de tener orígenes humildes pero no es solo eso. Hay algo más. No sé qué es… No sé qué es…

    Aquello se me quedó dando vueltas dentro y salió disparado en otro proceso de transición de mi vida en el que volví a quedarme desempleada e iniciaba otro camino vital rumbo a Murcia. Señoras y señores, la precariedad está relacionada también con esto. En 2016, en un recorrido en coche de seis horas en el que me mudaba —solo para tres meses— a aquella ciudad, se apoderó de mí un sentimiento que daba explicación a cuatro años de incertidumbre y que tenía que ver con Andalucía y con Despeñaperros p´abajo. Éramos «otra cosa», y yo lo había estado leyendo desde una objetividad que negaba nuestra existencia cultural y nuestro propio saber subjetivo.

    A esto se unió la afirmación anterior relacionada con la historia familiar. Si para saber lo que yo era tuve que leerme como parte de un puzle amplio e inserto en el devenir familiar, para profundizar sobre mi identidad tenía que entender que formaba parte de la historia colectiva de mi tierra.

    El intento de analizar mi sentir desde un lenguaje hegemónico había frustrado mi búsqueda, al igual que el intento de mi madre por ser leída desde los cuentos hegemónicos le habían impedido poner nombre a los procesos de violencia e identidad que ella había vivido. El feminismo que yo había estudiado nunca habló de diferencias territoriales dentro del Estado español, pero lo cierto era que yo había experimentado un choque cultural en toda regla con esas formas de saber por ser andaluza. Ahí inicié un camino que no acaba con la publicación de este libro y que tiene más preguntas que certezas. Hoy me interesan más las primeras que las segundas.

    El estudio de la comunicación, la identidad, el lenguaje y los silencios es la base epistemológica sobre la que descansa este ensayo, pero las historias y conversaciones que encontrarás aquí se cuentan desde la experiencia, el dolor, la sorpresa, la incertidumbre y las vivencias de mujeres que no están calladas ni son menos políticas, sino que simplemente no encuentran en el lenguaje hegemónico su lenguaje. Al menos, no todas.

    Esto es un intento por verbalizar y poner en palabras las experiencias que forman parte de ese cuerpo, sin caer esta vez en el error de no incorporar a nuestras antepresentes[10] en las formas de producir saberes. Es por ello que elijo traducir aquellos conocimientos que adquirí a las manifestaciones corporales y verbales, que ya forman parte del imaginario colectivo de los pueblos y que expresan, con el mismo acierto, las teorías que desde espacios de poder se explican usando las formas hegemónicas.

    Para finalizar este conocimiento situado necesito agradecer mil veces que hayáis hecho posible la publicación de este libro. A Libros.com por haber apostado por el proyecto, a las mujeres participantes y a ustedes por haberlo apoyado con tanto calorcito. A las muchas que me habéis escrito de forma privada a lo largo de estos tres años para abrazarme por haber decidido hablar de Andalucía y de feminismo andaluz. Sin el agradecimiento, el apoyo y los ánimos de las personas que entienden todo lo que supone sostener un proyecto creativo a lo largo del tiempo y de manera autónoma, yo no hubiera podido continuar.

    De nuevo, gracias a quienes me habéis apoyado en este camino. En especial, a las tres luces que me protegen y me acompañan desde algún lugar que solo está en silencio porque no hemos sabido mirarlo ni leerlo: a María Mateo, Antonia Espejito y Antonia Aragón, mis abuelas, mis madres y mis maestras en las teorías y las prácticas afectivas desde las que, históricamente, las mujeres pobres de esta tierra han generado comunidad.

    Gracias[11].

    Introducción

    Esto que tienes entre tus manos es un libro. Una herramienta a la que se le ha dado a lo largo de los siglos suma importancia, pero que no representa más que la voz y el cuerpo cansado de una mujer pobre contando su historia. A nuestro alrededor existen innumerables relatos, rincones y sensaciones esperando ser leídos, esperando que alguien considere que tienen una verdad que merece la pena ser contada. Así que no: el respeto que les tengo a los libros no es mayor que el que profeso a esas otras formas de expresión que nos suelen pasar más desapercibidas.

    Sin embargo, no siempre fue así. Crecí con el anhelo de verme rodeada de una biblioteca enorme, y, dado el carácter aristocrático que hemos dado al papel, me busqué en ellos e intenté reproducir con mi vida algunas de las historias que me contaban. Si tuviera que definir la temática general del ensayo que ahora tienes entre tus manos, te diría que es la historia de un rotundo batacazo: el fracaso de mi torpe intento por encajar en cada uno de esos cuentos. La desesperación de experimentar que, por mucho que lo intentara, yo no cabía en ninguno de ellos.

    En una conversación ciberfeminista[12] que tuve la ocasión de mantener con la escritora y gran maestra cordobesa Remedios Zafra, ella

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