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Viajes de un naturalista por el sur de México
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Libro electrónico787 páginas9 horas

Viajes de un naturalista por el sur de México

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Narración de dos viajes del naturalista Hans Gadow por el sur de México a principios del siglo XX. Con gran claridad se detallan acontecimientos y anécdotas de un viajero que descubre paso a paso la riqueza de nuestro país, detallando las más diversas especies vegetales y animales, así como las costumbres que lo sorprenden. Esta obra, a caballo entre el relato de viajes y los tratados naturalistas, se ha convertido en un clásico que por primera vez se encuentra en español.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 sept 2012
ISBN9786071611475
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    Viajes de un naturalista por el sur de México - Hans Gadow

    (T.).

    I. EL VALLE DE MÉXICO

    Situación de la capital — Anteriores inundaciones de los lagos — Los jardines flotantes de Xochimilco — El ajolote: la peculiar historia de su vida; controversias zoológicas y nueva explicación de su falta de metamorfosis — Las pirámides del Sol y la Luna en Teotihuacán.

    LA GRAN LLANURA conocida como valle de México,¹ en que se asienta la capital, es el lecho de un viejo lago rodeado por sierras de formación volcánica tardía. En ese valle, de unos 32 kilómetros de ancho, surgen aquí y allá lomas como la de Chapultepec (‘cerro del chapulín’), el famoso lugar de veraneo de Moctezuma. En su cima los virreyes españoles erigieron el espléndido palacio que en la actualidad es residencia oficial del presidente y Academia Militar.² Casi todo es llano, con marismas cenagosas y praderas cruzadas por innumerables acequias, excepto en las zonas algo elevadas, donde la roca volcánica aflora a la superficie, a menudo en forma de lava. Docenas de riachuelos y arroyos desaguan en el valle, que no tiene salida natural; especialmente numerosos, y en su mayoría permanentes, son los que bajan de las alturas, bien arboladas, de la Sierra del Ajusco y el Monte de las Cruces, al sur y oeste. No debemos olvidar que nos encontramos en una meseta de tierras altas; la ciudad está a 2 240 metros sobre el nivel del mar, mientras que la Sierra del Ajusco se eleva a más de 3 900.

    Unos 6.5 kilómetros al este de la capital se extiende el lago de Texcoco, y a más del doble de esa distancia en dirección sureste, los lagos de Xochimilco y Chalco. Los tres —y algunos otros al norte en tierras más altas— son restos de un antiguo gran lago. Es imposible saber cuánto hace de eso; la historia de México data de hace cuatrocientos años escasos, pero incluso en el momento de la conquista el lago de Texcoco era mucho mayor que hoy. Su agua salobre, ya entonces bastante poco potable, llegaba a la ciudad y hasta la rodeaba. Se sabe que los aztecas habían construido un camino elevado para pasar a tierra seca y separar las aguas salobres de las dulces que vierten los cerros del oeste. Cortés atacó la vieja Tenochtitlan por agua, en bergantines; la urbe entera estaba cruzada por canales. De hecho, debe de haber sido una especie de Venecia a pequeña escala; en lenguaje menos poético, un asentamiento lacustre.

    El valle de México.

    En la actualidad, su estado es muy diferente. Tenochtitlan —nombre de la famosa metrópoli azteca—, con sus teocallis y otros muchos templos y monumentos, fue destruida por completo, arrasada o derribada dentro de los canales, y sobre esos cimientos ha surgido, poco a poco, una ciudad completamente nueva, la actual ciudad de México.

    Por parte de los españoles fue un acto de jactanciosa insensatez, casi rayano en la locura, el reconstruir una ciudad destinada a ser su capital sobre un lugar tan proclive a inundaciones que los mismos aztecas habían intentado controlar. Cada uno de los seis lagos se alimenta de arroyos, que en época de fuertes lluvias se convierten en torrentes, de forma que al menos los lagos del norte se desbordan y desaguan en el de Texcoco, situado, junto con la ciudad, al fondo del valle. Si es cierto, como se ha afirmado, que los españoles, con su despiadado proceder, talaron los bosques que cubrían las laderas de las colinas, el peligro de repentinas avenidas aumentó notablemente.

    Frecuentes y catastróficas inundaciones sumergieron la nueva ciudad, a veces durante años, al no tener el valle una salida natural, y la pérdida por evaporación en la estación seca la suplían con creces las lluvias torrenciales de la siguiente húmeda. Luego, durante unos ciento cincuenta años, se obligó a cientos de miles de indígenas a trabajar para llevar a cabo los planes de un tal Martínez, ingeniero holandés de nombre original Maartens, que vino desde el clásico país de canales y diques atraído por una oferta económica fabulosa.³ Ese es el origen del famoso tajo de Nochistongo, dique gigante, casi seco en la actualidad, que siempre llama la atención del viajero cuando llega en tren desde el norte. Detenía las aguas de los torrentes del noroeste y también las del lago de Zumpango. Evitaba así las inundaciones de la ciudad, pero otro peligro, constante y mucho más sutil, permanecía, a saber: la insalubridad del terreno en sí mismo, empapado como estaba de la inmundicia acumulada en medio milenio. Los vertidos de las alcantarillas medievales los recogía el canal de San Lázaro, nombre siniestro y adecuado, según se probó. En teoría, desembocaba en el lago de Texcoco a más de 5 kilómetros de distancia, pero siempre fue y aún sigue siendo una acequia pestilente, y cuando el nivel de las aguas del lago subía unos decímetros el detritus regresaba y la gente moría en una proporción que, de no mediar la gran altitud de la ciudad, habría sido catastrófica.

    Todo eso ha cambiado. En 1900 el presidente, general Porfirio Díaz, inauguró el túnel de las gigantescas obras que proporcionan un razonable sistema de desagüe; las aguas residuales se conducen por un canal de 77 kilómetros de longitud, construido de manera que recoge la sobrante de Texcoco y los lagos del norte, así como la de los aluviones. Cerca de Zumpango, justo al norte de la capital, este canal discurre por un túnel de más de 9.5 kilómetros de largo, que en un punto atraviesa las montañas a una profundidad superior a los 90 metros para desaguar, cerca del pequeño pueblo de Tequixquiac, en un afluente del río Pánuco, que a su vez desemboca en el Golfo de México por Tampico.

    Una ciudad de unos 400 000 habitantes, levantada sobre arcilla y arena y a pocos decímetros sobre una ciénaga de materia orgánica en descomposición, no puede llegar a ser un lugar muy saludable. El agua abunda, pero es repugnante; se bombea hasta elevadas cisternas de hierro sin tapa, por lo que sale caliente y a veces turbia. El clima en cierta medida es satisfactorio, aunque nunca se da una noche templada en la ciudad de México; el aire se vuelve frío cuando se pone el sol, y la atmósfera enrarecida no sienta bien a todo el mundo.

    Las orillas más próximas del lago de Texcoco quedan ahora varios kilómetros al este de la ciudad. Dónde se encuentran exactamente es imposible decirlo. En la actualidad, el nivel medio del lago está a solo 2 metros por debajo de la zona urbana menos elevada. En las últimas centurias el lago ha ido desecándose con rapidez. Su profundidad es escasa y por ninguna parte lo rodean tierras altas; una crecida de pocos decímetros basta para que el agua se extienda en muchos kilómetros a la redonda, por zonas que, en la estación seca, están en parte cubiertas por una capa de salitre con pequeñas manchas de hierba donde vacas y caballos mantienen una precaria existencia. El lago no está totalmente muerto; en él viven varias clases de peces pequeños, uno de ellos con valor comercial. Según el doctor S. E. Meek,⁴ que ha estudiado los peces de agua dulce del país, en todo el valle de México solo existen diez clases de peces, cinco privativas; las otras se dan también en la cuenca del río Lerma, que atraviesa la laguna de Chapala y luego, como río Grande o Santiago, desemboca en el Océano Pacífico por Jalisco. Esta distribución de la fauna ictiológica es suficiente para saber que antes el valle de México formó parte del sistema del Lerma, del que se ha separado a causa de la posterior elevación de las montañas. Más aún, que ese acontecimiento no es reciente lo indica que cinco de las especies del valle de México no se den en otra parte; es decir, algunas de las originarias han tenido tiempo y posibilidad de transformarse en las actuales.

    Mientras que el lago de Texcoco es un sombrío residuo de agua solo habitado por aves acuáticas en otoño, los de Chalco y Xochimilco muestran un aspecto muy diferente. Situados a unos 3 metros por encima del lago de Texcoco, entre ellos hay una franja de tierra de 8 o 10 kilómetros con dos pintorescas colinas. Ambos lagos son de agua dulce y están rodeados de fértiles praderas. El lago de Chalco era abundante en peces, y además tenía muchas tortugas (Kinosternon hirtipes) que a diario se llevaban al mercado de la capital. Desgraciadamente, fue partido en dos por el ferrocarril, que pasa justo por el medio, y además se ha desecado en su mayor parte con fines agrícolas. Esas mejoras pusieron a sus pescadores en estado de indignada conmoción, ya que en principio se les dijo que no iban a interferir en sus derechos ancestrales. Sabían que ninguno de ellos, pescadores desde tiempo inmemorial y ganaderos desde hacía trescientos años, iría a trabajar la tierra así ganada y que los beneficios del cambio se los llevarían foráneos. De qué les podían servir sus derechos de pesca si ya no existía el lago o la zona pesquera era mínima. Tales casos no son infrecuentes y hacen que los indios vean con recelo cualquier iniciativa.

    Las chinampas, o jardines flotantes, del lago de Xochimilco.

    Los dos lagos están separados por un estrecho caballete natural, casi como un dique o paso elevado, que utilizó Cortés en su marcha sobre Texcoco desde el sur. El lago de Xochimilco, palabra que en azteca significa ‘en el campo de flores’, es un paraíso terrenal. Las montañas descienden hacia el sur en pequeñas estribaciones aisladas en medio de fértiles pastizales con árboles y arbustos, arroyuelos, barrancos y rocas. La parte norte no tiene límites, para ser exactos, ya que gradualmente se transforma en una ciénaga con grandes juncos, cañas y sauces, así como agaves que crecen cerca en los islotes de arena más secos. El viejo canal de la Viga discurre entre ciénagas, praderas y baldíos, y campos de maíz, maguey y chile, o pimiento, se extienden hasta la zona indígena más al sur de la capital; la ruta acuática revive cada mañana con piraguas u otras embarcaciones primitivas cargadas de frutas y verduras e impulsadas por los nativos, la mayoría del pueblo de Xochimilco, quienes, a pesar de vivir tan cerca de la capital, han seguido practicando, en secreto y por supuesto con todo tesón, muchos de sus ritos y costumbres ancestrales.

    Topoglifo: Xochimilco (‘en el campo de flores’). Xochitl = ‘flor’, milli = ‘campo cultivado’, co = ‘en’.

    Es fácil realizar una visita a ese maravilloso lugar. Un tranvía eléctrico va del centro de la capital a Tlalpan, pero es mejor bajarse en la estación anterior, Huipulco, desde donde se llega al pueblo tras una interesante caminata de dos horas, a pesar del suelo arenoso. A menos que haya nubes, como es frecuente en la estación de lluvias, los gigantes nevados, Popocatépetl e Iztaccíhuatl, justo enfrente, forman una imagen inolvidable. Los nativos están acostumbrados a los turistas y deseosos de ofrecerles un paseo en barca por los canales que atraviesan el pueblo hasta el lago, que, sin embargo, tiene menos vías de agua libres, por estar ocupada la mitad de su superficie o quizá más por las famosas chinampas, los llamados jardines flotantes. Se trata de cientos de islas de tamaño variable, separadas por otros tantos canales anchos o estrechos. La expresión jardines flotantes no la aceptan algunas gentes prosaicas, porque las islas no flotan y no se sabe que alguna vez lo hicieran. Lo cierto es que aún se pueden observar islitas a medio hacer; masas flotantes de turba, juncos y hierba, todo revuelto, forman a veces macizos de solo unos cuantos metros cuadrados; los recogen, unen y fijan por medio de estacas de largos álamos y sauces jóvenes que clavan en el lodo del fondo, donde enraízan en seguida. Ese lodo fértil es el que se saca y se echa por encima de la masa flotante, que con el tiempo se convierte en una isla; de hecho, una parcela de huerto en que se cultivan multitud de flores, calabazas normales y vinateras, melones y otras clases de hortalizas. Las islas mayores, algunas de más de una hectárea de extensión, están rodeadas en casi su totalidad por hileras de álamos⁵ plantados en sus orillas, a modo de muralla. La sombra indeseada se evita podando las ramas laterales. Ninguna de esas chinampas sobresale más de 30 a 60 centímetros sobre el nivel de las aguas, y cualquiera de ellas tiene la firmeza suficiente como para sostener el peso de una casa; si nacieron islas o son artificiales poco importa; basta decir que muchos de esos huertos son aún tan inestables como la ciénaga, en especial las partes recién añadidas. Las leyes de la propiedad en cuanto a las lindes son complicadas; por ejemplo, todo lo que un hombre toma y añade es suyo, pero no debe obstaculizar las vías de agua existentes, que gracias al continuo dragado o, mejor, a la extracción y al arrastre de hierbajos acuáticos se mantienen en buenas condiciones. Solo los tramos más amplios están cubiertos de ninfeas o lirios acuáticos de flor malva que flotan en la superficie con sus peculiares hojas infladas. La profundidad del agua oscila entre 1.5 y 3 metros.

    El lago se alimenta de unos cuantos arroyos, pero en varios sitios agua clara brota del fondo, sobre todo en los célebres ojos de agua o manantiales de la zona sur, que son muy profundos y sin embargo tan transparentes, que se pueden ver los trozos de botellas dejadas por la incuria de los turistas. Cuanto más nos alejamos de los manantiales, más enlodadas y oscuras aparecen las aguas, llenas de materia orgánica en descomposición y repletas de peces, larvas de insectos, gusanos y los famosos ajolotes. El nombre, pronunciado aholotl o ajolote (ajolotes, con el plural español), es el que dieron los aztecas a una salamandra de unos 20 centímetros de largo, que se llevaba y aún se lleva al mercado de la capital. Esa criatura de color negro semejante a un pez a primera vista parece una carpa, pero tiene tres pares de branquias externas muy ramificadas, cuatro extremidades y una cola larga con una ancha aleta dorsal y otra ventral. Se comen fritos en aceite o simplemente sazonados con vinagre y chile, el pimiento rojo.

    EL AJOLOTE

    El interés para los zoólogos que denominaron al ajoloteSiren pisciforme, o Siredon gyrinus mexicanus, consistía en el hecho de que esta criatura siempre retuvo sus branquias y por tanto debía clasificarse con otros anfibios perennibranquiados, como los norteamericanos Siren, o anguila del lodo, y Necturus, perro de agua, y el Proteus de las cuevas de Adelsberg, en Istria. Sin embargo, Cuvier creyó que el ajolote era tan solo la larva de cualquier otra salamandra terrestre desconocida. El misterio no se aclaró hasta que en 1865 sucedió algo que sumió a la comunidad zoológica en gran excitación y que hizo famosos el ajolote y los lagos de México. La historia es de tal importancia biológica en general, y tan interesante en detalle, que me pareció útil volverla a contar, a pesar, o más bien a causa de las muchas versiones existentes, la mayoría poco claras.

    Los primeros ajolotes vivos que salieron de México, unas cuantas docenas, los llevó a Francia Marshal Forey a finales del año 1863, cuando regresó de la primera y desastrada expedición francesa a México. Una hembra y cinco machos depositados en el Jardin des Plantes se reprodujeron ese mismo invierno y se propagaron en abundancia. De ahí se dedujo, obviamente, que el siredon había conservado su condición de branquiado, es decir, que no era una larva, sino representante de una especie con pleno derecho. Un año más tarde procreó la segunda generación, nacida en París, y sus crías, al igual que las anteriores, se desarrollaron como ajolotes típicos. Pero se observó que algunos de estos ajolotes jóvenes mostraban gradualmente unas manchas amarillas en su piel hasta entonces oscura y perdían la aleta o cresta de la cola, mientras que su manojo de branquias se atrofiaba; en ese momento dejaban el agua y hacían vida en tierra como las salamandras. Por tanto, el ajolote se había metamorfoseado en una salamandra terrestre con respiración pulmonar, conocida ya con el nombre de Ambystoma tigrinum en otros muchos lugares de América del Norte.

    Se ha producido una bibliografía considerable acerca del ajolote, debida a personas que nunca estuvieron en México, salvo De Saussure y un zoólogo mexicano que hace poco resolvió la cuestión de manera sorprendente y novedosa, diciendo que en el lago no podrían transformarse a causa de la alimentación. Imagínese la idea de que la abundancia de ellos en el lago, repleto de comida, fuese al mismo tiempo la causa de que pasaran hambre y también de que se criaran esos ajolotes grasos, gordos y hermosos.

    Arriba: ajolote. Abajo: Ambystoma.

    Estábamos, pues, impacientes por examinar no solo los lagos sino todo su entorno, con especial interés en aquellas raras criaturas. Nuestro primer descubrimiento fue que en la zona del lago de Texcoco no existían ajolotes a los que fuese aplicable la explicación caprichosa y poco feliz de Weismann, de que las salamandras no pudieran dejar el lago por la salinidad de sus orillas, lo que les obligaría a permanecer en su condición de branquiados.

    La anterior descripción del lago de Xochimilco demuestra sobradamente que para esas criaturas es un auténtico paraíso, con abundancia de comida y agua dulce y sin ningún obstáculo natural que les impida abandonarlo. Los pescadores que nos llevaron por allí en sus barcas lo sabían todo acerca de los ajolotes. Cómo se reproducen algo antes de primavera, hacia febrero; cómo depositan sus huevos uno por uno sobre las plantas acuáticas; cómo poco después las larvas pululan a miles igual que los demás renacuajos; cómo se desarrollan con rapidez, siempre manteniendo su color oscuro sin pintas ni vetas amarillentas, hasta que en junio han crecido y están listos para comercializarse. La verdad es que en ese mes no encontramos ningún espécimen pequeño. Al final del verano se refugian en las junqueras y en otoño empiezan a escasear, o al menos es difícil dar con ellos. Unos los pescan con redes, otros los arponean con tridente. Aunque visitamos con frecuencia el mercado de la capital, casi nunca vimos más de unas docenas en venta; también llevan pocos de cada vez al mercado de Xochimilco. No se sabía de ninguno que hubiera dejado el lago o sufrido metamorfosis.

    Ahora es obvia la razón por la que el peculiar clan de los ajolotes no cambia. La cantidad inagotable de agua y comida, sus innumerables escondrijos en el lodo, bajo los ribazos y entre las cañas, todas estas circunstancias tienen atractivo suficiente como para que los animalitos permanezcan en su paraíso, conservando todos los rasgos de larvas excepto los relacionados directamente con su propagación. No hay nada que les impida dejar el lago y convertirse en salamandras terrestres, pero tampoco hay nada que les induzca a hacerlo.

    Hasta aquí, todo bien. Estamos de acuerdo en que la permanencia en el agua fue la causa de la retención de las branquias del que sería el Ambystoma tigrinum. Pero a pocos kilómetros del famoso lago, en los arroyos que bajan de la Sierra del Ajusco hacia el valle de México, habita otra clase de ajolote que regularmente pasa del estado larval a respirar por pulmones y sigue en el agua, sin branquias: un típico Ambystoma. Este es el Ambystoma altamirani, descrito en 1896 por el doctor Dugès, un anciano francés que en la actualidad vive en Guanajuato, y que con sus trabajos ha contribuido a la Historia Natural de su país de adopción.

    Acompañados por dos jóvenes zoólogos, fuimos en el Ferrocarril Nacional Mexicano hasta la estación de Dos Ríos, a casi 2 700 metros sobre el nivel del mar, y pronto pescamos varias docenas de larvas y adultos en los arroyuelos. En otra ocasión, en el mes de septiembre, tomamos el tren de Cuernavaca hasta la estación de Contreras, a una altitud de 2 465 metros en las faldas de la Sierra del Ajusco. Los animales habitaban en los arroyos de agua corriente y fresca, preferían el lado oculto de las grandes rocas con pequeñas manchas de arena, las larvas desarrollaban fuertes branquias, y los adultos permanecían inmóviles sin asomarse a la superficie. Tímidos y veloces, pasaban casi rozando el fondo y buscaban escondrijo en los lugares oscuros entre las rocas a la menor señal de alarma. Los molineros del lugar los conocían bien. Los llamaban ajolotes sordos, por no tener orejas o más bien branquias abiertas, y los describían como ajolotes sin aletas o pendientes, es decir, branquias.

    Cuando los buscábamos en tierra, en las praderas, bajo las piedras o árboles, la gente se reía de mi ignorancia por esperar encontrar peces en tierra seca. En estos ríos no hay peces, y este, su pez, lo tienen por no bueno ya que estos ajolotes del cerro no se comen como los ajolotes del lago.

    Intentamos traernos especímenes de ambas clases, pero solo tres sobrevivieron a los peligros del viaje. Como está estrictamente prohibido llevar nada vivo en los vagones Pullman, puse varias cajas, cestas y vasijas en el siguiente de pasajeros que iba vacío; durante la noche unos peones limpiaron todo el compartimento de frutas y echaron mis cosas a la basura; al no encontrar nada comestible, se bebieron el alcohol de algunas botellas y, enojados por el inesperado sedimento de los ejemplares que quedaban en ellas, destruyeron y dispersaron el resto. Al menos, esa fue la explicación que nos dio el revisor. En el viaje de vuelta a casa, nuestros especímenes viajaron en el furgón de la compañía Wells Fargo, gracias a un permiso especial, y todo hubiera ido bien de no ser porque los cuatro días de viaje a Chicago se convirtieron en once de tren, debido a una serie de calamidades y puentes cortados. Los retrasos empezaron en el norte de México y culminaron en Nuevo México y Colorado, de tal manera que el séptimo día volvimos a encontrarnos en El Paso; entonces nos llevaron por Texas, territorio indio y Kansas. El efecto de todo ello en nuestros pobres anfibios, pájaros y reptiles puede imaginarse.

    Quienes no se interesen en ajolotes, paisajes agradables o jardines flotantes y prefieran la antigüedad no deben perderse una visita a Teotihuacán, donde encontrarán mucha materia para reflexionar entre las pirámides del Sol y de la Luna. La excursión se puede hacer en un día con los Ferrocarriles Mexicanos; el tren sale a las siete de la mañana y vuelve a la capital hacia la misma hora de la tarde; la distancia es de solo 43 kilómetros. Desde el tren las pirámides no impresionan mucho, sino que más bien parecen grandes mogotes de tierra. Un paseo de menos de una hora desde la estación a través del miserable pueblo, habitado por campesinos indios pobres pero amables, nos lleva hasta el sitio. Teotihuacán, nombre azteca, significa ‘lugar de muchos dioses’, o panteón, pero los aztecas no parece que tuvieran la más remota idea de quién construyó aquello, que, cuando llegaron al valle de México, hacia el año mil, ya había sido abandonado por una raza prehistórica, los llamados toltecas. Un riachuelo cruza el llano. Cerca de su orilla sur está la llamada ciudadela, plaza formada por una muralla muy gruesa de tierra que sostiene catorce montículos y rodea otro en el centro con restos de edificaciones. De la orilla norte del arroyo en línea recta y dirección nornordeste sale la Calzada de los Muertos, de 1 600 metros de largo y 75 metros de ancho. Termina cerca de la pirámide de la Luna. La pirámide del Sol se encuentra hacia la mitad del camino, un poco al este de la calzada, y es mayor, con más de 60 metros de alto. Ambas consisten en montañuelas de tierra, escalonadas y rematadas con cierta argamasa pulida; pero mucho de su exterior se ha deshecho o con el tiempo se ha cubierto de polvo y escombros, por lo que la apariencia general de esas estructuras es ahora de collados cubiertos de hierba, maleza y matojos dispersos. La pirámide del Sol tiene una entrada que conduce a una cámara compuesta de piedras cortadas. Desde lo alto de la pirámide se divisa bien el llano, sobre el que están diseminados numerosos montículos y restos de edificios, lo que indica la antigua presencia de una población considerable en esa planicie indefensa.

    Lo más interesante del conjunto es la Calzada de los Muertos, flanqueada todo a lo largo por muros de piedras volcánicas, unidas y cubiertas por una argamasa blancuzca muy dura y bien pulida, y que aún, en las zonas menos expuestas, muestran adornos y colores vivos, en especial rojo y blanco. Dentro de esos muros y sobre ellos hay hileras de edículos, en parte de ladrillos secados al sol, revestidos y alineados con roca volcánica cortada y argamasa. Parecen haber sido sepulcros; los que se han abierto contenían cofres de piedra con huesos humanos, ornamentos y vasijas de barro. En otros casos, el interior está cuidadosamente repleto de bloques de piedra, como si sus legítimos dueños hubieran extraído los restos sagrados y llenado de piedras los sepulcros, cuando tuvieron que abandonar el panteón o mausoleo para siempre.

    En los predios se encuentran trozos de cerámica y pequeñas caritas, que se pueden recoger por docenas. Las caritas son máscaras de terracota que representan el rostro humano, muchas de ellas de gran belleza y de diferentes tipos; ninguna coincide con los rostros de las tribus que han habitado el país. La finalidad de esas pequeñas máscaras es un misterio. Algunos creen que se fabricaron a millares y que representaban a los muertos, enterrados si eran gente importante o incinerados en caso contrario. No todas las máscaras de barro se hacían a mano; para la mayoría se usaban moldes, de los que se han encontrado ejemplares aquí y también en Mitla. Moldes de otros objetos de terracota siguen en poder de nativos, por ejemplo, ídolos en forma de vasija, aunque son raros y los tienen celosamente guardados, pues venden réplicas muy buenas a quienes se interesan por ellos. Después de todo, no suponen mucho engaño. Barro, moldes y lugar son los mismos que los originales, y quienes los hacen son indios genuinos a todos los efectos. Es diferente en una tienda de la capital, que fabrica toda clase de antigüedades y las vende como auténticas, no solo a turistas sino a instituciones científicas. En el pueblo de Teotihuacán, en una casa sí y en otra no, hay montones de caritas y trozos de otras figuras a la venta; pero los pocos fraudes son tan burdos y palmarios que resultan fáciles de detectar y no engañan a nadie.

    Máscaras de terracota de Teotihuacán y Monte Albán. La figura superior central es un silbato. La inferior central procede de Monte Albán.

    Cerámica moderna. Silbatos en forma de aves y reses. Cuatro jarros en forma de pato que ilustran la degeneración de su figura. Dos platos con trípode para calentar comida sobre fuego de carbón. Plato con trípode para moler chiles.

    Muchas de esas caritas tienen tal expresión e individualidad que uno no puede por menos de pensar que se hicieron a partir del parecido con alguien. La más común muestra la característica forma de cabeza, amplia y aplastada en la parte superior, frente muy alta, rostro pequeño, y ni las mejillas ni la nariz son prominentes, aunque esta última es ancha. En algunas los ojos son muy oblicuos y convergen en el ángulo interno. Varias máscaras planas llevan el pelo liso peinado según cierto modelo, o se tocan con un casquete muy elaborado. La misma especie de casquete lo usan otras cuya forma es normal, y el atuendo se repite en las figuras de barro y esculturas de Monte Albán, cerca de Oaxaca. Las cabezas amplias y aplastadas son peculiares, pero recuerdan en cierta medida a los otomíes de hoy. Un apéndice o pie en el cogote de todas esas máscaras indica que estuvieron encajadas en algo. En Teotihuacán se encuentran otras estatuillas además de las máscaras; algunas sedentes con las piernas cruzadas, exactamente en la misma posición que lo están las grandes figuras esculpidas en la pirámide de Xochicalco, o en los monumentos de Yucatán y Guatemala, clara prueba de que tales edificios prehistóricos deben su origen a una misma raza, que no tiene mucho en común con la azteca, a la que se han atribuido irreflexiva e insistentemente. La discusión de ese espinoso asunto la reservamos para otro

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