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Ojos celestes: Memorias de un subversivo
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Ojos celestes: Memorias de un subversivo
Libro electrónico211 páginas2 horas

Ojos celestes: Memorias de un subversivo

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El secuestro y la desaparición. La huida y el exilio. Brasil y Holanda. Y el retorno a la Argentina.

Andrés Thompson relata con tono humano, a veces escéptico y con humor, su juventud subversiva. Y al hacerlo, retrata a toda una generación que se formó antes, durante y después de la última dictadura militar. A la manera de una autobiografía novelada, la vida de los afectos y la de los camaradas se mezclan en una historia que se lee sin pausa de principio a fin.

Sus reflexiones sobre la época y cómo estas se traducen al presente aportan una nueva mirada, fresca y crítica, a un momento de la Argentina y del mundo en el que los aires de libertad y emancipación dejaron huellas que aún perduran.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jul 2020
ISBN9789876918275
Ojos celestes: Memorias de un subversivo

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    Ojos celestes - Andrés Thompson

    Créditos

    No tengo motivos para rechazar mi idea fija de que cuanto le ocurre a un hombre está condicionado por todo su pasado; en suma, es merecido.

    Evidentemente, buenas las he hecho para encontrarme en este punto.

    Cesare Pavese, El oficio de vivir

    … porque la lucha contra los subversivos, con la tendencia que tiene toda caza de brujas o de endemoniados, se había convertido en una represión demencialmente generalizada, porque el epíteto de subversivo tenía un alcance tan vasto como imprevisible. En el delirio semántico, encabezado por calificaciones como marxismo-leninismo, apátridas, materialistas y ateos, enemigos de los valores occidentales y cristianos, todo era posible: desde gente que propiciaba una revolución social hasta adolescentes sensibles que iban a villas-miseria para ayudar a sus moradores. Todos caían en la redada: dirigentes sindicales que luchaban por una simple mejora de salarios, muchachos que habían sido miembros de un centro estudiantil, periodistas que no eran adictos a la dictadura, psicólogos y sociólogos por pertenecer a profesiones sospechosas, jóvenes pacifistas, monjas y sacerdotes que habían llevado las enseñanzas de Cristo a barriadas miserables. Y amigos de cualquiera de ellos, y amigos de esos amigos, gente que había sido denunciada por venganza personal y por secuestrados bajo tortura.

    Conadep, Prólogo, en Nunca Más, 1995

    Prólogo

    Graciela Fernández Meijide

    En 1978 tuve que pasar varios meses en Montreal, Canadá. Ahí había un puñado de exiliados que, en su mayoría, se habían adaptado a esa sociedad y a un clima hostil con tormentas en invierno que podían llevar el termómetro a -30°.

    Me referí a una mayoría instalada porque había dos exiliados –una muchacha y su hermano mucho más jóvenes que el resto– cuyas experiencias en Argentina, militancia, detención violenta, espera ansiosa de la posibilidad de opción para salir del país y, por fin, viaje a una tierra de acogida pero desconocida, habían sido una secuencia demasiado traumática para sus pocos años. Estupefactos, a pesar de la posibilidad de hacer los cursos gratuitos de aprendizaje de inglés y/o francés, no atinaban a aprovecharlos. Esta actitud les impedía aspirar a un empleo más o menos calificado y, por lo tanto, aumentaba su depresión.

    El resto de los que vivían en Canadá, todos profesionales, o enseñaban castellano a canadienses en forma particular o lo hacían en escuelas y hasta en una universidad. Hasta donde supe, ninguno vivía un exilio dorado, es decir, nadie se beneficiaba de los dólares de Montoneros, a pesar de que la mayoría de ellos había pertenecido a esa organización. Todos habían padecido aterrizar en tierra extraña con lengua y costumbres diferentes, a buscar domicilio primero y trabajo después para mantenerse, a leer los diarios intentando comprender cómo se organizaba su entorno y, más de una vez, ante el espectáculo de la política local, a preguntarse: y esto conmigo ¿qué tiene que ver? ¿Alguna vez me importará? Viviendo todos pendientes del correo o las comunicaciones telefónicas –caras para bolsillos ajustados– para poder sonreír con las novedades felices de la familia, aunque no abandonara a ninguno la angustia de pensar en la muerte de los mayores que habían quedado atrás.

    Predominaban en este grupo aquellos que describe Andrés en este libro como los exiliados diferenciados de los emigrantes. Estaban pendientes de lo que ocurría en la Argentina, sobre todo en Buenos Aires. Llegada a Montreal, me instalé en el amplio departamento de una amiga que era inmigrante y trabajaba como profesora en un colegio y alojaba también a una exiliada con la que compartía gastos, a los que sumé mi aporte. Pronto fui conociendo al resto de argentinos que frecuentaba mi anfitriona y estos me pidieron una reunión más amplia para que contara qué pasaba en Argentina.

    Para mi sorpresa, en el grupo no me creyeron cuando dije que la dictadura estaba en pleno uso del poder, que lo único que se expresaba como resistencia, con bastante poca visibilidad por cierto, eran las demandas de los organismos de derechos humanos –yo misma estaba en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos– y, en cambio, afirmaban saber que en la planta Ford los autos salían con la inscripción montoneros.

    Me convencí de que era inútil discutir porque no querían oír. La esperanza de la revolución aún viva persistía y era alimentada desde, a mi criterio, el dolor de tanta frustración, tanta lejanía, tanta pérdida, tanto dolor.

    Mucho tiempo después, ya en democracia y a suficiente distancia geográfica y temporal, estudiando el porqué del envío de las dos contraofensivas montoneras, me enteré de que enviados de la cúpula dirigida por Mario Firmenich en Europa habían ofrecido a los exiliados en Canadá, como en otros países, volver para integrar grupos de tareas tácticas. De los que conocí en Montreal ninguno se subió al tren de la victoria, esa delirante y mesiánica idea de que con un grupo de cien militantes aguerridos más algunas células dormidas en el territorio se podía reiniciar la lucha y echar a los militares. En cambio, esto llevó a más desapariciones y muertes como resultado.

    Cuando se recuperó la democracia, buena parte de los exiliados volvió al país y algunos, los menos, se quedaron. Se sentían bien en un país organizado, que los había acogido amablemente y en el que su grupo familiar se había podido integrar.

    Durante la dictadura y aun después, ya recuperada la democracia, los organismos de derechos humanos y buena parte de la sociedad estaban sumidos en el proceso novedoso de asistir a los esfuerzos de un gobierno por investigar en todo el país cuál era la realidad de la situación de los desaparecidos víctimas de aquello que, más tarde, se catalogaría como terrorismo de Estado. La consideración por el exilio de miles de personas fue débil. En todo caso muy limitada a sus familiares, excompañeros y amigos. Toda la energía se concentraba en los procedimientos que desarrollaba la Conadep, a la que no se le había encomendado que tuviera en cuenta ni a los presos políticos ni a los que habían sido impelidos a abandonar el país para salvar sus vidas.

    Peor aún, en una Argentina que se había sacudido de encima a la dictadura, tal como Andrés describe que ocurría con aquel que llegaba al exilio, no faltaba quien dejara chorrear la desconfianza con respecto al que volvía ligando el hecho de haber salvado su vida después de una detención con la entrega de información o delación. Lo increíble era que esto ocurría a veces en los propios organismos que proclamaban la defensa de los derechos humanos al tiempo que algunos de sus miembros no dudaban en discriminar, no sobre conductas concretas sino sobre elucubraciones de supuestos comportamientos.

    En este libro, que recomiendo leer, el autor describe su sensación de estar y no estar cuando, de vuelta ya con su familia, ve desfilar por delante suyo, a la cabeza de una manifestación, a las agrupaciones Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, gritando sus consignas en libertad y sin mirarlo, aunque se sumara a ellas. Era uno más de los que acompañaban sus reclamos, nada lo diferenciaba del resto.

    Sin embargo, en ese momento estaba ahí, había sido un desaparecido, con su familia había partido muy joven, habían sobrevivido y vuelto a su tierra y estupefacto sentía que a ese cuerpo que había llegado primero y que estaba esperando que llegara su alma le sería exigida una nueva adaptación. Ni en el Buenos Aires ruidoso ni en la natal Rosario después, el exilio concluiría rápidamente. Sería todo un proceso que, tal vez, haya concluido con la última página de este libro.

    Introducción

    En una carta a un amigo en Argentina desde Holanda, fechada el 6 de junio de 1982, le decía: Estoy trabajando sobre una novela que quiero escribir sobre esta, mi historia. Creo que vale la pena poner en papel mis experiencias en estos veintiséis años. Me costó treinta y cinco años hacerlo, y aún no la he terminado.

    Los hechos que narro en este libro están todos ligados a un período de mi vida, aunque dista de ser una autobiografía. Todos los personajes que aparecen son verdaderos, y algunos de sus nombres también. La memoria me falló en algunos casos y en otros preferí cambiarlos.

    Tres hechos me empujaron a retomar la idea. Uno: haber conocido a Florencia y haberle contado toda mi vida enterita me ayudó a encontrar un hilo, además de su insistencia en que tenía que escribir. Otro: el hecho de que me invitaran a dar una conferencia en el Salzburg Seminar sobre mi trayectoria de coraje en el campo de la filantropía me ayudó sobremanera a ordenar los capítulos. Y, por último, el libro recientemente publicado en Ámsterdam de Bram de Graaf, un periodista holandés, titulado El Che está aquí, en el que, para mi sorpresa, hay un capítulo entero que cuenta una parte de esta, mi historia. Si Bram pudo escribir un capítulo a partir de la escasa información que le di, bien puedo yo escribir un libro.

    Como toda memoria, tiene sus fallas, sus huecos, dados por una mirada al pasado desde el presente. No puedo hacer nada frente a ello, salvo ser fiel a mí mismo.

    1

    Aterrizaje

    Hasta ese día, yo no sabía que en los aeropuertos siempre hay que mirar para arriba. Todos los carteles indican el camino a seguir. Quizás por estar tan ocupados cargando bolsos y mochilas, pañales y mamaderas, bebés y nervios, no los vimos. Una pena que en ese momento Caetano no cantara while my eyes go looking for flying saucers in the sky. Parecíamos un grupo de emigrantes gitanos, sin menospreciar a nadie, en tierra de nadie. Así que nos perdimos en el aeropuerto de Frankfurt y cuando finalmente llegamos a nuestra puerta de salida para tomar la conexión a Ámsterdam, el avión ya había partido. Con mi precario inglés –aunque había estudiado nunca lo había usado en serio– conseguimos que nos colocaran en otro vuelo, tres horas más tarde. Armamos el segundo campamento (el primero había sido en el avión de Lufthansa), buscamos agua, cambiamos pañales y consolamos los llantos. Quienes nos esperaban en el aeropuerto de Schiphol en Ámsterdam –una delegación del Ministerio de Relaciones Exteriores, de la Comisión Oficial para Refugiados y de Amnistía Internacional– se cansaron de esperar y se fueron. Nadie supo explicarles por qué no habíamos llegado en el vuelo del que tenían constancia que habíamos partido.

    Al pasar por Migraciones era lógico que nuestros pasaportes llamaran la atención de los funcionarios y que al constatar que no había nadie afuera que pudiera explicar qué íbamos a hacer allí, y nosotros tampoco, nos hicieron salir de la fila y nos detuvieron en una sala. A un joven alemán de la misma fila también lo sacaron. Fue al primero que interrogaron. Al abrir su maleta de mano, encontraron unas fotos en blanco y negro de manifestaciones que tenían marcadas algunas personas con un círculo. No entendía lo que le preguntaban, pero la actitud de los policías no era muy gentil y las respuestas del alemán parecían no ser muy satisfactorias. En ese tiempo, estaba en su apogeo la organización Baader Meinhof, más comúnmente conocida como la Fracción del Ejército Rojo. Se lo llevaron detenido. Ahora era nuestro turno. Y la situación no parecía mejor: latinoamericanos, yo de pelo muy largo y bigote espeso, papeles no convencionales y sin hablar el idioma. Luego de unas preguntas de rigor, del estilo quiénes éramos, de dónde veníamos y qué hacíamos allí, se retiraron para hacer unos llamados telefónicos y nos dejaron esperando durante más de una hora. Finalmente, alguien de afuera habilitó nuestra entrada y nos dejaron salir. Nuestro equipaje no estaba en la cinta. Había sido demorado. Igual cruzamos la aduana. ¡Llegamos!

    Pero aún faltaba un trecho. La comitiva había sido informada y volvió al aeropuerto. Nos recibieron cálidamente. En la comitiva también estaba Regine, aquella holandesa de la playa de Rosario que se había movilizado por mí. Más besos y abrazos y emociones. Rápidamente nos informan que, temporariamente, nos iban alojar en unos bungalós de una colonia de vacaciones de una de las centrales sindicales que quedaba a casi dos horas del aeropuerto, en un pueblo llamado Putten. Habíamos pasado de 40 grados a la sombra de San Pablo a 7 bajo cero, y en el breve camino hasta la combi sentimos rápidamente la diferencia. No nos entregaron nuestro equipaje hasta el día siguiente, ya que al haber viajado sin nosotros debido a la pérdida de la conexión, había sido secuestrado por motivos de seguridad. Había que inspeccionar la guitarra, el moisés y las bolsas de juguetes para ver si implicaban algún riesgo para la seguridad nacional. Era ya de noche y partimos. En el viaje nos quedamos todos dormidos.

    Al llegar nos ubicaron en nuestro bungaló. Estaba calentito y la heladera estaba llena de alimentos: jugos, leche, pan, queso, fiambres. Hacia afuera no se veía nada, pero daba la sensación de que estábamos rodeados de árboles. El lugar no era grande pero sí muy acogedor y tenía dos dormitorios. Nos habían avisado que en los otros bungalós contiguos había otros latinoamericanos, pero a esa hora ya dormían, así que nosotros hicimos lo mismo, extenuados.

    Me desperté muy temprano la mañana siguiente. Las chicas aún dormían. Corrí la cortina y vi un escenario totalmente blanco. Los copos pequeños caían lentamente y había mucho silencio. De la nada, apareció una hilera de bicicletas guiadas por niños rubios y encapuchados, seguramente rumbo a la escuela. Me puse a llorar inconteniblemente. Todo había sucedido como un torbellino de Rosario a Putten. ¿Cómo habíamos llegado hasta allí? ¿Qué sería de nuestras vidas?

    2

    Sin garantía

    Los ojos celestes me salvaron la vida, dice mi amiga Florencia. Quizás exagere, pero me ayudaron mucho en diversas circunstancias.

    Segundo varón de tres, fui el único que heredé los ojos celestes de mi padre Eduardo y de mi abuelo Carlos. Es gracioso volver a ver mis fotos de bebé, una cara/pelota redonda y pelada rematada por dos ojos grandes y claros. Blue eyes me decía mi madre desde que tuve unos pocos días. Y lo continuó diciendo hasta su muerte. Y fue quizás ese dato genético el que también me unió a mi padre de una manera especial, en una familia en la que los ojos castaños eran mayoría. Aunque había otras excepciones que se mezclaron en mi herencia. Mi tío Arturo, hermano de mi madre, también los tenía. Era un gran conquistador de mujeres, según dicen. Pena que murió a los treinta y tres años por un disparo que se le escapó a un amigo. Quien tiene armas es para dispararlas. Otro tío, Alberto, el Gordo, hermano de mi padre, también portaba enormes ojos azules según consta en una vieja foto en blanco y negro que aún conservo. También murió a los treinta y tres años por un escape de gas del calefón mientras se duchaba. De pequeño me quedó grabado que los calefones a gas nunca deben estar cerca de las duchas o las bañaderas, aunque sea una práctica común de la arquitectura de muchos departamentos en estas regiones.

    Mi nombre es Andrés,

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