Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El cinturón
El cinturón
El cinturón
Libro electrónico132 páginas2 horas

El cinturón

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Nosotros somos, hasta donde sé, la única tribu en el mundo que desciende del cielo. Vivimos en una región montañosa, y el cielo forma parte de esas montañas. En nuestra región la lluvia no baja, sube... "Todos somos poetas --decía mi madre-- : los árboles, las plantas, las flores, las rocas, el agua..., si escuchas bien las cosas puedes oírlas cantar."
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 nov 2014
ISBN9786071624437
El cinturón

Relacionado con El cinturón

Libros electrónicos relacionados

Leyendas, mitos y fábulas para niños para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para El cinturón

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El cinturón - Ahmed  Abodehman

    mismos. ♦

    La mujer de su mujer

    ¡OH DIOS MÍO! ¡Cubre para siempre mis secretos y los secretos de mi familia!, era la oración que todos los lugareños repetían mañana y noche, salvo el sabio Hizam. Él mismo era el mayor secreto y el verdadero misterio del pueblo; levantaba la cabeza hacia el cielo como todo el mundo, pero guardaba silencio, sabíamos que siempre tenía la boca llena de pasas o de dátiles.

    Un día, cuando me vio haciendo la misma oración que los demás, me lanzó un puñado de arena al rostro. No reaccioné; en el pueblo se sabía que Hizam siempre tenía razón.

    –Tú no debes orar como los demás. Ellos están de paso, viven al día, sin interesarse jamás en el pueblo ni conocerlo verdaderamente. Esta oración es como un pacto que nos compromete a vivir plenamente el día que viene, a fin de dejar un rastro eterno sobre la tierra, aunque sea abrazando un árbol. Nuestros ancestros construyeron el pueblo así. Cada piedra, cada hoja, cada pozo, cada poema, cada paso contiene el soplo y el amor, la esperanza y el sufrimiento, las decepciones y las victorias de esos hombres que cada mañana celebraban el pueblo como si no quedara más que un día por vivir. Esa época, lástima, ya pasó y ahora soy el último fiador del alma de mi pueblo. Pero pronto moriré y tú deberás reemplazarme.

    Hizam no me dejaba elegir. Para ponerme a prueba, me dijo que tocara el cielo, levantara una tempestad con los ojos, me convirtiera en piedra. Me preguntó qué había yo visto, sentido, aprendido al nacer; ¿había sabido desde ese instante si yo era niña o niño? Rocé el cielo, sentí la tempestad en mi cabeza, me convertí en una roca y por primera vez quise ser una nube. Ante mi turbación, Hizam me pidió mi cuchillo.

    –Te lo mostraré en el momento oportuno.

    –¡No hay mejor momento! Te voy a decir si eres un muchacho o una muchacha.

    –¿Mirando mi cuchillo?

    –¿Qué es un hombre si no un cuchillo? Sus palabras, sus miradas, sus acciones, el sueño mismo se parecen a su cuchillo. El cuchillo del hombre es su conciencia. La prueba es que las mujeres nunca tienen nada que reprocharse.

    Hizam trató en vano de rasurarse la pierna con mi cuchillo. Lo lanzó entonces contra una roca y la hoja se rompió. Me sentí humillado, aniquilado. Sabía que Hizam estaba decepcionado, pero me vino a consolar.

    –Dios creó lo masculino a imagen del cuchillo, capaz de cortar todo, en todo momento. Es el cuchillo lo que hace al hombre, no es la barba ni el sexo.

    –Seré el cuchillo que sueñas, Hizam.

    Hizam me conocía bien. Sabía que yo penetraba en el alma de las personas con sólo mirarlas; veía todo y, al mismo tiempo, no podía callar nada sobre mis secretos ni sobre los secretos de los demás. Hiciera lo que hiciera lo iban a saber tarde o temprano. A mis parientes, mis amigos e incluso a la gente que encontraba les contaba todo y me confiaban a su vez los aspectos más íntimos de su vida. ¿Era así porque yo no tenía ningún secreto para ellos? Hizam, que con frecuencia me llamaba Escándalo, me confió que comía muchas más pasas y dátiles desde que yo había empezado a hablar. Aunque contaba todos mis secretos y a veces incluso los inventaba, había uno, no obstante, sin el que me hubiera sido imposible vivir y que nunca confié más que a la fotografía de mi padre.

    En un sueño iluminado que tuve, los lugareños, una mañana, dejaban en la puerta de nuestra casa todas sus confidencias –que yo había anotado escrupulosamente, hasta con los menores detalles, y pegado en la pared la noche anterior. Todos ellos se abrazaban llorando. Esa misma noche, el jefe del pueblo nos invitaba y todos estábamos ahí, hombres, mujeres, ancianos y niños, reunidos por primera vez. Él cantaba, bailaba, sonreía de oreja a oreja. Se comportaba como si ya no fuera el jefe; por lo demás, renunciaba en ese momento a todas sus funciones, para él un pueblo sin secretos no tenía necesidad de un jefe. A la mañana siguiente los habitantes del pueblo se sonreían sin descanso. Nunca se había visto algo parecido. La vida en el pueblo se había vuelto un poema, los vecinos se hablaban en verso, cantaban sin cesar, hacían poesía incluso en plena noche; las lámparas brillaban en todas las casas, a veces hasta el alba. ¡En mi sueño yo ya no era el poeta del pueblo, el único, y el pueblo ya no tenía ningún secreto!

    Éramos cuatro en la casa: mi madre, a la que adoraba; mi hermana-mi-memoria; mi padre, al que amaba y yo, el poeta. Mi madre me enseñó la poesía y mi padre le enseñó a mi hermana la música: ¡la familia ideal!

    No me gustaban las ciudades. Mi padre decía que estaban hechas para y por los comerciantes y los políticos, que para penetrar realmente en una ciudad habría que poder descubrir lo que hay en las bolsas de mano de las mujeres. Mi padre decía también que más vale ver una mujer que mirarla; la única que vi fue a mi madre, no puedo decir que la amaba: la adoraba. La primera vez que le mentí, me dijo que tenía ojos, oídos, nariz, manos por todas partes, que ella misma estaba en mí. ¡Nunca más le volví a mentir! Un día que estaba furioso en contra de ella, la insulté mentalmente dándole la espalda; ella me interpeló diciéndome que yo acababa de insultar a su padre… ¡y era verdad!, ella adivinaba mis pensamientos más íntimos. Sólo las madres son capaces de abrir todas las puertas, decía mi padre. Yo alimentaba mi alma con su olor, sus miradas, su belleza. Todos en el pueblo conocían el perfume de mi madre, así como conocían el pan que cocía.

    La limpieza era primordial en la casa, era una preocupación constante para mi madre, quien sin embargo nunca logró que mi padre comiera sin ensuciarse. Cada comida era un espectáculo para mi hermana y para mí, nuestro padre era nuestro cómplice, mientras que mi madre era madre de los tres. Un día, una mujer del pueblo insultó a mi padre diciendo: "¡No eres más que la mujer de tu mujer! Profundamente herido, humillado, le pregunté entonces a mi padre si tenía un pene. Él, que nunca me mintió, respondió sin mirarme que no y pasé los días siguientes preguntándome si tenía un padre o dos madres.

    Tengo presente esta historia: un día había llegado al pueblo de mi madre un hombre cuya mujer acababa de morir y llevaba con él a su pequeña hija con tan sólo días de nacida. El pueblo le ofreció un techo y alimento; las mujeres estaban dispuestas a amamantar a la niña, pero el hombre, al cerrarle los ojos a su esposa le había jurado que nadie aparte de él cuidaría a su hija y que no viviría nunca bajo ningún techo, puesto que con ella también desaparecía su casa. El hombre vivía prácticamente en la mezquita y nunca dejaba a su hija, a la que mantenía abrazada contra su pecho; al principio la niña lloraba todas las noches, luego el llanto cesó y todos se dieron cuenta de que la pequeña se calmaba. El pueblo comprendió entonces que el padre había logrado amamantar a su hija con sus propios senos. Desde entonces supimos que el amor y la necesidad pueden transformar a un hombre en madre.

    La mujer que había insultado a mi padre no dejaba de repetir que nunca se puede estar seguro de la identidad de aquel que nos ha engendrado. Todas las noches mi padre regresaba cansado y nos pedía a mi hermana y a mí que le diéramos masaje en los pies, las piernas y la espalda y yo tenía miedo de descubrir la realidad, cualquiera que ésta fuera. Un viernes, cuando salíamos de la mezquita, el jefe del pueblo reunió a todos los hombres bajo el gran árbol de la plaza para anunciar que uno de ellos había perdido su sexo. Todos se apresuraron a tocar su bajo vientre, como aparentemente nadie había perdido nada, la multitud se dispersó. Sólo mi padre y yo habíamos seguido al jefe del pueblo, él comprendió entonces a quién pertenecía el pene perdido. Nos invitó a comer y discutimos de todo y de nada; en el momento en que nos íbamos a ir, sacó de su bolsa una gran llave que yo reconocí de entrada y se la dio a mi padre, quien la ató a su cinturón de cuero por encima del bajo vientre. Según la tradición del pueblo, cada hombre dispone de una pieza cerrada de la que nadie más tiene la llave y en la cual guarda los comestibles reservados a los invitados y a los visitantes; así nunca cae en falta, sobre todo si su mujer ya no tiene harina, trigo, mantequilla, café, azúcar, miel o cardamomo. El hombre que le da la llave de esta pieza a su esposa se vuelve la mujer de su mujer.

    Mi padre decía que cada lluvia tiene sus plantas y que en la primavera más vale ser un árbol que un hombre; se ponía casi

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1