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Psique: La idea del alma y la inmortalidad entre los griegos
Psique: La idea del alma y la inmortalidad entre los griegos
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Libro electrónico649 páginas10 horas

Psique: La idea del alma y la inmortalidad entre los griegos

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Rohde analiza dos tesis fundamentales: la correspondiente al culto de los muertos y la que atañe a la inmortalidad, y penetra en el mundo de las creencias griegas. Así, el autor desciende a las profundidades de la religión ctónica y a las simas de la verdadera fe popular, de la que más tarde han de desprenderse las ideas primitivas del culto.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 feb 2012
ISBN9786071609083
Psique: La idea del alma y la inmortalidad entre los griegos

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    Psique - Erwin Rohde

    alma.

    I. La fe en el alma y el culto del alma

    en los poemas homéricos

    1. Los tiempos prehoméricos

    Nada hay que parezca tan evidente a la conciencia directa del hombre, menos necesitado de explicación o de prueba, como el fenómeno de la vida, el hecho de la vida propia. En cambio, la cesación de este algo tan evidente que es la existencia humana suscita siempre, continuamente, el asombro del hombre, allí donde aparece ante sus ojos. Hay pueblos primitivos a quienes la muerte se les antoja siempre como un truncamiento arbitrario de la vida, producido unas veces por obra de la violencia y otras al conjuro de misteriosos poderes ocultos. Es inconcebible, para ellos, que el proceso de la vida y la conciencia propia del hombre se extinga por sí mismo.

    Tan pronto como apunta la reflexión en torno a problemas tan espinosos, nos encontramos con que la vida, precisamente por aparecer en el mismo umbral de todas las sensaciones y experiencias, es algo no menos misterioso que la muerte, de cuyo estado ninguna experiencia nos habla. Y puede muy bien ocurrir que, a fuerza de fijar la mirada en el horizonte, la luz y la sombra truequen sus lugares. Fue un poeta griego quien formuló, en efecto, la inquietante pregunta:[1]

    ¡Quién sabe si acaso la vida no será una muerte

    Y lo que llamamos muerte la vida de ultratumba!

    Es una sabiduría ya cansada y cargada de dudas, de la que se hallan aún muy alejados los griegos de aquella época en que nos hablan por vez primera, aunque ya desde uno de los puntos culminantes de su trayectoria: la época de los poemas homéricos.

    El poeta de la Iliada y la Odisea, sus personajes y sus héroes, hablan en vivos términos de los dolores y los cuidados de la vida en sus diversas y cambiantes vicisitudes y dentro del conjunto de ella, pues así han dispuesto los dioses que fuese la vida de los míseros hombres, cargada de fatigas y de penas, mientras ellos disfrutan de la suya libres de toda cuita. Pero a ningún hombre homérico se le pasa por las mientes el volver las espaldas a la vida en su conjunto. No se nos habla expresamente de la dicha y el goce de vivir, sencillamente porque estos sentimientos son algo que no necesita de explicación tratándose de un pueblo vigoroso, como aquél lo era, de un pueblo que marchaba por un camino ascendente, que vivía dentro de condiciones poco complicadas, en las que el hombre fuerte goza fácilmente de la dicha en la actividad y en el disfrute.

    En realidad, este mundo homérico es un mundo hecho solamente para los fuertes, los astutos y los poderosos. La existencia sobre esta tierra constituye para tales hombres, indudablemente, un bien y es, a la par, condición indispensable para alcanzar los más diversos bienes de la vida. La muerte, el estado que puede sobrevenir tras la vida, no es algo que nadie pueda verse en peligro de trocar por la vida misma. No quieras eliminar la muerte a fuerza de palabras, así contestaría, como Aquiles en el Hades a Odiseo, el hombre homérico al verso de aquel poeta cavilador, si éste se hubiese empeñado en presentarle como la verdadera vida el estado que sigue a la extinción de la existencia terrena. Nada hay tan aborrecible para el hombre como la muerte y las puertas del Hades. Sea cualquiera el estado que sobrevenga con la muerte, no cabe duda, piensa el hombre homérico, de que con el último suspiro se extingue para siempre la vida, esta vida tan hermosa, bañada por los rayos del sol de Grecia.

    Pero, ¿qué viene después? ¿Qué sucede cuando la vida se escapa para siempre del cuerpo exánime?

    Siempre que se habla del acaecimiento de la muerte, se nos dice que el muerto, a quien todavía se designa por su nombre o su psique, vuela hacia la morada del Aides, hacia el reino del Aides y de la cruel Perséfona, desciende a las sombras subterráneas, al Erebo o, en términos más vagos, se hunde en las entrañas de la tierra. No es, evidentemente, una nada lo que se sepulta entre las sombras infernales; sobre la nada no podría reinar, evidentemente, aquella pareja de dioses de lo profundo.

    Ahora bien, ¿cómo hemos de concebir esta psique, que, imperceptible mientras el cuerpo ha vivido, da señales de vida ahora, al desprenderse de él y va a reunirse, flotando, con el cortejo innumerable de sus iguales en el sombrío reino de lo Invisible (Aides)? Su nombre, al igual que la palabra alma que recibe en las lenguas de muchos otros pueblos, nos la presenta como algo aéreo, etéreo, como un hálito de vida que se escapa del cuerpo con el último aliento. Sale de él por la boca y también, sin duda, por la herida abierta del agonizante y, una vez libre, recibe también el nombre de ídolo (eidolon), imagen.

    En los confines del Hades ve Odiseo flotar las imágenes [ídolos] de los que se esforzaron [en vida]. Estas imágenes, incorpóreas, que escapan al contacto de todo lo que vive, como el humo (Iliada, 23, 100), como una sombra (Odisea, 11, 207), reproducen, sin duda alguna, los contornos identificables del ser que un día disfrutó de vida: Odiseo reconoce desde luego entre estas imágenes-sombras a su madre Anticlea, a Elpenor, recientemente muerto, a los que fueran sus camaradas en la guerra de Troya. La psique de Patroclo, al aparecérsele en la noche a Aquileo, se asemeja al muerto por su talla y su figura, y también en el modo de mirar.

    Como mejor nos damos cuenta de cuál es la naturaleza de esta imagen del hombre hecha de sombra, que con su muerte se desprende de él y cobra vida propia y flotante, es por las cualidades que no lleva aparejadas. La psique, según la idea homérica, no se asemeja en nada a lo que hoy solemos llamar espíritu, por oposición al cuerpo. Todas las funciones del espíritu humano en el más amplio de los sentidos, que el poeta designa con diversos nombres, se manifiestan y sólo son posibles mientras el hombre disfruta de vida. Al sobrevenir la muerte, el hombre se desintegra, deja de ser un hombre completo: el cuerpo, es decir, el cadáver, convertido ahora en arcilla insensible, se descompone; la psique, por su parte, permanece indemne. Pero no es ya, como antes, albergue del espíritu y de sus fuerzas, como no lo es tampoco el cadáver. Carece de conciencia propia, han huido de ella el espíritu y sus órganos; todas las potencias de la voluntad, de la sensibilidad, del pensamiento, han desaparecido al desintegrarse el hombre en los elementos que lo forman.

    Lejos de poder atribuir a la psique las cualidades propias del espíritu, cabe más bien hablar de una antítesis entre el espíritu y la psique. El hombre sólo vive, tiene conciencia de sí mismo y se halla espiritualmente activo mientras la psique permanece dentro de él, esto es cierto; pero ello no quiere decir que sea la misma psique la que, mediante la irradiación de sus propias fuerzas, infunda al hombre vida, conciencia, voluntad y capacidad de conocimiento, sino que mientras dura la composición del cuerpo vivo con su psique todas las fuerzas de la vida y la actividad del hombre se mantienen dentro de la órbita del cuerpo, del que son funciones. Es cierto que sólo en presencia de la psique puede el cuerpo percibir, sentir y querer, pero no ejerce éstas y todas sus demás actividades, precisamente, por medio de la psique o a través de ella. Homero jamás atribuye a la psique semejantes funciones en el hombre vivo; no la menciona sino en el momento en que se dispone a separarse del hombre vivo o se ha separado ya, con la extinción de su vida: la psique le sobrevive como una sombra, que perdura después de apagarse todas sus fuerzas vitales.

    Ahora bien, si preguntamos (como suelen hacer nuestros psicólogos homéricos) cuál es, en esta conjunción misteriosa de un cuerpo vivo con su imagen, o sea la psique, el verdadero hombre, nos encontramos con que Homero ofrece contestaciones contradictorias a esta pregunta. Con alguna frecuencia (y ya en los primeros versos de la Iliada) vemos cómo la corporeidad visible del hombre se contrapone con las palabras de él mismo a la psique (lo cual quiere decir que ésta no es, no puede ser considerada como un órgano, como una parte de esta corporeidad). De otra parte, es innegable que también el que vuela con la muerte al reino del Hades aparece designado como él mismo con el nombre propio del que fuera hombre vivo, lo que indica que a la imagen o sombra que es la psique —pues sólo ella entra en el Hades— se le confieren el nombre y el valor de la personalidad entera, del yo del hombre. Para quien las escuche o contemple imparcialmente, estas dos respuestas o maneras de expresarse, aparentemente contradictorias entre sí, indican que tanto el hombre visible (es decir, el cuerpo del hombre y las fuerzas vitales que en él se manifiestan) como la psique que en él mora, uno y otra, pueden perfectamente designarse como el yo propio del hombre. Y es que el hombre, según la concepción homérica, tiene una doble existencia: la de su corporeidad perceptible y la de su imagen invisible, que cobra vida propia y libre solamente después de la muerte. Esta imagen invisible, y solamente ella, es la psique.

    Claro está que semejante idea, según la cual es como si se albergase dentro del hombre vivo y plenamente animado un huésped o un ente extraño, una especie de doble más débil que el hombre vivo, su otro yo, es decir, su psique, tropieza con cierta resistencia para imponerse a nuestra comprensión. Pero es, exactamente, la creencia que profesan los llamados pueblos primitivos de toda la tierra, como lo han puesto de manifiesto principalmente, con penetrante fuerza, las investigaciones de Herbert Spencer. Y nada tiene de sorprendente ver que también los griegos comparten una concepción, que refleja perfectamente, como vemos, el modo de sentir de la humanidad primitiva.

    No es partiendo de los fenómenos de las sensaciones, de la voluntad, de la percepción y el pensamiento del hombre en estado de vigilia y de conciencia, sino arrancando de las experiencias de una aparente doble vida en sueños, en estado de éxtasis e impotencia, como se llega a la conclusión de que existe en el hombre una doble vida, de que vive en él, escondido en la entraña del yo diariamente visible, un segundo yo con existencia propia y susceptible de desprenderse de aquél para afirmar su independencia.

    Escuchemos las palabras de un testigo griego que, en época mucho más tardía, expresa con mucha mayor claridad que ningún pasaje de Homero la esencia de la psique y deja traslucir, al mismo tiempo, el origen de la creencia en ella. Dice Píndaro (fr. 131) que el cuerpo sigue a la muerte todopoderosa. Y añade: permanece viva la imagen del viviente (pues sólo ella desciende de los dioses, afirmación ésta que no responde a una creencia homérica), pero duerme (este ídolo o imagen) cuando los miembros se hallan activos, aunque con frecuencia revela al durmiente, en sueños, el futuro. No puede afirmarse más claramente que la imagen del alma, su ídolo, no participa para nada en las actividades del hombre en vela y plenamente consciente. Su reino es el mundo de los sueños; cuando el otro yo se halla sumido en el sueño, inconsciente de sí mismo, vela y obra su doble.

    Y es lo cierto que mientras el cuerpo del hombre durmiente permanece inmóvil, hundido en el sueño, ve y vive por dentro, en sueños, muchas y extrañas cosas. Las ve y vive él mismo (no le cabe ni puede caberle acerca de ello la más leve duda) y no las ve y vive, sin embargo, su yo visible, harto conocido de él mismo y de los otros, pues este yo yace como muerto, inasequible a cuanto sean impresiones. Esto quiere decir que vive en él, alojado en su interior, otro yo, el que obra en sueños, mientras aquél duerme.

    También Homero sigue creyendo a pie juntillas que las vivencias de los sueños son hechos reales y no vanas quimeras. Jamás dice el autor de la Iliada y la Odisea, como tantas y tantas veces leemos en los poetas posteriores a él, que el que sueña cree ver esto o lo otro: para él, lo que se percibe en sueños son formas y figuras verdaderas, las de los mismos dioses o las de un demonio de los sueños enviado por ellos o las de una fugaz imagen (ídolo) momentáneamente sugerida por los dioses mismos; la visión del que sueña es también un hecho real y lo que en ella ve, objetos reales y concretos. Asimismo es real lo que se nos aparece en sueños como la figura de una persona recién muerta. Y si esta figura se nos presenta en sueños, es precisamente porque existe: ello quiere decir que sobrevive a la muerte, pero solamente como una imagen aérea, algo así como la imagen de nuestro cuerpo reflejada en el espejo de las aguas. Es algo etéreo, intangible, inaprehensible, a diferencia del yo visible; por eso, precisamente, recibe el nombre de psique.

    Aquiles (Iliada, 23, 103 s.), cuando en sueños se le aparece el amigo muerto y ve cómo esta visión se esfuma, repite la antiquísima conclusión sobre la existencia de semejante doble en el hombre: ¡Oh, dioses! Cierto es que en la morada del Hades quedan la psique y una imagen-sombra [del hombre], pero falta el diafragma (y, con él, todas las fuerzas que mantienen vivo al hombre visible).

    Por consiguiente, el hombre que sueña y lo que ve en sueños confirman la existencia de un segundo yo con vida propia. Pero el hombre pasa también por la experiencia de que su cuerpo caiga en una inmovilidad semejante a la muerte sin que las vivencias del sueño inquieten al otro yo. En este estado de impotencia, la psique abandona el cuerpo, según la idea de los griegos, expresada con las palabras de Homero. ¿Dónde se halla, entonces? Nadie lo sabe. Pero, por esta vez, regresa a su morada, y con su retorno vuelve a concentrarse el espíritu en el diafragma. Cuando llegue el día en que, con la muerte, se separe para siempre del cuerpo visible, el espíritu jamás retornará a éste; pero ella, la psique, del mismo modo que no pereció entonces al separarse pasajeramente del cuerpo, tampoco ahora se hundirá en la nada.

    Hasta aquí, las experiencias de que una lógica primitiva saca en todas partes las mismas conclusiones. Pero, es hora ya de que nos preguntemos: ¿hacia dónde vuela, dónde va a refugiarse la psique, al liberarse del cuerpo?

    Los pueblos primitivos suelen atribuir a las almas separadas del cuerpo una fuerza poderosa, invisible, pero no por ello menos temible; más aún, derivan en parte toda la fuerza invisible de las almas mismas y se afanan medrosamente en ganarse por medio de las más ricas ofrendas a su alcance la buena voluntad de estos poderosos espíritus. Homero, en cambio, no conoce ni admite ninguna acción de la psique sobre el reino de lo visible, ni conoce tampoco, como es lógico, ninguna clase de culto de esta naturaleza.

    ¿Y cómo habían de obrar las almas? (palabra que en lo sucesivo emplearemos, en vez de psique, sin temor a incomprensiones). Todas se hallan congregadas en el reino del Aides, lejos de los hombres vivos, separados de ellos por el Océano, y por el Aquerón, retenidas allí por el propio dios, que guarda, inexorable e indomeñable, las puertas del Hades. Rara vez un héroe legendario, como Odiseo, logra llegar vivo a los umbrales de este reino cruel. Ellas, las almas, jamás desandan el camino, una vez que han cruzado el río que sirve de frontera a este reino, según asegura a su amigo el alma de Patroclo.

    Pero, ¿cómo llegan allí? La premisa de que se parte parece ser la de que el alma, al abandonar el cuerpo, aunque de mala gana, deplorando su suerte, sale volando por sí misma, inmediatamente, hacia el Hades y, al ser destruido el cuerpo por el fuego, desaparece para siempre en las profundidades del Erebo. Es un poeta posterior, que da a la Odisea sus últimos toques, quien recurre a Hermes como acompañante de almas. Empieza ya a dudarse, al parecer, de la necesidad de que todas las almas desciendan por su propio impulso a la morada de lo invisible y se les asigna una especie de mensajero o guardián divino que las obliga a acompañarle por la magia de su llamada (Odisea, 24, 1) y por la fuerza de su áurea vara.

    Sumidas ya en las sombrías entrañas de la tierra, las almas flotan inconscientes o, a lo sumo, en un estado de aturdimiento semiconsciente, dotadas de una media voz que es como el canto del grillo, débiles e indiferentes a todo; y es natural que así sea, pues han perdido la carne, los huesos y los tendones, han perdido el diafragma, centro y asiento de todas las fuerzas del espíritu y la voluntad, elementos vinculados al cuerpo, es decir, al otro yo visible de la psique, ahora destruido.

    Sería falso hablar, con antiguos y modernos eruditos, de una vida inmortal de estas almas. Apenas viven más que como la imagen del hombre vivo proyectada en el espejo, y en ningún pasaje de Homero leemos que su vida de imágenes o sombras se mantenga eternamente. Aunque la psique sobreviva a su compañero visible, el cuerpo, es impotente sin él: ¿cómo imaginarse que un pueblo como el griego, tan sensible a las percepciones de los sentidos, pudiera concebir como llamados a vivir eternamente a seres que, una vez terminada la ceremonia del enterramiento, no recibían ni podían recibir ya (ni en el culto ni de otro modo) ninguna clase de alimento?

    El luminoso mundo de Homero se halla, pues, libre de esos espectros nocturnos (pues ni siquiera en sueños se aparece ya la psique, después de quemado el cuerpo), de esos espíritus-almas inconcebiblemente fantasmagóricos, cuyos misteriosos manejos hacen temblar a la superstición de todos los tiempos. El hombre vivo del mundo homérico no se amedrenta ni se inquieta por los muertos. El mundo se halla gobernado por los dioses, no por pálidos espectros, sino por figuras de carne y hueso, vigorosamente corporales, que obran a través de todos los ámbitos, que moran en alegres grutas iluminadas por un glorioso resplandor. Junto a ellos y en contra de ellos, no obra poder demoniaco alguno; ni siquiera la noche pone en libertad las almas de los difuntos. Tiembla uno involuntariamente y cree percibir el hálito de un nuevo tiempo cuando en un pasaje del libro XX de la Odisea, intercalado sin ningún género de duda por una mano posterior, encuentra relatado el episodio aquel en que, poco antes de la muerte de los pretendientes, el sagaz adivino ve flotar en el vestíbulo y el patio del palacio los cortejos de las imágenes-sombras (ídolos) que descienden al tenebroso Erebo; el sol se ha extinguido en el cielo y una horrible oscuridad se extiende sórdidamente. No cabe duda de que este poeta de una época posterior sabe evocar hábilmente la desazón de un trágico presentimiento, pero este miedo a los manejos espectrales de los espíritus no es ya homérico.

    ¿Sintiéronse siempre los griegos tan libres de todo temor a las almas de los difuntos? ¿Jamás rindieron culto a las almas de los muertos, como sabemos que se lo tributaban los pueblos primitivos de toda la tierra y como se lo rendían también los antepasados del pueblo griego en la historia, los indios y los persas?

    No podemos admitir esto incondicionalmente, pues se oponen a ello, si se los examina de cerca y con cuidado, los propios poemas homéricos. Es cierto que estos monumentos literarios representan, para nosotros, el punto más remoto de la evolución de la cultura griega asequible a nuestro claro conocimiento. Pero esto no quiere decir, ni mucho menos, que estos poemas señalen la primera fase de esa trayectoria. Su sola existencia, unida al alto grado de perfección literaria que denotan, nos obliga a admitir que tienen tras sí un largo y vivo periodo de desarrollo de leyendas poéticas y poesía legendaria.

    El estado de cosas que la Iliada y la Odisea exponen y dan por supuesto revela el largo camino ya totalmente recorrido desde la vida trashumante al asentamiento en las ciudades, desde el régimen patriarcal a la organización de la polis griega. Y lo mismo que la madurez del desarrollo externo, prueban la madurez y el refinamiento de la cultura, la profundidad y, al mismo tiempo, la libertad de la concepción del mundo imperante, la claridad y la sencillez del mundo de los pensamientos reflejado en estos poemas, a saber: que antes de Homero y para poder llegar hasta él, los griegos tuvieron mucho qué pensar y qué aprender y mucho más qué superar y descartar. En el campo del arte y en el mundo de la cultura en general, lo simplemente adecuado y lo verdaderamente certero no es nunca lo primitivo, lo inicial, sino el fruto de largos esfuerzos.

    Es sencillamente y de suyo inconcebible que en el largo camino recorrido por la historia de Grecia antes de Homero solamente la religión, la actitud del hombre ante los poderes invisibles, se aferrase continuamente a un punto. No sólo tenemos derecho, sino que estamos, incluso, obligados a dar por supuesto un cambio de ideas y costumbres viendo cómo en el mundo homérico, tan armónico y coherente por lo demás, nos encontramos con una serie de hechos, costumbres y giros de lenguaje que no es posible explicar satisfactoriamente partiendo de la concepción general dominante en el propio Homero y que nos obligan a recurrir a otra concepción general esencialmente distinta y desplazada ya en los poemas homéricos. Lo importante es no cerrar los ojos, dejándose llevar de ideas preconcebidas, a estos rudimentos (survivals los llaman, con expresión más clara, los eruditos ingleses) de una fase cultural ya superada con que nos encontramos en pleno Homero.

    No faltan en los poemas homéricos rudimentos o vestigios de un culto al alma, muy intenso e importante en otro tiempo. Recordemos, ante todo, lo que la Iliada refiere de los honores fúnebres tributados a Patroclo. Basta con que evoquemos este relato en sus rasgos generales.

    Por la noche del día en que sucumbe Héctor, Aquiles entona, con sus mirmidones, el planto funerario en honor de su amigo; dieron tres vueltas alrededor del cadáver y Aquiles, poniendo sobre el pecho de Patroclo las manos asesinas, le gritó: Te saludo, ¡oh, Patroclo!, aunque estés ya en la morada del Aides; cuanto te prometiera, ahora será cumplido. El cadáver de Héctor será entregado a los perros para que lo despedacen y las cabezas de 12 nobles jóvenes troyanos caerán junto a tu pira. Tras haberse despojado de la armadura, mandó servir a los suyos el banquete funerario; fueron degollados bueyes, ovejas, cabras y cerdos, y en torno del cadáver corría la sangre en tanta abundancia, que podía recogerse con las copas.

    Por la noche se le apareció a Aquiles, en sueños, el alma de Patroclo, instándole a que apresurase la ceremonia del enterramiento. Al despuntar la aurora, desfila el ejército de los mirmidones con sus armas y llevando en el centro el cadáver; los guerreros van depositando sobre él sus cabellos cortados y, por último, Aquiles pone los suyos en las manos del amigo muerto: su padre se los había prometido, un día, a Esperqueo, el dios fluvial, pero ya que no le sería dado regresar a su patria, que se los llevase ahora Patroclo al otro mundo.

    Se levanta la pira; son degollados muchos bueyes y carneros para envolver en su grasa el cadáver; los cuerpos de los animales sacrificados se colocan en derredor y en torno al cadáver se depositan jarros llenos de aceite y miel. Hecho esto, se sacrifican cuatro caballos y dos perros que en vida pertenecieran a Patroclo y, por último, 12 jóvenes troyanos que Aquiles tomara prisioneros vivos con este fin. Toda la noche se la pasa Aquiles vertiendo sobre la tierra vino oscuro y tratando de conjurar la psique de Patroclo. Al amanecer, se extingue con vino el fuego, se juntan los huesos del muerto y, después de encerrarlos en una urna de oro, se les levanta el túmulo funerario en que reciben sepultura.

    He ahí el relato de un enterramiento principesco, que por su solemnidad y por la prolijidad con que son descritas todas sus ceremonias contradice a todas luces las ideas que en general sustenta Homero acerca de la insignificancia o la nulidad del alma, una vez desprendida del cuerpo. Aquí, vemos cómo se tributan a un alma de estas abundantes y ricas ofrendas. Estos tributos serían, en verdad, incomprensibles si realmente el alma, al separarse del cuerpo, quedase privada de vigor y reducida por entero en la impotencia, pues, ¿cómo podría así disfrutar de semejantes sacrificios? Toda esta serie de sacrificios pueden ser considerados, por su naturaleza, como pertenecientes al mundo sacral más antiguo, y más adelante nos encontraremos frecuentemente con ellos en el ritual griego, cuando tratemos del culto a los poderes subterráneos. Los animales sacrificados son quemados enteramente, en holocausto al demonio y no, como en otros sacrificios, para que disfrute de ellos la comunidad de los fieles. Asimismo son corrientes en el rito sacral de tiempos posteriores los tributos de vino, aceite y miel. Y la ofrenda del cabello cortado, esparcido sobre el cadáver o depositado sobre la mano yerta del muerto, es también un tributo común a esta época de que hablamos, al culto griego posterior y al de muchos otros pueblos.[2] Este tributo, sobre todo, como representación simbólica de un valioso sacrificio por medio de un objeto inútil de por sí y en cuya ofrenda sólo una cosa puede apreciarse: la buena voluntad, permite inferir, como ocurre con todos estos sacrificios simbólicos, la larga duración y trayectoria del culto de que forma parte, que aquí es el culto del alma, en los tiempos prehoméricos.

    Todo el relato se basa en la idea de que el derramamiento de sangre caliente, las ofrendas de vino y la combustión de cadáveres de hombres y animales servían para aplacar la psique de una persona recién muerta y aquietar su furia. En todo caso, se la considera más asequible a la virtud de las oraciones humanas cuando se halla cercana a los sacrificios. Esto se halla, evidentemente, en contradicción con el resto de la exposición de Homero, y precisamente para ilustrar semejante idea, con la que ya no estaban familiarizados sus oyentes, y hacer que fuese aceptable para ellos en el caso concreto, es para lo que el poeta, indudablemente —pues nada había en la marcha del relato que diera pie para ello—, hace que la psique de Patroclo se presente por la noche a Aquiles. Y vemos también cómo el propio Aquiles, mientras duran todas las ceremonias, invoca y saluda repetidas veces al alma de Patroclo, como si se hallara presente.

    Es cierto que en el modo como Homero hace que se lleven a cabo estos actos, tan alejados de sus otras concepciones, parece flotar una cierta oscuridad con respecto a las toscas y primitivas nociones que les sirven de base, y creemos advertir una cierta perplejidad del poeta en la brevedad, que en nada cuadra al modo general de relatar del poeta, con que éste refiere lo más espantoso de todo: la matanza de los hombres en el mismo plano que los caballos y los perros. En seguida y por todas partes se percibe que no es él, ni mucho menos, quien por primera vez alumbra tan horribles hechos de la matriz de su fantasía. No, Homero no inventa estas imágenes del culto heroico del alma, sino que las toma o las recoge de donde sea, no sabemos de dónde.

    Estas imágenes le sirven, sencillamente, para poner fin con un último fortissimo a aquella serie de escenas de pasión desencadenada que comienzan con la trágica muerte de Patroclo, con la caída y el suplicio del campeón troyano. Después de una tensión tan violenta de todas las emociones, no era posible dejar que las fuerzas supertensas se hundiesen de golpe; en la organización de este cruel sacrificio funerario tributado al alma de su amigo se manifiesta un último resto del pathos sobrehumano con que Aquiles había luchado furiosamente contra los enemigos de su patria. Tal parece como si, en aquellos ritos, se abriese paso por última vez un salvajismo primitivo, desde hacía ya largo tiempo domeñado. Sólo ahora, después de consumadas las brutales ceremonias, se entrega a una melancólica paz el alma de Aquiles. Y, con ánimo más apacible aún, invita a los aqueos a sentarse en ancho corro.

    Vienen en seguida aquellos espléndidos juegos cuya animada descripción tenía necesariamente que emocionar y entusiasmar a todo experto agonista, ¿y qué el griego no lo era? Es cierto que estos juegos figuran en los poemas homéricos, esencialmente, tanto por un interés artístico como por el interés material que su relato debía de suscitar; pero el hecho de que los tales pugilatos aparezcan poniendo fin a las ceremonias funerarias de Patroclo sólo puede explicarse como vestigio o rudimento de un antiguo e intenso culto tributado al alma. El propio Homero cita varias veces la celebración de juegos de éstos en honor de príncipes recién muertos;[3] más aún, sólo conoce los juegos funerarios como ocasión para rivalizar por la obtención de los premios establecidos.

    Jamás llegó a desaparecer del todo esta costumbre y, en la época posthomérica, la práctica de celebrar las fiestas de los héroes, primero, y más tarde las de los dioses, combinadas con juegos agonales que, poco a poco, fueron repitiéndose a intervalos regulares, se desarrolló tomando como base, precisamente, la tradición que aconsejaba cerrar con pugilatos las fiestas funerarias en honor de los hombres ilustres. No cabe duda de que, ya establecida esta costumbre, el agón celebrado en la fiesta del héroe o del dios era parte integrante del culto rendido al dios o al héroe; y, razonablemente, no debiera tampoco suscitar la menor duda el hecho de que los juegos funerarios celebrados con ocasión del enterramiento de un príncipe formaban asimismo parte del culto tributado al muerto y de que esta clase de culto sólo pudo haberse establecido en una época en que aún se atribuía al alma, cuyo tránsito se celebraba, la facultad de disfrutar con los sentidos de los juegos instituidos en su honor. Todavía Homero tiene la conciencia clara de que aquellos juegos, al igual que otros tributos, no se proponían simplemente divertir a los vivos, sino también alegrar y regocijar al muerto. Tenemos razones para hacer nuestra la opinión de Varrón, quien decía que los muertos a quienes se consagraban los juegos funerarios eran considerados, si no como dioses, por lo menos como espíritus activos. Claro está que esta parte del antiguo culto del alma era la que más fácilmente podía ser despojada de su verdadero sentido, ya que los juegos funerarios gustaban a la gente aun sin la conciencia de su finalidad religiosa; precisamente por ello siguieron practicándose de un modo general por más tiempo que las otras ceremonias.

    Ahora bien, si abarcamos en una mirada de conjunto toda la serie de homenajes funerarios tributados al alma de Patroclo, llegamos, en virtud de todas estas formidables medidas tomadas para apaciguar al alma del muerto, a la conclusión de que la idea primitiva debía de conservar todavía, a pesar de los siglos transcurridos, una gran fuerza, de que la psique a la que se consagraba semejante culto tenía que ser, forzosamente, algo muy poderoso y temible. El culto del alma respondía, indudablemente, como todos los sacrificios, a la esperanza de alejar con él los daños que pudieran causar los poderes invisibles o de atraerse los beneficios que éstos pudieran producir. Una época que no esperara o temiera ya ninguna clase de beneficios o perjuicios por parte del alma podía tributar al cuerpo exánime, por motivos de espontánea piedad, ciertos últimos servicios, podía rendir al muerto ciertos honores tradicionales, expresión más bien del dolor de los deudos que de la adoración tributada al difunto. Y esto es, en efecto, lo que sucede casi siempre en los poemas homéricos. Pero no es lo que nosotros llamamos piedad, sino el temor a un espíritu a quien su separación del cuerpo ha hecho más temible y poderoso, lo que explica homenajes funerarios tan imponentes, tan excesivos, como los que se rinden en el enterramiento de Patroclo.

    Esta clase de homenajes póstumos no pueden explicarse, en modo alguno, partiendo del tipo de mentalidad usual en Homero. A este modo de pensar era ajeno, evidentemente, el temor a las almas invisibles, como lo revela, entre otras cosas, el hecho de que, incluso en el caso de un muerto tan ensalzado como Patroclo, los homenajes se limiten a la ocasión concreta de su enterramiento. Cuando el cuerpo se haya consumido totalmente por el fuego, le anuncia a Aquiles la psique misma de Patroclo, esta psique descenderá al Hades para no retornar jamás entre los vivos. Fácilmente se comprende que este punto de vista cerraba el paso al culto continuo y permanente del alma (como habían de tributarlo los griegos de tiempos posteriores). Pero asimismo se advierte que aquel excesivo apaciguamiento del alma de Patroclo en sus funerales no encerraría ya ningún sentido si no tuviese más tarde ocasión alguna de manifestarse la buena voluntad del alma, que por estos medios se trata de

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