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La Roma de los Siete Reyes
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Libro electrónico512 páginas8 horas

La Roma de los Siete Reyes

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El Imperio Romano continúa marcando un hito en el imaginario de la cultura occidental, y ciertamente en nuestro actual mundo globalizado, trasciende las fronteras de la misma. Se encuadra aún en el ideario general como un estado grabado por la crueldad y ambición de sus emperadores y generales, pero indudablemente, como emblema de una organización y administración eficientes. El cine y la literatura no dejan de rendirle homenaje y he allí tenemos a historias y personajes recargados de un tinte legendario: las conquistas de Julio César, la invasión de Aníbal con sus elefantes, el romance entre Marco Antonio y Cleopatra, las atrocidades de Calígula y Nerón, la rebelión de Espartaco, las legiones marchando por todos los rincones de Europa y las costas del Mediterráneo.
Sin embargo, los orígenes de la grandeza de Roma son habitualmente poco conocidos, más allá de los círculos académicos. Disponemos del cuadro tradicional de un Eneas huyendo de Troya rumbo a Italia, Rómulo y Remo amamantados por una loba, Lucrecia siendo abusada por el hijo de un tirano y una Roma primitiva siendo conquistada por unos galos aún más primitivos. Siempre la leyenda por encima de la realidad, y la verdad es que no tendría por qué ser diferente, considerando el carácter cuasi legendario de las fuentes literarias tradicionales al referirse a los orígenes de la ciudad.
Por ello, dilucidar el nacimiento de Roma representa un arduo trabajo de contraste de aquellos clásicos relatos con otro tipo de fuentes de tipo anticuario, a las que se suman las tradiciones orales y la arqueología. En suma, se trata de un proceso aún no concluido –y que quizás nunca concluya-, pero que este libro pretende sistematizar con un aporte propio del autor, no solo con la finalidad de dar a conocer en un sentido más profundo en integral en Latinoamérica aquella misteriosa y nebulosa época primigenia de la Ciudad Eterna, sino también para permitirnos en estos difíciles tiempos –como latinoamericanos que somos- comprender una realidad que, en buena parte, deriva de las instituciones y valores que tanto debemos al mundo clásico.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 ago 2020
ISBN9781005070502
La Roma de los Siete Reyes
Autor

Francisco Criado

Francisco Criado (Lima, 1978) studied at the Alexander von Humboldt School in Lima, Peru, and has a Master's degree in History from the Pontifical Catholic University of Peru, obtaining the degree with the thesis "The Outbreak of the Great War (1914-18) from the perspective of the Peruvian press." Previously, he participated in the IV International Colloquium of History and Literature of the University of Guanajuato with the presentation "Literary elements in the creation of the archaic Roman tradition: the case of Book II of Tito Livio." He also has a degree in Economics from the Universidad del Pacífico, with a final research project that dealt with the effects of the Great Depression of 1929 in Peru. Specialized in the classical Greco-Roman world and world wars, he has two blogs dedicated to it, one of which recalls events that occurred exactly one hundred years ago and has been in operation since 2014 in memory of the centenary of the Great War.

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    La Roma de los Siete Reyes - Francisco Criado

    Agradecimientos

    El desarrollo de La Roma de los siete reyes hubiera sido imposible sin el respaldo de determinadas instituciones y personas. Agradezco a la Universidad del Pacífico y a la Pontificia Universidad Católica del Perú por haberme facilitado el empleo de sus respectivas bases de datos, de donde adquirí una rica bibliografía en materia de artículos científicos. Pero definitivamente esta obra no hubiera visto la luz sin el apoyo y la revisión de parte del catedrático español Jorge Martínez-Pinna Nieto, historiador especialista en la Roma primitiva, una eminencia absoluta en dicha materia (y a quien cito bastante a lo largo del texto), que se tomó la molestia de leer pausadamente el borrador final del libro y brindarme sus comentarios y observaciones finales. Y respecto a la edición final, me honra haber contado con el apoyo de mi amigo y colega historiador Arnaldo Mera, quien no solo se encuentra esperando ansiosamente la aparición de este volumen desde hace años, sino que en las etapas finales no dejó de hacerme todas las recomendaciones posibles y sugerirme algunos cambios en el título. Finalmente, mi amiga e historiadora del arte Mónika Barrionuevo, quien con sus talleres de arte e historia antigua me insufló más fuerzas para lograr esta meta, y quien en última instancia me presentó al editor del presente libro, el historiador Héctor Huerto, a quien agradezco doblemente por la fascinación expresada desde un inicio por este trabajo.

    La confianza brindada por mis compañeros de maestría, así como por diversos personajes ligados a la Historia y el mundo de las humanidades, fue también invaluable y nunca dejaré de agradecer sus comentarios, lecturas de los múltiples borradores preliminares y palabras de aliento durante clases y amenas reuniones. Hago entonces una mención especial a José Antonio Chang, Jesús Salazar, Michel Laguerre, Ximena Málaga, José Luis Franco (a quien agradezco fundamentalmente sus recomendaciones para el prólogo), Diego Chalán, mi asesor de tesis Jorge Lossio, Carlos Gatti, Jorge Wiesse y José Güich, del mismo modo que mi amigo Jesús Gómez Morán a quien tuve el honor de conocer en un congreso de literatura histórica en Guanajuato, siempre pendiente de mis publicaciones históricas. Naturalmente, no puedo omitir a Joseph Dager, historiador, gran alumno y amigo de mi padre, y de quien siempre tengo mucho que aprender.

    Igualmente, me siento en la obligación de remontarme al nacimiento de mi pasión hacia el conocimiento del pasado, una inclinación que no habría sido posible sin el apasionamiento de mi padre por las humanidades, sumado a la predilección de mi madre por analizar los hechos actuales. Un reconocimiento a mi abuelo José siempre abocado a las letras, y a mis abuelas Cesira y Mary, quienes jamás dejaron de respaldarme para estudiar la Maestría de Historia y seguir mi propio destino, lo mismo que mi padrino y tío Javier, mi tía Marita, mis tías abuelas Helena y Licia, y mis primos Nicola y Alejandro. Tengo presente esencialmente a mi tío Roque Zímic, quien nos dejó hace unos años, pero que comentaba frecuentemente las publicaciones de mi blog sobre la Primera Guerra Mundial.

    Del mismo modo, agradezco a todas aquellas amistades que siempre me alentaron a perseguir mi auténtica vocación histórica, recordando a mis compañeros del colegio Humboldt Walter Dyer, Hans Eichhorn, Rafael Figari, Jaime Romainville, mi gran amigo Jorge Pérez-Ruibal (de quien espero alguna vez ilustre alguna de las leyendas de la antigua Roma en alguno de sus comics) y mi profesora de música Bettina Chiappo. Respecto a mi vida universitaria en la facultad de Economía, merecen una evocación especial Limberg Chero y Nikolai Alva, quienes tanto me insistieron en comenzar con este libro, pero también Ara Ausejo, Ciro Salazar, Edward Huacchillo, Gastón Yalonetzky, Lorenzo Oimas, Roberto Jamanca, Alberto Molina y Roberto Palacios. En mi vida laboral y profesional, estoy eternamente agradecido al Dr. Juan Arroyo al facilitarme su oficina para avanzar con la presente obra, y también a diversos compañeros y amigos por su soporte anímico: Mayi Levi, el historiador Javier Baldéon, Leidy Cayotopa, mi pinky friend Katherine Petretich por escuchar mis historias romanas en nuestros exuberantes almuerzos, Fiorella Rondón y Danitza Velit, quien me diera el último empujón para matricularme en la Maestría de Historia. Y amistades de toda la vida que merecen una perpetua retribución: Magaly y Vanessa Zeidán, el gran Georgy Espíritu, Sarita y Jorge Pintado, Paola Segura, Brenda Tamani, Giovanna Vila, Pilar Martell (a quien hace años le prometí un ejemplar), Nelly Maguiña, Álvaro Artaza, Mayra Bruno, Lucy Huamaní, Jackeline Arenales, Miquel Alonso (un asiduo incondicional de mi blog de la Gran Guerra), Ebert Berrocal, Olga Celle, Santiago Torres y Vladimir Chunga (a quien la pandemia nos arrebató hace poco). Y más que comprensiblemente, a mi mejor amiga Nathaly Sosa, quien justamente reside en tierras itálicas, alentándome desde el día que me conoció a enrumbar mi camino.

    Finalmente, no olvido a todxs mis compañerxs de la Comunidad LGBTIQ+, principalmente aquellxs que denotaron un especial interés por mi labor como historiador: Alejandra Jiménez (con su paciencia infinita), Janet Cuyutupa, la historiadora Pamela Mendoza, Gahela Tseneg, Manolo Forno (especialista en historia LGBT), Alejandro Merino, Akemi Carranza, Alicia Urbina, Maricielo Peña, Brisa Fernández, Juan Carlos de los Santos, Emi Godez, Alessa Suárez, Susan Calderón, mi muy querida Jessica Santillana, Leyla Huerta, Belén Zapata, Jadi Zea (quien me brindó detalles para el prólogo), Luis Córdova, Jazmín Torres, Manuel Siccha, Johan Smith y mi siempre recordada y apreciada Angie Carrillo. Por último, sería muy mezquino de mi parte no sacar a relucir el hecho que la lucha y perseverancia de mis compañeras trans para salir adelante en medio de un entorno tan adverso, fue y continúa siendo una fuente de inspiración para persistir en el cumplimiento de mis metas, entre las cuales este libro representa, de algún modo, un humilde y tentativo primer paso.

    A manera de prólogo

    A lo largo de tres días de mediados de agosto del año 29 a. C.1 César Octaviano celebró por las calles de Roma sus victorias en Iliria, Accio y Egipto, donde finalmente habían sucumbido sus últimos rivales por el dominio del mundo, Marco Antonio y la Reina Cleopatra. No mucho antes el futuro Augusto había sido aclamado «imperator» a su regreso de Oriente, y había cerrado las puertas del Templo de Jano como señal del establecimiento de la tan ansiada paz después de décadas de guerras civiles.

    En medio de las múltiples celebraciones de ese verano, probablemente se escondía un joven griego de aproximadamente treinta años de nombre Dionisio. Oriundo de Halicarnaso, en la costa de Asia Menor —al igual que el Padre de la Historia, Heródoto—, acababa de arribar a Roma y muy pronto, haciendo gala de su pasión por las letras, estaría aprendiendo la lengua de los romanos y se dedicaría a enseñar retórica, entrando en contacto con las familias más ilustres. De ese modo, pudo reunir el material para su composición magna, las Antigüedades Romanas, una historia de Roma en veinte libros o libri (entendiéndose como tales el equivalente al capítulo de un libro contemporáneo),2 desde sus lejanos orígenes, más de un milenio atrás, hasta el inicio de las guerras con Cartago.

    Al igual que el autor de la presente obra, Dionisio no era un romano, por más que con el tiempo llegara a serlo. Al igual que quien escribe, su historia estaba dirigida principalmente a un público no romano, específicamente griego, al que había que orientar en diversos aspectos del mundo y el pasado romanos con los cuales no estaba familiarizado.

    Pero, ¿qué fue lo que lo motivó a escribir? Quizás la mejor forma de contemplar las motivaciones de Dionisio es acudir al proemio de su propia obra, en la cual nos indica que quienes escriben historias «deben, en primer lugar, elegir temas nobles y elevados que contengan gran utilidad para los futuros lectores; y en segundo lugar, procurarse con mucho interés y esfuerzo las fuentes necesarias para el desarrollo del tema».3 En cuanto al primer punto, ciertamente maravillado por toda la labor de reconstrucción política, económica y administrativa a la cual Augusto sometía a una magullada república, para transformarla en un glorioso imperio autocrático, Dionisio tuvo que admitir que, tras haber vislumbrado como otros reinos y estados alcanzaban glorias efímeras, Roma «gobierna toda la tierra que no es inaccesible, sino habitada por hombres, y domina todo el mar, no solo el que está dentro de las columnas de Hércules, sino también todo el océano navegable».4 Con dicha frase resumía la trascendencia de relatar la historia de una ciudad que se había alzado con el dominio del mundo conocido, pero enfocándose en sus inicios, tanto porque consideraba que allí se había forjado la futura grandeza romana como por el hecho que sus conciudadanos griegos no se hallaban al corriente de aquellos oscuros orígenes. Naturalmente, a ello se sumaba que hasta el momento no se había escrito extensa y detalladamente sobre aquel período en dicha lengua.

    El autor coincide con Dionisio respecto a que un historiador debe escribir sobre temas de renombre y haciendo buen uso de las fuentes, y que escribir acerca de Roma, la ciudad que llegó a dominar gran parte de Europa, Medio Oriente y el norte de África, no constituye un tema pueril en lo absoluto. Huelga afirmar que muchas de las instituciones y valores romanos perduran hasta la actualidad y que, como depositaria del saber antiguo, Roma sirvió de filtro para su transmisión a la posteridad. Sin embargo, en lo concerniente a esta obra en particular, la historia primitiva de la ciudad continúa —como en los tiempos de Dionisio— sumida en un misterio del cual apenas podemos vislumbrar algunas imágenes, como si quisiéramos determinar qué hay en una habitación a oscuras con la luz de un repentino flash. Si el historiador está resignado a observar el pasado a través de un velo, en el caso de la Roma protohistórica y arcaica, se trata de un velo de gran espesor.

    Pero las similitudes con el prólogo de Dionisio terminan acá. Los objetivos de aquel eran muy distintos. En tiempos en los que el emperador Augusto necesitaba configurar una unificación sociocultural, que fortaleciera la unión política y económica de su recién pacificado imperio, Dionisio pretendía demostrar el «origen griego» de Roma, la ciudad que en teoría había procreado los hombres más virtuosos de todos los tiempos. Una visión de una Roma perfecta y de origen griego era lo más adecuado para unificar culturalmente a las dos mitades tan distintas —occidental y oriental— que comprendían el Imperio. Por ende, referir su historia más antigua, aquellos tiempos remotos en los que se habían forjado tales insignes valores —y de los que, según él, casi ningún otro autor había hablado—, justificaba su trabajo. Por el contrario, mis objetivos distan bastante de ser una glorificación de la Antigua Roma, por más admiración que pueda sentir hacia ella. Virtudes y defectos, aciertos y errores, desfilarán por igual en las siguientes páginas.

    Entonces, ¿a qué va esta obra? ¿Por qué insistir con una historia de Roma, incluso tratándose de la Roma primitiva, cuando ya se han escrito ríos de tinta referente a ello? Pues más allá de la rigurosa pasión personal, que el autor siente hacia la materia desde que era un crío, así como del deseo de entretener a los lectores con una narración amena y plagada de anécdotas y personajes de lo más peculiares, considero, en primer lugar, que es tiempo de escribir una Historia de Roma desde Latinoamérica, región —o subcontinente— que ha descuidado en gran medida los estudios sobre la Antigüedad Clásica. A nivel general, se conoce la historia romana grosso modo, pero una descripción más detallada reforzaría su comprensión y permitiría dilucidar el por qué un conjunto de aldeas en el valle del Tíber se convirtió en la mayor potencia del mundo antiguo clásico. Y partiendo de lo anterior, desembocamos entonces en la segunda razón de peso —y no menos importante— respecto a los objetivos de esta composición.

    Latinoamérica, en general, y el Perú, en particular, viven actualmente una crisis de institucionalidad, una disfuncionalidad donde campea la corrupción, donde los poderes del Estado no son efectivos ni representan a la mayor parte de la población, donde la educación no asume plenamente un rol regenerador y se encasilla aún en gran medida en conceptos obsoletos, donde la inseguridad pública y doméstica se incrementa día a día, donde los gobiernos a todo nivel no cumplen sus promesas o simplemente prometen demasiado, donde los extremismos afloran por doquier, donde una pandemia mundial ha destapado las oquedades de un precario sistema de salud —entre otros menesteres— y donde la identidad como pueblo aún se encuentra muy lejana pese a la cercanía del Bicentenario. Y mientras tanto, a lo largo de nuestro territorio, el poder se fracciona y es estrujado por cúpulas mafiosas. ¿Qué es lo que está pasando con nuestras instituciones? ¿Dónde están quedando los valores como la democracia, la libertad, el derecho, el respeto al prójimo, la eficiencia administrativa, todo aquello plasmado dentro de los ideales del proceso emancipador hace doscientos años? ¿Qué entendemos por dichos valores y qué han significado desde el principio de los tiempos?

    La Antigua Roma —al igual que la Grecia que forma parte de su herencia— como un pilar de las instituciones y valores de la cultura occidental de la cual formamos parte, nos puede servir como punto de partida para comprender una realidad que nos agobia, y reflexionar acerca de lo que genuinamente estamos perdiendo… y, a la vez, lo que podríamos rescatar en medio de la esperanza a la que nos aferramos. En ese sentido, los objetivos de este trabajo se asemejan también a los de Tito Livio, el otro gran historiador —él sí, romano de pura cepa— que igualmente se remonta a los orígenes de Roma. Tal como lo asevera en el prefacio de su obra: «Lo que el conocimiento de la historia tiene de particularmente sano y provechoso es el captar las lecciones de toda clase de ejemplos que aparecen a la luz de la obra; de ahí se ha de asumir lo imitable para el individuo y para la nación, de ahí lo que se debe evitar, vergonzoso por sus orígenes o por sus resultados».5

    Comprensiblemente, una historia de Roma desde Latinoamérica, tan alejada del escenario de los protagonistas, no carece de limitaciones en cuanto al empleo de fuentes. Sobre ellas nos extenderemos en la introducción, pero es preciso efectuar algunas aclaraciones previas. Me he ceñido principalmente a los textos antiguos y también he efectuado una intensiva búsqueda de material bibliográfico en la medida de las restringidas posibilidades logísticas, propias de un entorno que aún se encuentra en pañales con relación a los estudios del mundo clásico. Por ello, debo advertir que la bibliografía no es totalmente exhaustiva y que deberán perdonárseme varias omisiones. Sin embargo, no es propósito de esta obra competir con otros trabajos de suma erudición que se publican en Europa y en la América anglosajona, sino solo acudir a ella para poder exponer con más claridad las metas definidas en los párrafos anteriores. Igualmente, he prescindido en casi todas las notas a pie de página y en el mismo texto, de citar directamente las obras modernas con la finalidad de no abarrotar al lector de una ingente cantidad de citaciones, prevaleciendo en ese sentido las fuentes antiguas. En todo caso, el autor puntualiza que todas las obras consultadas se hallan en la bibliografía en la parte final, incluyéndose, además, una síntesis de las principales obras empleadas, tanto las de carácter general como aquéllas de índole más específica para un tema determinado.

    El otro punto es referente a los límites cronológicos de la obra. A diferencia del mismo Dionisio y de diversos autores contemporáneos, entre quienes puedo citar las obras de síntesis de Tim Cornell, Gary Forsythe y Kathryn Lomas, que extienden sus relaciones sobre la Roma primitiva adentrándose de lleno en los primeros doscientos cincuenta años de la República, hasta los albores del primer enfrentamiento con Cartago a mediados del siglo III inclusive, he optado por un período más comprimido. Inicio el relato desde las más antiguas leyendas que se sumergen en la nebulosa prehistoria del suelo romano e itálico, conjugándolas con el legado arqueológico existente. Y prosigo mi narración practicando un criterio cronológico, desde el nacimiento de las primeras comunidades en torno a las siete colinas romanas, hasta el gobierno del último monarca, a fines del siglo VI.

    Adicionalmente, dos digresiones que se centran en un código más geográfico que cronológico en el marco de la historia de la Italia central, interrumpen y complementan a la vez el relato. La razón de esta delimitación es, además de intentar cubrir el período indicado con una mayor profundidad, que las características de la República romana arcaica —pese a que desde un punto de vista social, económico y cultural, guardan ciertas similitudes con la etapa anterior— son drásticamente distintas en lo político, y las diferencias se van acentuando conforme nos adentramos en el siglo IV, cuando Roma extiende sus extremidades por toda Italia. Pero más importante que ello, es que los mismos romanos concebían el final de la Monarquía como un punto de inflexión en su propia historia. Así lo denota Livio al comenzar su segundo libro: «Voy a exponer a partir de ahora la historia política y militar del pueblo romano libre, sus magistraturas anuales y el imperio de las leyes, más fuerte que el de los hombres»; siendo Floro más directo: «Ésta es la primera edad del pueblo romano y, por así decirlo, su infancia». Dion Casio en el siglo III d.C. y Orosio durante las postrimerías de la Antigüedad, también reflexionaban sobre la trascendencia del cambio de régimen.6 En ese sentido, he decidido respetar ese sentir romano por lo que ellos consideraban la primera etapa de su historia.7 Y después de todo, es bastante probable que a este volumen le sigan otros…

    Introducción

    «Ésta es la primera edad del pueblo romano y, por así decirlo, su infancia, que transcurrió bajo siete reyes, de tan diferente naturaleza por empeño de los hados, cual requería la organización y necesidad del Estado. Realmente, ¿quién más impetuoso que Rómulo? Se necesitó de un hombre tal para construir un reino. ¿Quién más religioso que Numa? Así lo requirió la situación para que un pueblo fiero quedara suavizado por el temor a los dioses. En cuanto a Tulo, el famoso artífice del ejército, ¿quién más necesario para unos hombres belicosos, para acrisolar su valor con la prudencia, o que el constructor Anco, para ampliar la Ciudad con una colonia, enlazarla con un puente, protegerla con una muralla? En cuanto a los ornamentos de Tarquino y sus emblemas, ¡cuánta majestad añadieron al pueblo soberano por su propia apariencia! El censo elaborado por Servio, ¿logró otra cosa, sino que el propio estado romano se conociera a sí mismo? Por último, la insolente tiranía de aquel Soberbio sirvió no poco, sino al contrario, infinitamente, pues obró de tal manera que el pueblo, exacerbado por sus ofensas, ardió en deseos de libertad» (Floro, Epítome de la historia de Tito Livio18).

    El período cubierto en este volumen, así como los dos primeros siglos republicanos, son comprometedores por el hecho que los restos arqueológicos y epigráficos son muy escasos. Eso a pesar del continuo avance de las investigaciones arqueológicas en las últimas décadas, sobre todo en el Lacio. Por otra parte, los principales recursos literarios que disponemos, las obras de Tito Livio y Dionisio de Halicarnaso, fueron compuestas a fines del siglo I, más de quinientos años después de los sucesos descritos. Incluso, las fuentes empleadas por ambos se remontan a lo sumo al último tercio del siglo III, y de aquellas apenas restan fragmentos. Frente a este serio obstáculo, es preciso examinar con qué material contamos, de modo podamos entender por qué para la fase primitiva se requiere de un análisis crítico tan profundo.

    LA TRADICIÓN LITERARIA

    Un primer grupo de fuentes obedecen un criterio cronológico y pueden dividirse en romanas, griegas, cartaginesas y etruscas. Debemos descartar las púnicas, apenas empleadas de manera tangencial por Polibio a mediados del siglo II, en una obra destinada a glorificar Roma y no tanto a brindar una visión objetiva del conflicto romano-cartaginés. Aunque, en cuanto al primer tratado firmado entre ambas potencias en el 509, bien debemos agradecer su existencia. Respecto a las fuentes etruscas, el emperador Claudio se refirió a numerosos autores tirrenos al estudiar la historia del legendario rey Mastarna (identificado con Servio Tulio) y sus compañeros, los hermanos Vibenna. Tanto la literatura y la historiografía tirrenas, de las que lamentablemente no quedan más que restos, fueron muy ricas y conocidas por los romanos de la República temprana, quienes mandaban a sus hijos a estudiar a la cercana Caere en el siglo IV, época en la que justamente se fue plasmando la tradición histórica arcaica. La influencia etrusca se halla entonces disimuladamente presente en la analística romana posterior, pero la efervescencia etruscológica del siglo I d. C. no tendría la misma trascendencia. La traducción de diversas obras al latín, las Res Etruriae de Verrio Flaco, una historia de Aulo Cecina y más adelante, la Tyrrhenika del emperador Claudio, poco incidieron en una tradición sólidamente establecida.

    Los griegos conocían la existencia de Roma desde fecha muy temprana. Aristóteles, Teopompo y Heráclides Póntico mencionan la toma de la ciudad por los galos en el 390, mientras que Dionisio emplea ciertamente una fuente primaria para narrar los acontecimientos de la ciudad griega de Cumas con relación a su tirano Aristodemo (h. 550-490) y a su presunta alianza con la Liga Latina a fines del siglo VI. Es posible que ya a fines de la siguiente centuria hubiera autores brindando notas acerca de la fundación de Roma, pero indudablemente el interés fue mayor en el siglo IV, cuando la ciudad empezó a cobrar protagonismo en la política exterior del sur italiano. Sería Teofrasto (h. 370-288) —sucesor de Aristóteles en la escuela peripatética— el primero que escribió acerca de Roma, pero centrándose en sucesos contemporáneos. Duris de Samos (h. 350-280) se refirió con cierto detalle a la batalla de Sentino del 295 que, librada entre una coalición dirigida por Roma contra otra liderada por los samnios, definió el destino de Italia. Habría sido Jerónimo de Cardia el primero en relatar el pasado arcaico romano, y su historia debió de servir de base para la biografía del rey Pirro de Epiro —quien invadiera Italia a inicios del siglo III—, escrita por Plutarco en el siglo II d. C.

    En todo caso, el siciliano Timeo de Tauromenio, en la primera mitad del siglo III, prestó especial atención a los sucesos itálicos al narrar la historia de los griegos occidentales y la guerra de Pirro, pero también a los orígenes míticos de Roma (su fundación la dató en el 814, el mismo año que Cartago), cuyo ascenso vertiginoso presenció directamente cuando en algún momento visitó el Lacio. De los fragmentos existentes, sabemos que estuvo familiarizado con el sacrificio romano del Caballo de Octubre (lo que lo condujo a pensar en una ascendencia troyana de los romanos) y con la supuesta acuñación de monedas de bronce realizada por el rey Servio Tulio. Es posible que estuviera también familiarizado con la leyenda de Rómulo y Remo, así como con diversas historias de la Monarquía en las que intervenían los griegos: la ficticia relación del Rey Numa y el filósofo Pitágoras o el parentesco de los Tarquinios con Demarato de Corinto. En todo caso, sus ideas sobre Roma e Italia carecieron de popularidad, razón por la cual recibió duras críticas de Polibio y Dionisio, y quizá por ello su obra no ha sobrevivido.

    Con Polibio de Megalópolis la historiografía griega y romana se fusionan, pero aún así era claro que los griegos continuaban disponiendo de información extraña para los romanos. Nacido hacia el 200, Polibio fue hecho prisionero durante la Tercera Guerra Macedónica y conducido a Roma, en donde se hizo amigo de muchos nobles, incluyendo al célebre general Escipión Emiliano. Luego decidió escribir una historia del mundo mediterráneo, desde los preliminares de la Primera Guerra Púnica hasta sus días, empleando un método crítico poco común en la Antigüedad que únicamente nos remite a Tucídides (h. 460-395). Lamentablemente, de los cuarenta libros que conforman su obra solo han sobrevivido completos los primeros cinco. Pero el sexto, que trata justamente de diversas cuestiones concernientes a la Roma primitiva, se comprende cabalmente a pesar de su estado fragmentario. Podemos obtener algunos apuntes precisos con relación a las instituciones romanas —en especial militares y políticas— y a su origen, así como al controvertido primer tratado entre Roma y Cartago del 509. Sin embargo, no hay que obviar el hecho que este autor tuvo una versión muy filosófica de la historia, insertando en el excurso constitucional romano la teoría política aristotélica basada en los tres elementos integrantes (monarquía, aristocracia y democracia), los mismos que debían encontrar un equilibrio. Por tal motivo, su análisis sobre la evolución del sistema político de la Roma primitiva debe ser tomado con mucha cautela.

    Al igual que Polibio, el siciliano Diodoro Sículo escribió a mediados del siglo I una «historia universal» en cuarenta libros, de los cuales solo se han preservado en su totalidad los primeros cinco y del XI al XX. Abrió su descomunal obra con el pasado mítico y con amplias descripciones geográficas que nos hacen recordar al Libro II de Heródoto dedicado a Egipto, para luego ir avanzando casi año a año —semejando a la analística romana— desde el siglo VI hasta el triunvirato de César, Pompeyo y Craso en el 60. Desafortunadamente, para los siglos que nos conciernen, estuvo más interesado en el mundo griego antes que en el itálico, el cual menciona muy escuetamente con referencia a hechos aislados de los reyes y del final de la Monarquía (los dos primeros siglos republicanos tampoco son muy prolijos).

    Sería entonces nuestro querido Dionisio de Halicarnaso el más importante de los autores griegos que escribieron sobre el mundo romano primitivo. Contemporáneo de Livio, ya vimos que emigró a Roma hacia el 30, después de la decisiva batalla de Accio, integrándose así al círculo literario de Mecenas, entre otros más. Comenzó su labor enseñando retórica griega a los miembros de la nobleza, para luego escribir tratados sobre los oradores de su país y, poco después, dedicar al historiador y jurista romano Quinto Elio Tuberón, un ensayo crítico sobre Tucídides. Las Antigüedades Romanas, cuyo término es precisamente el año anterior a la Primera Guerra Púnica, pueden apreciarse entonces como una especie de precuela al texto de Polibio. Empero, solo podemos contar con la totalidad de los primeros once libros, que llegan hasta el año 444, y algunos fragmentos del resto. Las fuentes utilizadas por Dionisio corresponden a casi todos los analistas romanos, pero para los tiempos premonárquicos, a los que dedicó una ardua investigación que cubre casi todo su Libro I, acudió a algunos autores griegos como Ferécides de Leros y Antíoco de Siracusa, de los que no se conoce gran cosa.1

    Este primer libro es quizás su mayor aporte, al igual que la narrativa más detallada respecto a costumbres, instituciones y otros aspectos con los cuales el lector griego no estaba familiarizado. Asimismo, existen algunas divergencias con Tito Livio respecto al tratamiento de determinados acontecimientos, sobre todo porque resulta más crítico al fijarse en asuntos socioeconómicos y trascendiendo sus simpatías aristocráticas. No obstante, debe reconocerse que dicha crítica se orienta básicamente al origen griego de las instituciones, tema en el cual no deja de insistir. Igualmente, dedica mucho más espacio a la Monarquía en un total de cuatro libros (frente a uno de Livio) y casi un libro entero a los avatares del cambio de régimen, pero vale aclarar que, a diferencia del Libro I, en los siguientes ya depende más de la tradición analística romana y las divergencias con Livio casi desaparecen. El gran defecto de su obra es que, al pretender emular a Polibio y querer demostrar a toda costa el origen heleno de Roma, cae en ampulosidades filosóficas y peca de profuso y retórico, en especial cuando inventa discursos en boca de reyes y magistrados que terminan siendo kilométricos, incluso más que los de Livio.2 También es probable que deseara comparar las virtudes de los romanos más antiguos con la decadencia moral de la época preaugústea y, de este modo, honrar a la cultura griega que en algún momento había sido el ejemplo de la Urbs.3 Pero más allá de todas estas tachas, sigue siendo junto a Livio la fuente más importante con la que contamos para el período monárquico.

    No podemos pasar a la siguiente sección sin antes citar al famoso biógrafo y moralista Plutarco de Queronea (h. 56-120 d.C.). Habiendo estudiado en Atenas y viajado por casi todo el Imperio, recolectó gran cantidad de datos de fuentes ya desaparecidas, las que le valieron para producir sus Vidas Paralelas, conjunto de biografías comparadas de ilustres personajes griegos y romanos que se extienden desde el mítico Teseo hasta los emperadores Galba y Otón. Para la época que nos interesa, podemos contar con la semblanza del mítico Rómulo, su sucesor Numa y el semilegendario héroe de la primitiva República, Valerio Publícola. Además, en sus tratados moralistas, religiosos y filosóficos, Plutarco incluyó la Fortuna de los Romanos y las Cuestiones Romanas —entre las principales—, donde brinda información detallada acerca de la religión romana primitiva y un sinfín de detalles adicionales.

    ***

    El trabajo histórico romano más antiguo fue el poema épico sobre la Primera Guerra Púnica de Cneo Nevio, combatiente que decidió inmortalizarlo remontándose a los orígenes de Roma a fin de establecer la primera causa de la enemistad entre ambos estados en el menosprecio de Eneas hacia la Reina Dido, fundadora de Cartago. Algo similar escribió Quinto Ennio en la primera década del siglo II, una Crónica en dieciocho libros de los cuales los tres primeros versaban sobre Eneas y la Monarquía, y el siguiente sobre la primera centuria republicana. Por los fragmentos se deduce que para ese entonces la leyenda del origen troyano de Roma ya era conocida, pero es poco confiable que este poema fuera utilizado como fuente por posteriores escritores. Sí es más seguro que el énfasis en la moral romana y las hazañas heroicas impulsaran definitivamente el estilo de la historiografía latina.

    Ennio se basó para su elegía en la historia romana en prosa de Quinto Fabio Píctor, de la que solo resta una inscripción de su contenido al noreste de Sicilia y las numerosas citas de Dionisio, Livio y otros autores. Fabio, magistrado de mediana importancia durante la Segunda Guerra Púnica, comenzó a escribir en griego, la lengua literaria del mundo helenístico. Iniciada justamente en los años finales del conflicto, cuando ya se percibía la victoria romana, parecía entonces conveniente mostrar la grandeza de Roma al mundo, en contraposición a la idea de «bárbara» que se tenía acerca de ella en la Hélade. Por tal motivo, su obra pecó de chauvinista al centrarse en los éxitos frente a los cartagineses, aunque también hubo importantes menciones a la Monarquía, período que engrandeció a través de los episodios heroicos y las tempranas relaciones de Roma con los griegos. No fue muy prolífico al relatar el siglo V y el temprano siglo IV, quizá por basarse en fuentes griegas que desconocían los inicios republicanos, pero es indudable que se convirtió en la base de toda la analística posterior.

    En efecto, los senadores Lucio Cincio Alimento, Cayo Acilio y Aulo Postumio Albino siguieron sus pasos en la primera mitad del siglo II, si bien los fragmentos de sus trabajos son igualmente escasos. Todos ellos escribieron en griego, de modo que le otorgaron al célebre Catón el Censor el privilegio de ser el primero en escribir una historia de Roma en latín y en romper además con la analística tradicional, inclinándose por una temática cronológica más amplia. En el primer libro de sus Orígenes, relató los remotos comienzos de la ciudad, la historia de los reyes romanos y probablemente el alba republicana hasta el 450, mientras que los dos siguientes se asemejan más a ensayos etnográficos como los de Heródoto y Timeo, pero con referencia exclusiva a las comunidades itálicas. Un gran trabajo de investigación pero limitado principalmente a acontecimientos del siglo III, y que finaliza con las guerras púnicas y los sucesos contemporáneos hasta la Tercera Guerra Macedónica, inclusive, en sus dos últimos libros. Para muchos autores modernos, se trata de la principal obra historiográfica latina anterior a la época de Julio César.

    A Catón le sucedió la fragmentaria obra de Casio Hemina, más interesado en temas religiosos y culturales antes que en políticos y militares, postura muy inusual en la Antigüedad Clásica. Por otro lado, considerando que comprime la etnografía de pueblos itálicos de Catón en su primer libro y en el siguiente resume la Monarquía y la República temprana, concluimos que el conocimiento de esta última era muy pobre, incluso a mediados del siglo II. Más interesante fue la obra en siete u ocho libros de Lucio Calpurnio Pisón (cónsul en 133), en la que dedica únicamente su primer libro a la Monarquía, al parecer tratando de reducir al mínimo los hechos míticos o legendarios. A continuación, se sumerge en la temprana República, y es posible que se haya valido para ello de fuentes por entonces inéditas, como los Annales Maximi publicados por el Pontífice Máximo Mucio Escévola hacia el 130. Empero, dichas listas le habrían servido para datos muy puntuales (nombres de magistrados, hechos sobrenaturales), de modo que no debemos sobreestimar demasiado sus aportes. También ignoramos si Pisón fue imitado por sus contemporáneos, pues de la analística presilana de Quinto Fabio Máximo Serviliano (cónsul en 142) y Cayo Sempronio Tuditano (cónsul en 129), apenas existen evocaciones.

    El cambio substancial comenzó poco antes del año 100. En primer lugar, los autores ya no pertenecían propiamente a las filas del Senado, y así tenemos como ejemplo a Celio Antípatro y Sempronio Aselio. En segundo lugar, los trabajos fueron mucho más extensos y dedicaban más libros a la época arcaica (siglos VI y V), probablemente debido a la disponibilidad de mayor documentación y por el deseo de querer comprender la historia política primitiva —dada la crisis interna de fines de la República en el siglo I— y, de ser necesario, reescribirla. Por ejemplo, Cneo Gelio le dedica sus primeros quince libros a la historia primitiva hasta la invasión gala del 390, pero hay que tomar en cuenta que esta dilatación se explica principalmente por la invención de discursos y narrativas de batallas, quizás para brindar entretenimiento a sus lectores. Un formato que comenzaría a ser imitado con redundancia, y ello conllevó al parecer a Quinto Claudio Quadrigario a iniciar su obra precisamente en el 390, aduciendo que no era posible puntualizar hechos pretéritos porque todos los documentos habían desaparecido con el ataque galo.

    Este tipo de reacciones no fueron ajenas al tribuno de la plebe Cayo Licinio Mácer, expartidario de Cayo Mario y que, siendo tribuno de la plebe en el 73, luchó trabajosamente para que se anulara la conservadora constitución de Sila. Sus ideas políticas se vieron reflejadas en su historia (de dieciséis o veintiún libros), en la que puso énfasis en la lucha entre patricios y plebeyos —que habría sentado sus bases durante la Monarquía—, tratando de encontrar una causa remota a los problemas de su época, y creando por ello múltiples confusiones anacrónicas no solo a los clásicos, sino también a los historiadores modernos. Si bien fue criticado por Cicerón y Livio debido a su locuacidad y a la invención de historias favorables a su familia, la gens Licinia, hay que valorar que, como anticuario, benefició a la posteridad por diversos detalles y por el empleo de fuentes inéditas y primarias, como los libri lintei del templo de Juno Moneta que clasificaban a los primeros magistrados de la República. Es muy probable que Publio Rutilio Rufo y Lucio Cornelio Sisenna hayan seguido caminos similares, antes y después de Licinio respectivamente, pero poco podemos concluir respecto a sus investigaciones sobre la etapa monárquica. En todo caso, la dictadura de Sila y su pretendida identificación del mismo con Rómulo, determinó que se fuera plasmando la leyenda de la conversión del primero de los reyes en un tirano, tópico del cual ya no se distanciaría la historiografía posterior.

    Lucio Valerio Anciate escribió en la década del 60 o, a más tardar, en los años de la dictadura de César. Su obra fue más vasta, posiblemente hasta setenta y cinco libros, pero aparentemente no abarcó las guerras civiles. Este autor, utilizado y manipulado por Livio, se fijó con detenimiento en las instituciones romanas, los triunfos y los juegos seculares, pero en especial en la historia de su localidad de origen, Ancio (ubicada en la costa meridional del Lacio). Fue un digno sucesor de Licinio, excediéndose con las invenciones y llegando a colocar cifras astronómicas de bajas militares, indudablemente imposibles para el siglo V. Esgrimió igualmente una publicidad exagerada hacia su gens Valeria, cuyos miembros siempre eran protagonistas en la temprana fase republicana, e incluso antes.

    Por último, ya en los días del Segundo Triunvirato (44-30), el jurista, historiador y patrón de Dionisio de Halicarnaso, Quinto Elio Tuberón, escribió una historia de al menos catorce libros, aunque no tan citada por Livio. Tanto él como Anciate desplegaron un tinte claramente aristocrático buscando justificar las acciones de la nobleza a través de un pasado remoto altamente idealizado.

    Caso especial es el de Marco Tulio Cicerón (105-43). El mayor orador de la historia romana, no solo legó a la Historia Universal la mejor época documentada (65-43) de la Antigüedad Clásica gracias a sus numerosas cartas y tratados, sino que escribió dos ensayos de filosofía política, De la República y De las Leyes, muy importantes para la época que pretendemos estudiar. En el primero traza la evolución constitucional de la República primitiva hasta el Decenvirato y la Ley de las XII Tablas, pero remontándose al período de la realeza. En la segunda, nos remite al origen de algunas leyes e instituciones. Su capacidad crítica es útil para identificar determinados aspectos socioculturales de la Roma primitiva, a pesar que su intención es más jurídica y política que historiográfica.

    Así, tras este amplio recorrido de casi dos siglos, arribamos a la soberbia Ab Urbe Condita de Tito Livio. Este ilustre provinciano nació en Padua hacia el 59 y parece que nunca asumió magistratura ni servicio militar. De acuerdo a Séneca y Quintiliano, fue un retórico puro. Se cuenta que fue quien estimuló al joven y futuro emperador Claudio a interesarse por la Historia, asesorándolo en sus últimos años —murió en el 17 d. C.— en las dos obras perdidas del gobernante: las historias de Cartago y de los etruscos. Para ese entonces, ya había finalizado su obra magna de ciento cuarenta y dos libros, texto fundamental que cubría la historia romana desde la leyenda de Eneas hasta la muerte de Druso, hijastro del emperador Augusto, en el año 9. Es irónico que solo un tercio de esta obra descomunal haya sobrevivido, a pesar de la existencia de breves resúmenes elaborados siglos más tarde. Sin embargo, los diez primeros libros, que tratan precisamente de los orígenes de la Urbs hasta casi el final de las guerras samnitas en el 293, se encuentran disponibles.

    El gran problema de este autor radica en que, incluso dentro de los parámetros de la historiografía clásica, careció de crítica. Si bien detestaba inventar, apenas se preocupó por investigar la veracidad de los hechos que narraba, placiéndose con reconciliar algunas discrepancias a través de argumentos probabilísticos. Tampoco daba cuenta exacta del escenario geográfico, por lo que muchas veces el lector se pierde a lo largo de la narración. Finalmente, y a diferencia de Dionisio, lejos estuvo de atender con asiduidad el desarrollo institucional, sobre todo para la época que nos interesa; una razón pudo ser que, admitiendo la lejanía de los hechos narrados, no encontrara motivo suficiente para debatir sobre ello, entendiéndose así que la Monarquía cubra solo un libro. En realidad, el éxito de la popularidad de este autor radicó en su capacidad de síntesis; eligió correctamente el material consultado y construyó a partir del mismo una narración literaria genial, poética y dramática.

    Exalta el fervor patriótico, las enseñanzas morales de los héroes-personajes y el esbozo de una moraleja que tuvo como fin presentar a la pax romana inaugurada por Augusto como una etapa mucho mejor que sus predecesoras, repletas de guerras civiles y relajamiento de costumbres. En suma, considerando a la Historia como una disciplina de valor moral, imprimió en ella parte de lo que aquel diseñó como política de su «reconstrucción nacional». Paradójicamente, los factores que debemos agradecer por contar hoy con una fuente invalorable relacionada a la Roma primitiva, deben servirnos de advertencia para tomar con cautela la autenticidad de la narración.

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