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Desde los sangrientos inicios
Desde los sangrientos inicios
Desde los sangrientos inicios
Libro electrónico753 páginas10 horas

Desde los sangrientos inicios

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Desde los sangrientos inicios; el alto Canadá de Richard Beasley escrito por David Richard Beasley

Desarrollo del Alto Canadá desde antes de la guerra americana por la independencia hasta 1842.

Desde 1766, cuando solo tenía cinco años, Richard Beasley  narra como testigo sobre las rebeliones de los arrendatarios en el Estado de Nueva York, seguidas por la revolución americana, cuando su padre Henry Beasley y su tío Richard Cartwright en Albany, Nueva York ponen en riesgo sus vidas por las fuerzas lealistas a través del horror de la guerra civil.  Richard Beasley que se convierte en comisario en el Fuerte Niagara, desde donde observa la guerra fuera de Niagara, nos presenta a su primo Richard Cartwright quien funge como secretario del mayor John Butler de los Comandos Butler, al jefe Joseph Brant y al alférez Walter Butler mientras el continua con su comercio de pieles en Toronto y en Head of the Lake en Ontario. 

Después de la guerra nos narra  sus transacciones con la tierra, negocios comerciales y su asociación de intercambio comercial con Richard Cartwright y Robert Hamilton, de sus argumentos en nombre de los colonos en la legislatura en donde fue orador de la Asamblea, y su participación como agente en las compañías de tierra alemanas en los condados de Markham y Waterloo, particularmente durante la conspiración de Aaron Burr con los franceses para recuperar Canadá lo que  lo convierte en sospechoso ante la oligarquía en York, que luego se llamó Toronto.  Durante la guerra de 1812, como magistrado y organizador de la milicia en el Oeste de York tuvo varios roles.  Las batallas en la península de Niagara, que involucra al segundo regimiento de York del cual es coronel, nos las describe en detalle.

Mientras su intelectual primo, Richard Cartwright, se vuelve más conservador y prominente, Richard Beasley se desarrolla más liberal. Los temas políticos presentados al inicio del libro continúan a través de su correspondencia con el famoso Lord Erskine, defensor de las libertades civiles, por medio de su trabajo por la libertad de prensa, su defensa de las reformas de Robert Gourlay y su amistad como reformador moderado con William Lyon Mackenzie.  Él dirige la reversión del juicio de un tribunal militar montado por sus poderosos enemigos, incluido el reverendo Strachan y el coronel William Claus, para arruinarlo por sus posturas políticas.  Nos relata el deterioro económico, los pasatiempos, las alegrías y tristezas de los colonos, enfatizando particularmente sobre los asuntos de Head of the Lake, que con su ayuda se convierte en Hamilton, la capital del condado. Nos brinda interesantes detalles de la rebelión del Alto Canadá y nos muestra que muchos entre la comunidad simpatizaban con ella. Durante su último período en la Asamblea hace mucho por el establecimiento de los derechos civiles y trabaja por el beneficio del país, antes de la unidad de las provincias por la Ley de Unión de 1841, con su excepcional oponente conservador John Beverly Robinson

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento12 abr 2020
ISBN9781071538807
Desde los sangrientos inicios

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    Desde los sangrientos inicios - David Richard Beasley

    DESDE LOS SANGRIENTOS INICIOS

    EL ALTO CANADÁ DE RICHARD BEASLEY

    Autor: David Richard Beasley

    ––––––––

    A diferencia de las polillas y los peces dorados, aquellos, los privados de memoria tienden a convertirse en seres humanos asustadizos y extraviados. No solo perdemos el rastro de nuestras propias historias – ¿Quiénes somos? ¿Dónde hemos estado? ¿A dónde podemos ir? – sino que nuestros representantes electos olvidan el porque es que las naciones soberanas van a la guerra. Lewis Lapham

    Desde los sangrientos inicios.

    Derechos reservados David R. Beasly 2008

    Para mis nietos: Víctor, Bennet, Haley, Christopher, Nicholas y Alexander, con las esperanzas de que este libro pueda ayudarles a valorar las lecciones que el pasado nos ha dejado.

    Catalogación de publicaciones de la biblioteca y archivos de Canadá.

    Beasley David – 1931

    Desde los sangrientos inicios: El alto Canadá de Richard Beasley/ David Richard Beasley

    ISBN 978-0-915317-24-0

    I. Title. PS8553.E14F76 2008 C813’.54 C2008-903614-X

    Segunda edición

    Portada: Pieza central del mural de Adam Sheriff Scott: Clímax de la acción en la granja de Crysler.  Los regimientos británicos de a pie 49 y 89 repelen las fuerzas invasoras de los Estados Unidos en la hacienda de Crysler sobre el río San Lorenzo entre Prescott y Cornwal para prevenir un ataque sobre Montreal.  La historia no se refiere en particular a este como el único y gran conflicto de la guerra de 1812 que tuvo lugar en el extremo oriental del alto Canadá, ya que, estaba fuera de la jurisdicción de Richard.  Reconocemos su importancia colocándola en la portada.

    El dibujo a carboncillo sobre papel de piel de camello de un viejo caballero, firmado por C.H.B. (Chalotte Hills Beasley) ’63 (1863), propiedad de Olga Worline, de Denver, Colorado, podría ser un retrato de Richard Beasley, a quien ella pudo haber conocido de niña. Si este fuera el caso, este sería el único retrato conocido de él.

    DAVUS PUBLISHING

    150 Norfolk St. S. P.O. Box 1101

    SIMCOE, ON N3Y2W2 BUFFALO, N.Y. 14213-7101

    Canadá

    URL: www. davuspublishing.com

    email: davus@kwic.com

    Formato para ordenar desde el sitio web Davus sum, non-Oedipus

    Contenido

    DESDE LOS SANGRIENTOS INICIOS.

    CAPÍTULO 1:  LA CAUSA DE REBELIÓN.

    CAPÍTULO 2: REVELANDO EL ORIGEN DE RICHARD BEASLEY.

    CAPÍTULO 3: LA CLANDESTINA ACTIVIDAD DE LA RESISTENCIA.

    CAPÍTULO 4: DESARROLLO DE OPINIONES CONFLICTIVAS.

    CAPÍTULO 5: LAS MEDIDAS REPRESIVAS DE LAS SEUDO AUTORIDADES.

    CAPÍTULO 6: ESPÍAS Y PROPAGANDA COMO FORMA DE RESISTENCIA.

    CAPÍTULO 7: COMERCIANTES E INDIOS COMO PARTE DE LA MEZCLA.

    CAPÍTULO 8: LA PARANOIA Y LA MATANZA PROFUNDIZAN EL RESENTIMIENTO.

    CAPÍTULO 9: LOS LAZOS DE FAMILIA CONDUCEN AL ESCAPE.

    CAPÍTULO 10: UN REFUGIO SE CONVIERTE EN EL ESCENARIO BASE PARA LA GUERRA.

    CAPÍTULO 11: EL HÉROE QUE HUYE SIMBOLIZA LA ALIANZA.

    CAPÍTULO 12:  LAS ENFURECIDAS TURBAS EXPULSAN A LOS CARTWRIGHT.

    CAPÍTULO 13: LA VENGANZA DE LOS REBELDES.

    CAPÍTULO 14: LA FEROCIDAD DE LA GUERRA DIVIDE A LOS GUIERREROS.

    CAPÍTULO 15: EL CAPITÁN BRANT IMPRESIONA AL COMANDANTE EN JEFE.

    CAPÍTULO 16: LOS REBELDES DESTRUYEN LA REGIÓN INDIA.

    CAPÍTULO 17: LA DESILUSIÓN ALCANZA A LOS LEALISTAS.

    CAPÍTULO 18: RICHARD BEASLEY EVOLUCIONA DE LAS PIELES A COMERCIANTE.

    CAPÍTULO 19: ADIÓS ALBANY, HOLA ALTO CANADÁ.

    CAPÍTULO 20: PROGRAMAS DE INMIGRANTES Y POLÍTICOS.

    CAPÍTULO 21: LUCHAS CON EL DEPARTAMENTO INDIO.

    CAPÍTULO 22: LA POLÍTICA DEFINEN LA NUEVA CAPITAL.

    CAPÍTULO 23: CAMBIOS DE INFLUENCIA DE COMERCIANTE A MINISTRO.

    CAPÍTULO 24:  COMPITIENDO POR UNA CAPITAL DEL CONDADO.

    CAPÍTULO 25: TEMOR Y PREPARACIÓN PARA LA GUERRA.

    CAPÍTUO 26: LA GUERRA COMO POLÍTICA, LA CARNICERÍA COMO LEGADO.

    CAPÍTULO 27: FORZANDO EL CUMPLIMIENTO DE LA IDEA DEL PATRIOTISMO.

    CAPÍTULO 28: RETIRADA, TRAICIÓN E INCREMENTO DEL ODIO.

    CAPÍTULO 29: LOS BRITÁNICOS AZOTAN AL ENEMIGO Y CUELGAN A LOS DISIDENTES.

    CAPÍTULO 30: NEGLIGENCIA Y POBREZA.

    CAPÍTULO 31: RESTAURANDO LA CIVILIZACIÓN OCN DIFICULTAD.

    CAPÍTULO 32: LAS REFORMAS ESTÁN EN EL AIRE, PERO HAY UN PRECIO A PAGAR.

    CAPÍTULO 33: POBRE SUEÑO DE RICOS.

    CAPÍTULO 34: LOS REACCIONARIOS SE VUELVEN VIOLENTOS.

    CAPÍTULO 35: HACIENDA PERDIDA, LA PLAGA DEL CÓLERA Y EL FUEGO:

    CAPÍTULO 36: PROVOCACIÓN DE UNA REBELIÓN.

    CAPÍTULO 37: EN RETROSPECTIVA.

    PROTAGONISTAS:

    Período de la sublevación de los arrendatarios (1766-1776)

    Período revolucionario (1776 –1783):

    Período de comerciantes y colonización (1783 – 1812):

    Guerra de 1812 (1812 – 1815)

    Período de reforma (1815 – 1841):

    DESDE LOS SANGRIENTOS INICIOS.

    Suponemos que el manuscrito de "Desde los sangrientos inicios, descubierto recientemente en una pequeña caja de madera en el ático de una antigua casa en Blenheim, Ontario, fue escrito por Richard Beasley, mi tras tatarabuelo y primer colono de Head of the Lake", y que este pudo ser guardado por alguna de sus hijas que se mudó a Blenheim.

    Pensamos que el objetivo de Richard Beasley fue dar sentido a las fuerzas históricas de su tiempo con todos los detalles que las interrelacionaron y que condujeron un evento a propiciar otro. Él demuestra que los motivos y emociones de los individuos fueron tan decisivos como las batallas de guerra para crear un país y una nueva cultura.  Los diversos papeles asumidos por Richard, dictados por el desarrollo económico de su época, le permiten brindarnos una amplia perspectiva de su tiempo haciéndolo comprensible para las futuras generaciones.

    En este libro creativo de no ficción, me he puesto en los zapatos de Richard. He concebido el título de cada capítulo como mi forma de guiar al lector a través de cada una de las acciones narradas por Richard. 

    Con el fin de verificar la fiabilidad del manuscrito, he consultado los escritos de con los eruditos actuales especializados en ese período, he investigado en documentos y archivos para corroborar lo que he escrito.  Estos recursos se pueden encontrar en mi sitio web www.kwic.com/davus

    Mi agradecimiento a mi sobrino Warren Clements por sus consejos sobre ms.

    David Richard Beasley,

    Simcoe, ON

    El espíritu de la historia es explicar con detalle los enlaces que conectan las vidas que abarcaron el período desde los arrendatarios, despojados por los terratenientes en 1766 antes de la revolución americana hasta la propuesta de la línea férrea sobre el canal Desjardins en Burlignton Heights, el cual colapsó el 12 de marzo de 1857.  La crónica de Richard Beasley da vida y significado a los acontecimientos ligados a su período de existencia que abarca desde 1761 a 1842.

    CAPÍTULO 1:  LA CAUSA DE REBELIÓN.

    Cuando nací en Albany, Nueva York en 1761, el Alto Canadá era un lugar inhóspito. Escribo esto en el otoño de 1841, las vías férreas están siendo planificadas. Miro hacia atrás y percibo una transformación continúa y acelerada.

    Mi madre nos llevó a Robert, mi hermano mayor, y a mí sobre el rio Hudson desde Albany hacia Nobletown para visitar a su tío Robert Noble a quien recuerdo como una fuerza mayor.  Era un hombre alto, de brazos fornidos, con una larga cabellera gris y una sonrisa franca.  

    Con tan solo cinco años un incidente dejó grabados en mí la tensión y el miedo. Robert Noble, mandó a callar a sus hombres y se incorporó de la mesa para escuchar.  El grito de un hombre caló en mi corazón.

    —  ¡Ya vienen!

    —  ¡Iremos a su encuentro! – dijo Robert Noble con fimeza – ¡No lleven sus armas!

    Treinta hombres se levantaron y se enfilaron a la puerta mientras Noble tomaba a su esposa, a mi madre y sus dos hijos hacia la parte trasera de su casa.

    —  Se nos avecina un poco de peligro. – dijo preocupado –  No se alarmen, manténgase fuera de la vista.  Estaremos bien. – Se dio la vuelta para irse, pero se detuvo de súbito y sonriéndonos a mi hermano y a mí nos dijo: ¡Cuiden a las mujeres!

    Noble, quien era el arrendatario más robusto, grande y más audaz, se apresuró para alcanzar a sus hombres. Por años había dirigido a esos agricultores en contra las severas condiciones establecidas por los señores feudales.  Los inquilinos querían que la tierra que habían trabajado y mejorado fuera de ellos. Los feudalistas, además de arrebatar a los granjeros un alto porcentaje de sus cosechas anuales, tenían el derecho de echarlos de la tierra en cualquier momento.  La unión era la única manera que habían encontrado para oponerse al derecho divino con el que actuaban los latifundistas.  No obstante, la oposición era considerablemente dura, e implicaba un desgaste espiritual y físico inconmensurable.

    Los inquilinos habían tratado de obtener apoyo de los tribunales, y junto con los indios Stockbridge y Wappinger quienes los respaldaban porque la tierra realmente les pertenecía, llevaban en vano de una corte a otra sus argumentos de libertad de posesiones.  Los indios testificaban que ellos habían invitado a esos hombres de Massachussets a establecerse entre ellos, y mientras los indios estuvieron fuera, peleando con los británicos en contra de los franceses, los feudalistas de Nueva York, como los Livingston, habían tomado sus tierras por la fuerza, desalojado a sus mujeres e hijos, haciendo a los blancos sus inquilinos.  Los señores feudales controlaban los tribunales.  Siendo la unidad su única defensa, los inquilinos reclutaron a los que estaban más aterrados o a los que esperaban obtener favores especiales de ellos a cambio de que se levantaran en contra de los señores. 

    Una cuadrilla de alrededor de 130 hombres con mosquetes al hombro marchó detrás de sus cabecillas que refrenaron sus caballos frente a la propiedad de Noble en donde él y sus hombres habían hecho una barrera que atravesaba el camino. La patrulla de los feudalistas la conformaban los inquilinos de Livingston y Van Renssealer quienes fueron llevados por la fuerza bajo el estandarte de los señoríos. Algunos eran sirvientes, unos cuantos eran esclavos; pero, en su mayoría eran pobres desdichados que temían perderlo todo y que sus familias murieran de hambre si no obedecían. 

    Robert Livingston Jr., con sus arrogantes y aristocráticos amigos, los hermanos Van Renssealer, apuntaron sus armas hacia Noble, exigiendo su rendición y la de sus hombres.

    —  ¿Bajo la autoridad de quién? – preguntó Noble riéndose.

    —  La mía – gritó un joven barbado que se dirigía al frente de los otros sobre el lomo de su caballo — Harmanus Schuyler, alguacil de Albany, como sabes bien. –  replicó viendo con furia a los arrendatarios y alzando su mosquete como para disparar.

    Noble lo ignoró y miró a Robert Livingston, un hombre de unos treinta años, de rostro lampiño quien se dirigió despectivamente a los arrendatarios rebeldes que se atrevían a cuestionar su autoridad.

    —  Su alguacil debería arrestarles por quebrantar la paz — dijo Noble bruscamente – Es una hermosa tarde de junio y estamos disfrutando de un pacifico encuentro de amigos.

    —  Entiende Noble – dijo Livingston aireado – que tus rufianes han estado molestando a mis arrendatarios, amenazándoles de prender fuego a sus casas si no se unen a sus acciones ilegales, y has tenido la temeridad de parar en mi casa.  Cuarenta de mis hombres defendieron mi señorío, en cambio tu ¿no es que simplemente deberías estar defendiendo tu casa?  Vamos a poner un punto final a tu terrorismo y al robo de mi tierra.

    —  ¡Ustedes, villanos apártense! – gritó Jonh Van Renssealer.

    —  Entonces — dijo calmadamente Noble — quieres que renunciemos a nuestras propiedades que nos han costado años de ardua labor y las entreguemos a algunos de los pobres sujetos que han obligado a seguirte hoy ¿Por qué? ¿para que puedas enriquecerte aún más exprimiéndoles todo lo que produzcan y matarlos de hambre como lo has hecho con centenares antes de ellos?

    —  ¡Fue suficiente! – vociferó Van Rensselaer — Tomen a sus familias y lárguense de aquí o los mataremos a todos.

    —  ¡Esta es la tierra de Van Rensselaer! – dijo violentamente el alguacil Schuyler— Tiene todo el derecho de expulsarlos.  ¡Así que fuera!

    Los inquilinos detrás de Noble refunfuñaron y recogieron los garrotes que habían puesto cerca del cerco de troncos que los separaba de la cuadrilla de Livingston.

    —  Estas cometiendo un error – advirtió Noble — La gente será lastimada.

    —  ¡Tanto mejor! — gritó secamente John Van Rensselaer — Luego tendremos a los militares para que finalicen el trabajo.

    —  Nos obligas a derramar tu sangre – gritó un muchacho regordete de unos veinte años, de grandes ojos azules, cabello rizado y rubio quien era el más joven de los Van Rensselaer — y nos han dicho que te harán largarte para siempre. 

    Su hermano hizo un gesto cortante con el brazo y lo silenció.

    Noble, con ira súbita blandió su puño en Van Rensselaers.

    —  ¡Ladrones, podrán tener al ejército británico tras de ustedes, pero no pueden robarnos! ¡No crucen esa barrera! ¡Estarás abusando!

    Harmanus Schuyler, se acercó a la valla y desmontando de su caballo empujó el tronco de arriba, le devolvió una sonrisa a Robert Livingston y balanceó su pierna sobre el cercado. Un garrote cayó con fuerza sobre su hombro y aulló como un perro herido.  Van Rensselaer ordenó entonces a sus hombres trepar la barrera, pero al hacerlo los hombres de Noble blandieron sus garrotes sobre ellos golpeando sus brazos y piernas, y en algunos casos las cabezas, obligándoles a la retirada. Robert Livingston entonces dio la orden de abrir fuego. La explosión de los mosquetes estalló sobre los hombres de Noble, quienes no pensaron que Livingston trataría de matarlos, y tres de ellos cayeron al suelo.  Noble ordenó la retirada a sus hombres hacia la casa, quienes dejaron atrás a los heridos y entrar a la casa para coger sus mosquetes, mientras que los hombres de Livingston recargaban sus armas apisonándolas para que estuvieran listas para disparar nuevamente.

    Harmanus Schuyler dejó un puñado de hombres a cargo de la casa, pero uno de los hombres de Noble, con un tiro certero, voló su sombrero y peluca lo que causó que Schuyler se desplomase de espaldas a sus hombres y estos abandonaran el puesto.

    Los disparos por relevo de los hombres de Noble mantuvieron a raya a la cuadrilla inmovilizándola detrás de los árboles y las rocas.  Cuando los invasores trataban de tirar, las siluetas aparecían en las ventanas.  Henry, el más joven de los Van Rensselaer, fue herido en el brazo y lloraba como un crío.  En la medida que la batalla seguía la pequeña fuerza de los hombres de Noble, que temian quedarse sin municiones, hacía que cada tiro contara. Cerca de la barrera dos de los hombres de Noble yacían sin vida.  La esposa de Noble y mi madre, María Beasley, atendían en la casa a algunos de los heridos con agua fría y vendajes para detenerles el sangrado.

    Noble, mientras se disponía a disparar se dio cuenta que uno de los atacantes había sido abatido y que lo llevaban a rastras se dio la vuelta y dio un grito de ánimo a sus hombres y en un momento de descuido se expuso frente a la ventana, cayó al suelo en seco de espaldas herido.  María le gritó a su tía para que le ayudara a arrastrar a aquel hombre tan grande para ponerlo a buen resguardo.  Lo cargaron y halaron a medias hacia la parte trasera de la casa con los otros heridos mientras el susurraba palabras de ánimo a los hombres que disparaban a la cuadrilla.

    —  No te preocupes por mí — le dijo a su esposa — estaré bien, cuida de los otros.

    —  ¡No! Tú no estás bien — afirmó con firmeza mientras le arrancaba la camisa para empezar a limpiar la herida.

    —  María, querida — dijo mientras señalaba a un joven que se retorcía de dolor en el piso – hay otro con dolor, por favor, ayúdale.

    María tomó unos segundos para asegurarse que sus hijos estaban aún en el armario donde los había dejado.  Robert, el mayor, estaba ahí mirándola fijamente con terror, pero ¿dónde estaba el pequeño Richard de tan solo cinco años? Robert agitó su cabeza y se encogió de hombros como metal pegado a la puerta del armario sobre la cabeza de su madre.

    El hombre herido gemía por ayuda. Tenía las tripas de fuera.  María tuvo que detener la sangre con firmeza, pero a la vez me llamaba a gritos con desesperación mientras atendía a ese pobre hombre; ella tenía la esperanza de que yo no estuviera lastimado.

    Yo estaba de pie en una ventana abierta observando el movimiento de la cuadrilla detrás de la barrera y en los árboles cercanos. Me reí con alegría de ver a Robert Van Rensselaer caer al suelo cuando su caballo fue fulminado por un tiro al corazón. Un hombre mayor me agarro arrastrándome al piso con él. 

    —  No te expongas amiguito – sonrió indulgentemente — podrías salir lastimado también.

    —  ¿Por qué nos están disparando? – pregunté y reí luchando por liberarme

    —  Todo es por la tierra – dijo el viejo, mientras se limpiaba el sudor del entrecejo – Quien posee la tierra, – continuó mientras yo le veía perplejo — ¡Algún día entenderás!

    Dejé que la palabra tierra sonase en mi cabeza en la forma que el viejo la dijo, con el tono, la solemnidad de la voz, la desesperación tras la palabra, y con la reverencia que percibí por ella.  Una frenética María apareció y me asió por detrás.  El viejo sonrió y dijo: Es un buen tipo y valiente. Tiene a un guerrero señora Beasley

    María asintió con la cabeza, me llevó de regreso al armario y me dijo que permaneciera ahí. Regresó con el herido que había estado atendiendo solo para verle morir. El tiroteo continuó, los combatientes daban gritos de aliento o lloraban de dolor. María temía que sus pequeños perecieran accidentalmente.  De repente cesó el tiroteo y hubo un silencio absoluto. Los hombres de Noble dieron un grito de victoria. Los integrantes de la cuadrilla huyeron hacia el bosque, algunos de ellos se amontonaron para protestar contra Walter Livingston que los engatusaba para volver a la batalla.  Ignorando las amenazas del joven, la cuadrilla, caminó afanosamente de regreso cargando a sus heridos por el camino.

    Walter Livingston levantó inútilmente sus brazos hacia sus aristócratas camaradas que se veían desalentados.  Robert Livingston Jr., había conseguido otro caballo el cual montó volviendo su rostro hacia la casa de Noble.

    —  La próxima vez te quemamos – rugió con furia.

    Robert Noble instruyó a alguno de sus hombres a seguirlos con el fin de asegurarse que no montarían un nuevo ataque.

    —  Les hemos mostrado que somos más fuerte que ellos – dijo – No tratarán de luchar con nosotros de nuevo.

    —  ¿Y qué hay de las tropas Bob? – preguntó alguien – ¿Vendrán por nosotros?

    —  Si los soldados vienen desolarán el campo, entonces nosotros también podríamos regresar a Massachusetts – dijo con un gesto de dolor, mientras trataba de recostarse contra la pared de la cocina.

    Los hombres quedaron en silencio mientras contemplaban la destrucción del sitio al que llamaron Nobletown en honor a su líder.

    —  Tendremos que llevar a las mujeres y a los niños a un lugar más seguro hasta que conozcamos las intenciones del ejército. –  aconsejó el viejo que me había asido de la ventana

    —  Definitivamente los niños — acordó Robert — pero, no podemos hablar por las esposas.  Han probado ser buenas con un arma.

    Escucharon un clamor de voces acercándose a la casa. Las mujeres de las casas del pueblo venían para ayudar con los heridos y a preparar a los muertos para los sepelios.

    —  No podemos dejar nuestros hogares solo por lo que los británicos tratan de hacernos.  Los propietarios las tomarían si no estuviéramos en ellas. — dijo con vehemencia un adolescente.

    —  Tienes razón, muchacho – sonrió Noble – Luchamos de la manera india: retirada, formando nuevos ataques, arremetiendo y retirada. Así es como podemos ganar al final. –   miró alrededor hacia su esposa. — Ahora, quisiera retirarme a mi cama, si un par de ustedes, caballeros, fuesen tan amables de ayudarme.

    —  ¡Tío! –  dijo mi madre en voz alta – Puedo decirte que el ejército sabe que los Livingston, los Van Rensselaers y sus grupos son los cabecillas de los disturbios en Albany que protestan por la Ley de Sellos. El ejército no les apoyaría en contra nuestra que somos leales. Eso es lo que se dice en Albany.

    —  Eso esperamos, —gimió Noble mientras dos hombres lo levantaban del piso – pero los ricos son los que tienen la influencia ahora en este año de nuestro señor de 1766, y supongo que será lo mismo en 1866.  Mañana, llévate a tu tía e hijos para Albany.

    —  No te vamos a dejar Bob — le increpó la Sra. Noble.

    —  Veremos—suspiró mientras los hombres le llevaban a su habitación.

    Las mujeres empezaron a limpiar la sangre del piso y las paredes, entretanto, los hombres salieron a los terrenos en búsqueda de cualquier herido, o muerto, que pudiera ser encontrado en las cercanías. La atmósfera era densa, agitada, como incapaz de recuperar.  Los hombres que siguieron a la cuadrilla saludaron desde la barrera y dijeron que Livingston se había marchado definitivamente.

    Gradualmente el cálido sol de la tarde trajo la calma a los ciudadanos de Nobletown, que empezaron a darse cuenta de que habían ganado el derecho de relajarse y disfrutar de su vida cotidiana durante unas semanas, antes de verse cara a cara con el ejército británico.

    CAPÍTULO 2: REVELANDO EL ORIGEN DE RICHARD BEASLEY.

    Un día después, Robert Noble y su esposa acompañaron a mi madre y a sus hijos hacia Albany. El balandro que nos llevaba aprovechó una fuerte brisa desde el rio Hudson a la ciudad animado por la carga y descarga de los barcos.  El viejo puerto, en mal estado, estaba coronado por una empinada colina y desde donde la ribera del rio, las casas, y las calles parecían encogerse. Al entrar a la bahía observamos los carruajes y carretas apiñadas en las calles haciendo entregas a casas y negocios, la procesión de estudiantes que salían de la cercana escuela de la iglesia anglicana, los menudos indios stockbridge caminando con ligereza sobre las pavimentadas calles, y a los burgueses holandeses conversando seriamente mientras caminaban hacia su mesón favorito.

    Los disturbios de los recientes meses, provocados por la Ley de Sellos, parecían olvidados, y después de su derogación, y las divisiones causadas en el pueblo, se habían   reunido nuevamente bajo las febriles negociaciones de venta de productos y pieles que los artesanos producían para cubrir las demandas, ahora que, las colonias estaban boicoteando la importación de mercancías británicas.

    El hospital estaba dentro del fuerte. Robert Noble y su esposa nos llevaron en su carruaje hasta la casa Beasley sobre la calle State que les quedaba de camino hacia la colina. Mi hermano mayor, John, reía y retozaba con sus compañeros de estudio, al ver a mi madre descender del carruaje corrió a tomar su equipaje.  Entró al carruaje para besar beso a su tío abuelo y ayudar a sus hermanitos a bajar.  John había heredado el nombre y las entrañables cualidades de su ya fallecido abuelo paterno, quien fue el maestro que traía todas las noches a los esclavos de la ciudad a su casa para enseñarles a leer y aprender el catecismo anglicano. Por años, enseñó a los hijos de los anglicanos ingleses, escoceses e irlandeses que conformaban la población de la ciudad. Henry llevó a mi madre por primera vez a esta casa para conocer a sus padres.  Ella suponía que John era un pobre e intimidante maestro de escuela, pero se dio cuenta que él y Lydia tenían una personalidad desbordante de ideas y entusiasmo.  Después que se mudaron al sur de Kingston, ella perdió sus sabios consejos.

    Llevé a mis hermanos en carrera hacia la puerta y luego hacia las escaleras para ver a mi abuela en su habitación en el segundo piso. Traspasé pletórico la puerta abierta y me detuve al reconocer la fornida y alta silueta del reverendo Munro que estaba de pie al lado de la cama.  El reverendo volteó su rubicundo rostro para sonreír a los muchachos que estaban a la entrada de la puerta.

    —  Tienes visita Lydia y creo que es mejor dejarte con ellos — dijo palmoteando la frágil mano de la anciana que yacía en la cama.

    Corrí hacia la cama y me tiré sobre ella.

    —  ¡Cuidado ahí muchacho! — aconsejó Munro — Tu abuelita no está para esos arrebatos.

    El resto de los chicos se atiborraron alrededor de la cama, mientras Lydia alcanzaba a cada uno con sus brazos.

    —  Si hay algo que me hace seguir adelante – dijo con satisfacción – son estos chicos. ¿Vendrá nuevamente mañana señor Munro?

    Munro asintió con un guiño de ojos y luego de detenerse para palmear mi cabeza salió de una zancada de la habitación.  Se detuvo en el pasillo para hacer algunas confidencias a María.  Lydia no pudo distinguir lo que se estaban diciendo, pero se imaginó que era algún triste comentario sobre su condición.  Estaba preparada para dejar este mundo.  Cuarenta años atrás, después de una larga enfermedad, su esposo Balthus había muerto en esta misma cama, dejándola con una prole de niños pequeños.  Recordaba cómo, antes de que Balthus falleciera, hacía el amor con el maestro de la escuela.  Todavía era joven, y se enamoró de un hombre de mediana edad que apareció en el pueblo como un enviado de Dios para ella.  Cuando se casó con Balthus ell era demasiado joven como para saber lo que era el amor, solo estaba cumpliendo con su deber de mujer holandesa.  En contraste, el maestro de escuela era inglés, con un nivel de educación superior a la de los hombres que ella conoció en la colonia y que provenía de un misterioso pasado.  Bajo su firme mano sus hijos crecieron como ciudadanos responsables, y se sentía orgullosa por el hijo e hija que tuvo con él de el, que eran personas de altos principios y bien educadas. 

    La pobreza que ella y John pasaron por algunos años no había visitado nuevamente a sus hijos.  Había dado lo mejor de sí, y cuando su vida con John acabó sintió que su vida debería finalizar.  Ahora es asunto de días, pensó. Abrazó a sus nietos y sentía sus energías revolotear sobre su cansado cuerpo.  Levantó la cabeza para recibir los besos de su nuera. Mi madre parecía ansiosa por contarle las novedades.

    CAPÍTULO 3: LA CLANDESTINA ACTIVIDAD DE LA RESISTENCIA.

    Mi padre Henry Beasley, al igual que su madre Lydia, supieron de la noticia por boca de uno de los hombres de Robert Noble quien llegó al taller de zapatería de Henry, que estaba sobre la calle Handler, a pedir su consejo para presentar una petición de protección al gobernador de Nueva York en contra de los Van Rensselaers y los Livingston. Henry no tenía fe en el gobernador quien siempre favorecía a los terratenientes en las disputas con sus colonos; creía más en una petición al gobernador de Massachusetts para reclamar la tierra comprada a los indios que estaba en el territorio de Massachusetts y no en el de Nueva York.  Despachaba este asunto con rápidez, explicando a su visitante que la cantidad de zapatos que tenía que fabricar era mucha, lo cual no le dejaba mucho tiempo libre. Sus criados y aprendices trabajaban largas jornadas para cumplir las órdenes de los clientes, que no eran únicamente del pueblo, sino también los colonos de los grandes estados y de los territorios indios del oeste. 

    Sin embargo, esto era una excusa. Henry era el primer eslabón de una cadena de conspiradores que sacaban de manera clandestina a los esclavos que escapaban de Albany para llevarlos a las ciudades de Virginia.  En ese preciso momento tenía escondido en uno de los cobertizos del patio, en donde por último se pegaban las suelas, a un asustado muchacho que aún no llegaba a los veinte años que era azotado frecuentemente por su amo y quien, si no hubiera sido por el agudo ojo y compasión de un vecino, podría haber muerto por sus golpes.  

    El grupo cristiano de Henry trataba de ayudar a estas personas abusadas apelando en las cortes. Los grandes terratenientes, y sus profesionales subordinados que dirigían las cortes desestimaban todas las sugerencias al respecto de que los siervos y esclavos tuvieran derecho alguno.  Por consiguiente, a lo largo de los años, y pese al peligro de ser detectados y las revanchas, Henry y sus amigos viajaban a lo largo del Río Hudson, a través de Nueva Jersey o Maryland transbordando y alimentados sirvientes prófugos para llevarlos a la seguridad del sur en donde no pudiesen ser encontrados, integrándolos ya fuera como aprendices, o en otros trabajos, con los cuales pudieran autosostenerse y empezar una nueva vida. Henry camufló al chico con otra vestimenta y proporcionó documentos de identificación falsa.  Esperaba que el guía del chico, un hombre no mayor que el muchacho, apareciera en el patio de un momento a otro solicitando un tipo específico de zapatos. Acababa de despedir al hombre de Noble, y de decir que tenía la intención de visitar a Robert en el hospital, cuando apareció el guía; un tipo relajado en la ciudad, de aquellos cuyas necesidades podrían ser atendidos por un sirviente.  

    —  ¡Sr. Beasley! – demandó el joven con un tono de superioridad, usado comúnmente con los artesanos y gente de menor clase que tenían que trabajar para vivir – Vengo por mi paquete.

    Henry, un tipo áspero y ojos penetrantes adoptó una expresión de resignación.

    —  ¿Qué paquete pide?

    Escuchó al joven describir el zapato, y con la cabeza le indicó el camino hacia el cobertizo donde el prófugo estaba sentado.  El joven no le retornó el saludo al muchacho. Le dijo como quería que se comportara y la manera de cómo debía hablar. Henry le dio al chico los zapatos nuevos, y luego, tomando de nuevo el zapato del pie derecho empujó contra el tacón, el cual giró hacia atrás revelando una cavidad para llevar documentos.

    —  Para las instrucciones que nuestros amigos pudieran darle. –  dijo con mucha seriedad – Usted no recordará todo.

    Tomó ambos zapatos y los envolvió en papel.

    —  ¡Buena suerte, hijo!  Haz lo que te decimos, ten valor y saldrás a salvo.

    El nervioso chaval cogió la mano de Henry y la besó. Tomó el paquete y siguió al relajado joven hasta la calle.

    El profundo retumbo de las campanas del ayuntamiento golpeaba sobre los techos del pueblo indicando que ya era medio día y el hambre se agitaba en el estómago de Henry.  Mientras veía a sus trabajadores acarrear sus bolsas de almuerzo les avisó que iba donde los Cartwright. El delicioso festín, dispuesto justo frente a él por su hermana Hannah Cartwright llegó como una visión a su mente. Caminó rápidamente las tres calles que le separaban de la posada Cartwright, tal y como era conocida por los lugareños, agitando la mano para saludar a los amigos que esperaban que se detuviera a conversar.  Muchos de ellos eran viejos amigos de escuela, otros antiguos compañeros de la milicia a quienes había conocido en las guerras y algunos otros mohicanos con quienes había vivido cuando sirvió en Fort Hunter, aunque había unos cuantos indios en este tiempo del año, ya que junio era el tiempo para la cacería y recolección de bayas.  La luz del sol capturó y envolvió con su resplandor el letrero que estaba sobre la puerta frontal "Posada del General Wolfe", pero él evadió la entrada principal y siguió hacia la puerta lateral, en donde su tocayo, el joven Henry Cartwright llevaba cajas de provisiones de una carreta hacia la cocina

    —  ¡Hola, tío Henry! – gritó el chico con una voz aguda — Mi papi ha estado esperando por ti, ya estaba por enviarme a buscarte.

    —  ¡Cuánta importancia! —dijo Henry fingiendo sorpresa — Es mejor prepararme para lo peor.

    —  ¡No, — dijo riéndose el chico — son buenas noticias!

    Henry encontró a Richard Cartwright en la mesa de la sala del comedor familiar.  Era un hombre alto, formal, el comerciante por antonomasia, el funcionario de sobrio aspecto a quien la administración de la oficina correos de la colonia le había otorgado respeto y prosperidad.

    —  ¡Llegas en el momento preciso! Nuestra solicitud para la construcción de la Logia Masónica ha sido aprobada.  Podemos empezar cuando queramos.  Nuestra afiliación con la ciudad de Nueva York está confirmada — dijo Cartwright quien estaba de buen humor y agitaba unos documentos en la cara de Henry.

    —  Los leeré – dijo Henry – después que coma. –  Se sentó a la mesa mientras se servía cerveza ale de una jarra.

    Hannah, quien lo escuchó por casualidad, entró desde la cocina con un tazón de sopa caliente.

    —  Mi esposo ha estado revisando una lista de potenciales miembros y está impaciente por obtener tu aprobación.

    —  Eso es secundario frente a tu sazón. — dijo Henry en tono juguetón.

    —  ¡Secundario frente a tu hambre quieres decir! –  se rio – No me les puedo unir hoy; estoy comiendo con los chicos en la otra habitación. ¿Cómo está el Sr. Noble?

    —  Me han dicho que la herida curará rápidamente. No puedo decir lo mismo de su temperamento.

    Cartwright le frunció el ceño a Henry, agitando su cabeza en gesto de duda.

    —  Los colonos ganaron cuando lograron que los terratenientes no les cobraran rentas por mucho tiempo, pero no pueden ganar esta batalla.  El gobernador les enviará las tropas.

    Henry miró dubitativo

    —  Los oficiales en el fuerte desprecian a los Livingston y a toda esa cuadrilla de esa clase mimada por agitar las sangres jóvenes en contra de ellos.  Le podrías decir al gobernador que se está buscando problemas al consentir a los señores.  Puede que te preste atención.  

    —  ¡Demasiado tarde mi hermano! – dijo Hannah con seriedad — Hemos tenido novedades esta mañana. Nuestro gobernador ha enviado tropas en contra de los inquilinos de las patentes sur de Nobletown.  Han encarcelado a sesenta agricultores. Su líder Prendergast ha sido apresado.  Los arrendatarios de Nobletown no serán perdonados.  Todo lo que el Gobernador de Massachusetts puede hacer es apelar por su causa ante el gobernador de Nueva York. ¡Siento tanta pena por las familias! – terminó diciendo y salió hacia la cocina a traer más platos.

    —  ¡Santo cielo! – dijo Henry viendo horrorizado a Cartwright.

    Cartwright aclaró la garganta y hablando en un tono muy bajo le dijo:

    —  Los Hijos de la Libertad se reúnen en mi taberna.  Escucho de lo que hablan.  Necesitaremos nuestra logia, será nuestro santuario contra esos jóvenes irresponsablemente salvajes que ahora lideran los hermanos Van Rensselaer, y que exigen el apoyo de personas en altos puestos, y a las que siempre hemos considerado leales.  Debes ser cuidadoso Henry, no acabará contigo ser visto como un hombre del rey.  Mantente neutral tanto como puedas.  Yo debo manifestarme porque se espera que lo haga. En todo caso, soy considerado un invasor inglés, no un anglo – holandés nativo como tú. 

    Henry asintió con la cabeza mientras saboreaba una cucharada de sopa.

    —  ¡Oh! ¡Qué bueno que está esto Richard! ¡Mi hermana es una joya! Cocina mejor que María. ¡Mira, este sentimiento anti inglés tiene su historia!   Por décadas, antes que los ingleses se apoderasen de la colonia, los holandeses comerciaban con las tribus trayendo pieles a Montreal.  Los holandeses se enriquecieron debilitando a los comerciantes de Montreal, ya que los indios preferían el ron y la lana cruda inglesa que los holandeses tenían y desviaban las pieles a Albany. – sonrió – Entonces, ustedes, los comerciantes ingleses lo frenaron y enviaron a sus comerciantes hacia los distantes rincones de los Grandes Lagos. Tú dices que los comerciantes holandeses fueron implacables, pero al menos no tomaron poder sobre las tierras de los indios en el oeste como los ingleses.  Ahora, fíjate en los asentamientos que hay y las escaramuzas sobre el tema de la tierra que nos amenazan constantemente con la guerra.

    —  Con cuidado Henry – advirtió Cartwright– Sir William Johnson es mi socio y gran amigo. Él unió a los iroqueses con los ingleses y ayudó a dirigir la expulsión del ejército francés fuera de Quebec.

    Henry sacudió la cabeza.

    —  La principal razón de Johnson, y  por la cual la gente de Albany no se involucra tanto en el negocio de las pieles, como los virginianos, los de Pennsylvania y Nueva Inglaterra, es porque ve la fortuna que pueden hacer con la especulación de las tierras del oeste — tragó algo de sopa y continuó — Johnson disfrazó su manera de obtener miles de acres de las tierras indias donde ahora está asentando irlandeses y a escoceses, quienes no son más que sirvientes que le rinden pleitesía, inquilinos feudales  que nunca tendrán pleno dominio de la tierra, a diferencia de nuestros arrendatarios del sur que están dispuestos a morir por la tierra que trabajan.

    —  Y muertos serán – dijo tajantemente Cartwright – La Compañía Holandesa de las Indias Occidentales otorgó a los Philips, a los Livingston, a los Van Rensselaers y al resto de ellos, cientos de miles de acres para convertirlos en una clase superior. Ningún gobernador le dará un minuto de su tiempo a empobrecidos inquilinos que jamás han visto como es por dentro una mansión.

    Henry frunció el ceño y tomo las hojas de papel que Cartwright había puesto frente a él. Recorrió con la vista la primera página.

    —  ¿Philip Schuyler?

    —  Su lealtad podría ser cuestionable, – dijo Cartwright – pero es el hombre más influyente en nuestra comunidad.  Además de ser mi buen amigo y me genera buenos negocios.  No veo cómo podremos construir la Logía Masónica sin él.

    —  Por lo menos se le hará jurar confidencialidad – asintió Henry en señal de aprobación – Él considera que los comerciantes están bajo su orden. Es un milagro que me tolere.

    Continuaron hablando sobre los nombres que Cartwright había listado y discutieron sobre los fondos que se necesitarían, hasta que, Henry recordó que tenía que ir al hospital a visitar a Robert Noble.

    —  Por la manera en que los neo ingleses están agitando a las masas y amenazando a los funcionarios de aduanas, e incluso a los gobernadores – dijo Cartwright mientras acompañaba a Henry a la puerta – podemos avizorar la anarquía en nuestras calles más pronto de lo que imaginamos.  Estas acusaciones sobre impuestos y la Iglesia Anglicana arrebatándonos nuestras libertades civiles o lo que tienes. Estas cosas son incendiarias, indistintamente de cuan irracionales sean.

    Henry apenas si había puesto pie en el patio cuando escucharon a un chico que gemía con todas las fuerzas que daban sus pulmones.  Vieron al pequeño Richard Cartwright Jr., de tan solo ocho años, que se aferraba de su ojo derecho y corría desde la esquina del edificio.  

    —  ¿Qué sucedió? –  gritó Henry tomando al muchacho por el hombro, poniéndose de rodillas para apartarle la mano del ojo.

    La sangre le corría desde la cara hasta el cuello.  El ojo del niño estaba cerrado por la inflamación.

    —  ¡Richard, hijo querido! — dijo su padre — ¿Quién hizo esto?

    —  Los chicos grandes – lloró – nos lanzaron piedras.   Nos estaban esperando a la salida de la iglesia.

    —  ¿Estaban con el reverendo? — inquirió el padre.

    El chico asintió, su llanto empezó a mermar ante la preocupación de los adultos.

    —  El ojo ha sido dañado – dijo Henry – tendremos que llevarlo al hospital.

    Cartwright pidió su carruaje.  Un mozo que estaba en la entrada de los establos observando la escena se puso en acción.  Hannah Cartwright llegó corriendo y rodeó con sus brazos a su hijo menor.  Este muchacho era su hijo más brillante. 

    —  ¡Por favor, Dios! No permitas que quede ciego.

    En el término de un minuto, un carruaje se detuvo y el pequeño Richard, ahora estoicamente sereno, con los tres adultos lo abordaron rápidamente, dando la orden de llevarlos apresuradamente hacia el hospital mientras consolaban al niño.

    —  ¡Hijos de la Libertad, Hijos de la Libertad! – maldecía silenciosamente Cartwright.

    CAPÍTULO 4: DESARROLLO DE OPINIONES CONFLICTIVAS.

    El joven Richard Cartwright perdió la visión de su ojo derecho, y aunque discernía las luces de las sombras, todos los esfuerzos de lectura y aprendizaje recaían sobre su ojo izquierdo.  Dos semanas más tarde, las familias Cartwright y Beasley se juntaron con los muchos Van Benthuysen provenientes de los pueblos a lo largo del río Hudson hasta Nueva Jersey.  La ocasión fue el funeral de la abuela Lydia.  Unos cuantos de los comerciantes más adinerados asistieron al servicio religioso, y aunque ella no vivió en Albany por doce años, los pequeños comerciantes llegaron a presentar sus respetos. Muchos sirvientes y esclavos de la vieja generación, que no habían olvidado la generosidad mostrada por John y Lydia en años anteriores, estuvieron de pie en la parte trasera de la iglesia.

    Robert Noble ya estaba suficientemente recuperado de su herida en la espalda como para atender el servicio y la recepción posterior en la casa Beasley.  Sostuvo una larga conversación con el Sr. Richard Cartwright.

    —  Estos terratenientes y sus turbas amenazan con destruir nuestras instituciones –se quejó Cartwright — estoy disgustado con ellos.

    —  La lucha de los inquilinos por la tierra se debe ver como algo diferente, y no como una batalla de deslealtad en contra de Gran Bretaña.  – dijo Noble – Los terratenientes de los condados más al sur que son leales al rey Jorge, tales como Beverley Robinson y Philipse tratan de hacer ver a los inquilinos como desleales al oponérseles, mientras que a su líder William Prendergast como muy leal; de hecho, como el hijo menor de la nobleza – sonrió Noble sarcásticamente. 

    —  Me temo que sus políticas explotadoras se unen al caos que veo venir sobre nosotros – dijo Cartwright con tristeza– la oposición de los inquilinos en contra de los terratenientes puede arrastrar a los arrendatarios a un antagonismo hacia nuestros gobernadores.

    Noble sacudió su cabeza.

    —  Los arrendatarios ven a los Hijos de la Libertad como sus enemigos. Los Hijos quieren que los levantamientos sean suprimidos, aun cuando los terratenientes sean leales, porque para ellos es más fácil mantener a los inquilinos bajo servidumbre mientras ganan el control de la colonia.  Los Hijos de la Libertad — resopló Noble — son más probablemente Los Hijos del Diablo.

    —  Es exactamente mi sentir.

    —  Debo regresar a mi casa – dijo repentinamente Noble – el gobernador ha ordenado a los militares británicos que nos destruyan. El robo, las violaciones en la zona rural, la destrucción ¡me enferma tan solo al pensar en ello!

    Un grito proveniente de fuera llamó la atención de ambos. Al mirar a través de la ventana me vieron sonriéndole al joven Richard Cartwright, que había caído de bruces al fallar pateando a la pelota con la que estaban jugando los muchachos.

    —  ¿Sabes quién lanzó las piedras a tu hijo? — preguntó Noble.

    Cartwright gesticuló.

    —  Usaron disfraces. Nunca lo sabremos.  Pero me temo que lo peor está por venir.  Te deseo lo mejor Noble.

    Noble saludó y cojeando levemente se dirigió hacia donde estaban María y Henry Beasley para despedirse.  Tomó a su esposa aparte para darle instrucciones, luego le dio un beso y salió a defender sus tierras en NobletownAl subir al carruaje que lo llevaría al muelle se fijó en un apuesto jovencito de unos catorce o quince años que veía a los chicos jugar desde el otro lado de la calle.  Uno pateó salvajemente la pelota que rodó hasta cerca de donde estaba el muchacho que, sonriendo, la sacó y devolvió a los chicos.  El joven empezó a enseñar a los más jovencitos sobre las maneras de patear la pelota para controlar su movimiento.  Noble ya lo había visto antes durante una visita a la Posada Cartwright, y lo reconoció como el hijo mayor de John Butler, un terrateniente del Valle Mohicano estrechamente relacionado con William Johnson y el Partido de la Corte Inglesa. El muchacho, que se llamaba Walter en honor a su abuelo quien había comandado las fuerzas británicas en el Valle Mohicano, estaba por ser enviado como aprendiz a un bufete de abogados en Albany. 

    Esta nueva generación tendrá mejores líderes, porque son nativos de América y entienden la necesidad del pueblo. Los actuales gobernantes aplican sus sesgos ingleses a los problemas de los americanos, tales como el sometimiento a los inquilinos con militares estúpidos que actúan en nombre de los terratenientes cometiendo el error de no comprender que ellos y sus militares serán el próximo blanco de los terratenientes. –pensó. 

    Los soldados llegaron a Nobletown el 24 de julio de 1766.  Destruyeron casas, quemaron graneros, robaron lo que fuera de valor, ahuyentaron el ganado para su uso.  Los arrendatarios huyeron hacia el bosque para tomar ventaja del amplio terreno y evitar la confrontación, exasperando así a los soldados que tenían orden de no perseguirlos dentro de Massachusetts.

    Los inquilinos, tenían espías que les advertían sobre la aproximación de las tropas, que, bajo la dirección de los terratenientes, atacaban los poblados de los ciudadanos que no se habían involucrado en los disturbios.  Las tropas solo fueron capaces de capturar a algunos arrendatarios durante ataques nocturnos sorpresa.  Entre más se aventuraban a alejarse del río, más insurgentes armados encontraban que les disparaban desde el bosque. Noble y sus hombres se retiraron hacia Massachusetts.

    Después que Prendergast fuera sentenciado a la horca y a ser descuartizado vivo, su esposa corrió como el viento hacia la ciudad Nueva York para obtener una orden de aplazamiento del gobernador para que el caso fuera revisado por el rey. Otro alguacil de Livingston, en esa área, trato de proseguir con la ejecución, pero debido a la popularidad de Prendergast nadie quiso ayudarle a colgarlo. El rey perdonó a Prendergast, quien retornó a su granja de la cual ganó el título legal.

    Por años, a partir de entonces, antes de la revolución americana, los arrendatarios de los estados del norte usaban el nombre de Prendergast para reunir hombres en torno a su estandarte para continuar oponiéndose a las autoridades mediante una serie de insurrecciones armadas, pese a los arrestos de algunos y la destrucción de sus hogares y cosechas. Un espíritu de anti – autoritarismo impregnaba el campo. Las autoridades la confundían con las rebeliones en las ciudades, las cuales tenían un objetivo de revolución diferente. 

    CAPÍTULO 5: LAS MEDIDAS REPRESIVAS DE LAS SEUDO AUTORIDADES.

    Diez años después, en 1776, un determinado número de hombres que se hacían llamar Comité para la Detección de Conspiraciones tiranizaba Albany.  Abraham Yates, un antiguo compañero de estudios de mi padre Henry, y miembro de la Primer Milicia de Albany, presidió la reunión del comité y ordenó a sus miembros a castigar de la misma manera a aquellos poblados y ciudadanos que no jurasen lealtad al recién elegido congreso, el cual juró arrebatar a las colonias su independencia de la Gran Bretaña. La mayoría de los arrendatarios, aún en lucha por lograr los títulos de sus tierras, rehusaron tomar partidos.  Si eran forzados a jurar lealtad absoluta a los rebeldes, lo hacían, pero se negaban a presentarse a los entrenamientos de la milicia.  Los arrendatarios que eran forzados a declarar lealtad al rey por aquellos que se oponían a los comités rebeldes, lo hacían así, pero uno no podía estar tan seguro de su lealtad.

    En mayo de 1776, un número de lealistas, entre los que se incluían Abraham Cuyler, alcalde de Albany, Stephen De Lancy, registrador del pueblo y uno de los miembros de la familia que dirigía la facción inglesa, se encontraron en la posada Cartwright para celebrar el cumpleaños del rey.  Cantaron el himno nacional británico a todo pulmón, atrayendo sobre sí la ira de una cruzada de rebeldes que irrumpieron en la posada con palos, rompiendo vidrios y muebles, propinándoles puñetazos, pateándolos y golpeándolos.

    Richard Cartwright, que no había levantado su puño desde que Cuyler y él se entrenaban como jóvenes boxeadores amateurs, peleó de nuevo.  Su pequeño grupo, que representaba al gobierno del pueblo, era agobiado por número y por consiguiente perdía su autoridad de facto ante el Comité para la Detección de Conspiraciones, el cual había estado ejerciéndola clandestinamente durante las semanas recientes. La turba, dirigida casualmente por los propietarios y sus agentes, estaba al mando. 

    El Comité para la Detección de Conspiraciones se reunió en el ayuntamiento de Albany. Entregó a los ciudadanos que se negaron a prestar juramento a Bell, el azotador público, quien aterrorizaba a sus víctimas con su inmensa estructura corporal y rostro amenazador.  Bell había sido un sirviente contratado presionado a trabajar como azotador y ahorcador.  Cuando cumplió sus años de servicio decidió retener su trabajo porque lo disfrutaba, pese a que encontró momentos de resistencia en los cuales pudo haber salido lastimado.  Su hijo Stephen se convirtió en el carcelero.  Juntos ejercían un poder absoluto sobre centenares de prisioneros.  Las flagelaciones tenían lugar en la plaza central varias veces al día, después de las cuales los azotados, ya fueran hombres mujeres o niños, permanecían en la empalizada.  Otros eran enviados a las húmedas y frías celdas de la prisión de la cárcel municipal. Cuando la prisión estaba llena a rebosar, a los prisioneros que se mostraban más arrepentidos se enviaban a casas con nefastas amonestaciones. Las enfermedades mataban rápidamente a los prisioneros más endebles.

    Después de estar algunas semanas en el antiguo fuerte de Albany, ubicado sobre la cima de la colina de cara hacia la ciudad, el alcalde y otros leales celebrantes fueron hallados culpables de subversión y enviados a prisión en Connecticut. En principio, el alcalde Cuyler temía ser puesto con otros centenares prisioneros políticos en las minas de sal de Simsbury, de las cual no habría sobrevivientes.  Bendijo su buena suerte cuando se vio en una prisión ordinaria desde donde podría planear un escape. Mi tío Richard Cartwright, a través de la influencia de sus contactos, evadió el encarcelamiento y volvió a dirigir su posada.  Se negó a hacer el juramento de lealtad a los rebeldes, sin embargo, fue señalado como una persona peligrosa que tendría que ser asesinada o puesta en prisión. 

    Uno de los contactos de Cartwright era Philip Schuyler, el patricio, en su casa en las afueras de Albany se albergaban lealistas y rebeldes.  Era un rebelde moderado que trataba de frenar los tratos despiadados de antiguos amigos y parientes, la matanza indiscriminada de los hombres que no hicieran el juramento, el trato brutal para los prisioneros políticos. Pero la guerra civil era el peor tipo de conflicto armado, y pronto aprendió que la bondad mostrada a los viejos amigos, que resultaron ser lealistas, fue mal interpretada rápidamente por los rabiosos rebeldes. Schuyler, de momento, estaba a cargo de las operaciones del Departamento del Norte del Ejército Continental del general George Washington. Su cercana asociación con Cartwright era de vieja data.  Tenía una relación de amistad aún más cercana con un camarada oficial que luchó junto con él en la guerra franco – india; una amistad que pronto fue puesta a prueba frente a su compromiso con la revolución.

    Una mañana del otoño de 1776, el Comité de Seguridad y Correspondencia de Albany, el que dio origen al Comité para la Detección de Conspiraciones, escuchaba a su presidente, Abraham Yates, llamar su atención sobre periódico emitido por los hermanos Robertson quienes eran los impresores de Albany.  Agitando la página sobre su cabeza, Yates argumentaba que en esta se tergiversaba la Batalla en Cedars, cerca de Montreal, describiendo a los rebeldes en rendición frente a una fuerza de británicos e indios que defendían a Canadá de los ataques rebeldes.  En contraste, los reportes de los comandantes rebeldes elogiaban al Ejército del Congreso por la toma de Montreal, y apenas y se referían a la pérdida de la avanzada de Cedar, sin mencionar la emboscada y rendición de la fuerza enviada a relevarla.  El mayor general Benedict Arnold, comandante rebelde del asalto sobre Quebec, al arribar con una fuerza de ayuda más grande, y temiendo que los rebeldes presos pudieran ser masacrados por los indios, acordó un intercambio de prisioneros y el retiro de sus fuerzas. Su ejército rebelde, enfermo y corto de suministros, estaba de retirada desde Canadá.  Yates gritaba que el Comité no podía permitir este tipo de noticias que desalentaban al pueblo. Y aún más, el periódico, elogiaba el valor del alférez Walter Butler, un chico de Albany lealista y traidor a la causa de ellos.  Lo que era peor aún, los Robertson, publicaron una proclamación del general británico Howe, instando a los rebeldes a retornar a sus casas en el término de sesenta días y recibir el perdón total. Centenares de rebeldes habían visto la proclamación y abandonado sus unidades. ¿De dónde habían obtenido los Robertson esta proclamación? ¿Cómo había sido distribuida a las tropas en el campo? El Comité debe arrestar a los Robertson y obligarlos a revelar a sus enlaces conservadores. Le fue ordenado a un cuerpo de la milicia traer a James Robertson ante el Comité para interrogarlo. 

    Abraham Yates llegó a su poderoso puesto por su devoción al deber, y su ambición para levantarse desde sus humildes comienzos.  De joven fue aprendiz de zapatero, tal como lo fue mi padre, pero en vez de desarrollar su propio negocio, Yates aceptó la oferta de la familia Livingston para ser el alguacil del condado de Albany, y asegurar la protección de los intereses de los Livingston.  Mi padre vio como su ambición lo llevó a trabajar en contra del interés del pueblo del cual provenía.  Cuando Henry y sus hermanos Van Benthuysen sirvieron en la milicia de Albany con Yates, trataban de persuadirlo sobre su error cada vez que tenían oportunidad.  Cuando los Livingston incrementaron su presión sobre Yates para que le hiciera la guerra a los inquilinos, desalojarlos por violaciones a sus rentas, o porque las malas cosechas los había imposibilitado a pagar sus rentas; Yates no pudo soportar más su trabajo.  Se convirtió en un político local y sirvió en el concejo de la ciudad. Desde

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