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Pulsaciones peligrosas
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Libro electrónico296 páginas4 horas

Pulsaciones peligrosas

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Mauro Ratti, un italiano seductor, llega a Chile y rápidamente se relaciona con Silvana Blú y Bruno Benedetto. El bridge lo acerca a ella, el ciclismo a él. Ratti sufre un confuso accidente que levanta sospechas entre sus nuevas amistades. ¿Quién es realmente Mauro Ratti? ¿A qué vino a Chile? Silvana se inspira en las desventuras del italiano para pintar un cuadro y escribir un relato su búsqueda de la verdad detrás del accidente y de esa fachada de latin lover que sostiene Ratti. Amelia Guerrero, por su parte, hará olvidar a Bruno Benedetto las penas de amor que aún lo encadenan a su ex, Laura Morel. Néstor Reveco, con un pasado revolucionario y un presente burgués, participa activamente en la trama, movido por su pasión hacia Silvana. Estos y otros personajes completan este cuadro donde el amor, los celos, lo desconocido, el crimen y las relaciones humanas, se manejan en varios hilos narrativos con gran inventiva. A través de un lenguaje directo y un ritmo que estimula la lectura vertiginosa, Pulsaciones peligrosas confirma a Eduardo Trabucco como una voz, un estilo narrativo y un sello muy particular.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 sept 2017
ISBN9789563242294
Pulsaciones peligrosas

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    Pulsaciones peligrosas - Eduardo Trabucco

    Casanueva

    1

    Me senté cerca de la testera. Un súbito mutismo apagó los últimos carraspeos y murmullos de los asistentes. Levanté la vista. Una mujer joven de dedos largos acomodó el micrófono que tenía en frente. Lo acercó a su boca. El recinto se inundó de una voz bronca y arrastrada. Pude observar entonces sin premeditación, por un azar sin objeto, como toda casualidad, un triángulo dibujado en el cuello. Me sorprendí. Me esforcé para sostener la tableta que apoyaba sobre mis piernas. Vi a Laura Morel: el color de la piel, la voz, la mirada y el triángulo en el cuello. 

    No es fácil hablar de un asunto que aún, a pesar de los avances, se elude, porque se teme por la creciente participación de la mujer contemporánea en los asuntos públicos, dijo la panelista al comenzar su exposición. Anoté esas frases y luego otras: Están presentes en la política, en el deporte, en la literatura, en los negocios. Si nos detenemos en el área más protegida por el hombre, el ámbito del poder, veremos cómo en esta parte del mundo los ejemplos de Michelle Bachelet, Cristina Fernández, Laura Chinchilla y Dilma Rousseff, han cambiado la percepción de las cosas, tecleé con rapidez.

    Me vino un ligero embotamiento. Sacudí mi cabeza como si fuera un caballo. Siempre quise ser un caballo. Nada hay más traumático para el hombre que la disminución y la pérdida de su poder histórico, me pareció escuchar. Tal vez tenga razón, pensé. El perfil del rostro de la joven al dirigir su mirada hacia los costados —como para darle fuerza a sus argumentos, o quizás para sentir el flujo de energía que comúnmente envuelve a los actores y al público—, contrastaba y se fundía al mismo tiempo en el telón de fondo, donde sobresalía el anuncio del seminario: Rol político de la mujer en las sociedades contemporáneas: el caso latinoamericano.

    Presentí, aunque fuese una idea absurda, que vería aquel rostro y escucharía aquella voz de una forma distinta, como si la causa de esto viniera después de la premonición, como si la acción de hoy fuese el resultado de algo que está por venir. ¿Será distinto esta vez? Apenas pude concentrarme en lo que ella decía. 

    Mi mente saltó hacia el pasado reciente y la figura de Laura ocupó en intervalos cortos y brumosos el cuerpo de la panelista. Oí claramente que me decía: Bruno, no me siento una mujer enamorada. La vi chapotear en el agua de la piscina del Hotel Bávaro en Punta Cana junto a su hijo de diez años. No me pregunté si esta relación era viable. No, no lo hice. No me preparé para recibir una confesión tan ambigua y prístina. Yo no era el hombre que ella buscaba. Nunca es tarde para aprender a reconocer cuándo algo es imposible. ¡Qué ingenuo fui!

    Los aplausos me trajeron a la sala otra vez. Confieso que de la exposición no pude recordar más de dos ideas. Me quedaron en la cabeza frases inconexas. Con esto no iba a poder escribir nada, salvo que especulara con lo poco que pude retener. Decidí abordar personalmente a la panelista y solucionar el problema. Caminé hacia el estrado. ¿Es esto lo que me empuja? Levanté los hombros al considerar que descubrir la causa profunda de mi actuar en nada me ayudaría a resolver algo tan práctico como procurarme el insumo para lo que, a fin de cuentas, sumado a otros escritos, me daba el sustento para vivir.

    —Perdón señorita Amalia yo…

    —Amelia es mi nombre… Amelia Guerrero von Keitel.

    —¡Uf!, siempre tengo problemas con la e y la a… para qué decir con la U, la Universidad de Chile me refiero, cuyos mandamases me echaron a la calle hace mil años sin siquiera indemnizarme...

    Amelia me miró sin entender bien mi humor; cortó mi ánimo festivo de manera ligeramente tosca:

    —¿Y qué desea?, señor…

    —Benedetto, Bruno Benedetto.

    —¿Italiano? 

    —Nieto de italiano. Mitad chileno, mitad italiano.

    —Se dice que los italianos son peligrosos y machistas. ¿Es por esto que ha venido al seminario? —dijo en tono jocoso.

    Me paralicé por unos segundos. Ahora era yo quien se sorprendía de su humor. Le faltó decir que los italianos son también mamones, pensé. A pesar de que lo dicho bordeaba la ofensa, lo encontré divertido y, al ver que yo sonreía por su ocurrencia, le pregunté si nos podíamos tutear.

    —Por supuesto. Ahora todo el mundo se tutea.

    —¿Puedo ofrecerte un café? Necesito preguntarte algunas cosas.

    —Encantada. Tenemos tiempo. La segunda parte comienza a las once y media. Yo prefiero que bajemos al bar. Acá hay demasiado ruido, ¿qué te parece?

    Seguí a Amelia y la observé con atención. Abordó con seguridad los escalones que nos llevaban al vestíbulo del Hotel Crowne Plaza. Su pelo liso se remecía cada vez que abordaba un nuevo nivel, al igual que los músculos de sus gemelos. Una estela de perfume penetró mis narices. Tiene físico, cabeza y es refinada. ¡Explosiva mezcla!, me dije.

    Ella pidió un café cortado. Yo un chocolate caliente.

    —¿De qué se trata? —me preguntó mirándome furtivamente a los ojos.

    —Soy periodista. Trabajo como freelance y tengo algunas corresponsalías. El asunto es que, debido a que no he tomado vacaciones y al exceso de trabajo, no he sido capaz de seguir tus argumentos; muchas ideas se me han escapado. Por eso quisiera tener…

    —¡Clases particulares! ¿No es eso? ¡Ah, los italianos! —me interrumpió alzando los brazos mientras reía con más fuerza esta vez.

    —¡No, no! —reí también algo forzado—. Quiero tus apuntes —dije, y sentí un ligero rubor—. Con ellos y con una conversación breve me basta. Dime, ¿por qué tanto prejuicio con los italianos? ¿Viste muchas películas de los famosos latin lovers hollywoodenses?

    —No. Al contrario, me gusta De Sica, Fellini, Visconti, y de los vivos uno que parece italiano pero es argentino… Campanella.

    —¡El secreto de sus ojos! ¡Qué buena! Ganó el Oscar.

    —Merecido, claro. Yo le he visto otras películas y todas son buenas. No es fácil mantener un nivel tan alto en eso, y en ninguna cosa en verdad.

    —Tienes razón.

    —Además es valiente, ¿leíste lo que dijo el otro día en una entrevista? Salió en un diario...

    —No, no la vi.

    —¿Pero qué clase de periodista eres? —me preguntó de una manera no insultante y algo coqueta.

    —Cubro otras áreas.

    —Bueno, te cuento: refiriéndose a los programas que hace para la televisión, Campanella dijo textualmente: No es ninguna novedad que la mayoría de la gente sea estúpida... el noventa por ciento de todo es mierda... pasa con la música, los libros, etcétera, etcétera. Estos etcéteras los agrego yo.

    —Exagerado el hombre. ¿Tú también piensas así?

    —Te dije que él me gusta —sonrió Amelia.

    —Yo no estoy de acuerdo.

    —¿Y qué es lo que no entendiste?

    —¿De quién?

    —De mí.

    Callé. Me miró a los ojos. Di un sorbo al chocolate. El líquido me quemó la garganta. No dije nada para no parecer más estúpido de lo que ya parecía. Ni siquiera tosí, pero me dolió y sentí que unos lagrimones pujaban por salir. Pero no era solo eso. Era simplemente que esta vez no sabía qué responder. En ese instante comprendí lo poco que me interesaba la suerte que pudiera correr la generación política de recambio, o el aparente progreso de las mujeres en la guerra declarada desde el día en que Adán y Eva decidieron acoplarse. Con todo, algo me dolía fuera de la garganta, una señal reaparecía ahora. Lo que me abrumaba no era exclusivamente la pérdida de Laura Morel, sino también el sentimiento abstruso que me mostraba lo difícil que era gozar de un amor completo. Con las mujeres más próximas a mi edad, la pasión a menudo no prendía y, con las otras, cada día que pasaba era más arduo abordarlas y retenerlas. Esa es la realidad. La pertenencia a generaciones distintas suele no coincidir con hábitos y sueños. Al encontrar a Laura no pude borrar el tiempo. 

    Alcancé a balbucear algunas frases a Amelia sobre lo que me faltaba para comprender la totalidad de su intervención. No obstante, me dio la impresión que me explicaba algo que era también confuso para ella. Amelia avanzó para terminar con el embrollo y resumió lo esencial. Tomé nota otra vez y le pedí aclaraciones sobre algunas afirmaciones que encontré poco adecuadas, sin rigor científico y pobres en datos que pudiesen respaldarlas. Recuerdo que miró la hora con indiferencia y me propuso subir a la sala de conferencias. Pagué la cuenta y nos retiramos del bar.

    —¿Eres una mujer libre?

    —Como el viento —me respondió justo cuando posábamos nuestros pies en el rellano de la escalera que nos llevaba al primer piso. 

    Se detuvo, me miró fijamente a los ojos. 

    —¿Por qué me lo preguntas? Parece que no has captado la esencia de mi conferencia.

    —Me refiero a otra cosa —afirmé débilmente y sentí un ligero calor en mis mejillas.

    —¿A qué? —dijo ella retomando los escalones.

    —A si puedo verte en otra oportunidad... tomar un café, por ejemplo —aclaré recuperando la seguridad en mí mismo.

    —Seguro, soy libre en todo el significado de la palabra —me respondió con una ligera seriedad.

    Me dio su número de teléfono y nos despedimos. Al rato, ella estaba otra vez en el paraninfo. La contemplé desde la platea. De verdad se parece a Laura, pensé.

    2

    Silvana Blú estaba parada frente al atril, trabajando en una pintura que había iniciado hacía poco, cuando oyó los ladridos de Goya y, casi simultáneamente, el sonido del timbre de su departamento. Dejó los pinceles sobre el atril, acomodó la espátula y se dirigió hacia la puerta de entrada. 

    —Hola Bruno, te adelantaste... mira mi facha —dijo Silvana alegremente, mientras se limpiaba las manos en un pintarrajeado delantal. 

    —Qué tal, discípula… Tenida de artista, de trabajadora. Bien me parece —saludó Bruno Benedetto besándola en la mejilla y le entregó una botella de vino que portaba. 

    —Entra. Acomódate en la biblioteca y espérame unos minutos mientras me arreglo. ¡Vamos, Goya!

    Silvana y el perro desaparecieron por un pasillo oscuro. Bruno se instaló en un sillón con forma de tapa de olla, hundido en el centro. Lo movió lentamente. A los pocos segundos lo detuvo y cogió un folleto de la última producción de Silvana Blú, exhibida en el GAM. Él no había podido asistir a la inauguración porque se encontraba en Buenos Aires cubriendo la reunión de UNASUR. A su regreso, la muestra había terminado, pero supo de su éxito. Mauro Ratti, un italiano amigo de Silvana, al presentárselo, le comentó que todo había salido espléndido y que tratar de distinguir si estaba en Torino o en Santiago de Chile era, para él, tarea inútil. Curioso el italiano, pensó Bruno en aquel momento, pero le atrajo al saber que compartía con él una misma pasión, el ciclismo. Hojeó el folleto y consideró que las pinturas eran de calidad. Bien por Silvana, se dijo, En lo nuestro avanza lentamente, pero también tiene condiciones. Volvió sobre aquella pintura que la autora denominó El recuerdo, realizada con una técnica mixta, mezcla de acrílico y óleo sobre tela 120x120 cm, como se leía en el párrafo explicativo. Es la que me gusta más. ¿La habrá vendido? ¿Cuánto costará hoy un cuadro como este?, se preguntó. En general, Bruno eludía hablar de platas, y de manera alguna lo haría directamente con el artista. Dejó el folleto y se quedó pensando si estaría dispuesto a gastarse una cantidad desproporcionada de sus ingresos presentes y futuros en un cuadro que le apasionara. Dudó. Pensó que la pasión podía llevar a una persona a locuras inimaginables. 

    Silvana regresó vestida con un pantalón negro de lino y una blusa sencilla, colorida y escotada. Portaba una bandeja con dos copas, la botella de vino que Bruno le entregó al llegar, quesos, maní, pistachos y zanahorias, junto a un pote de aceite de oliva.

    —Dime, Silvana, ¿has escrito? ¿Cómo van las lecturas que te recomendé?

    —¿Quieres ir al grano de inmediato?

    —Prefiero.

    —No seas tan aburrido... Tomémonos un trago al menos —alegó Silvana y llenó las copas.

    Conversaron largo rato sobre los libros que Bruno le había propuesto leer. Él se entusiasmó con el intercambio de ideas y se explayó en diversas consideraciones sobre la amenaza que significaba internet para los diarios, los libros, la política y la diplomacia internacional. Silvana empezó a impacientarse por divagaciones que a ella poco le importaban. Además, creyó que iba a quedar poco tiempo para presentarle lo que había escrito los últimos quince días, distancia que tomaban para revisar el avance y los problemas que afrontaba en su trabajo literario.

    —Bueno, comencemos entonces con tu texto —dijo Bruno, resignado al percibir la ansiedad de Silvana. 

    —No es mi culpa que tú me hayas incentivado en esto. Yo estaba tranquila y satisfecha con la pintura, llegaste tú y...

    —Sí, ya lo sé. Tengo la costumbre de incitar a la gente a escribir, y luego les ofrezco mis servicios. El punto es que a ti no te cobro.

    —Podría pagarte.

    —¿Con un cuadro, por ejemplo?

    —Así, o de otro modo —expresó Silvana con picardía.

    —Yo me llevaría El recuerdo.

    —¡Ah!, ese no se vende ni se da en parte de pago.

    —Según el folleto —expresó Bruno mostrándolo con el índice—, estuvo en la exposición...

    —¡Momento! Lo llevé para que la gente lo viera, nada más... si es que El recuerdo, como remembranza, puede dejarse ver —replicó Silvana con una sonrisa reprimida—. Ven, te lo mostraré.

    Silvana tomó a Bruno de la mano y lo llevó hasta el dormitorio principal. Era la primera vez, después de años de amistad, que Silvana le permitía conocer aquel espacio íntimo. Bruno sintió un aroma fresco atravesándole sus narices, una combinación de flores y madera. El embrujo se completó al contemplar el cuadro cuyas dimensiones teóricas ya conocía, pero que solo aquí, colgado en el muro de la cabecera de la cama, pudo apreciar en toda su magnitud. Experimentó el paso del tiempo al contemplarlo. Creyó ver el cosmos en los trazos, líneas y colores que Silvana había fijado en el lienzo. Pensó en Laura Morel, creyó verla en una ventana, o tal vez en el dintel de una puerta que se imaginaba en medio de los azules. Entretanto, Silvana le explicaba el origen de la obra y las horas invertidas en pintarlo. Bruno no la escuchaba. Observó un tocador antiguo con un espejo de grandes dimensiones y una silla. Vio a Amelia Guerrero von Keitel y luego a Laura Morel, otra vez, peinando sus cabelleras de colores distintos pero de la misma espesura, y algo inquietante lo conminó a regresar a la biblioteca. 

    —Vamos, tenemos que trabajar... Se hace tarde. 

    Ella lo miró, y percibió un rostro pálido y sudoroso.

    —¿Te sientes mal?

    —No, creo que el vino me descompuso un poco.

    Cuando Bruno se calmó, Silvana se instaló junto a una lámpara que daba una luz cálida. Sostenía en sus manos un legajo de papeles impresos. Había decidido dejar el texto que trabajaba para comenzar uno nuevo, porque desde hacía unos días había sentido la necesidad de completar lo que para ella había quedado inconcluso, y que Mauro no podía satisfacer por razones obvias. 

    —¿Mauro Ratti? —preguntó Bruno con extrañeza.

    —Sí.

    —¿Y qué tiene que ver él en esto?

    —Me ha quedado la duda y la curiosidad de saber más... de saber quién diablos es el agresor de Mauro, en el asunto ese de... 

    —¿Qué asunto? —preguntó Bruno con cierta desazón.

    —El incidente de Pie Andino... el de la bicicleta.

    —¿El agresor? Pero si a Mauro nadie lo agredió, tuvo un accidente. Se cayó a un hoyo negro, como me explicó personalmente el día que lo visité en la Clínica Alemana.

    —A mí me contó otra cosa.

    —¿Cuándo?

    —La semana pasada, tomándonos unas copas... la verdad es que ya estábamos bastante mareados. Me dijo, eso sí, que a la policía y a todos les había dado otra versión, porque no quería líos siendo extranjero... Por lo demás, él no cree en la justicia de acá, ni tampoco en la italiana, ni en la de ninguna parte, en verdad.

    —Si él quiere mantener en secreto su verdad, ¿por qué me la dices?

    —Porque tú eres mi amigo, eres discreto y leal. Además, me entusiasmó el tema para mi trabajo.

    —¿Crees que de allí pueda surgir algo?

    —Tú mismo me enseñaste que un cuento o una novela pueden nacer de situaciones como esas. Me hablaste del golpe inicial. 

    —Del shock inicial.

    —Claro, y recuerdo que me pusiste el ejemplo de...

    —Sí, de Nabokov, tienes razón. Pero él era un profesional, un escritor hecho y derecho.

    —Bueno, para allá voy caminando... contigo de la mano —dijo Silvana moviendo los ojos, mientras dividía el legajo entregándole a Bruno Benedetto la mitad.

    Rieron y Bruno le pidió que comenzara la lectura. En diversos momentos Silvana detuvo el relato. Bruno se paraba, se sentaba, se movía de un lado a otro. Tomaba notas y subrayaba el texto. Murmuraba, se quedaba mudo. Seguían. Había transcurrido alrededor de una hora cuando Silvana miró a Bruno y le dijo: 

    —Ahora termino… Richi Fierro, así bauticé al agresor de Mauro, regresó sobre sus pasos, subió al vehículo, puso marcha atrás, llegó al final de la calle retrocediendo y desapareció, presumiblemente, hacia el poniente de la ciudad. Quería llegar lo antes posible a su casa, sacarse la camisa manchada de sangre ajena, bañarse, y fondear el automóvil en el taller de su amigo El Tuerca.

    —Bien, bien, me llevaré el borrador para corregirlo en casa —dijo Bruno lentamente, reordenando las carillas.

    —Es curioso, pero el asombro se me ha ido instalando poco a poco y ha ido creciendo en mí. Incluso ahora, paralelamente, trabajo una nueva tela con el mismo tema.

    —¡No! ¿Te volviste loca? Aunque, ¿por qué no? Tal vez es Mauro Ratti quien te está revolviendo las neuronas, las hormonas, la pluma y el pincel al mismo tiempo —expresó Bruno en un tono irónico difícil de disimular.

    —¿Estás celoso?

    —En absoluto. Un profesor jamás debe sentir celos de sus alumnos.

    3

    Mauro Ratti decidió montar su bicicleta y entrenar a pulsaciones arteriales no muy altas. Necesitaba despejar la mente, sentir el cuerpo sin que el ejercicio significara esta vez sacrificios mayores, sino una acumulación de endorfinas y de placer. Dejar de pensar en los problemas que lo estaban lacerando; aunque solo fuera por un tiempo corto, lo ayudaría a fortalecerse anímicamente.

    Esa mañana el sol caía oblicuamente sobre su cuerpo. Después de media hora de pedaleo, mientras se disponía a abordar la subida de Pie Andino, al oriente de la ciudad de Santiago, comprobó que su musculatura estaba preparada. Entonces, aumentó la carga. Nunca forzaba su organismo hasta que no creía que estaba en el punto preciso. Esa actitud metódica, que seguía en todo, le había ayudado a evitar lesiones y mantenerse en un estado físico admirable para sus sesenta años. 

    La primera vez que Bruno lo trajo a esta parte de la ciudad, cuando recién había llegado a Chile proveniente de Turín, se había sorprendido al observar las casas exuberantes y la inexistencia de peatones en las calles, salvo algunas mujeres con delantal paseando perros por las aceras, mientras autos de lujo, con otra clase de personas a bordo, se desplazaban por la calzada en distintas direcciones. ¡Qué diferente a los barrios de Turín!, le comentó. Bruno le recordó que recién conocía una parte mínima de la realidad.

    Por los textos de Silvana, Bruno se enteró meses después de parte del suceso. Tomó algunas cosas de allí, las complementó con otras visiones y con confidencias del mismo Mauro, y ayudado con ideas provenientes de sus razonamientos e intuiciones, escribió lo que creía podía servirle a Silvana como material de apoyo complementario para su trabajo:

    "Ratti apretó su musculatura, al pararse en los pedales, para abordar la pendiente. Demoró más de veinte minutos en llegar a la cima de Pie Andino. Bajó rápido y tomó la carretera General San Martín. Generalmente, hacía cien kilómetros por cada salida como promedio. Apreciaba el resultado sedante y sensual de la actividad física. Cuando llevaba más de una hora sobre la bicicleta, comprobó esta vez que la pretensión de olvidar sus aflicciones no le había funcionado. No estaba de ánimo. ‘Perfino la mia regina mi abbandona’ (Hasta mi reina me abandona), se dijo, refiriéndose a la bicicleta. Decidió regresar acortando sustancialmente el recorrido planificado. Subió el puerto del otro lado y bajó hacia La Dehesa. Pensaba en el risotto que prepararía al llegar a casa. ‘Forse e’ meglio che cucini della pasta, sara’ piu’ facile’ (Tal vez cocine una pasta, será más fácil), se dijo. Repentinamente, su mente alerta le hizo intuir que en una fracción de segundo algo muy extraño le sucedería. Un pavor innominado le atravesó la carne. Un Nissan blanco pasó a toda velocidad a veinte centímetros por su derecha, sobre la acera. Ratti sujetó su bicicleta para evitar ser arrojado al pavimento por la fuerza del aire, que lo empujó como si fuera una hoja de papel. El automóvil saltaba como un conejo en su descontrolada carrera, rompiendo lo que encontraba a su paso y amenazando volcarse. Nadie más había allí. Mauro Ratti observaba todo como si fuera una escena de una película de acción, donde casi siempre un vehículo salta por los aires. Pero no, la realidad le mostraba otra cosa. Había un automóvil humeante, detenido poco más allá. Dentro, un hombre de alrededor de treinta años permanecía inmóvil, silencioso, con una mirada atónita que nada tenía de munificencia. Un impulso involuntario conminó a Ratti a seguir. Otro, más cercano a la conciencia, le indicó que debía actuar con tranquilidad. Se encontraba en la recta anterior a la calle donde termina la colina. Hizo un gesto de sorpresa al cruzar el vehículo, levantando las manos y los hombros. Al volver a apoyarlas en el manubrio cayó en la cuenta de que había estado al borde de la muerte. A la velocidad que llevaba el auto, si lo hubiera topado siquiera, lo habría masacrado. ‘Morire in Cile... non me lo sarei mai immaginato. Qualcosa di imprevisto ti puo’cambiare tutto all’improvviso’ (Morir en Chile... jamás me lo hubiera imaginado. En cualquier momento algo inesperado puede cambiar todo), pensó. Siguió pedaleando. Se alegró de estar vivo y aceleró el paso. Al poco rato, el auto blanco se ubicó ahora por su lado izquierdo. Cojeaba como animal herido, y lo estaba,

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