La isla que navega a la deriva
Por Jorge Díaz
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La isla que navega a la deriva - Jorge Díaz
La isla que navega a la deriva
Jorge Díaz
Edición y diseño equipo Edebé Chile
© 1999 Editorial Don Bosco S.A.
© Jorge Díaz
Registro de Propiedad Intelectual: 112.090
ISBN: 978-956-18-1210-9
Editorial Don Bosco S.A.
General Bulnes 35, Santiago de Chile
www.edebe.cl
docentes@edebe.cl
Primera edición digital, Febrero 2020
Diagramación digital equipo Edebé Chile
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Índice
La evacuación
En el camino
El agua
La noche
El campamento
La primera mañana
El mar
Otro cuento en la noche
La enfermería
Abdala tiene un plan
La huida
La granja
La señora Volgan
A través de las montañas
El paso secreto
Por fin en casa
Información adicional
Capítulo I
La evacuación
¿Cuándo empezó la guerra?…
Guido no estaba muy seguro. Cuando uno tiene once años está muy ocupado en hacer descubrimientos cada día y no se tiene tiempo para mirar hacia atrás o hacer historia.
Es posible, incluso, que la guerra hubiera estado siempre allí, agazapada, y que sus abuelos, cuando fueron niños, también hubiesen visto las mismas cosas que él.
Guido vivía en una aldea fronteriza por donde pasaban soldados cada poco tiempo, con uniformes diferentes, pero la misma expresión de cansancio en sus rostros, la misma opacidad en sus ojos fríos.
–¡Hay que esconderse, que vienen los soldados!
–¿De qué bando?
–¡Qué importa! ¡Son los otros!
–¿Y quiénes son los otros?
–¡Los que estaban antes!
–¡Hay que esconder el grano, las gallinas, la cabra y el burro!
–¿Y por qué el burro?
–Se los llevan. El año pasado tuvimos un caballo y duró muy poco en la cuadra.
–¿Y para qué necesitan un burro o un caballo, si los soldados no aran el campo?
–Ni hace falta que lo hagan. Las bombas levantan los terrones mejor que el arado.
–Como ya no hay ganado, se comen los caballos. Un burro, para un soldado hambriento, tiene cuatro patas y cara de caballo.
Eso le dolió a Guido. No dijo nada, pero pensó que un animal de labranza es como alguien de la familia, una persona conocida, como el tendero Aurelio, como Román, el zapatero, gente servicial, indispensable.
No se puede uno comer a un tío abuelo, por ejemplo. Guido pensó que quizás eso era la guerra: comerse unos a otros sin sentido, esconder las tres gallinas en un arcón con la esperanza de que no cacarearan cuando pasara el enemigo. ¿El enemigo? ¿Quién era el enemigo?… Él solo tenía amigos y, a lo más, dos enemigos a los que no se comería por ningún motivo: la raposa, que, a veces, se robaba los jamones ahumados y la culebra verde que, con su lengua bífida, se comía los huevos, dejándolos huecos y aparentemente intactos.
–¡Ya vienen! ¡Al refugio, debajo de la cocina!
–¿Qué esperas? ¿Qué miras? ¿Qué estás pensando, parado ahí como un bobo?
Era muy difícil saber si los que se acercaban como hormigas desde las colinas eran los que incendian los graneros, los que roban y se llevan al Alcalde maniatado y con los ojos vendados. Aunque, pensándolo bien, todos hacen lo mismo, los de uniformes grises o marrones; por lo tanto, si todos son iguales, es imposible saber de qué bando son unos y otros. No hay forma de saber qué bandera defiende mis gallinas, qué aviones protegen mis gatos o qué artillería destroza mis nidos de patos.
Siempre había sido así y, por eso, Guido no estaba seguro de si se encontraban en guerra o si la vida era tan enigmática, tan llena de preguntas sin respuesta. Cada día estallaba nuevamente en fuegos de artificio, como si los del día anterior no hubiesen bastado.
Nada cambiaba, solo el sonido del idioma que hablaban unos y otros. Esos gritos en lenguas extranjeras eran tan inexplicables como comerse un pobre borrico de ojos húmedos que solo había cometido el error de nacer para tirar del carro o del arado. Y, encima, parecerse a un caballo en el estómago de los soldados muertos de hambre.
Lo que sí cambiaban eran las estaciones. Fieles a la cita del invierno, llegaban la nieve y la escarcha. En la primavera, estallaban las flores como obuses de colores en la pradera.
Guido gozaba de las estaciones y cada una de ellas le traía mensajes misteriosos de vida: abejas susurrantes, topos infatigables, vencejos acróbatas, cigarras musicales, aves migratorias, cigüeñas centinelas de los campanarios, escarabajos protegidos por caparazones fosforescentes, caracoles escribiendo en los troncos con su baba plateada, en fin, todos los asombrosos habitantes del campo. Con cada uno de ellos, Guido se comunicaba en un lenguaje secreto, intraducible. Hubiera guerra o no, cada mañana iniciaba un diálogo con todos los traviesos visitantes del bosque. Sabía que en cada estación, el tejado de su casa recibiría huéspedes diferentes, menos incomprensibles que los grupos de soldados vociferantes y menos destructivos.
Pero un día, Guido supo con certeza que la guerra había llegado. Esta vez no cabía la menor duda. No se trataba de la rutina de las invasiones intermitentes, como las estaciones.
Esa mañana (¿había amanecido ya o solo fue el resplandor de los misiles?) ardió su casa y se llevaron a sus abuelos en una ambulancia. Su padre tomó un fusil muy oxidado y dijo que se marchaba a las montañas para unirse a otros guerrilleros que resistían la violencia de los invasores. Su madre cuidaba a sus hermanos como la