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Una jarana torpedeada
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Libro electrónico252 páginas3 horas

Una jarana torpedeada

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El libro

Si tuviésemos que describir a Sven con una sola palabra, lo primero que se nos vendría a la cabeza sería „friki“: un friki de la informática, más online que offline y con déficits considerables en cuanto a capacidades sociales. Sus relaciones intrahumanas se reducen mayormente a discusiones con otros fans en los partidos que juega en casa el FC San Pauli. Y cuando le da por decir algo, logra a tiro fija escoger las palabras de tal manera que conlleven a la catástrofe máxima.

Pero a tan lejos como en esta ocasión nunca llegó: Sven se ve inmerso entre dos frentes – la policía y el crimen organizado, y todo intento de su parte por salir de esa, no hace más que agravar la situación. Y luego está el tema de Jule, a la que Sven acaba de conocer y de la que se está enamorando y cuya vida solo él puede salvar.

A pesar del hecho de que Sven sea el protagonista oficial de Una jarana torpedeada, la verdadera estrella de la historia es la ciudad de Hamburgo y sus carismáticos habitantes.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento23 sept 2020
ISBN9781071566534
Una jarana torpedeada

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    Una jarana torpedeada - Ole Albers

    El libro

    Si tuviésemos que describir a Sven con una sola palabra, lo primero que se nos vendría a la cabeza sería „friki ": un friki de la informática, más online que offline y con déficits considerables en cuanto a sus capacidades sociales. Sus relaciones con el resto de la especie humana se reducen sobre todo a discusiones con otros seguidores del FC St. Pauli durante los partidos en casa. Y cuando le da por decir algo, logrará a ciencia cierta escoger las palabras desencadenantes de la catástrofe de mayor alcance posible.

    Pero tan lejos como en esta ocasión no ha llegado nunca: Sven se encuentra, de repente y sin saber ni cómo ni por qué, entre dos frentes: la policía y el crimen organizado, y todo intento por su parte de salir de ahí, no hará más que agravar la situación. Y luego está el tema de Julia, a la que Sven acaba de conocer y de la que acaba enamorándose y cuya vida solo él podrá salvar.

    A pesar de que Sven sea el protagonista oficial de Una jarana torpedeada, la verdadera estrella de la historia es la ciudad de Hamburgo y sus carismáticos habitantes.

    ––––––––

    El autor

    Ole Albers nació en 1973 y se crio en un pueblucho llamado Kroge-Ehrendorf en la Baja Sajonia. Finalizada la escuela, allá por los años 80, huyó de la vida pueblerina y se refugió en la gran y lejana ciudad de Múnich. Allí empezó su carrera de escritor como editor en las revistas de culto de videojuegos, Amiga Joker y PC Joker. Sin embargo, al poco tiempo dio inicio el declive de ese tipo de lectura, por lo que, con un fuerte rechinar de dientes, tuvo que optar por una formación seria, la de experto en comunicaciones electrónicas.

    Su entusiasmo por esta decisión laboral se mantuvo tanto entre límites que al final Ole se decidió por unos estudios de informática en la escuela superior técnica de Osnabrück.

    Desde hace unos diez años nuestro autor trabaja en Hamburgo como programador informático, pero sigue entregándose a su pasión, escribiendo en blogs y redactando informes de prueba relacionados con videojuegos. Una Jarana torpedeada es su primera novela publicada.

    Ole Albers

    Una jarana torpedeada

    ©2014-2020 Ole Albers, Hamburgo

    Autor: Ole Albers

    Editorial: Createspace

    La presente obra, incluidas todas sus partes, está protegida por el derecho de propiedad intelectual. Queda prohibida su reutilización sin permiso expreso de la editorial o del autor, sobre todo en caso de reproducción electrónica o de cualquier otro tipo, traducción, distribución y su disposición al público.

    Gráficos usados en la portada:

    Imagen grande: ©Denzott/iStock

    Capítulo 1

    Suicide is painless

    Suicide is painless

    It brings on many changes

    and I can take or leave it if I please

    [Johnny Mandel]

    —Me cuesta creer que eso sea cierto —murmuró Sven con una voz apenas audible mientras cortaba con el cuchillo un trozo de la hamburguesa.

    Estaba sentado en el Jim Block en el Jungfernstieg, la versión hamburguesa (como gentilicio, que no producto comestible) de una cadena de hamburgueserías con precios de gourmet. Tanto el mobiliario como los productos eran significativamente más caros que los de la típica competencia americana, lo que no influía para nada en el hecho de que tanto los turistas como los nativos colonizasen en masa aquel templo de comida basura.

    Al igual que siempre, le había costado encontrar un sitio libre y, al igual que siempre, se vio hacinado entre dos completos extraños, que no siempre resultaban ser contemporáneos demasiado agradables. Con los temas de conversación que solía sacar, nunca conseguía hacer amigos, ni tan siquiera aquí; al contrario: más de uno se había apartado consternado haciendo, por otro lado, honores al término comida rápida.

    No eran pocos los que engullían su comida en un tiempo récord para poder salir corriendo y librarse cuanto antes de Sven y sus conversaciones.

    Frente a Sven se había sentado Dätlef[1], que estaba acostumbrado desde hacía mucho a las burradas sin sentido ni conexión alguna que solía soltar Sven de vez en cuando, bueno, para ser sinceros, casi siempre. Dätlef pasaba ya de pedir ningún tipo de aclaración. Aceptaba sin más las afirmaciones de su colega, como hacen los tíos de verdad.

    Sin embargo, Sofía, la prometida de Dätlef, no era un tío de verdad. Con su melena rubia y ondulada, una estatura de poco más de 1,50m parecía una versión encogida de Claudia Schiffer.

    —¿Qué es lo que no es cierto? —preguntó la chica mientras picoteaba con el tenedor en su ensalada vegetariana[2].

    Dätlef suspiró. Al violar la ley no escrita entre tíos, resumida en un simple ¡No preguntes!, nada bueno cabía esperar.

    Y más tratándose de Sven.

    Es obvio que Dätlef no se llamaba en realidad Dätlef. Sus padres habían optado por el nombre bastante más común de Detlef. Pero Dätlef había sido educado de una manera un tanto homófoba, tal vez siendo homófobo no del todo la palabra correcta. Porque Dätlef era una persona tolerante. En el círculo de amistades de Sven y Dätlef había chicos a los que les iban más los chicos que las chicas, y eso no representaba ningún problema para Dätlef, todo lo contrario: menos competencia. El miedo que encerraba el término fobia era otro. Para él resultaba muy importante que nadie, pero absolutamente nadie, creyese que él pudiera ser otra cosa que no fuera hetero hasta la médula.

    Si esto se debía a sus orígenes pueblerinos o a cualquier otro motivo, ni está documentado ni Sven lo había podido averiguar. El caso es que Detlef no es un nombre adecuado, si lo que se quiere, es demostrarle al mundo que no se es para nada gay. Y así es cómo llegamos a que las primeras palabras que Dätlef le dirigió a Sven cuando se conocieron en una fiesta universitaria fueran: ¡Hi! Soy Dätlef. Pronunciado ‘d/ɛ(ː)/tlef’ y no ‘dEtlef’.

    Seguramente haya quien considere esto un saludo un tanto extraño, y lo más probable es que esté en lo cierto. Sin embargo, en el caso de Dätlef era su saludo habitual porque consideraba que Detlef con E, como en memo, sonaba increíblemente gay, mientras que, por otro lado, los tíos de verdad suenan más a hattrick[3].

    La reacción de Sven a la contra-pregunta de Sofía fue cierta irritación. No había contado con que alguien fuese a reaccionar a sus pensamientos pronunciados en voz alta. De hecho, nadie lo hacía nunca.

    Al igual que Dätlef poco antes, también él suspiró. Cuando iban de marcha por ahí, solos él y su colega, todo resultaba mucho más sencillo.

    —Me refiero al hecho de que el suicidio sea indoloro —aclaró Sven—. Es que no me lo creo. ¿Qué método de suicidio es realmente indoloro?

    Dätlef no prestó mucha atención. Durante la universidad él y Sven habían pasado muchas horas viendo juntos la tele en la cocina que compartían con los demás cohabitantes del piso estudiantil, mientras que otros estudiantes (precisamente aquellos que hoy en día gozaban de un mayor éxito laboral) acudían a emocionantes conferencias sobre El flujo de materiales y la logística o Business English. ¡Y eso que casi todas esas conferencias las daban los viernes por la tarde! Algo aberrante. Es más: la Convención de Ginebra debería prohibir aberraciones de tal calibre.

    Por aquel entonces, en la ahora desaparecida cadena de marujas, la 9 Live, emitían a diario, en un breve y sorprendente ataque de calidad, la serie M*A*S*H, cuya sintonía de apertura era "Suicide is Painless, traducido El suicidio es indoloro, de Johnny Mandel. Sven, Dätlef, su colega Benny y dos compañeras de piso más no se habían perdido prácticamente ningún capítulo (a no ser que sin querer sí hubieran ido a parar a una conferencia), y se habían reunido casi al completo en la cocina para quedar mirando embobados la torcida estantería Albert"[4] de Ikea. El motivo principal para ello era, como cabe esperar, que el viejo televisor de tubos tenía su puesto allí, tanteaba de manera innegable el límite de carga de la estantería y, con el más atrevido desprecio hacia las leyes físicas, reproducía aquella antibélica serie americana sobre la guerra de Corea en vez de rodar por los suelos, estantería incluida.

    —Quiero decir: imagínate que te ahorcas con una soga. En ese caso casi todo te puede salir mal. Una soga demasiado larga y se desprende la garganta. Demasiado corta y te pasas doce horas medio ahogándote colgado de la lámpara de lava del dormitorio.

    Dätlef estuvo a punto de objetar que las lámparas de lava no cuelgan del techo, y que por lo tanto resultarían poco apropiadas para colgarse de ellas, por no mencionar su forma redonda, pero se lo pensó mejor al mirar a su prometida.

    Al principio Sofía no había reaccionado, tan solo había escuchado; callada. Una imagen que, por desgracia, Dätlef raras veces llegaba a contemplar. De nuevo suspiró en silencio, pero en esta ocasión imitando a un anciano noruego que lleva diez horas con una caña de pescar en el fiordo de Geiranger y obtiene la tan ansiada paz, para poder sacar del agua una enorme perca, después de que el crucero de la Aida haya zarpado por fin con sus desquiciantes turistas a bordo.

    El momento perfecto: Silencio. Paz. Armonía.

    Pero le tocó a Sven llenar dicho silencio y destrozar el momento.

    —¿Y qué me dices de las armas de fuego? ¿Te disparas a la cabeza? ¿Al corazón? Ninguna de las dos opciones es segura, ni tampoco indolora, eso te lo garantizo.

    Le dio otro mordisco a la hamburguesa para reanudar acto seguido su razonamiento.

    —¿Qué más opciones hay? Ah, sí: saltar de un puente. Genial. Para nada una muerte garantizada, y si no sale bien, ¡entonces sí que resulta doloroso! Una intoxicación con monóxido de carbono en el garaje seguramente tampoco sea muy embriagadora. Bueno, embriagador sí es, pero...

    Sven gesticulaba con los brazos.

    —Ya sabéis a lo que me refiero. A todo eso, hay que añadir que habría que decidirse pronto.  Porque cuando todo el mundo vaya en coches eléctricos, se acabó lo de suicidarse en el garaje. Además, siendo un buen ecologista, esta opción queda del todo descartada. Por no mencionar cuánto costaría un suicidio con CO². ¿El éxodo personal a expensas de la muerte de los bosques?

    A medida que hablaba, se iba enfureciendo más y Dätlef recurría a la táctica del escabullimiento, perfeccionada gracias a haberla practicado con Sofía: No solamente era como si no estuviera escuchando, sino que las palabras realmente lo traspasaban sin que su cerebro hiciera amagos de asimilarlas. Sven bien podría haber estado hablando en ruso o en chino, no hubiese significado ninguna diferencia. Lo único que tenía que hacer Dätlef era evitar bajo cualquier circunstancia el acto reflejo de insertar a intervalos regulares un Claro, cariño.

    Sofía, sin embargo, estaba escuchando muy atenta, incluso olvidándose de picotear entre los verdajos que tenía en el plato.

    —Puede que funcione lo de la guillotina. Sí, sería una buena opción. Podría ser indoloro si ocurriese lo suficientemente rápido. Pero, ¿quién tiene un artilugio de esos en casa? ¿Las hay en eBay? ¿Qué tal con las instrucciones para fabricar una en casa? ¡En internet encuentras cualquier tipo de mierda! Mein Kampf de ese gracioso austriaco con un fetiche por las runas en el mismo servidor que El capital de los poco graciosos hermanos Marx. Y a tan solo dos clics en la nube: unas instrucciones estupendas en Anarchists´ Cookbook sobre cómo fabricar una bomba. Pero, cuando necesitas una guillotina, fíjate, no hay ni una.

    Sven tuvo que interrumpir brevemente el viaje que iban emprendido sus pensamientos para colocar el cuchillo y el tenedor al lado del plato, llevar con ambas manos el tercio que le restaba de la hamburguesa a la boca y masticar con ganas.  Su boca no daba para más y le resultó imposible hacer dos cosas a la vez.

    Si hubiesen estado Sven y Dätlef, ellos dos solos, en el templo de las hamburguesas, más tardar llegados a este punto, la historia hubiera llegado a su fin. Vosotros, queridos lectores, hubierais podido cerrar el libro y os habrías preguntado por qué demonios habríais despilfarrado tanta pasta en estas páginas. Los escritos de cienciología resultan mucho más económicos, inclusive todas las etapas de la iluminación de Ron Hubbard, firmadas en persona y con un prólogo de Gene Roddenberry.

    Pero en esta ocasión había un elemento innovador: Sofía estaba sentada con ellos a la mesa. Y justo eso es lo que alarga esta historia considerablemente y la complica bastante. Puede que esto os resulte provechoso a vosotros, lectores, pero la verdad es que Sven hubiese prescindido de buena gana de lo que a partir de aquello surgiría. La verdad es que puede que ni vosotros ni Sofía tengáis la culpa de nada y que todo no haya sido más que una cuestión de karma. En dicho caso, el destino siempre hubiera dado con un camino para maltratar a Sven aunque Sofía no hubiese dado este empujoncito. Vosotros, por vuestra parte, no os preocupéis: vuestro karma sigue intacto.

    —No se puede bromear con algo así —dijo Sofía en voz baja—. En serio, si se te pasan este tipo de cosas por la cabeza, deberías hablar con alguien.

    —Pero si es lo que estoy haciendo —contestó Sven muy animado y con la boca llena de una hamburguesa hamburguesa.

    Y en ese instante fue cuando Dätlef decidió volver a intervenir en la conversación:

    —Los barbitúricos podrían funcionar. ¡Ay!

    El grito no estaba planeado dentro de su exposición argumentativa, pero fue el resultado involuntario de una buena patada en la rodilla izquierda propinada por Sofía. No había sido nada fácil darla teniendo en cuenta que los asientos en los que estaban sentados eran más tipo taburete alto de bar, reflejo de la incomodidad y del clásico lema de la comida rápida: Si venís, nos alegramos, pero, por favor, largaros tan pronto hayáis comido.

    De hecho, lo más seguro era que Sofía se hubiese caído hacia atrás si la espalda de otro huésped de aquella gastronomía de gallina ponedora, no se lo hubiera impedido.

    —No le des ideas —le recriminó a su prometido.

    Sven sonreía de oreja a oreja y Dätlef negaba con la cabeza:

    —Pero, ¡si no está hablando en serio! —Su mirada estaba diciendo: Pero si conoces a Sven y sabes lo idiota que es.

    —Bueno, quién sabe —dijo Sven encantado de la vida mientras echaba más leña al fuego.

    Para Sven era fácil tomárselo en plan broma. Sabía demasiado bien que a Dätlef le esperaban unas horas extenuantes en las que un tipo llamado Sven sería el principal tema de conversación. Pero entre buenos amigos las cosas funcionan así: el uno tiene que asegurarse de que el otro no viva demasiado despreocupado.

    Sven bajó el último bocado de la hamburguesa con un trago de cola. Disimuló un eructo y se levantó de la mesa. Sofía y Dätlef lo imitaron. (En lo de levantarse, no en lo del eructo.) Los tres se arrastraron hacia fuera, hacia el Jungfernstieg, que a esas horas abarrotado de gente. Sven se despidió allí mismo.

    La despedida solía consistir casi siempre en una frase breve, tipo Hasta lue, Choo con O o el clásico Ciao o cualquier otra expresión más o menos creativa. En esta ocasión Sven también se dispuso a soltar un saludo ingenioso, cuando su ceremonia de despedida corta se vio abortada porque Sofía lo abrazó, pillándole completamente por sorpresa, y le soltó un Pásatelo bien con una voz que sonaba a que nunca más volverían a verse.

    Aquella reacción molestó a Sven, sin embargo, acabó por encogerse de hombros e irse. Se dirigió con parsimonia a la estación de metro más cercana. Dätlef por su parte, tuvo que pasarse el resto del día acompañando a su chica malhumorada a boutiques carísimas cerca del Binnenalster.

    Y cuando Sofía estaba de mal humor, le iba al bolsillo, hasta el fondo.

    Capítulo 2

    Das Herz von St. Pauli

    Das Herz von St. Pauli, das ist meine Heimat.

    In Hamburg, da bin ich zu Haus.

    Der Hafen, die Lichter, die Sehnsucht begleiten

    das Schiff in die Ferne hinaus.

    Das Herz von St. Pauli, das ruft mich zurück,

    denn dort an der Elbe, da wartet mein Glück.[5]

    [Hans Albers]

    ––––––––

    A Sven ni se le pasaba por la imaginación atentar contra su propia vida. Además, hubiese sido demasiado esfuerzo. Y Sven odiaba los esfuerzos.

    Sin embargo, sí era cierto que su estado anímico no era el mejor. Profesionalmente estaba estancado. En la entrevista de trabajo para programador informático y diseñador de páginas web para aquella agencia de publicidad tan elegante en el centro de Hamburgo, una ubicación perfecta con respecto a la estación del metro y, sobre todo, a todas las hamburgueserías, al final había sido mucho más decisivo el clima laboral que el sueldo a la hora de decantarse. Pero ahora, más pasta no le vendría mal. Eso de El ambiente de trabajo aquí es súper relajado, no había resultado del todo cierto. Era como si los programadores informáticos fuesen un producto más de la huerta, hay de sobra. Si ganaba más un mono amaestrado. Lo cierto es que a sus 32 años tendría que haber avanzado mucho más en su carrera.

    Por si eso fuera poco, todo se agravaba por el hecho de que su estado de ánimo dependía de forma directa de las victorias o derrotas del FC St. Pauli. Y ese, tras una breve visita a la cámara principal futbolera, había vuelto a descender a segunda división, despidiéndose sin pena ni gloria. Y aun por encima, el míster del FC St. Pauli, Holger Stani Stanislawski se había largado para irse a la competencia, al desalmado Hoffenheim. Y precisamente uno de Paderborn era el que tenía ahora la misión de volver a poner todo en su sitio. Lo único bueno: que era igual de calvo que su predecesor. Tal como estaban las cosas había que agradecer cada buen augurio por minúsculo que fuera. Aquel fin de semana se jugaba por fin el primer partido en casa tras el larguísimo y miserable parón del verano.

    Sven cogió su móvil de friki y llamó a su colega Benny. Al menos lo intentó porque, a pesar de que aquella joya blanca con la manzana mordida en el envés lo acompañaba con gran fluidez en sus surfeos por internet, liquidó su intento de llamar a su colega indicando un fallo generalizado. Aquello ni le molestó ni le sorprendió

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