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Libro electrónico298 páginas3 horas

Dependencia

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Una erupción solar deja la Tierra sin energía, pero ¿se trata de una inconveniencia transitoria o del descenso en una espiral de anarquía?

El catedrático de Belfast Martin Monroe sabe las respuestas, pero tras ser señalado como un loco conspiranoico, no consigue que nadie escuche sus advertencias del desastre por venir. Su único amigo, Simon Wilson, que sigue lidiando con la pérdida de su mujer, es el único en creerle.

La agente de comunicaciones gubernamentales Lisa Keenan lucha contra la burocracia y su propia falta de confianza para que se sepa la verdad. Cuenta con la ayuda de Martin, pese a las dudas de sus compañeros.

El guarda de prisiones Derek Henderson, que solo tiene en mente a su mujer y bebé recién nacido, debe decidirse entre su deber y su familia, y vivir con las consecuencias de sus actos.

¿Será la total dependencia del mundo en la tecnología, y en la electricidad que la alimenta, la que conduzca a la desintegración de la sociedad a escala global?

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 ago 2020
ISBN9781071558898
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    Dependencia - Paul McMurrough

    A mis padres Ann y Eddie:

    gracias

    por vuestro apoyo incondicional

    y aliento todos estos años.

    CAPÍTULO UNO

    ––––––––

    La puerta del apartamento se cerró de golpe detrás de él. Dentro, el teléfono de Simon seguía en su escritorio desde la noche anterior. La pantalla se iluminó, silenciosa, mostrando otra llamada perdida. Llamó al ascensor.

    Era pequeño, con apenas espacio para cuatro personas, y lo compartía un edificio de veinte apartamentos en el centro de la ciudad.

    La urbanización privada constaba de tres bloques y estaba franqueada por el río en la parte trasera y tres grandes vallas de acero en el resto del perímetro.

    Simon entró al ascensor y se arregló el cuello de la camisa fijándose en el espejo. La cazadora de montaña empezaba a quedarle algo justa.

    Tenía la complexión de un jugador de rugby retirado y la afición al dulce de un niño de 10 años, lo que había motivado su reciente interés por el deporte. En aquel momento, dos semanas después de comenzar, seguía dándose su paseo matutino y yendo de vez en cuando al gimnasio «para cogerle el truco». Había dejado de jugar al rugby a los veintitantos y, en los diez años que habían pasado, las veces que había visto el interior de un gimnasio podían contarse con los dedos de una mano.

    Las puertas del ascensor se abrieron y Simon vio a su vecina, la señora Fleming, que entraba al edificio empujando la puerta con la espalda para hacer sitio a las bolsas de la compra con las que cargaba trabajosamente. Un chubasquero verde fluorescente cubría su voluminosa figura. Simon aceleró el paso para llegar detrás de ella y sujetarle la puerta, pero llegó un instante tarde y acabó pegado a ella como si fuera a hacerle la maniobra de Heimlich.

    —No sé, hombretón —dijo la señora Fleming con una risa burlona—, por lo menos invítame a una copa antes.

    Muerto de vergüenza, Simon se apartó, poniéndose rojo como un tomate.

    —Buenos días, doña Janet. Hoy sí que ha madrugado.

    Janet debía tener casi ochenta años. Era una camarera jubilada que vivía sola y parecía disfrutar cuando Simon se ponía nervioso.

    —¿La puedo ayudar con las bolsas? —dijo señalando la compra que llevaba la mujer.

    —No seas tonto, si es llegar hasta el ascensor, pero gracias. Eres todo un caballero inglés.

    El ascensor emitió un pitido que la hizo reaccionar y lanzarse a una torpe carrerita. Las zapatillas deportivas desgastadas que llevaba patinaban con su trotecillo sobre las baldosas.

    —Hasta luego, Romeo —le dedicó con una sonrisa burlona. Janet sola casi ocupaba las cuatro plazas del ascensor y, al tiempo en que se cerraban las puertas automáticas, sonrió a Simon con complicidad, riéndose de su propia broma—.

    Simon salió a la calle y el sol de la mañana del domingo lo recibió. Se detuvo en la puerta un instante y se restregó la mano por la cara para quitarse de encima la cara de vergüenza. Sacudió la cabeza, sonrió y se echó a andar.

    Tenía un paseo de diez minutos hasta el supermercado y tenía que admitir que hacer algo de deporte le estaba sentando bien. Antes de animarse a dar sus paseos diarios, la Fitbit que le había regalado su hermana a duras penas registraba unos mil pasos al día.

    Su itinerario le llevaba por un puente que cruzaba la estación de tren y atravesaba una antigua galería comercial, no sin antes abrirse paso entre el gentío que se acumulaba en una de las estaciones de bus más transcurridas de la ciudad. Entre semana, por las mañanas, los viajeros eran trabajadores somnolientos que se echaban a la carretera y pasar entre ellos se convertía en un ejercicio de cordialidad pasivo-agresiva. A pesar de que era un domingo por la mañana, unas ocho o diez personas se cobijaban en la marquesina.

    Simon negó con la cabeza en un gesto de consternación impostada al comprobar que todas las miradas de los ocupantes de la parada estaban pegados a la pantalla de un móvil o una tablet. Cualquier otro día, habría sido un gesto hipócrita por su parte, pero los domingos se forzaba a tener un día de desconexión total: nada de teléfono, Internet o televisión. Por eso, como persona que aquel día estaba libre de móvil, podía permitirse opinar que las generaciones futuras se convertirán en sociópatas.

    Aquel día, sin embargo, no eran solo los jóvenes los que no despegaban la vista de las pantallas. Todos tenían la cabeza agachada y algunos hasta miraban el móvil del de al lado.

    Volvió a sacudir la cabeza. «Una generación de robots», pensó.

    Cuando Simon llegó a la altura de la parada, uno de los nuevos autobuses híbridos se detuvo en el arcén. Todos los pasajeros tenían, igualmente, la vista fija en sus teléfonos, excepto una chica que llevaba un sombrero rojo, que le hacía gestos a una amiga que estaba fuera. La amiga le devolvió el saludo con una sonrisa y lanzándole besos. Los recuerdos inundaron la mente de Simon. Le invadió una tremenda tristeza y también agachó la cabeza, mirando sus zapatos. Sintió lágrimas incipientes amenazando con salir. A veces, cuando escuchaba o incluso olía algo en concreto, sentía esa burbuja de tristeza crecer en su interior.

    El último gesto que su mujer le había dedicado era un beso lanzado como aquel. Había detenido el coche en el cruce después de esperar a que él bajara. Se habían puesto caras para hacerse reír mutuamente mientras esperaban que el semáforo cambiara a verde; él para cruzar el paso de peatones y ella para continuar circulando. Ganó ella. El semáforo cambió a verde, le lanzó un beso y arrancó.

    Su coche no había recorrido más de cinco metros cuando vio que la figura borrosa y zigzagueante de una furgoneta azul de reparto se chocaba con su lateral. La volcó de lado y la estampó contra una farola. El silbido del vapor y los gritos de los transeúntes todavía lo mantenían despierto algunas noches. Sarah murió al instante.

    Se habían enamorado rápidamente y tenían todas sus esperanzas volcadas en un matrimonio próspero y duradero que solo pudieron disfrutar durante dos meses. A veces deseaba haber estado en el coche con ella, porque sin ella la vida no tenía sentido.

    El repartidor admitió más tarde que se había distraído mirando el teléfono muerte y se le declaró culpable de homicidio por conducción temeraria. Llevaba en la cárcel cuatro meses de la pena de tres años que le había caído.

    Cuando se estaba acercando al supermercado, Simon apartó esos recuerdos de su mente. Era un cliente habitual del pequeño establecimiento, en especial en las últimas dos semanas. La tienda de Owen era algo más grande que un ultramarinos de barrio y llevaba más cincuenta años suministrando al barrio con sus productos. Los dueños, el matrimonio compuesto por Seamus y Ethna Owens, llevaban la tienda hasta que Ethna murió hacía un par de años. Seamus aun estaba al timón del negocio, pero parece que la presión de las cadenas más conocidas se estaba empezando a hacer notar.

    Giró la esquina en la que se encontraba la tienda, de la que salía el señor Owens, rojo de la ira y gritando. En la mano llevaba un garrote nada desdeñable. Era un arma amenazante: un trozo de madera pulido y barnizado de casi medio metro. Un golpe con él podía causar bastante daño sin importar la edad de quien lo portara.

    —¡Volved por aquí y os parto las putas piernas, cabronazos! —Ese tipo de lenguaje no le pegaba, pero se notaba que estaba harto de que le robaran—.

    Simon se acercó con cautela.

    —¿Todo bien, Seamus?

    —Esos mierdas llevan semanas robándome —dijo apuntando con el garrote en dirección de los ladrones—. Si los pillo, los parto la crisma de yonquis que tienen.

    —¿Ha llamado a la policía?

    —¿Y para qué? —dijo volviéndose a la tienda mientras arrastraba ligeramente la pierna izquierda, un recuerdo incómodo del ictus que había sufrido hacía unos años.

    A pesar de la edad del hombre, parecía obvio que había sido un hombre fuerte y, a juzgar por el ángulo de su tabique nasal, un boxeador. La nariz coronaba un bigote inglés gris. Cada vez que Simon lo veía no podía evitar sonreís al pensar en que era un miembro de los Village People que había colgado el suspensorio de cuero para abrir un supermercado de barrio.

    La tienda —o Seamus, más bien— tenía un olor característico que a Simon le recordaba a un jabón que usaban en su casa. Era una pastilla ovalada de color dorado de jabón Pears que todos sus familiares mayores tenían en el baño.

    —¿Qué te parece? —le dijo Seamus señalando la televisión en una esquina, sobre la caja— No se ponen de acuerdo en si está vivo o muerto.

    —¿Quién? ¿Qué ha pasado? —preguntó Simon mirando la televisión con el ceño fruncido.

    —Anoche le pegaron un tiro a Trump —contestó Owens. Simon seguía pegado a los titulares que aparecían al pie de la pantalla—.

    —Joder, pero ¿cuándo ha pasado? No me he enterado de nada. —No podía creer lo que veían sus ojos—.

    —Anoche como a las cuatro de la mañana de aquí.

    Ahora se arrepentía de no tener su móvil. Se tuvo que conformar con un resumen apresurado de un Seamus alterado.

    —Hace una hora han dicho que estaba muerto, ahora dicen que está en cuidados intensivos. Estos no tienen ni idea de qué está pasando —dijo refiriéndose a los periodistas y cambiando de canal con un mando gigantesco hasta que encontró a unos presentadores que reconocía. Todos los canales habían interrumpido su programación para informar de las noticias.

    —Dicen que ha sido uno del servicio secreto —apuntó una voz detrás de él.

    Otro cliente había entrado a la tienda mientras Simon y Seamus estaban pegados a la televisión. Simon lo había visto alguna vez, pero solo había charlado con él una vez que se habían guarecido de la lluvia en la tienda. No se habían presentado, pero escuchó que Seamus llamaba al hombre Derek. Se acercó al mostrador y se concentró en la pantalla.

    Derek sacaba una cabeza a los otros dos. Iba vestido de manera mucho más casual que el resto de las veces que Simon lo había visto. Normalmente estaba recién afeitado y llevaba pantalones de vestir y zapatos limpios como la patena. En aquel momento, llevaba vaqueros y una sudadera gris. Su cara marcada por unas prominentes ojeras y expresión cansada era un contraste con su habitual imagen activa y carismática.

    —En Internet hay cientos de teorías. Yo creo que está muerto y están pensando en qué hacer antes de dar la noticia.

    —Sí, no me extrañaría nada —dijo Seamus decidiéndose por un canal y guardando el mando bajo el mostrador.

    Los tres hombres se quedaron en silencio.

    —Bueno, voy a por un par de cosas —dijo Simon mientras cogía un periódico en el que no se decía nada del tiroteo. La primera tirada del día había salido antes de que saltara la noticia.

    Pagó el periódico y la magdalena con arándanos de emergencia y salió, dejando a Derek y a Seamus a discutir sobre los acontecimientos recientes.

    De camino a casa Simon se sintió más comprensivo con la gente que no podía dejar de mirar la pantalla de sus teléfonos, pero un sentimiento de ira lo invadió cuando vio a un conductor con la barbilla pegada al pecho.

    Simon colgó su cazadora del respaldo de una silla y cogió el mando de la televisión. Se había reiniciado la programación habitual, pero un gráfico con el texto «última hora» ocupaba aun el tercio inferior de la pantalla. Al menos así era en la cadena que había sintonizado al encender la tele y en la que se estaba emitiendo el programa de cocina de los domingos. En el faldón se podían leer los titulares del día:

    El presidente de los EE. UU. recibe un disparo durante una comida en un club de golf.  Su estado se desconoce.

    Y después:

    La Casa Blanca informa de que las informaciones sobre la muerte del presidente son infundadas.

    El texto siguió listando un bucle de las noticias principales del día:

    El Estado Islámico reclama la cochería del asesinato del presidente estadounidense. Trump ¿vivo o muerto? Se esperan cortes eléctricos generalizados durante la noche. El mercado de valores de Wall Street cerrará el lunes.

    Simon cambió a Sky News. El presentador moderaba el debate de un grupo de expertos en política y seguridad, que daban su opinión sobre la situación basada en la poca información con la que se contaba.

    Las conexiones con los corresponsales en Washington y Seattle —donde había tenido lugar el ataque— eran constantes, así como el flujo de información, tanto nueva como para aportar datos que contradecían los que se daban por sentado.

    Subió el volumen y se sentó en el brazo del asiento, ansioso por saber qué se había perdido.

    «...el hospital, que ha rechazado pronunciarse sobre el rumor de que el presidente ha muerto. Los portavoces, asimismo, han declinado ofrecer una actualización sobre su estado de salud. Como ya sabemos, Kay, un miembro del equipo de la Casa Blanca, publicó en Twitter la noticia del fallecimiento del presidente, pero borró el tweet poco después. La versión oficial es que la publicación de este mensaje se trata de un desafortunado error administrativo. ¿Podríamos encontrarnos ante el extraño final de una presidencia poco convencional? Les habla Joy Little, informando desde el hospital Larsson Memorial en Seattle.

    En ese momento el presentador dio paso a un corresponsal en la Casa Blanca.

    «Buenos días, Kay, el caos sigue reinando por aquí. La secretaría de prensa de la Casa Blanca se niega a atender a los medios de comunicación. Nos encontramos ante un auténtico guirigay. Desde que se publicó el tweet inicial en que se informaba del fallecimiento del presidente solo para ser desmentido diez minutos más tarde, no se ha emitido un comunicado oficial. En todos los años que llevo trabajando en Washington, nunca había visto tal nivel de pánico y confusión».

    El reportero repitió la cronología de los sucesos y el ciclo de resumen y debate volvió a retomarse en el estudio.

    Simon se trasladó a su escritorio, que estaba en un rincón retirado de la sala de estar junto a un ventanal desde el que podía ver correr las aguas enturbiadas del río. Pulsó el botón de encendido y el zumbido familiar de la gigantesca torre del ordenador llenó la sala mientras los tres monitores cobraban vida.

    Cada pantalla mostraba diversos programas de análisis financiero y portales que había configurado para que se abrieran al encender el ordenador. Los minimizó en un par de clics y los reemplazó con un navegador.

    Le interesaba ver qué opinaba Internet y, para satisfacer una especie de curiosidad morbosa, buscó imágenes del ataque. En la era digital en que estamos, era de esperar que un suceso de relevancia como aquel estaría capturado desde múltiples ángulos.

    Las noticias generalistas no habían mostrado el metraje oficial de lo que había pasado, pero tenía que haber una copia de este o vídeos provenientes de otras fuentes por alguna parte. Siempre se debatía entre ver este tipo de imágenes o no. Las escenas violentas o de muertes horribles de las películas eran una cosa: sabía que eran mera ficción, efectos especiales y maquillaje. Ver cómo les ocurren a personas de verdad le afectaba. Se sentía culpable y avergonzado por reducir un momento que marca la vida de una persona a un simple entretenimiento.

    Lo justificaba diciendo que era una noticia de interés público, pero sabía que solo buscaba satisfacer su curiosidad innata.

    —Alexa, pon agua a hervir —dijo Simon por encima de su hombro mientras abría un motor de búsqueda. Escuchó el inconfundible sonido del interruptor inalámbrico de la cocina, que reaccionó de inmediato a sus palabras—.

    Su búsqueda devolvió miles de posibles vídeos que cumplían el criterio y afirmaban pertenecer a este tiroteo en concreto. La mayoría solo buscaban generar clics, pertenecían a webs que solo buscaban atraer visitantes a su contenido, aunque no estuviera relacionado, pero consiguió encontrar lo que buscaba. Abrió el vídeo, que mostraba una multitud concentrada delante de un escenario con un atril en el medio tras el que aparecía la inconfundible figura del presidente Donald Trump, que se dirigía al público.

    —Mira, no. —Simon adoptó un gesto de desagrado. La conciencia había ganado a la curiosidad—. Si lo veo, no podré quitar de la cabeza. —Con un clic, el vídeo del tiroteo desapareció—.

    Se levantó a hacerse un café y volvió con la magdalena con arándanos y un americano en su taza favorita de Juego de tronos. Se sentó en el escritorio y quitó el teléfono del cargador inalámbrico. El panel de notificaciones le avisó de que tenía trece llamadas perdidas, seis mensajes nuevos y doce mensajes de voz.

    CAPÍTULO DOS

    ––––––––

    Lisa Keenan se sentó al borde del sofá, abrazándose las rodillas. Se sentía anidada en su camisón desgastado. El último de los hombres sin nombre que había conocido se había marchado, pero su olor permanecía en la habitación. El recuerdo de su encuentro hizo que un escalofrío agradable la recorriera la espalda.

    Se deleitó en su seguridad, a pesar de que por un momento le vino a la mente su última reunión de evaluación en el trabajo. Sacudió la cabeza y se dijo: «me revienta que ese gilipollas dijera que soy una pusilánime. ¡Soy de todo menos pusilánime!

    Se apartó un mechón rebelde de pelo rojo de la cara y puso la televisión para ver las noticias. A estas horas, en un domingo, debería estar en misa —más por hábito que por devoción—, pero no hoy.

    El zumbido repentino de un nuevo mensaje de texto la sacaron de su ensoñación con la noche anterior.

    CATC: todo el personal en guardia debe ponerse en contacto con su superior de manera inmediata. Confirmen la recepción y una hora de llegada aproximada.

    —Vaya, qué putada.

    En su puesto de oficial de comunicaciones de la junta ejecutiva del gobierno regional, el trabajo diario de Lisa consistía en redactar notas de prensa oficiales y mensajes de emergencia y de administrar el contenido de las redes sociales. Como sentía que su trabajo estaba pasando inadvertido, se había ofrecido voluntaria para la guardia rotativa del Comité Asesor Técnico y Científico, la institución de emergencia que se activaba para asesorar en casos de crisis nacional o regional. Su única llamada hasta el momento había resultado ser un ejercicio de entrenamiento.

    «¿Qué tendrá que ver un intento de asesinato en Estados Unidos con nosotros?», se planteó, pero no la pagaban para plantearse ese tipo de preguntas. Así que contestó al mensaje y se fue a la ducha.

    Cuarenta minutos más tarde, le enseñaba su identificación al guardia de la puerta y entraba con su Volkswagen escarabajo amarillo al aparcamiento de empleados. Por primera vez, podía elegir sitio.

    Barry Greer, su superior, había llegado justo antes que ella y cuando se acercó, la esperó para sujetarle la puerta.

    —Buenos días, Lisa —le dijo alzando la visa. Lisa no era especialmente alta, pero sí que le sacaba una cabeza a Barry, lo que le colocaba a la altura de su pecho. Alguna vez le había visto aprovecharse de esa circunstancia—. Espero que no tuvieras nada planeado para hoy.

    —La verdad es que no, ¿y tú? —le preguntó, fascinada por que una persona pudiera tener el pelo tan grasiento.

    —Qué va, me he puesto una peli en Netflix a ver si me levantaba los ánimos, pero no se me levantaba.

    Lisa apartó la cara para disimular una sonrisa. Le pegaba que no supiera qué significa esa expresión, pero no iba a ser ella quien se lo explicara.

    —Entonces ¿de qué va esto? ¿Es otro ejercicio de entrenamiento? —le preguntó mientras caminaban juntos.

    —Me parece que no. Suelen informarme antes de los simulacros.

    —¿Será por el atentado a Trump? —adivinó con el ceño fruncido—. ¿En qué nos afectará?

    —Ni idea —respondió Barry en

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