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Cartas a los filósofos, los artistas y los políticos
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Cartas a los filósofos, los artistas y los políticos
Libro electrónico277 páginas4 horas

Cartas a los filósofos, los artistas y los políticos

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Bautizado el " Rousseau del siglo XIX ", Pierre Leroux (1797-1871) inventó la palabra "socialismo" y fue fuente de inspiración para un vasto conjunto de escritores, entre quienes se cuentan a Proudhon, Blanqui, Baudelaire, Heine, Renan, Durkheim y Marx, quien en 1843 no dudó en calificarlo de "genial". Es que con anterioridad a Marx y Engels, Leroux había ya iniciado sólidamente la crítica de la religión cristiana y de la economía política inglesa, como formas antiguas de concebir a la humanidad.
Olvidado por las diversas ortodoxias socialistas, en los escritos de este "Pensador de la humanidad" –como también fue caracterizado-, se destila de manera original, una teoría que aúna un comunismo primitivo junto a la utopía de una sociedad libertaria. En estas reflexiones dirigidas A los filósofos, los artistas y los políticos, Leroux sitúa a la libertad moderna como el núcleo de una nueva síntesis de la humanidad, en la cual la igualdad habrá por fin de abarcar a la clase obrera y las mujeres.
Un socialismo místico y feminista que coloca la cuestión de la emancipación como un acto a la vez filosófico, político, económico, religioso y estético. Se trata por medio de estos textos -como ha señalado Miguel Abensour- de retomar la cuestión de la emancipación, no para abandonarla sino para complicarla.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 oct 2016
ISBN9788497844932
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    Cartas a los filósofos, los artistas y los políticos - PIerre Leroux

    Anexo

    Prefacio

    Leroux, una ontología de la igualdad

    Horacio González

    Pierre Leroux, filósofo de la igualdad, teórico del arte, autor de prosa incisiva y ocurrente, además de agudo polemista, pasado casi un siglo y medio de su muerte sigue atrayendo a comentaristas e incluso forjando entusiastas partidarios actuales de su obra. En los últimos años, la tarea de Miguel Abensour, Jacques Rancière o Patrice Vermeren —entre muchos otros filósofos franceses y latinoamericanos— contribuyó muy decisivamente a que obtuviera renovado interés un programa de lecturas sobre las ideas filosóficas del siglo XIX en Francia, que pudiesen tener su fuerza decididamente recobrada sobre los finales del siglo XX. Y con Leroux o Blanqui en su centro. La condición de esta proyección de Leroux, incluso de Lammenais o Lerminier, porque no de Víctor Cousin —este último en el incómodo papel de portaestandarte de la filosofía establecida—, era el debilitamiento de la fuerte sentencia degradatoria que había emergido de textos canónicos de Engels —y también de Marx— en cuanto al utopismo inane que gobernaba a estos pensamientos, a los cuales se tachaba de meramente evangelizantes, y casi siempre de a-históricos en su desconocimiento de lo que advenía bajo el ropaje de las sociedades industriales. Pero al lector contemporáneo de Leroux siempre lo invaden atmósferas y rumores muy cercanos a lo que casi de inmediato será el oficio, la escritura y la vasta investigación de Marx. Hay en el Manifiesto de 1848, quiérase o no, el lejano tintineo de la manera sentenciosa pero lírica con la que escribe Leroux.

    La tarea de Leroux nunca fue fácil —como si cualquier tarea alguna vez lo fuera—, pues se situó siempre con su misticismo socialista al borde de los pensamientos dominantes en cada momento de la sobresaltada vida francesa, en época de la Restauración (1815 a 1830), y luego en el período orleanista y de Napoléon III, en el cual debe exilarse. Hacia los años sesenta del siglo XIX —gobernando «Napoleón el pequeño»— se encuentra en su jornada de proscripto en la playa de Samarez con la lúcida inspiración de enciclopedista, romántico y metafísico, que lo lleva a rondar sobre la religión de la inmortalidad. En la dedicatoria precisamente de La Greve de Samarez, mencionará su divergencia sobre este tema con Reynaud, su antiguo amigo, junto al que había escrito tres décadas antes, obviamente dentro de la tradición francesa, La Nueva Enciclopedia. Esos sentimientos sobre la inmortalidad son los que lo llevan a pensar la literatura como la playa de las formas inmortales de la conciencia, lo que coloca el socialismo de Leroux en la larga saga de las interpretaciones sobre la metempsicosis, lo que en algo toca a August Blanqui, todo lo cual hoy resalta de otra manera si se realiza un movimiento tan dificultoso como injustificado: sacar a Marx del medio.

    Hay un tono en la escritura de sus trabajos político-filosóficos, como este Discurso a los filósofos, políticos y artistas, que en seguida sabemos reconocer: allí está en germen el estilo proclamativo, de frases repletas de ingenio y feliz contundencia del Manifiesto Comunista. Aunque en Leroux, que acaso no lo conoce —el Manifiesto solo se divulgará en Francia más tardíamente—, todos estos temas quedan invertidos. En él se trata menos de un manifiesto comunista que de una comunidad manifiesta, por así decirlo, que no llega a ser totalmente fourerista, y con la visita indirecta, a través de su idea de circulación asociativa, hacia un tema que no cuaja mal en el dictamen paulino de «la ciudad futura». Todas la reflexiones contemporáneas sobre el revisitado tema de la comunidad pasan por Leroux, por su extraño y paradójico cristianismo, cuyo hilo definitorio parece claro cuando no pensamos en él, pero en el momento en que el concepto real pretende aprehenderlo, escapa.

    Pierre Leroux trae al lector esta escritura de suaves arengas, con su envoltorio exacto de definiciones y argumentos (es quizás ésta una marca de la escritura pública del siglo XIX), pero fundadas por el signo de la retórica clásica, no lejana del sermón laico y de la siempre viva combinación entre sentencias y reflexiones de sello personal. Por ejemplo, en la sección en que se dirige a los filósofos, afirma: «Dije anteriormente, a propósito de la justicia, que es terrible mantener al verdugo después de haber descartado al confesor». Leroux es un historiador de la civilización, pero no hurga papeles ni documentos amarillentos, ni revisa apenas su bagaje de metáforas y frases afortunadas —como la que citamos, en la que analiza el papel de la Iglesia y de las creencias religiosas, cuestión que lo ocupa obsesivamente—. Apologista de la creencia, no la quiere inducida por la Institución, tan diversa como los inagotables nombres que ella tenga, ni que promueva la forma esencial de la dominación y la desigualdad entre los hombres, se funde ésta en la razón que sea, la cual de inmediato pasará a ser arbitraria, carente de raigambre filosófica verdadera.

    A los políticos les recuerda el mismo tema de la igualdad, que figura en lo más alto del trípode célebre, y que de algún modo corona la obra de los otros dos: libertad y fraternidad. Si decimos que hay un tenue filamento en este escrito que conduce al después muy difundido Manifiesto Comunista, es que ya está preparada la idea de que la industria produce proletarios indefensos, mientras el arte produce el spleen —idea que Leroux no acepta años después, a diferencia de Baudelaire—, al tiempo que la ciencia no es productiva si es mera erudición.

    En cuanto a la política, hay que acogerse a aquella que se entiende como la llamada asociacionista, que sólo comienza a hablar cuando se lo permite la reconquista de la unidad dilapidada entre los saberes y prácticas, pues esa unidad destrozada equivale a la pérdida de creencia o de virtud, las cuales se rescatan en este caso en el igualitarismo como una noción que critica al cristianismo ahuecado por siglos de dominación —sobre todo de las mujeres—. Y he aquí un nudo de este neo-cristianismo de Leroux que busca «construir legisladores».

    Es al conjuro de esta noción que aparece la sombra de Napoleón. Leroux ya había escrito sobre esta absorbente figura en Le Globe, bajo la influencia saint-simoniana, y el balance que realiza es complejo, pues ve al Corso entre un mundo tiránico sin igualdades pero a la vez como capaz de expandir algunos aspectos universales y perdurables de la Revolución francesa. No es esa figura conquistadora, con todo, el legislador que busca Leroux, sino alguien que convierta lo que duerme en el interior de la filosofía, las creencias religiosas y la ciencia —que son el «fantasma todavía helado» que lega la Edad Media— en una fuerza moral sintetizadora.

    «Síntesis» es una palabra no habitual en la época con la que tropieza Leroux. Le llegan desde la distancia los aires de la dialéctica, aún no popularizados en Francia. Sobre este vocablo, décadas después debatirán marxistas, positivistas, socialistas e industrialistas. Esta gran antesala del marxismo —donde se huelen ya incipientes formulaciones que no asumirán la forma acabada que les dará Marx, quien escribe bajo el auspicio de otro tipo de unidad de las artes y las ciencias— es la que quizás permite que se diga posteriormente que no hay que tener miedo de entrar en la ciencia, dejando toda esperanza en manos del rigor en la investigación. A las quimeras literarias hay que reservarles un lugar en la nostalgia por los comienzos primitivos del arte, o refugiarlas como ornamentos, por fin, en la escritura crítica o en la crítica como escritura. Este problema se halla de otro modo en Rousseau, quien se había dado a conocer en 1750 por el Discurso de las artes y las ciencias, donde éstas son vistas como si hubieran perdido también la «unidad» que les habría permitido una alianza con las formas primordiales de la virtud o la austeridad. Pero Leroux no es Rousseau; es evidente que le interesa más D´Alembert, criticado por aquél, e incluso De Maistre, que aunque dice desmesuras, por su envés, es atendible en sus consideraciones sobre el modo en que examina cómo el cristianismo anula las potencialidades de la mujer.

    Pero nada alcanza para Leroux en cuanto a las exigencias de lo que llamaríamos su ontología de la igualdad, en la que busca la unidad de todas las virtudes humanas, pues ella es primus inter pares en el mundo en que persevera el espíritu humano, y que también tiene su lugar reservado en el otro tipo de ligazón que trama estos discursos, estas tres mundanidades o «positividades», como dirá luego Foucault: lo político, lo filosófico, lo artístico. Entre ellas puede haber quiebras y fallas de articulación. Se producirá entonces ese vacío en que la humanidad vive, esa oquedad sin concepto ni virtud, en la que se ausenta la síntesis entre estas dimensiones que parecen contrastantes. ¿No estaría el arte más preparado si los filósofos supieran ver el «enigma de la igualdad», o los políticos conocieran la profunda necesidad de darle al proletariado un peso específico en la «representación nacional»? Quizás las páginas dedicadas por Leroux al arte en estos discursos son las más novedosas, inteligentes y propias de un eximio lector. Es posible que en estos Discursos ellas iluminen un poco más sus tesis asociacionistas, sin duda un tanto evangelizantes, lo que le queda del mundo saint-simoniano que años antes ha compartido. Leroux somete a un duro examen a Goethe, Lamartine y Victor Hugo, estos dos últimos más cercanos a su propio ciclo vital, y el último, compañero de exilio en la época en que gobierna Luis Bonaparte III. Se conoce la influencia de Leroux sobre George Sand; su propia estructura de pensamiento tiene el signo de una novela encubierta, y su reflexión literaria se prueba en la fina apreciación de las poesías de Byron, pero son también muy sutiles las observaciones sobre Chateaubriand, Victor Hugo y Lamartine, a los que liga tanto al período de la Restauración como a reflejos nostálgicos de unos cristianos remozados por los chispazos internos de un romanticismo místico.

    Son temas que le tocan de cerca a Leroux, pues le interesa el cristianismo tanto como a Chateaubriand, pero en el autor de estos Discursos existe el cristianismo como intento de interrogar una creencia hendida por su uso eclesiástico, para extraer de ahí un impulso enigmático que restituya la síntesis de los conocimientos humanos y coloque nuevamente a la humanidad como sujeto activo de sus propios saberes. En algún momento se filtran en su escrito palabras y concepciones spinozianas, muy leves. Por esa vía, también reencuentra a Volnay y el interés por las ruinas de la Antigüedad, interés no incompatible con este socialismo de la enigmática igualdad.

    Todo esto lo citamos porque es lo que va a parar, como irónico destino de extramuros, a lo que podríamos llamar la «escuela argentina literaria del siglo XIX», que casi todo lo toma de Leroux. Roza apenas a Sarmiento —quien utiliza en el Facundo la idea de «enigma» para calificar el nudo problemático de lo social, típica expresión lerouxiana—, pero captura de lleno a Esteban Echeverría, que tuvo que lidiar toda su vida, incluso en la fortuna crítica posterior que acompaña su nombre, con el peso fiel de su admiración por Leroux, es cierto que recubierta por delicadas pinceladas saint-simonianas. Pero es Saint-Simon por fuera, y enteramente Leroux por dentro, salvo cuando la presencia de la marinería de Luis Felipe de Orleans cerca a Buenos Aires —año 1938— lo que lo obliga a Echeverría a declarar que los temas de las «entrañas de la naciente nacionalidad» se tratan privilegiando la mirada sobre sus singularidades, antes que recurriendo a un lejano Leroux. Pero Leroux fue enteramente colindante a la llamada Generación de 1837 argentina, y ahora vuelve a ser leído como en un sueño nunca disipado del todo.

    Tres discursos sobre la situación actual de la sociedad y del espíritu humano

    Futuram civitatem inquirimus: Buscamos la ciudad futura.

    San Pablo

    I

    A LOS FILÓSOFOS

    (septiembre de 1831-1841)

    De la situación actual del espíritu humano

    ¹

    I

    El siglo XVIII puede, bajo ciertos aspectos,² resumirse en una idea. Los filósofos dijeron a los reyes, a los nobles, a los sacerdotes: «no son dignos de gobernar a los hombres; porque no son ni los más amantes, ni los más inteligentes, ni los más trabajadores». Los filósofos³ desarrollaron este pensamiento de mil maneras en todas sus obras. Pero ni bien los más grandes, Rousseau, Diderot, Voltaire, bajaron a la tumba,⁴ el pueblo, instruido por ellos, destruyó esos reyes, esos nobles y esos sacerdotes que le habían sido presentados como tiranos e impostores.

    ¿Qué sucedió? Hubo un tiempo en que se le llamaba política a la política de los reyes, a la política de los sacerdotes, a la política de los nobles, e incluso, a la política de los burgueses. Pero desde esa insurrección victoriosa de nuestros padres, no hay ya para el pensamiento humano ni reyes, ni sacerdotes, ni nobles, ni burgueses. Hay pueblo, hay ciudadanos, iguales, hombres. La política no tiene más que un principio, la igualdad, fuente del derecho; una finalidad, la libertad, es decir, la libertad de cada uno, el perfeccionamiento de cada uno, la manifestación de las facultades de cada uno; por último, un medio para lograr esa finalidad, la fraternidad. Sí, nuestros padres, al proclamar esta fórmula, Libertad, Igualdad, Fraternidad, sobre las ruinas de todos los despotismos proclamaron la verdad.

    Y a pesar de esa verdad proclamada (o más bien a causa de esa verdad),⁵ todos los que desde esa época⁶ han arrojado sobre la sociedad una mirada profunda han exclamado: «La sociedad se ha vuelto polvo». Los más audaces jacobinos, llegados a la cima de su obra sangrienta, aterrados por ese mar que habían desencadenado, por esas olas que nada gobierna ni detiene, sintieron vértigo, y buscaron, pero en vano, un gobierno que pudiera ser apropiado para esta nueva sociedad liberada.⁷ Se intentó primero una falsa imitación de la antigüedad griega y romana: era volver a la infancia. ¿El despotismo de la ciudad antigua podía satisfacernos? ¿Acaso el mundo no había cambiado desde hace dos mil años? Estas formas han caído, dos mil años han pasado ¡y querían hacerlas revivir! ¡Que nos devuelvan el Politeísmo, la barbarie de las costumbres y el fanatismo de la ciudad griega o romana! Los antiguos conocieron la libertad de algunos; no conocieron la igualdad. No conocieron la fraternidad humana, para la cual el Cristianismo era necesario. ¡Es posible olvidar que los ciudadanos de Esparta, de Atenas o de Roma eran alimentados por rebaños de esclavos! ¡Es posible olvidar que la guerra era la condición de la Humanidad en esa época! ¿Qué es lo que sucedió? Esa parodia de Roma republicana abrió camino a un nuevo César.⁸ Napoleón, a su vez, recorriendo rápidamente las fases de la historia, terminó por tomar como modelo⁹ la Edad Media y Carlomagno; y, llevando a cabo en el exterior su obra de conquistador y civilizador, resguardó a Francia militarmente como se resguarda a una ciudad en estado de sitio. La Restauración vino luego, mediante un hábil convenio con nuestras ideas de 1789, a tratar de imponernos el molde roto de la vieja monarquía. El rey sería considerado¹⁰ sucesor de sus ancestros, amo legítimo de su pueblo; los nobles harían alarde de su nobleza y serían privilegiados abiertamente o en secreto; los sacerdotes mantendrían a la nación en la ignorancia; un pacto se establecería entre todos esos viejos escombros del Antiguo Régimen y la aristocracia de la riqueza; y sin embargo el pueblo, el pueblo inmenso, trabajaría para pagar la ociosidad, entregado hereditariamente a la inmoralidad, al embrutecimiento, a la miseria. Y eso es lo que hombres de espíritu vieron como definitivo; ¡eso es lo que adornaron con el lenguaje místico del constitucionalismo! ¡Ficciones, meras ficciones, contra las cuales tantos hombres generosos por el contrario protestaron de mil maneras, y que un gesto del pueblo hizo desvanecerse bajo el sol de julio!

    Así, Francia, después de haber destruido el orden teológico y feudal, quedó librada a tres series de experiencias que no eran sino un triste e impotente retroceso, una parodia miserable de la Antigüedad, de la Edad Media y de la monarquía.

    Desde hace cuarenta años, las formas políticas se suceden unas a otras como en un abismo. Sin embargo, la Esfinge de la Revolución mantiene escrito en su misteriosa banda la fórmula del problema planteado por nuestros padres: Libertad, Igualdad, Fraternidad.

    En vano, las generaciones fatigadas aportan unas tras otras al poder sus tránsfugas de libertad: siempre vuelven a surgir desde el corazón del pueblo nuevos combatientes que reclaman la promesa.¹¹

    Es cierto que aún hoy¹² no falta quien quisiera levantar las ficciones de la Restauración¹³ desde los adoquines de París, devolverles sus adornos, adormecernos, encadenarnos¹⁴ ¡y retomar ellos mismos sus descansos y sus voluptuosidades sobre este abismo del pueblo en el que se agitan tantas miserias! Pero¹⁵ estas pretensiones reavivan el odio y la rabia de los hombres que creían haber terminado con el pasado, y la lucha continúa encarnizadamente.

    La lucha continuará, y los políticos edificarán, como dijo un poeta, sobre lo incierto de la arena.¹⁶

    Hemos llegado¹⁷ a una de esas épocas de renovación en las que, tras la destrucción de todo un orden social, un nuevo orden social comienza.¹⁸

    La Revolución francesa no sólo fue una revolución política,¹⁹ fue también una revolución en el orden moral: sólo puede terminarse por una reorganización moral.²⁰ Hombres de la libertad, aún cuando hubieran luchado sobre ruinas, éstas seguirían siendo ruinas. Hombres del poder,²¹ sus esfuerzos retrógrados son juzgados; pero aun si lograran por un tiempo la inmovilidad, ésta nunca sería el orden, sino un desorden escondido.²² La arena del desierto puede, bajo una atmósfera pesada y cargada de tormenta, permanecer inmóvil sin dejar de ser polvo. La sociedad se ha vuelto polvo.²³ Y así será mientras una fe común no alumbre las inteligencias y no colme los corazones. ¡Vean! Un solo sol alumbra a todos los hombres, y al darles una misma luz, armoniza sus movimientos; pero ¿dónde está hoy, se lo pregunto, el sol moral que brille para todas nuestras conciencias?

    II

    No es en vano que se ha llamado Revolución²⁴ a la serie de acontecimientos que comenzó en 1989, con el fin de marcar con esa palabra que nada semejante había ocurrido hasta entonces en nuestra historia, que ninguna crisis anterior había sobrepasado los límites del orden social y religioso de la Edad Media, y que, por vez primera, este orden había sido derribado.

    Recorran los doce siglos de la historia de Europa desde el momento en el que la Iglesia Cristiana surge de los escombros del Imperio romano invadido por los bárbaros,²⁵ hasta el momento en que la Filosofía plantea sus arduos problemas,²⁶ podrán reconocer sin lugar a dudas un carácter común a toda esa época. Verán, durante esos doce siglos, el mismo espíritu humano, por así decirlo, y por consiguiente la misma constitución social,²⁷ con sus accidentes, sus crisis, sus transformaciones, como todo lo que tiene vida, pero conservando siempre las mismas condiciones de existencia; siempre una, aunque diversa y cambiante en su desarrollo. Ahí, como en cualquier ser vivo, la vida es una sucesión no interrumpida de cambios; pero la infancia, la juventud, la virilidad, la vejez, forman una serie continua que termina con la muerte. Que la vida renazca de la muerte, eso es seguro; pero la muerte es un término tras el cual las condiciones de existencia son otras.

    Las condiciones fundamentales²⁸ de existencia no cambiaron mayormente para la sociedad durante la Edad Media; porque esa sociedad de la Edad Media, que tuvo su infancia, su juventud, su virilidad, su vejez, y que hoy está muerta, puede ser entendida, a pesar de sus diversos períodos, mediante una sola fórmula que es ésta: «La tierra, librada al mal, era considerada como lugar de pruebas y como vestíbulo de un cielo en el que el mal sería reparado». Esta creencia duró durante toda la Edad Media, y no fue definitivamente destruida sino durante el último siglo. Por ende, lo que llamo condiciones de existencia para la sociedad, prácticamente no cambió durante toda la Edad Media.

    Hubo, sin embargo, durante toda esa Edad Media, un hombre, es decir el hombre, que creyó que la tierra no era sino un lugar de pruebas que llevaba, ya sea al infierno, ya sea al paraíso. Y este hombre vivió en conformidad con esa fe; y la sociedad fue la consecuencia de ese hombre así limitado; y cuando esa fe decayó, la sociedad decayó; y cuando esa fe se apagó, la sociedad se apagó.

    ¿No es cierto acaso que los fisiologistas, de acuerdo en esto con la concepción común, distinguen cuatro edades o períodos en la vida humana, la infancia, la juventud, la virilidad, la vejez? Se podría dividir la historia de Europa, durante los doce siglos de los que hablo, en cuatro edades que correspondan a esas edades del hombre. Primero la infancia, cuando los bárbaros se sometieron a la creencia en el paraíso y el infierno: es la edad de los monjes y del pontificado, desde el siglo VI al siglo XI. Después la juventud, cuando la sociedad laica comienza a formarse, y se pone a reflexionar, a imaginar: es la edad del feudalismo y de la escolástica, pero es también la edad de las herejías, del siglo XII al siglo XV. Luego la virilidad, cuando la sociedad produce sucesivamente el Renacimiento, la Reforma, la Filosofía: es la edad de la monarquía, pero es también la edad de los sabios, de los artistas y los filósofos; son los siglos XVI y XVII, la edad de Rafael y Lutero, de Shakespeare y Galileo, de Molière y Leibniz: arte, poesía, ciencia, filosofía, nada emerge aún de manera muy ostensible de la concepción de la tierra considerada como lugar de pruebas que conduce al infierno o al paraíso; y sin embargo ¿quién no siente que llegamos ya al límite de esa idea? Por último la vejez, en la que la sociedad abdica del pensamiento bajo el imperio del cual se elevó y vivió; ¡se ríe del infierno y del paraíso!, ¿significa esto que concibió, durante su virilidad, el germen de la nueva sociedad que iba a reemplazarla?, ¿quiere renacer como la mariposa que sale de la crisálida? «Morir, renacer», dice Shakespeare, «¡ése es el problema!». Lo que es seguro es que abdica de su pensamiento constitutivo y se esfuerza por borrarlo en tanto error y mentira. Es la edad de la destrucción del Cristianismo y del Feudalismo, del derrocamiento de los reyes, de los nobles y de los sacerdotes; es el siglo XVIII, es la edad de Voltaire.

    Sí, a través de esas fases sucesivas y en medio de todos los hechos que las han marcado; a través de esta primera época nebulosa en que la Iglesia sometió a los bárbaros mediante el miedo del infierno y la esperanza del paraíso, obligándolos a poner sus frámeas al servicio de esta idea; como²⁹ a través de las luchas intestinas del feudalismo, o los combates de la monarquía y

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