Diario de un poeta recién cazado
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Jesús David Curbelo
Jesús David Curbelo (Camagüey, Cuba, l965): Poeta, narrador, crítico, ensayista, traductor literario, editor y profesor universitario. Ha sido galardonado en dos oportunidades con el Premio de la Crítica por los libros de poesía El lobo y el centauro (en el año 2001) y Parques (en el año 2004). Han aparecido poemas, cuentos, entrevistas, ensayos y artículos suyos en revistas y antologías en inglés, francés, alemán, italiano, checo, neerlandés y chino.
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Diario de un poeta recién cazado - Jesús David Curbelo
Jiménez
A manera de prólogo
Para un poeta, casarse es igual a ser cazado: de ambas maneras pierde la libertad, o muere. Y yo prácticamente nací casado: desde los cinco años, al divorciarse mis padres, sostuve con mi madre un tremebundo matrimonio (se sobreentiende que afectivo) del cual traté de huir
en cuanto pude. ¿Cómo? He ahí el error: refugiándome en otras mujeres que también quisieron amamantarme, sobreprotegerme, dictaminar mis actos y ofrecerme patrones de conducta para enfrentar el mundo. A los veintiuno me casé legalmente por vez primera y fue un rotundo fracaso. Tanto, que terminé volviéndome a enlazar con una de mis amantes para enredar las cosas definitivamente.
Pero todo eso lo he contado en otra parte. Ahora se trata de explicarles (y explicarme) por qué no puedo permanecer soltero y, al mismo tiempo, qué me impide
portarme como un marido ideal y no andar a la caza de cuanta hembra se brinda a mis manejos o me provoca a caer en los suyos. Aquí debo precisar algo: por si no bastara, a los dieciocho me di cuenta que sería escritor y a los veintitrés (con dos poemarios terminados y un libro de cuentos a la mitad) me desposé terminantemente con la literatura. Una coyunda tan terrible como otra cualquiera: exige tiempo, fervor, oficio y fidelidad. Mas la bigamia es un pecado y lo estoy purgando: sin mi mujer no puedo escribir y sin escribir no puedo acostarme con mi mujer.
Estos apuntes son el testimonio de esa purga. Tratando de escapar al acoso de mi media naranja, me dediqué a buscar (o aceptar) los episodios más extraños con el objetivo de saciar mi libido, acumular vivencias y engañar a mis anchas a Julieta ―mi cónyuge― con la literatura. Sólo que a la hora de crear tuve que narrarlo todo con pelos y señales y el exceso de erotismo roza la pornografía. Pero ese no es el final: durante la redacción de esta suerte de diario, al evocar las escenas que habría de transcribir, o imaginar otras que pudieron haber sido en el maremágnum de la fornicación, padecí constantemente unas excitaciones contra las cuales no hubo mejor recurso que despertar a Julieta (suelo escribir de diez de la noche a dos de la madrugada, por un hábito adquirido para defenderme del cariño o la animadversión de las esposas) y hacerle el amor como un demente, de tantas y tan raras formas, que he vuelto a cerrar el círculo y Julieta es, a la vez, ella y el resto de las mujeres. Finalmente, estoy en un atolladero: no sé si engaño a mi mujer con la literatura, a la literatura con la pornografía, o a la pornografía con mi mujer en esta especie de múltiple monogamia.
Soy un caso perdido. Si acaso estas historias les conmueven y sienten un ápice de clemencia para conmigo, no vacilen en tenderme la mano. La confesión es el primer paso para salir del pecado, lo demás lo dejo a vuestra paciencia.
1
El sí de las niñas
¿Qué dijeron las niñas?
, preguntó Abel, y yo, risueño, le contesté: ¿Qué pasa, mulato? Conmigo siempre dicen sí.
Era cierto. Desde que conocí a Iraida ―mi primera esposa― comencé una cadena de aceptaciones invariables que aún no se había detenido. Innúmeros asuntos de una noche, quince días, seis meses, o sólo cuarenta minutos en el baño de un restaurante donde una amiga protegía la entrada. Después vino Julieta. La pasión se tragó todo sentimiento que intentase probar fortuna y desembocó en amor. Primero furioso y pueril, más tarde lírico y finalmente tolerante en el capeo de alguna que otra tempestad. Hasta Iraida, tan terca, sucumbió ante el empuje de tal ímpetu y me dio el sí cuando solicité el divorcio para casarme con Julieta. No obstante, ese segundo matrimonio no aplacó la catarata de asentimientos que era mi vida y, aquella mañana, me dirigía con Abel a la cita que nos dieran las dos muchachas convocadas por mi desenfado en cierta casita de un barrio elegante de la ciudad.
A Evelyn la conocí estando con Elizabeth ―su hermana― un par de años atrás. Ella tenía catorce y mi amante veintiuno. Eran huérfanas de madre. Convivían con el padre en un exiguo apartamento ubicado en los altos del bar donde laboraba el cabeza de familia. El viaje era corto: del trabajo a la cama y de esta al ron que no dejaba de consumir hasta caer rendido. La casa tenía tres habitaciones: una sala-comedor-cocina, un dormitorio hecho dos a fuerza de buscar intimidad para las chicas y un cuarto de baño al lado del cual una caja de fósforos parecería la suite más lujosa de un hotel cinco estrellas. Evelyn asistía a la secundaria y Elizabeth era dependiente en una tienda de confecciones femeninas. Yo las visitaba todas las veces que podía escabullirme a la custodia de Iraida y debía de aguardar que el progenitor se fuera a dormir para que Elizabeth le diera a la niña una orden irrevocable y nos pudiésemos amar, deprisa y en silencio, sobre el sofá que marcaba la frontera entre la sala y los demás compartimentos.
Una noche, mientras Elizabeth hacía mil piruetas a horcajadas sobre mí, pude ver cómo Evelyn descorría la cortina del cuarto y nos espiaba con una atención más fuerte que la indicada por la simple curiosidad. Fue un estímulo extraño. Acomodé a su hermana de tal manera que ella admirase con toda propiedad las entradas y salidas de un sexo en el otro, al tiempo que con los ojos la invitaba a un juego que no tardó en aceptar al abrir por completo el cortinaje y enseñarme su núbil delgadez con la misma insolencia de quien propone la compra de un arenque por el precio de un pargo emperador. Aquello cambió la tónica de mis visitas. Evelyn se tornó más gentil: me brindaba refrescos, cafés, rones, y los iba trayendo junto al roce de sus dedos por mi brazo, de sus pezones erectos bajo la blusa contra mis mejillas, o del borde interior de sus muslos con la línea de esas miradas que no podía controlar
entre tanto abrir y cerrar de piernas a la sombra de la
eterna minifalda.
Por fin un día Elizabeth se sintió indispuesta y Evelyn se brindó para alumbrarme la escalera con un quinqué. No dio señal alguna. Sin necesidad de caricias preliminares ni de otra cosa que no fuese furia nos ensartamos en un acople frenético que duró exactamente lo que tardamos en llegar a la puerta de la calle. Evelyn no era virgen. Por tanto, la anterior ceremonia de visualización no encerraba otro secreto que el placer de fisgonear. Así seguimos varias semanas: ella se las arreglaba para otear todos nuestros lances y yo la veía masturbarse en la penumbra. Después cambiamos la táctica: Evelyn sustraía a su padre la llave del tugurio, y allí nos encontrábamos en plena madrugada procurando gozar sin romper ningún recipiente de los muchos que acechaban desde la inviolable oscuridad. Más tanta precaución no sirvió de nada. Elizabeth nos sorprendió una vez que ganamos confianza