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Creadores contra viento y marea: Protagonistas del patrimonio cultural de Chile
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Creadores contra viento y marea: Protagonistas del patrimonio cultural de Chile
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Creadores contra viento y marea: Protagonistas del patrimonio cultural de Chile

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Este libro contiene veintidós entrevistas a algunas de las más grandes figuras intelectuales que este país ha conocido en los doscientos años que llevamos andados de nuestra historia republicana. Filósofos, científicos, narradores, poetas, músicos, pintores, escultores, cineastas, actores: he ahí a las personas que ocupan el foco de las entrevistas de María Cristina Jurado. En su conjunto, sus voces le permitirán al lector hacerse una idea de lo que los chilenos somos, pero en las capas más profundas de nuestro devenir como nación. No hay políticos en la nómina de Jurado; tampoco militares; ni un solo empresario; menos aún hay individuos cuya única carta de presentación pudiera ser su abolengo (aunque los abolengos no falten en la nómina), cuando no se trata de individuos que ofrecen como su mejor credencial el aplauso mareador de la multitud (aunque también haya dentro del grupo quien vendió cincuenta millones de ejemplares de su primera novela).
Nada de eso. Los entrevistados se llaman Giannini o Loyola o Aguirre o Donoso o Caiozzi o Bolaño, y su máximo logro consiste en haber hecho ingresar en este mundo en que vivimos ciertos objetos maravillosos, a veces de muy corta duración y sin embargo inmensamente memorables. Reconforta asistir a esta reivindicación de la otra cultura, la que contra viento y marea construye el país que va a perdurar.

Grínor Rojo
Director del Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos de la Universidad de Chile

SOBRE LA AUTORA:

MarÍa Cristina Jurado Mercaido: Periodista de la Universidad de Chile y posgraduada en Comunicaciones en La Sorbonne. Su extensa carrera de entrevistadora comenzó a los 19 años en Santiago y prosiguió en medios de comunicación europeos, entre 1981 y 1991, período en que vivió en París, Frankfurt y Estocolmo. Siempre ligada a personajes de la cultura, ha hecho su trayectoria fundamentalmente en diarios y revistas de la empresa El Mercurio, los que cambió, por espacio de siete años, por revista Caras de Televisa Chile. Paralelamente, ha impartido clases en distintas universidades. Sus trabajos han sido publicados en The Irish Times de Dublín y revista Turia de Madrid; Travelers’ Tales de San Francisco; agencias Deutsche Presse Agentur de Hamburgo y France Presse de París, y en las antologías Periodismo en Primera Persona y Travesías Inolvidables de Santiago de Chile.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 ene 2018
ISBN9789563240764
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    Creadores contra viento y marea - María Cristina Jurado

    estará.

    PRÓLOGO

    Este libro contiene veintidós entrevistas a algunas de las más grandes figuras intelectuales que este país ha conocido en los doscientos años que llevamos andados de nuestra historia republicana. Filósofos, científicos, narradores, poetas, músicos tradicionales o formales (no quiero decir músicos cultos, porque todos ellos son cultos) pintores, escultores, cineastas, actores: he ahí a las personas que ocupan el foco de las entrevistas de María Cristina Jurado. En su conjunto, sus voces le permitirán al lector –me lo han permitido a mí, que soy quien redacta estas líneas–, hacerse una idea de lo que los chilenos somos, pero en las capas más profundas de nuestro devenir como nación. No hay políticos en la nómina de Jurado; tampoco militares; ni un solo empresario; menos aún hay individuos cuya única carta de presentación pudiera ser su abolengo (aunque los abolengos no falten en la nómina), cuando no se trata de individuos que ofrecen como su mejor credencial el aplauso mareador de la multitud (aunque también haya dentro del grupo quien vendió cincuenta millones de ejemplares de su primera novela).

    Nada de eso. Los entrevistados por María Cristina Jurado se llaman Giannini o Loyola o Aguirre o Donoso o Caiozzi o Bolaño, y su máximo logro consiste en haber hecho ingresar en este mundo en que vivimos ciertos objetos maravillosos, a veces de muy corta duración y sin embargo inmensamente memorables, como pudiera ser el caso de la actuación de Bélgica Castro en Espectros o la de Andrés Pérez en Lautaro. En estos tiempos, cuando tanto ruido hacen los que Beatriz Sarlo calificó hace algunos años de populistas de mercado, reconforta asistir a esta reivindicación de la otra cultura, la que contra viento y marea construye el país que va a perdurar.

    ¡Y qué diferentes son unos de otros! Por ejemplo, el gran pintor Claudio Bravo, a quien Jurado entrevista en uno de sus palacios marroquíes, hablando de los marqueses, los duqueses y los principeses que lo visitan y elogian su trabajo, comparado con el no menos grande José Balmes, quien desde su casa clasemediera de Ñuñoa insiste una y otra vez que para él el arte y la vida son una sola cosa, que su aspiración es salirse del cuadro y meterse en la vida, en la ropa del ser humano, en la marraqueta. O esa hija de inmigrantes yugoeslavos que es Lily Garafulic, trabajadora incansable, entregada a sus piedras, sus maderas y sus barros por sobre cualquiera otra preocupación en esta tierra, pues, según confiesa, se casó con la escultura. Y su contemporánea, la pintora cinética Matilde Pérez, que tiene noventa años, a la que todavía no le han dado el Premio Nacional de Artes Visuales, pero a quien aplauden por igual los públicos de París y La Habana. O Humberto Giannini, el marino mercante al que el poeta Gonzalo Rojas sacó de su barco y convirtió en filósofo, por lo que hoy es doctor Honoris Causa de La Sorbona, habiendo escrito libros fundamentales sobre la ética de lo cotidiano, la de la convivencia, la del trato cordial con el otro. O Juan Pablo Izquierdo, el músico que a los cinco años ya conocía a Stravinsky y a Bramhs.

    Este es el Chile que yo admiro, el que a mí me gusta, el que en este Bicentenario me llena el corazón de entusiasmo y orgullo. Estas veintidós figuras no son todo lo que somos y hemos sido los chilenos, por supuesto (Jurado se lamenta de no haber podido entrevistar a Violeta Parra, a Manuel Rojas, a Pablo de Rokha, a Rebeca Matte, a Gabriela Mistral, a Pablo Neruda, a Alberto Lobos, a Aurora y Magdalena Mira, a Pedro de la Barra…), pero sí son una parte sustancial y definitiva. Cuando se habla entre nosotros de superar el subdesarrollo y de llegar al desarrollo con una frivolidad y una desmemoria que pasma, es preciso recordarles a quienes así se expresan que ese subdesarrollo al cual quieren dejar atrás produjo en Chile nada menos que esto, a estas personas estupendas y a sus obras. Ellos y ellas escribieron, pintaron, hicieron filosofía, ciencia o música precisamente con los materiales de un Chile cuyas riquezas mayores corrían y corren aún muy por debajo del Chile ostensible y ostentoso, el de los indicadores económicos del Diario Financiero o el de la cartelera de espectáculos de La Tercera y El Mercurio. Trabajando obsesivamente –porque si hay algo que las entrevistas de María Cristina demuestran es que lo que une a sus entrevistados es la obsesión por lo que hacen, que es aquello que los ha transformado en maestros de sus oficios respectivos–, sus obras conforman nuestro patrimonio auténtico, el mismo que se les debiera enseñar a los niños en la escuelas, mostrando que la historia de este país empezó hace mucho más tiempo de lo que se cree y no tanto en los campos de batalla o en los espacios del conciliábulo político o el comercial como en las salas de clases, en los laboratorios, en los teatros, en los auditorios de música y en los talleres de pintura y escultura, donde había gente que creaba esos objetos que hoy día despiertan nuestra admiración.

    Me impresionan las trayectorias convergentes. La del científico Humberto Maturana, que empezó estudiando la biología del conocer y ha terminado hablando de la matriz biológica de la existencia humana y de los seres humanos como biológicamente amorosos, con la del poeta Raúl Zurita, convencido asimismo de que el amor es una fuerza que excede a la razón y es la causa por la cual, si uno mira hacia fuera, ve una hoja al lado de la otra y, cuando hay viento, los pastos se mecen al unísono. No hay sentimentalismo en esas frases. Los dos están preocupados de lo que hace que los humanos estemos y debamos continuar juntos, y los dos apuestan para esos efectos a la fuerza del amor. Por el camino de la ciencia fue a dar ahí el primero de ellos; por el de la poesía, el segundo.

    El otro que jamás deja de impresionarme es el paradójico Raúl Ruiz. Después de proclamar que Godard es el mejor cineasta uruguayo y Neruda nada menos que el mejor poeta argentino, entrega el siguiente retrato de sus compatriotas:

    Mira, cuando yo filmo en Chile, a casi todas las imágenes les pongo un filtro de niebla. Porque en Chile todo se da de manera borrosa, nada es demasiado evidente: no hay gente absolutamente fea, ni mala ni tonta. Todo es flotante, detrás de una niebla. Por ejemplo, los chilenos no hablan ningún idioma, ni siquiera el castellano en términos formales. Hay una manera vacilante, errática, de expresarse. Y hablar en chileno es decir una cosa por otra, porque aquí casi nadie dice lo que en verdad piensa. Eso llama mucho la atención porque es una forma extraña de comunicarse. Siempre he pensado que un país como éste, que no sabe expresarse, es un país que debiera tener muy buenos cineastas. Porque ¿qué es un cineasta? Es alguien que no es capaz de decir, a no ser que muestre con el dedo.

    Entre bromas y veras, esta es la reina de las paradojas de Ruiz, quien, a sabiendas de que su cámara es un dedo, ha puesto aquí el dedo en la llaga. Las líneas finales de esta cita amagan en efecto hacia la raíz de un trabajo como el que Ruiz realiza, que nace de una cierta mudez, de una cierta resistencia a usar el lenguaje cinematográfico tal como a él se le da. Los chilenos, los que somos como él, tampoco sabemos hablar o no queremos hacerlo, pero precisamente porque no sabemos o no queremos hablar tendríamos, según asegura, la oportunidad de convertirnos en protagonistas de una maniobra similar a la suya. Me pregunto: ¿no es esto lo que ocurre con los demás personajes cuyos testimonios reúne el libro de María Cristina Jurado? ¿No consiste su genio en ese su no estar contentos con el lenguaje recibido? ¿En haber arrancado siempre o casi siempre de lo que existía de antemano, pero sin temor de transgredirlo, de salirse del cuadro, como bien dice Balmes? Es una operación que tiene sus riesgos, claro está. El más grande de todos es que el proyecto del caso se vaya por fin al tacho, que fracase callada o estrepitosamente, convertido en una masa informe de fragmentos que buscaron unirse pero no lo consiguieron. Pero la contraparte de ese peligro es el premio al espíritu de aventura, es el hallazgo de un continente inédito, el descubrimiento de un filón nuevo en la mina del mundo: en la literatura, en la filosofía, en la ciencia, en el arte, en la música. La salida del cuadro habrá abierto en esa ocasión y como rédito magnífico, la posibilidad de dar cuenta de algo que, aun cuando estaba ahí desde siempre, nunca antes se vio o nunca se dijo.

    También se encontrarán en el libro de María Cristina Jurado entrevistas a los poetas Nicanor Parra, Gonzalo Rojas y Armando Uribe y a los narradores José Donoso, Roberto Bolaño y Jorge Edwards, pero ya sabemos tanto acerca de ellos, los hemos encontrado tan a menudo y en tantos y tan honrosos lugares, que yo voy abstenerme de echarle más leña al fuego de lo consabido.

    De lo que no me voy a abstener, sin embargo, es de reconocerle sus méritos a la entrevistadora. Los periodistas, nos dice María Cristina, son seres que entran y salen de otras vidas, sin mirar nunca hacia atrás. Pues bien, transgresora ella también, lo que ha hecho en este libro es mirar hacia atrás, y lo ha hecho con los ojos bien abiertos, con generosidad, con desprejuiciado cariño y asombro por el genio de los hombres y mujeres a quienes estaba entrevistando. Entre tantísima celebración inane como hemos visto en este Bicentenario, yo pienso que la de María Cristina Jurado es una de las pocas, si es que no la única, que se sale del cuadro.

    Grínor Rojo, 

    Director del Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos de la Universidad de Chile.

    PRESENTACIÓN

    Andrés Pérez marcó a fuego el teatro chileno. Después de su luminoso vuelo rasante por esta vida, ni la concepción teatral ni la dramaturgia volverán jamás a ser lo que eran. Roberto Bolaño, polémico prodigio de la narrativa nacional, luchó hasta el final por llevar a cabo su tarea de guerrero algo incomprendido de las letras. Su obra, que solo el tiempo juzgará en la debida dimensión, resplandece con su verbo. Como Andrés, Roberto se fue demasiado temprano, demasiado joven.

    Amarrados a la tierra y después de crear durante casi un siglo, Margot Loyola, Nicanor Parra, Lily Garafulic, Isidora Aguirre, Gonzalo Rojas y Matilde Pérez son ejemplos de porfía. Bordeando –o habiendo cruzado– los 90 años, nadie ha logrado convencerlos de soltar sus cinceles, plumas, guitarras y paletas y prosiguen su tarea, encerrados en sus salones decimonónicos, talleres, zaguanes, pórticos y miradores. Esperando la muerte y celebrando la vida.

    Como testigo de su tiempo, el Premio Nacional de Literatura 2004, Armando Uribe Arce, magistral ironía poética en lengua española, resiste en su encierro voluntario en Ismael Valdés Vergara, ajeno al mundo y a la vez gozosamente inmerso en él.

    A los dos Humbertos, Giannini y Maturana, les debo haber confirmado una verdad que he comprobado mil veces en mi carrera: mientras más grande es el espíritu, más humilde es el hombre. A esa categoría perteneció también José Donoso, quien me abrió su puerta, sencillamente y en pijamas, una mañana de los años 80, en su primera conversación en Chile justo antes de regresar definitivamente de su fructífero exilio en España.

    Nicanor Parra, ladino maestro del ingenio y del talento, me abrió sus casas de La Reina y de Las Cruces tres veces y siempre fue una fiesta. Como fueron las horas de conversación y whisky con Raúl Ruiz en el living de Suecia, los mariscos con Gonzalo Rojas en Chillán, el té con Balmes y el vino rojo lluvioso de Raúl Zurita.

    Una noche de verano norafricano comí con el pintor Claudio Bravo en Marruecos y supe de su vida sexual y de sus profundos amores y temores.

    Otro día escuché el modo pausado del maestro Juan Pablo Izquierdo, otro humilde que merece todos los honores.

    Raúl Ruiz se me apareció por segunda vez en un café de Cannes mientras Andrés Pérez y Bolaño se morían.

    Porque casi todos quienes trabajan en la creación intelectual en Chile viven siempre al límite y pendularmente entre el gozo y el dolor, la fama y el olvido, la solvencia y la precariedad rondando como fantasmas, es que muchas veces me pregunté de qué material estaban hechos estos hombres y mujeres. Qué motivación los movía, qué cruzada perseguían, cuál era su marmita dorada al final del arcoiris.

    Enfrentada al trágico pero fascinante sino que cargamos los periodistas –ese entrar y salir de otras vidas como relámpago, sin mirar nunca hacia atrás– decidí que debía encontrar un sedimento.

    Así, me interné en la desangelada soledad infantil de Matilde Pérez, la fuerza de Zurita frente al Parkinson que lo horada, la inseguridad confesa de Isabel Allende, criticada en su casa, pero ¡lejos! la novelista contemporánea más leída y premiada internacionalmente, a quien nuestro país otorgó este septiembre el Premio Nacional de Literatura.

    Enrique Zañartu, hermano de Nemesio Antúnez, rompió su ostracismo legendario y me regaló toda una semana en París en los últimos años de los 80, mientras mi hija nacía. De esos días salió un texto de arte.

    El sedimento iba quedando.

    Esa fértil capa humana, que ha resistido el tiempo y la distancia, es la base de este libro.

    Conversaciones inéditas y no, que dan cuenta del pensamiento de veintidós extraordinarios chilenos, de los cuales catorce son Premios Nacionales. No creo equivocarme si digo que todo el resto merecería serlo. Hombres y mujeres que, empecinados por su pasión y llevados por su talento, se armaron una vida de creación pura, contribuyendo con su obsesión al tejido social de este país.

    Hay ausencias que lamentaré siempre.

    El grito desgarrado de Violeta Parra, Manuel Rojas y su Vaso de Leche, el titán Pablo de Rokha, Rebeca Matte y su cincel, el refinado virtuosismo de Claudio Arrau, Gabriela Mistral y Pablo Neruda, la pobreza de Alberto Lobos y su Generación del 13, el rebelde brochazo de Aurora y Magdalena Mira, el pionero Pedro de la Barra, se fueron antes de mi tiempo.

    Me consuelo pensando en que, a fin de cuentas, la cultura se traspasa y constituye un solo legado nacional. De ese modo, quiero creer que ellos también están en estas páginas.

    Washington, verano de 2007

    Concón, invierno de 2010.

    Las siguientes veintidós conversaciones tuvieron lugar entre 1980 y el 2010 en Santiago de Chile, Las Cruces, Tánger y París. Algunas de ellas fueron publicadas, en diversas fechas, en la ex editorial Los Andes, revista Caras, revista V&D y Las Ultimas Noticias de El Mercurio. Aquí figuran en reedición nueva, basada en archivos inéditos de la autora.

    AGRADECIMIENTOS

    Este libro es de los veintidós personajes que, con su testimonio, dan solidez y transparencia a estas páginas.

    También, del centenar aproximado de otros creadores de la cultura que, por un día, compartieron su vida conmigo.

    A Arturo Infante, mi editor en Catalonia, y Willie Schavelzon, en Barcelona, quienes me hicieron ver un libro donde yo solo veía palabras.

    A El Mercurio, por su grandeza.

    A Gonzalo Rojas-May, por su tiempo.

    A Milena Vodanovic, directora de Paula, y a mi querida Pin Cam­paña, por su admirable retrato de Roberto Bolaño.

    A Lucho Poirot, quien quiso compartir su talento conmigo, aun antes de conocerme.

    A Alejandro Muñoz y al doctor Maturana, por su retrato de Humberto Maturana.

    A Hernán Garfias, por su oportuna disponibilidad.

    A Carmen Maldonado y Enrique Ramírez Capello, mis amigos con ojo certero.

    Y a mi hija Stephanie Marie, por todo.

    ISIDORA AGUIRRE

    LA PERGOLERA

    Con unos amigos hicimos una fiesta para celebrar mi No Premio Nacional

    Prolífica dramaturga, de sangre rangosa y convicciones izquierdistas, Isidora Aguirre Tupper pasó a los anales del teatro chileno con La Pérgola de las Flores. Convertida en fenómeno de público, la comedia musical más célebre de Chile revolucionó la provinciana escena nacional en los 60. Infatigable investigadora en terreno, profesora universitaria y purista de la escritura teatral, Aguirre, tataranieta de Isidora Zegers, cumplió medio siglo en la construcción de una obra realista con marcado acento social. Hoy, a los 91 años, cuando se suceden los reestrenos de su obra por el Bicentenario de Chile, reconoce, muy a su pesar, que ninguna producción posterior superó el luminoso éxito de La Pérgola, que ha sido vista por más de un millón de chilenos en sus múltiples versiones, y que la inscribió para siempre en la historia del teatro latinoamericano.

    JUNIO DE 2010

    Más de un millón de chilenos ha gozado y sufrido con La Pérgola de las Flores, que Ana González y Silvia Piñeiro, dos iconos del teatro, elevaron con su actuación a la categoría de estreno indispensable en 1960. Tanto logro se apoyó en la música del compositor Francisco Flores del Campo, autor de las canciones que hasta hoy, después de cincuenta años, resuenan en el inconsciente colectivo.

    Pero el fenómeno de una comedia musical transformada en bien nacional –como lo llama su autora–, se debe fundamentalmente al talento y visión de una aguerrida mujer que hace rato debió haber recibido el Premio Nacional de Artes en su categoría. Isidora Aguirre Tupper acaba de cumplir 91 años y, aunque ya no puede dar vueltas por su departamento del barrio Salvador con la agilidad de hace unos años, conserva su lucidez y su memoria:

    Para mi cumpleaños, el 22 de marzo, me hicieron una fiesta fantástica en el Mesón Nerudiano. Se juntaron cien personas y habló mucha gente. Me emocionó que estuvieran mis cuatro hijos, Trinidad y Pilar Carmona y Peter y Carol Sinclair. Con ellos y con mis ocho nietos y doce bisnietos son con quienes yo más convivo, ahora están de vacaciones en Cozumel. Por mi cumpleaños también hubo un homenaje en la Universidad de Santiago. Pero ¿sabes? Yo he recibido ya demasiados honores en mi vida. Tengo una cómoda llena de galvanos y de premios por La Pérgola de las Flores. A mí lo que me hace falta es plata. Claro que por este musical me entra el 5% de los ingresos que genera. Los herederos de Francisco Flores del Campo cobran el otro 5%. Pero ha opacado el resto de mi producción, más de treinta obras. Todos piensan que soy la autora de La Pérgola y punto. Eso sí, cuando estrenamos en 1960, a nadie le importaba un pucho la escritora: ¡todas las alabanzas se las llevaban la Silvia Piñeiro y Pancho Flores!

    –¿Le duele no haber recibido el Premio Nacional de Artes?

    Me gustaría, porque es harta plata, además hay una pensión. No tanto por el honor, ya acumulo muchos. Mira, en el 2005 se lo dieron a Fernando González, que es profesor, a pesar de que tocaba autor. Con unos amigos hicimos una fiesta para celebrar mi No Premio Nacional. Me lo tomo con humor. Ahora lo que me importa más es recuperar la movilidad de mis piernas, porque por estos días tengo que andar con otra persona si quiero salir. ¡Y tengo harto que hacer! He escrito cuatro novelas y tengo una quinta postulando al Fondo del Libro. Tengo cuentos, novelas para niños. Creo que ya hice mi tarea, no tengo ganas de seguir escribiendo obras de teatro.

    Tataranieta de Isidora Zegers y de sangre rangosa, Isidora Aguirre tenía 41 años recién cumplidos cuando conoció la fama, a la que la lanzó, de un día para otro, La Pérgola, que se transformó en el musical más famoso de Chile. Tan célebre que, en este año del Bicentenario, ha sido la obra teatral más difundida a toda escala.

    El éxito la tomó por sorpresa. La había escrito casi a contrapelo, porque el género no podía interesarle menos. Me tuvieron que rogar, convencer. Yo estaba embarazada de mi cuarta hija, Carol, y los musicales no me atraían, era un género que no conocía. ¡Qué me podían importar a mí unas floristas! Era una época en que el teatro se hacía al alero de las universidades y Eugenio Dittborn, director del Teatro de Ensayo de la Universidad Católica, me tentó al poner como director a mi amigo Eugenio Guzmán. Ahí tuve que aceptar.

    El éxito le llegó a pesar de ella misma. Hoy, nonagenaria, acumula medio siglo de escritura y más de treinta obras en todos los géneros, sin jamás apartarse de su veta social.

    Y es que esta dramaturga de voluntad de hierro siguió, disciplinadamente, la senda que se impuso al partir, en 1955, cuando debutó con Carolina: En los diarios antiguos que guardo, siempre salgo diciendo que lo importante es escribir y construir una obra que algún día me respalde. Bueno, ahora ya la tengo.

    No se siente célebre ni especial. Isidora Aguirre está enfocada en el presente:

    Este 2010 ha habido varios reestrenos de mi obra. Hicieron La Pérgola de las Flores –en la sala Camilo Henríquezy Los que van quedando en el camino, una obra de 1969, que siempre he juzgado más interesante y de mayor peso. Fue bonito. De nuevo encontré increíble el revuelo que arman por un musical de unas floristas, en comparación con una obra larga y documentada, como ha sido mi dramaturgia social. Un teatro de contenido, que tiene peso y mensaje. Y que se conoce mucho menos. Mi obra y yo hemos sido más difundidas en Argentina, Europa y Estados Unidos, que aquí.

    ¿Qué sensación le dejan, medio siglo después, sus reestrenos?

    –La Pérgola de las Flores, ninguna, no me emociona en lo más mínimo. Pero la siguen reestrenando. Este septiembre, por el Bicentenario, la van a montar varias veces más. Andrés Pérez hizo innovaciones muy bonitas en 1996, pero los diarios lo pelaron porque querían la versión de Guzmán. A mí me gustó su visión, éramos muy amigos con Andrés. Para escribir Los que van quedando en el camino, sobre la represión de Ranquil en los años 30, fui dos veces a Lonquimay. Es una historia muy bien contada, la escuché de los hermanos Sagredo Uribe. Ahora la montaron en el antiguo Congreso de Santiago. Me pareció un lugar simbólico. Estos remontajes me producen mucho placer, pero no emoción. ¡He visto tantas obras, he escrito tantas! Sí me ha importado mucho el público que asiste a ellas: a El Retablo de Yumbel, sobre un grupo de desaparecidos, fueron todos sus parientes. Cuando dimos Lautaro se llenó de mapuches. Eso sí me pareció emocionante.

    La Pérgola de las Flores, entonces, es como la gran obra de Chile.

    Es lo que llevo cincuenta años escuchando. Ya te dije que el país se la apropió. Eso, claro, es un orgullo para cualquier dramaturgo. Pero no me quita el sueño, porque yo estoy enfocada en mirar hacia delante. ¡Tantas cosas nuevas que se pueden hacer!

    Mirando hacia atrás, a Isidora Aguirre cuya madre, María Tupper Huneeus, era pintora y discípula de Juan Francisco Gonzálezle afloran anécdotas que presagiaban un futuro éxito con sus floristas en Santiago:

    Son cosas chicas, pero no se me han olvidado. Yo tenía catorce años cuando vivíamos en una casa en Bilbao y Seminario, y tomé la costumbre de ir a la pérgola de la Alameda, a comprar ramitos de violetas. Eran los años 30. Ahí conocí a las pergoleras. Las violetas las ponía en un vaso en mi pieza, me gustaban. Cuando escribí La Pérgola, la primera escena era una huasita, la Carmela de San Rosendo, que llegaba a

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