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Las ventajas de ser pulpo
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Libro electrónico237 páginas5 horas

Las ventajas de ser pulpo

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"La vida te da un momento […] en el que, de pronto, todo está claro. […] Como cuando […] puedes elegir la clase de persona en que quieres convertirte."

Zoey es como su animal favorito: un pulpo de muchos brazos que cuida a sus dos hermanitos, ayuda en casa y se camufla en la escuela cuando no lleva la tarea o la rechazan por no tener ropa limpia. Tras entrar a la fuerza al club de debate, ve las cosas de un modo nuevo y extiende sus tentáculos para apoyar a sus amigos —y a su mamá— y así enfrentar a quienes se creen mejores que ellos.
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones SM
Fecha de lanzamiento7 jul 2020
ISBN9786072439412
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    Las ventajas de ser pulpo - Ann Braden

    Braden, Ann

    Las ventajas de ser pulpo / Ann Braden ; traducción de Darío Zárate Figueroa - México : SM, 2019

    Formato digital – (Gran Angular)

    ISBN: 978-607-24-3941-2

    1. Aceptación social - Literatura juvenil. I. Zárate Figueroa, Darío, tr. II. t. III. Ser.

    Dewey 813 B7318

    Para mi mamá,

    La historia del pulpo ilustra la capacidad del cerebro para evolucionar. Cuando perdieron la concha protectora de sus ancestros, se vieron obligados a volverse más inteligentes.

    Derby King,

    El pulpo: grácil cefalópodo de las profundidades

    CAPÍTULO 1

    Me acomodo en el sofá con el budín de chocolate que guardé de mi almuerzo escolar del viernes. El silencio es asombroso. Bueno, no es silencio total —Hector da vueltas a su dragón zumbador mientras come cereal en su silla de bebé—, pero se le acerca bastante. Saboreo una cucharada de budín. ¿De cuánto tiempo dispongo antes de que Bryce y Aurora salgan de nuestra habitación, discutiendo sobre algo? Cuando los dejé ahí, Aurora fingía ser el gato de Bryce y él simulaba darle leche, pero eso no puede durar. Digo, tienen cuatro y tres años. Así no funciona. Como otro bocado, con la vista fija en la puerta de la habitación, pero permanece cerrada.

    Esto nunca pasa.

    Bajo la mirada hacia mi mochila. Adentro están mis apuntes de preparación para el debate; me siento tentada a trabajar en ellos. No soy una chica que haga tarea y definitivamente yo no hago proyectos grandes, que suelan requerir diamantina, marcadores, cartulinas y todo tipo de cosas que no tengo. Además, el año pasado, en sexto, cuando entregué un proyecto de cartel, Kaylee Vine anunció ante todo el grupo: ¡Todos, alerten a las autoridades! Zoey Albro entregó un proyecto. Debe ser el fin del mundo. Luego hizo ese ruido de aghn, aghn, aghn, como en un simulacro de incendio, y siguió haciéndolo cada vez que pasaba junto a mí en el pasillo durante toda la semana siguiente.

    Sin embargo, este proyecto no requiere diamantina y los demás no tienen cartulinas adornadas con letras de espuma que hagan que el triste pedazo de periódico que me había dado la maestra parezca papel de baño gris. Sólo necesito saber algo, y lo sé. Y tal vez, sólo tal vez, si hago esto —y si puedo hacerlo bien— todos los demás quedarán impactados; será muy satisfactorio verlo. ¿Quién habría pensado que Zoey sabía tantas cosas geniales?, dirán. "¡No tenía idea! Pensé que sabía quién era ella, pero está claro que no sabía nada." Tal vez incluso Kaylee Vine deje de taparse la nariz y cambiar de asiento en el autobús para alejarse de mí.

    Saco los apuntes de preparación para el debate y me apoyo en la mesa de centro. ¿Qué animal es el mejor? Respalda tu elección con tantos detalles como puedas, incluyendo lo necesario para sobrevivir en distintas situaciones. La profesora Rochambeau, de Estudios Sociales, dice que este ejercicio nos ayudará a entender los debates que condujeron a la Guerra Civil; el profesor Peck, de Ciencias, dice que será una buena forma de evaluar todo el trabajo que hemos hecho sobre animales.

    La cosa es que ya sé cuál animal es el mejor: el pulpo. Cuando Bryce era un mocoso berrinchudo y Aurora era bebé, nos mudamos cuatro veces en un año. Una constante fue la pequeña combinación de televisión y reproductor de dvd que llevamos con nosotros de una casa a otra y un antiguo dvd del estante gratuito de la biblioteca: El misterioso y fascinante mundo del pulpo. El documental hacía que Bryce entrara en trance al instante; lo veíamos con tanta frecuencia que, felizmente, memoricé hasta la última palabra.

    El año pasado, cuando yo no pude asistir al viaje de sexto grado al acuario en Boston —mi mamá siempre olvidaba mandar el pago—, la profesora Giddings, la orientadora, me trajo de allá un libro acerca de pulpos.

    Encontré un pedazo de lápiz en el fondo de mi mochila y comencé a llenar los espacios en blanco con datos geniales, como la habilidad de los pulpos para camuflarse al instante; son excelentes para eso porque cuentan con unas cosas llamadas cromatóforos —esa palabra estaba en mi libro—, así que incluso la textura de su piel puede cambiar para coincidir con su entorno. Por supuesto, eso también significa que cuando se enojan o se ponen nerviosos se vuelven rojos y granosos; pero nadie es perfecto, ¿verdad?

    La profesora Rochambeau se sorprenderá tanto como todos los demás cuando me ponga de pie para el debate y use palabras como cromatóforo.

    Me hundo más en el sofá. Si éste fuera un domingo normal —o cualquier día, en realidad—, Frank estaría aquí, viendo la televisión —por lo general, presentadores de noticias enojados—. Frank es el papá de Lenny y el dueño de esta casa rodante. Lenny es, además, el novio de mamá; por eso podemos vivir aquí, con estas lindas cortinas y estas mesas que están perfectamente alineadas con este sofá. Lenny tiene incluso una colección de dvd ordenada alfabéticamente; también un sillón reclinable en el que Frank siempre se sienta, como si estuviera pegado a él.

    Hoy Frank salió a caminar para revisar el daño que una helada reciente causó a los árboles. Y como Lenny y mi mamá están trabajando, Hector y yo disponemos de la habitación principal de la casa rodante para nosotros. Así que, aunque la profesora Rochambeau anunció que necesitamos los apuntes completos para participar en el debate, no tiene por qué dejarme fuera.

    Llevo tres de las cuatro páginas de apuntes cuando Hector empieza a tirar su cereal sobre la linda alfombra de Lenny.

    Me agacho al piso para recogerlo.

    —Esto es para comer, no para tirar —le advierto, pero no deja de tirarlo.

    Le quito las municiones, así que, naturalmente, se pone a gritar. Y como los gritos de Hector parecen funcionar como la batiseñal, Bryce y Aurora salen corriendo de la habitación y pisan todos los cereales a su paso. Bryce está gritando sobre su Cubeta de la Muerte imaginaria. Aurora sube a mi regazo y se cubre los oídos.

    Si yo fuera un pulpo, todo sería mucho más fácil. Tendría un brazo para limpiarle la nariz a Aurora. Dos más para sujetar las manos de ambos niños cuando los recojo del autobús escolar y evitar que Bryce se vaya a la calle para recoger alguna piedra que vio. Uno para sujetar a Hector y su pañalera en las tardes en que mi mamá trabaja en el Foso de la Pizza. Uno para acomodarme la blusa, porque no me queda bien y puede ser demasiado reveladora si no tengo cuidado —no quiero ser esa chica—. Otro para poder hacer mi tarea, al menos a veces. Otro para recoger los aritos de cereal que siempre están en el piso. Y el último para tomar una lata de queso untable de la tienda de autoservicio, porque hacer pequeños muñecos de nieve con queso untable es la cosa más mágica que los niños han visto. Hacer letras de queso sobre una galleta salada es totalmente distinto de tener que comer galletas saladas normales. Aurora se sabía la letra A antes de cumplir los dos años gracias a las letras de queso.

    La puerta de entrada se abre y oigo que Lenny se sacude la nieve de las botas en la habitación principal. Le da unas palmadas en la cabeza a Hector y se dirige al refrigerador por un refresco.

    Lenny es el papá de Hector. No es papá de Bryce y Aurora: ése era Nate, que solía llevarme a cazar, y eso era bueno. No hay carne con mejor sabor que la que uno mismo ha cazado. Pero Nate ya no está y mi papá se fue mucho antes de que yo pudiera tirar cereal al piso. Al parecer, mi mamá piensa que no vale mucho la pena hablar de él, aunque nunca se sabe… tal vez, en secreto, le gustaban los documentales tanto como a mí.

    Está bien, porque también me gusta el futbol americano, como a Lenny. Además, esta noche hay un partido de desempate. Cuando mi mamá llegue del trabajo, preparará sus salchichas envueltas en tocino. Son lo que atrajo a Lenny, para empezar. Tal vez compensen todo lo demás.

    Esta tarde, mi trabajo es mantener a Bryce y Aurora en nuestra habitación para que no agarren las salchichas con tocino antes de que estén listas. Con Hector apoyado en mi cadera, me coloco como escudo humano cerca de la puerta; al mismo tiempo miro fijamente la lámpara de Lenny, lista para saltar por ella si es necesario.

    Hector succiona su chupón con fuerza mientras mira cómo Bryce y Aurora lanzan sus robots de plástico al volcán de mantas. Sin embargo, luego Bryce toma a Petunia, la preciada tortuga marina de peluche de Aurora, para el siguiente sacrificio. Aurora comienza a gritar a todo pulmón para que se detenga. Ésa es una de las ventajas de vivir en un pueblo como éste: cuando los ricos donan sus viejos juguetes, puedes conseguir una increíble tortuga marina, que incluso ofrece datos sobre los peligros de las redes camaroneras en la etiqueta. De todos modos, no somos tan pobres como antes. Ahora vivimos en la casa rodante de Lenny. Digo, la lámpara es muy bonita.

    Escucho el repiqueteo de la cuchara en el tazón mientras mamá mezcla la salsa barbecue: el penúltimo paso antes de meter las salchichas al horno. Eso significa que faltan pocos minutos para que salgamos de la habitación y yo pueda acomodarme en el sofá para ver el partido.

    Por desgracia, no soy la única que oye el choque de la cuchara contra el tazón. De pronto, Bryce y Aurora se olvidan del volcán.

    —¡Tocino, tocino! —grita Aurora.

    Bryce corre hacia la puerta.

    De inmediato entro en modo de barricada.

    —No van a comer ninguna hasta que estén listas, como todos los demás —no necesito recordarles lo que sucedió la última vez que mamá hizo salchichas con tocino: la mancha de salsa en el papel tapiz de Lenny no deja que nadie lo olvide.

    Bryce trata de apartarme del camino, usando toda la fuerza de sus flacuchos brazos de cuatro años, pero soy inamovible. Además, el peso de Hector me ayuda a afianzarme.

    —¡No es justo, Zoey! —grita Aurora—. ¿Qué tal si se acaban?

    —Cuando estén listas, habrá una para cada uno.

    Aurora pone su cara de amargura:

    —No te creo.

    —Créeme. Los dos tendrán una salchicha envuelta en tocino —arranco las manos de Bryce de mi sudadera, pero él no deja de empujarme con la cabeza, como un carnero en cámara lenta—. ¡Lo prometo!

    Bryce deja de empujarme y mira hacia arriba:

    —¿Lo prometes?

    Asiento y engancho mi dedo meñique en el suyo:

    —Lo prometo.

    Sólo los suelto cuando escucho que la puerta del horno se cierra y mamá programa la estufa.

    —Recuerden —susurro, atrayéndolos hacia mí antes de que salgan corriendo—: sin gritar, sin correr, sin desastres.

    Como por arte de magia, se quedan quietos al otro lado de la sala y se ponen a jugar en silencio con sus autos de juguete. La promesa de una salchicha envuelta en tocino es poderosa.

    Frank ya volvió a su sillón reclinable. El espectáculo previo al partido ya comenzó. Aunque llevamos año y medio viviendo con él y con Lenny, no sé si de verdad le gusta el futbol americano. No sé si le gusta nada. Es como un escarabajo panza arriba, sobre todo si ese escarabajo es del tipo que se pasa la mayor parte del tiempo con un cigarro en la boca o una hebra de hilo dental con sabor a canela colgando de los dientes. Una cosa es más saludable que la otra; sin embargo, ambas son asquerosas.

    Voy con mi mamá al área de la cocina, pero ella no me agradece mi hazaña heroica de mantener a los niños a raya. Sólo me quita a Hector.

    —Necesita un baño —dice.

    Escucho a Lenny en la entrada; viene del exterior. Hace una hora salió a revisar su auto. Apuesto a que terminó hablando con todos en el campamento de casas rodantes. Todos conocen a Lenny y todos lo quieren.

    Camina a zancadas por el área de la sala hasta la cocina, con el frío aire de enero aún pegado al cuerpo.

    —¿Cómo están mis dos queridos? —les dice a mi mamá y a Hector. Su voz suena tan fuerte como si aún estuviera hablando con los vecinos. Toma a Hector y se agacha con él para que ambos puedan ver por el cristal del horno—. ¡Y mira qué hay ahí! ¿Ves qué bien envolvió cada salchicha, Hector? Eso servirá para que cada bocado empiece y termine en tocino. Y van a salir bien crujientes, porque tu mamá sabe sacarlas en el momento exacto para añadir la salsa extra.

    Mamá deja de secarse las manos para soltar una risita y hacer una reverencia. Tal vez preparar esas salchichas le recuerde a Lenny por qué se juntó con ella. También solía decir muy buenos chistes; Lenny se doblaba de risa ante sus imitaciones, aunque hace mucho que no hace una.

    Una vez que comienza el partido, Lenny le devuelve a Hector a mamá y se acomoda en el sofá con su refresco —nunca bebe cerveza— y el bote gigante de botanas de queso que compra en el súper sólo para los partidos de futbol. Me siento junto a él; me pasa el bote sin decir palabra. Me gusta eso: que esté implícito que yo lo sostenga.

    Mi mamá desaparece en el baño con Hector, pero está bien. Los partidos de los Patriotas son mi momento con Lenny. No sólo sostengo las botanas, sino que, además, si hay alguna regla del juego que no entiendo —como saber dónde no deben poner las manos los defensivos cuando un receptor trata de atrapar el balón—, Lenny me la explica. Ambos estamos siempre en la orilla del sofá en la tercera oportunidad, yo comiendo botanas de queso y él bebiendo su refresco. Básicamente, es lo mejor.

    Para cuando comienza el partido, Bryce y Aurora se han colocado frente a la televisión, pero sólo ponen atención en los comerciales, cuando es más divertido. La mayor parte del tiempo juegan con sus autos a correr contra la Estrella de la Muerte (aún no han visto la película, así que no entienden bien).

    —¡Vamos, defensiva! ¡Lo tienen! —murmura Lenny.

    —¡Necesitamos una captura ahí! —exclamo, inclinándome hacia adelante.

    Lenny asiente y toma un sorbo de refresco sin apartar los ojos de la pantalla.

    —Eso es. Sáquenlos del área de gol de campo. Escuchen a Zoey.

    Miramos cómo los Potros hacen un pase inicial y nuestros linieros defensivos se cierran sobre el mariscal de campo. Se cierran cada vez más sobre él. ¡Oh! ¡Es aún mejor! ¡Un balón suelto!

    —¡Sí! —grita Lenny, agitando el puño en el aire mientras los réferis separan el montón de jugadores y determinan que ahora los Patriotas tienen el balón.

    Lenny y yo chocamos palmas y me lamo el polvo de queso naranja de los dedos en señal de celebración. Así deben ser las cosas. Tengo un buen sofá donde sentarme —que, gracias a Lenny, está perfectamente centrado en la habitación—, botanas de queso para comer y un gran partido para mirar.

    En el medio tiempo, cuando nadie me ve, saco de la mochila mis apuntes para el debate y los meto en el bolsillo frontal de mi sudadera. Los terminaré después del partido.

    Cuando levanto la mirada, me doy cuenta de que, mientras no estaba poniendo atención, Bryce y Aurora se emocionaron tanto por un comercial que comenzaron a lanzarle autos de juguete a la televisión. Antes de que pueda

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