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Por el bien del comandante
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Libro electrónico214 páginas2 horas

Por el bien del comandante

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Constance Fenimore Woolson nos sumerge en el tranquilo Far Edgerley, un pequeño pueblo en las montañas de Carolina del Norte, en el que vive el respetado y admirado comandante Carroll, alrededor del cual gira la existencia de su familia –Marion, su segunda esposa y Scar, el hijo de la pareja–. Sin embargo, con el regreso de Sara, hija del primer ma
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 nov 2021
ISBN9789585107779
Por el bien del comandante
Autor

Constance Fenimore Woolsen

Nació en Nuevo Hampshire, pero su familia se trasladó pronto a Cleveland, después de la muerte de tres de sus hermanas por la escarlatina. Woolson se educó en el Cleveland Female Seminary y un internado de Nueva York. En 1870 comenzó a publicar relatos de ficción y artículos en revistas como «The Atlantic Monthly y Harper's Magazine». Viajó ampliamente por el Sur, lo que le dio Material para sus historias cortas. En 1879, marchó a Europa y permaneció en una serie de hoteles de Inglaterra, Francia, Italia, Suiza y Alemania. En 1880 conoció a Henry James y la relación entre ellos ha suscitado gran especulación por parte de los biógrafos. En 1893 Woolson alquiló un elegante apartamento en el Gran Canal de Venecia. Enferma de gripe y depresión, se cayó o se tiró desde una ventana del apartamento en enero de 1894 y murió. Se encuentra enterrada en el Cementerio Protestante de Roma.

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    Por el bien del comandante - Constance Fenimore Woolsen

    Siempre en movimiento, Constance Fenimore Woolson adquirió desde muy niña su afición por los viajes. Desde el medio oeste hasta el noreste de los Estados Unidos y sus viajes por Europa y África, su ser itinerante –por ‘obligación’ en su niñez y por elección en su edad adulta– se decidió a tener la vida de una artista libre e independiente, un estilo de vida que para el siglo XIX estaba destinado solo para los escritores. Fenimore renunció a tener la vida de ‘la esposa perfecta’ consagrada a las labores del hogar para dedicarse a la escritura, para poder observar el mundo y retratarlo en sus cuentos cortos, novelas y artículos de viaje. Su apertura al ámbito literario coincidió con el nacimiento y la maduración del realismo norteamericano, lo cual le mereció un gran reconocimiento en su época al ser publicada en revistas como The Atlantic Monthly y el Harper’s Monthly Magazine, y la llevo a ser comparada con escritoras como George Eliot.

    Reexpresar al español el tipo de cuadros de costumbres que Fenimore describe en Por el bien del comandante no resulta una tarea fácil. Cuando se traducen obras de hace más de un siglo, se corre el riesgo de que se pierdan ciertos matices que el tiempo, las visiones de mundo y las barreras idiomáticas le desdibujan al traductor. Esta reflexión me lleva a recordar un conversatorio sobre las problemáticas de la traducción literaria en el que Raquel Lanseros –poeta española y traductora de Sylvia Plath– decía: «Uno sabe que, de algún modo, proponerse a hacer una traducción literaria es emprender una gesta de la que sin duda uno va a salir derrotado». Siempre hay una negociación entre el texto original y el que se desprende de este. Con esto, no quiero dar a entender que no se pueda llevar a cabo tan grande empresa, al contrario, quiero hacer hincapié en la importante labor que implica encarnar otra voz y pensamiento y en la responsabilidad de no traicionar a la autora y a sus lectores.

    El traductor es intermediario cultural: presta su entendimiento, su sensibilidad para transmitir otras intenciones y su amor por la literatura para encarnar historias nacidas en tiempos ya remotos. ¿Tarea difícil? Sí. Y, sin embargo, pese a los grandes retos que esto supone, se siguen traduciendo historias de otros días por lo que estas nos revelan sobre los habitantes del pasado y porque necesitan y merecen ser leídas.

    Aunque Fenimore gozó de un gran éxito en su tiempo, su nombre no logró resonar en los años sucesivos tal como podría preverse. Es nuestra responsabilidad hacer que su voz se alce de nuevo, ponerla a la altura de las grandes escritoras que conforman esta colección y que contribuyeron, con sus obras o con su vida misma, a romper los estereotipos de lo que suponía ser mujer en su época. Por el bien del comandante nos trae un relato de costumbres en el que la voz femenina es predominante y donde la sátira a ciertas convenciones sociales de la época juega un papel protagónico.

    La traductora

    El primer pueblo de Edgerley estaba ubicado en la falda oriental del Monte Chillawassee; el segundo, seiscientos pies más arriba. El primer Edgerley, reclamó su nombre y lo conservó; mientras que el segundo tuvo que conformarse con la etiqueta adicional: Far¹. En Far Edgerley no se oponían al adjetivo siempre y cuando no se creyera que este hacía referencia, en particular, a la distancia entre dicho pueblo y el de más abajo. De acuerdo, sí estaba ‘lejos’: lejos de las ciudades, del tráfico, de Babilonia, del Zanzíbar y del Polo Norte; pero, en definitiva, no estaba lejos de Edgerley. Más bien podría decirse que ‘ese’ Edgerley era el que se encontraba lejos..., ¡y ojalá siguiera así! Entre tanto, el primer Edgerley prosperaba, aunque de manera más bien humilde. Estaba habitado por dos mil personas y contaba con fábricas de queso, serrerías y una línea de diligencias que cruzaba Monte Negro hasta Tuloa, donde hacía conexión con una segunda línea que se dirigía al este hacia el ferrocarril. Así las cosas, un comerciante de Edgerley podía llegar a la capital del estado en cincuenta y cinco horas. ¡Qué más podría pedir un hombre!, los comerciantes pensaban que no había nada más que pudieran desear, estaban muy agradecidos por todas estas ventajas y por Edgerley. Sin embargo, sus vecinos en la cima del monte, que en muchos sentidos los observaban con cierto desprecio, no tenían la misma opinión; aquellos preferían, sin lugar a duda, su propio pueblo, aunque no contaran con fábricas, serrerías, líneas de diligencia a Tuloa –tampoco las necesitaban–, ni dos mil habitantes, si acaso llegaban a los mil. Podría parecer que sobre todas estas carencias era imposible fundar algún tipo de orgullo, especialmente si se las consideraba desde la perspectiva del espíritu progresista que suele apoderarse de los pueblos norteamericanos, pero, al menos, hasta ese momento, dicho espíritu no había remontado el Chillawassee y, por lo tanto, Far Edgerley conservaba intacto su credo.

    Era un credo muy antiguo –ambos pueblos se jactaban de su origen prerrevolucionario– pero, aún con este origen remoto, la señora Carroll de Las Granjas había sido la primera en consagrarlo en una frase más asequible, breve –usar más palabras le hubiera dado demasiada importancia al asunto–, apaciblemente superior, justo lo que se podría esperar de una Carroll. En alguna ocasión, la mujer señaló que Edgerley le parecía «comercial». Era perfecto: ¡Comercial! No había mejor manera de describirlo. Por su parte, a Far Edgerley lo podían tildar de cualquier cosa, menos de ser comercial.

    Cierta tarde de mayo de 1868, la señora Carroll de Las Fincas permanecía sentada en el pórtico de su casa, con la mirada fija en la poco agraciada línea roja de una carretera que serpenteaba al lado opuesto de la montaña; tenía este color porque estaba construida sobre un terreno de arcilla roja. Aparte de eso, era un camino irremediablemente complicado en cualquier época del año y de esto podían dar cuenta los caballos de la diligencia de Tuloa. Sin embargo, el coche que ahora transitaba la última franja de abetos no hacía parte de la diligencia –aunque también fuera conducido por dos corpulentas mulas que disponían de una gran tenacidad con la que superaban a la tortuosa arcilla roja–, sino que se trataba del coche del comandante Carroll de Las Fincas que llegaba a Far Edgerley desde la terminal occidental del ferrocarril para traer a su hija de regreso a casa.

    El coche de un caballero, conducido por dos mulas, podría parecer una rareza en ciertas localidades ubicadas más hacia el este, pero no aquí. Es más, el pueblo de Edgerley contemplaba dicha posesión de su rival con un respeto que se extendía a las mulas, o más bien, que no las hacía parte del aroma general de todo el conjunto, un aroma que no era real –el real era el del cuero antiguo que se puede desgastar con el uso–, sino metafórico: el aroma de una aristocracia innegable. El equipaje, como solían decirle en el pueblo, había pertenecido a los Carrolls de Sea Island quienes, en sus días de opulencia, tenían la costumbre de pasar el verano en Las Fincas. De esta forma, el comandante, que era un primo lejano, adquirió el coche cuando compró Las Fincas, lo cual resultó muy bien puesto que los Carrolls de Sea Island habían dejado de usarlo. Es más, ya ni siquiera disponían de mulas y, de haberlas tenido, hubieran sido inservibles ya que la isla en la que pasaban el año entero solo contaba con un camino que atravesaba los desperdicios de los campos de algodón y permanecía inundado la mayor parte del tiempo. Era entonces apenas lógico que el comandante se quedara con el coche.

    El vehículo se materializó entre el camino zigzagueante al otro lado de la montaña; aún le faltaba atravesar el valle inferior y remontar el Chillawassee. La noche se puso antes de que se escuchara el sonido de sus ruedas y cruzara el pequeño puente sobre el arroyo que atravesaba la senda Carroll; se trataba de un camino cubierto de hierba que conducía a la amplia colina de Fincas Carroll desde la calle Edgerley.

    —¡Arre, Peter! ¡Anda, anda, arre! —les ordenó a sus mulas Inches, el cochero, quien pretendía llegar a la casa presumiendo un gran estilo.

    Pero las mulas, que no tenían la más mínima intención de responder a sus alegatos, cruzaron la puerta en una procesión lenta. En todo caso, Inches se las arregló para acomodar la escalera del coche con gran parafernalia; todo esto lo hizo a la luz de la vela que la señora Carroll había traído consigo a plazoleta. La escalera, que había tintineado todo el camino desde su partida de Tuloa, se desplegó en un prolongado traqueteo, pero a pesar del estruendo que esta ocasionaba, nadie en Edgerley la hubiera sacrificado por tal minucia, a fin de cuentas, esta le impartía una ‘dignidad’ especial a El equipage (la cual, por cierto, ya era bastante alta). Ningún otro coche al oeste de la capital tenía escaleras similares y, valga decir, que tampoco los del este las tenían. Y pese a que en Chillawassee nadie lo sabía, esto no impidió que todos admiraran tal objeto con gran satisfacción. ¿No anunciaría dicho tintineo, de las escaleras al bajar, la llegada y entrada del comandante con su esposa tal como lo hacen, por ejemplo, las campanas en la puerta de la iglesia las mañanas de los domingos? Además, ¿no era normal que las personas se alegraran de saberlo a tiempo? Así, todos podrían estar listos para presenciarlo.

    En esta ocasión, la joven recién llegada apenas tocó los escalones y, saltando ágilmente al suelo, tomó entre sus brazos a la mujer que la había estado esperando.

    —Ay, madre, ¡estoy tan contenta de verla de nuevo! ¿Dónde está mi padre?

    —Estaba muy cansando, Sara. Ya es muy tarde y se ha ido a su habitación. Me pidió que te dijera lo mucho que te quiere. Estuvimos esperándote durante dos horas.

    —¡Pero si son poco más de las diez! Todavía debe estar despierto. ¿Podría entrar un momento para hablar con él? No me quedaré mucho tiempo.

    —Ya hace un tiempo que se fue a dormir. Sería mejor no despertarlo, ¿no te parece?

    —Bueno si está dormido…—contestó Sara con un tono que revelaba su decepción.

    —En la mañana podrás verlo —dijo su madre mientras se dirigían a la casa.

    —¡Pero toda una noche de espera es demasiado!

    —Supongo que no tienes la intención de pasar la noche en vela, ¿o sí? —dijo la señora Carroll.

    Sara se rio.

    —Imagino que Scar también debe estar dormido.

    —Sí, pero a él lo puedes despertar si quieres. De todas maneras, él puede conciliar el sueño fácilmente. Está en la primera habitación subiendo las escaleras.

    La joven corrió emocionada y regresó con la cara radiante.

    —¡Mi pequeño hombrecito! —exclamó Sara—, sus manos y mejillas están tan suaves como siempre. Me alegra tanto que no se haya convertido todavía en un muchachote rudo.

    —Sí, está igual, no ha crecido nada —coincidió la señora Carroll.

    —Pues me alegra escuchar eso —respondió Sara con firmeza ante la lamentación implícita de su madre. Luego, las dos echaron a reír.

    Judith Inches, la hermana del cochero sirvió una comida liviana para la viajera en el comedor. Una vez terminó de comer, las dos regresaron a la entrada.

    —Me gustaría verlo todo —dijo Sara—. Quiero estar segura de que por fin estoy en casa, de que esto es Chillawassee, que la Cordillera Negra está al otro lado y que allí, al oeste, asciende la larga línea que perfila el Monte Solitario contra el cielo.

    —Ahora está oscuro, así que verás lo mismo si vas a la biblioteca y te pones cómoda —sugirió la señora Carroll con una sonrisa.

    —¡De ninguna manera! Ya verás como aparecen ante mí. Sé perfectamente donde deben estar, hice un mapa con las descripciones que aparecen en las cartas.

    La joven se sentó en los escalones, mientras que la señora Carroll se acomodó adentro en una silla baja. Afuera había una amplia plazoleta; y más allá de esta, se podía ver un jardín floreado de estilo antiguo que bajaba por la ladera de la colina. Todas las flores del verano habían brotado, se podía notar su presencia en medio de la cálida y profunda oscuridad, incluso, se hubiera podido percibir el aroma que estas expelían aun sin la luz tenue y blanca que iluminaba los arbustos de mundillo.

    —Así que, como te decía, he decidido ofrecer una reunión especial —dijo la señora Carroll retomando la conversación—. Será el lunes, entre cinco y ocho.

    —Madre, no eran necesarias tantas molestias. Para mí es un placer estar de vuelta.

    —Creo que rara vez mis reuniones las hago solo por placer —replicó la señora Carroll pensativa—. En esta ocasión me parece oportuno anunciar que has regresado y que, a partir de ahora, la señorita Carroll es miembro permanente de la residencia de su padre en Las Fincas.

    —¡Una jovencita muy alegre! —interpeló Sara que se había reclinado en la puerta y tenía sus manos enlazadas detrás de la cabeza. Sus ojos permanecían fijos en la oscuridad plácida del jardín.

    —En mi opinión este no es un evento insignificante —continuó la señora Carroll—, y me parece que Far Edgerley sabrá apreciarlo. ¿Sabes?, en todas las sociedades hay ciertas distinciones y… diferencias que es importante recalcar y el regreso de la señorita Carroll es una de ellas. No tengo duda de que tendrás un vestido apropiado para la ocasión.

    —Todos mis vestidos son negros, por supuesto. Tengo uno que es mi preferido, pero parece muy sobrio.

    —Te verás bien con cualquiera de ellos —apuntó la madre al contemplar su figura en el umbral de la puerta—, además tendrá la ventaja adicional de servir de contraste. La verdad no tenemos muchos contrastes ni sobriedad en Far Edgerley… ninguna sobriedad, en lo absoluto. Más bien hay un exceso de remiendos. Creo que hay buenos motivos y de ninguna manera pretendo menospreciarlos, pero creo que aún en los mejores eventos no siempre es necesario llenarse de trajes que tengan tanto eso; llega un momento en que ni siquiera la mano más hábil puede sustituir un material fresco sin importar que tan sobrio sea. Por ejemplo, las Greers llevan cinco años enmendando sus popelinas verdes dos veces al año, y lo han hecho de maravilla, pero ya en este punto todos sabemos que siguen siendo las mismas popelinas verdes. Lo mismo sucede con la señorita Corinna Rendlesham y sus hermanas, han hecho maravillas con distintas combinaciones de delgadas cintas y flecos de terciopelo negro sobre sus sedas oscuras; tanto así, que la tela está ya un tanto agujereada

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