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Radiografía del nuevo campo argentino: Del terrateniente al empresario transnacional
Radiografía del nuevo campo argentino: Del terrateniente al empresario transnacional
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Radiografía del nuevo campo argentino: Del terrateniente al empresario transnacional

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El campo argentino y la cúpula empresarial agropecuaria ya no pueden entenderse ni discutirse recurriendo a denominaciones como "vieja elite terrateniente" o rentista, o atendiendo al rol de organizaciones tradicionales como la Sociedad Rural. En los últimos cincuenta años se produjo y se consolidó un proceso de transformación profunda, que reconfiguró los rasgos de la burguesía agraria y también el modo en que se piensa a sí misma y piensa su rol en el desarrollo del país.

Con mirada sociológica, Carla Gras y Valeria Hernández explican cómo nacieron y crecieron los agronegocios, cómo construyeron su hegemonía desplazando otras visiones y presentándose a la vanguardia de la innovación tecnológica, cuáles son los perfiles empresarios que sostienen esta matriz y cuáles los puntos de fuga que pueden ponerla en crisis. En un arco que va de 1960 a nuestros días, el recorrido se detiene en dos instituciones centrales del empresariado del agro: AACREA y AAPRESID. En los años sesenta, la primera definió el rol del agro como líder de un proyecto modernizador, sostenido en los valores de la experimentación técnica y el conocimiento, y en la misión moral de servir al bien común. En los noventa, a tono con un mercado globalizado, la segunda resignificó la relación entre agro y desarrollo en clave neoliberal. Con la tecnología como pilar del modelo de negocios, acompañó la articulación de jugadores locales con jugadores transnacionales y tendió puentes sólidos entre el empresariado y otros ámbitos de circulación de saberes, como el mediático, el académico y el científico. Ambas instituciones fueron decisivas para relegitimar al sector y desplazar la discusión por la reforma agraria o la tenencia de la tierra.

Atentas a la heterogeneidad de los actores de los agronegocios, las autoras trazan una radiografía imprescindible del perfil de la clase dominante, de los mecanismos para construir hegemonía y de las grietas que permiten imaginar modelos alternativos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 nov 2019
ISBN9789876296861
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    Radiografía del nuevo campo argentino - Carla Gras

    suelo.

    Parte I

    Desarrollo, agro y tecnología.

    La modernización de la mano de la Revolución Verde

    1. La cuestión agraria en perspectiva

    El proceso de modernización del agro argentino en la década de 1960 estuvo signado por los debates entre las teorías de la modernización y de la dependencia. Particularmente intensos durante los años sesenta y setenta en toda América Latina, indagaron acerca de las causas del atraso relativo de los países del Tercer Mundo en comparación con el bienestar y el progreso económico alcanzados por los países centrales.

    Para quienes se inscribían en las teorías de la modernización, el atraso se debía a la persistencia de estructuras y relaciones económico-sociales arcaicas. Para superar la brecha, se postulaba que estos países debían encontrar la senda del desarrollo mediante la tecnología en sus diversas expresiones. Así se saldaría, en tiempos relativamente breves, el atraso del Tercer Mundo. Este enfoque encontró fuerte eco en la acción de instituciones regionales como la Comisión Económica para América Latina (Cepal), para la cual las agriculturas de la región constituían uno de los principales factores de retraso: su aporte se consideraba escaso y su desempeño, estable, lo que iba a contramano del crecimiento y el desarrollo.

    Esta visión general tenía modulaciones específicas en el caso argentino, ya que el país no podía ser asimilado sin más al dualismo latifundio-minifundio, imagen que sí encontraba arraigo en otros países de la región. Las grandes explotaciones pampeanas, lejos del tradicional latifundio, habían logrado, por un lado, una inserción competitiva en el mercado internacional vía la producción ganadera y, por otro, fueron una vanguardia tecnológica en cuanto al refinamiento del ganado, la genética y el pastoreo. El impulso industrializador que una franja de las propias clases dominantes del modelo agroexportador había intentado a través del Plan Pinedo, a inicios de 1930, tenía un alcance limitado. En dicho plan, la inserción en el mercado internacional como oferente de materias primas y demandante de bienes manufacturados no se veía alterada, así como tampoco se modificaba la alianza de clases que lo sustentaba. En esos años treinta comenzó, además, una etapa de estancamiento de la producción pampeana que, con los cambios introducidos por el gobierno peronista, terminó cristalizando en un nuevo modelo de acumulación. La política pública avanzó sobre la regulación de la producción agropecuaria y su comercialización; asimismo, mediante diferentes modificaciones a las condiciones de arrendamiento, se transformó gradual pero irrevocablemente la estructura de tenencia de la tierra en la pampa (Hora, 2005). En la década peronista (1945-1955), el sector agropecuario dejó de ser el eje vertebrador de la economía argentina, aunque no por ello perdió su fuerza gravitante, ya que las exportaciones agropecuarias proveyeron las divisas necesarias para el crecimiento de la industria.

    ¿Cuáles fueron los rasgos del escenario que dejó el peronismo? ¿Cómo se orientó la modernización del agro pampeano? ¿Qué respuestas puso en práctica la clase terrateniente frente a los debates planteados en torno de la cuestión agraria que involucraban la impugnación de la gran propiedad? Al abordar estos interrogantes, indagaremos el contexto ideológico del desarrollismo, encarnado por el gobierno de Arturo Frondizi (1958-1962) en el ámbito local y por la Cepal en América Latina.

    La cuestión agraria y el papel de los terratenientes ante el agotamiento del modelo agroexportador

    A partir de la gran expansión agropecuaria que comenzó hacia la segunda mitad del siglo XIX, para detenerse hacia 1930, el modelo de desarrollo pampeano concitó intensos debates. El extraordinario y sostenido crecimiento de la producción regional basado en el papel preponderante de la gran explotación encontró no pocos detractores. Sin embargo, esta figura social no siempre fue denostada. Como sostiene Hora (2005), el éxito de la economía argentina y el papel central de la producción ganadera se habían sostenido sobre la base de una profunda transformación tecnológica, que incluyó mejoras genéticas, introducción de razas refinadas, controles sanitarios y difusión de praderas artificiales, entre otros (Hora, 1994). Producto de esas iniciativas, lideradas por una suerte de vanguardia ganadera que integraban los más encumbrados propietarios bonaerenses (Sesto, 2005), los terratenientes pampeanos lograron convertir la tradicional economía ganadera en una actividad moderna y dinámica que podía reclamar para sí la legitimidad de ser portavoz del progreso y el desarrollo (Hora, 2005).

    Hacia 1910, la asociación entre la gran propiedad y el crecimiento económico comenzó a debilitarse por un conjunto de factores, tales como la volatilidad de los ciclos comerciales a partir de la Primera Guerra Mundial, la caída sistemática de la participación de la producción agropecuaria en el producto bruto interno nacional,[3] y la creciente conflictividad social producto de las dificultades en el acceso a la propiedad para los arrendatarios y del incremento de la renta de la tierra. La impugnación a la gran propiedad se agudizó con la crisis de 1930. Por entonces, la tasa anual de crecimiento del producto bruto interno agropecuario había descendido del 3,4% entre 1900 y 1914, a 1,5% (Díaz Alejandro, 1975). En ese contexto, autores como Jacinto Oddone (1956) o José Boglich (1937) explicaron la crisis desde una interpretación que resaltaba el carácter feudal y parasitario de los terratenientes y su condición de principal freno al desarrollo capitalista del agro, en tanto su carácter dominante se asentaba en su condición de propietarios más que de verdaderos empresarios (Graciano, 2008: 384). En esta visión, primaba la consideración de los grandes ganaderos como refractarios a la agricultura, actividad que quedó en manos de pequeños propietarios y arrendatarios.

    De ese modo, la evolución errática de la producción agrícola era considerada un indicio evidente del comportamiento rentístico de los grandes ganaderos: estos no sólo se desinteresaban de la agricultura, sino que la obstaculizaban al captar para sí una parte de la riqueza generada por los arrendatarios bajo la forma de la renta, por lo que estos se veían imposibilitados de iniciar un proceso de acumulación ampliada. Así, el primitivismo técnico de la agricultura (Hora, 1994) era visto como la consecuencia natural de una estructura agraria caracterizada por una alta concentración de la propiedad de la tierra.

    Esta es una de las hipótesis que marcó el debate de los años setenta y ochenta sobre el estancamiento pampeano. Para estas posiciones, la consolidación de la estancia capitalista se explicaba por la capacidad de esa clase social de captar renta diferencial a escala internacional. En esa línea podemos ubicar el enfoque de Flichman (1977). El análisis de Jorge Sabato (1988) aportó elementos que complejizaron esas posturas. Su estudio sobre la organización de la estancia mixta encontraba que la combinación ganadería-agricultura (estuviera esta última en manos del propio terrateniente o de sus arrendatarios) permitía maximizar ganancias a partir de la diversificación de riesgos y responder con un alto grado de flexibilidad a las demandas del mercado mundial. Según esta visión, el terrateniente manejaba con gran racionalidad su negocio, del que la valorización de la tierra era un parte integrante pero no la única, ni la dominante.

    La inestabilidad de los precios de las materias primas y el inicio de políticas proteccionistas agrícolas en Europa tras la Primera Guerra Mundial contribuyeron a tornar más negativa la imagen de los grandes terratenientes y su capacidad de continuar liderando la economía nacional. Como sostiene Graciano (2005), la idea de que la solución pasaba por la división de la gran propiedad no sólo era sostenida por la izquierda (socialistas y comunistas) sino también por otros partidos políticos, como el radicalismo.

    Con la llegada del peronismo al poder en 1945, representando una nueva constelación de fuerzas sociales y políticas, se puso en marcha una serie de políticas que cristalizaron en un nuevo patrón de acumulación que reasignó el lugar del sector agropecuario. Dada la centralidad de la clase terrateniente pampeana en la actividad, el partido liderado por Juan Domingo Perón desarrolló una política agraria que buscó desarticular las bases del poderío terrateniente. Entre ellas, resaltan las medidas tendientes a otorgar al Estado una mayor capacidad de regulación sobre el mercado de tierras, sobre todo en lo referido a las condiciones de arrendamiento.

    ¿El fin del latifundio? El peronismo en el poder

    La lectura de la conexión entre la gran empresa, los terratenientes, las limitaciones que encontraba el desarrollo agrario y sus consecuencias en la economía y la sociedad nacional persistió durante las décadas de 1940 y 1950. Fue un período de fuerte caída de la producción agrícola, resultado de la confluencia de factores de índole externa[4] e interna. Entre estos últimos, cabe destacar el atraso tecnológico de la agricultura pampeana y la carencia de políticas públicas y privadas orientadas a promover la aplicación de avances científicos en la actividad. Sin embargo, es preciso señalar que en términos relativos la ganadería evidenciaba un mejor desempeño y los grandes propietarios se volcaron a la producción ganadera para aprovechar los altos precios de la carne, por lo que recuperaron sus tierras arrendadas. Así, en estas décadas, la cuestión social pampeana se agudizó con los desalojos cada vez más numerosos de arrendatarios.

    Durante el peronismo, además, dos aspectos caracterizaron a la política pública en este sector: por un lado, las transformaciones operadas en el sistema de tenencia de la tierra[5] y, por otro, la extensión del proceso de tecnificación de las medianas explotaciones. Ambos apuntaban a reconfigurar el lugar de la gran explotación, y dejaban interrogantes abiertos en relación con la posibilidad de que otros sujetos sociales –la mediana y pequeña empresa– pudieran impulsar el crecimiento agrícola. En cuanto al primer eje, el peronismo centró su accionar en las condiciones de arrendamiento, sin avanzar sustantivamente en impuestos progresivos a la tierra o gravámenes a propietarios ausentistas. A pesar de esto, las diferentes prórrogas introducidas en 1946 y 1948 en el congelamiento de los cánones de arrendamiento y de plazos de los contratos (Ley 13.246) tuvieron efectos significativos en cuanto a la permanencia de los arrendatarios en el campo, convirtiéndose de hecho en una solución para el acceso a la tierra. En este sentido, Hora (2005) sostiene que la legislación que introdujo el peronismo puede considerarse un sucedáneo de la reforma agraria, interpretación que también sostiene Halperin Donghi (1995). De igual modo, y sobre la base legal de la política de colonizaciones iniciada en la década de 1930,[6] el peronismo avanzó en las expropiaciones y la subdivisión de las grandes propiedades para hacer efectivo el proceso de reparto de la tierra. Esta orientación marcó el período 1945-1949, para luego perder dinamismo y dar lugar a una política agraria más centrada en lo productivo (Blanco, 2004).[7]

    El impacto de la política peronista sobre el sistema de tenencia de la tierra ha sido considerado de diferentes maneras por los estudiosos del tema. Para autores como Hora, esos años marcaron el fin del latifundio en la Argentina (2005: 382). En una línea similar, Sabato (1993) destaca la sistemática subdivisión de la tierra y el aumento en el número de propietarios hasta 1947, junto con el descenso en el tamaño medio de las explotaciones. Otros análisis, en cambio, sostienen la persistencia de la concentración. Así, Basualdo y Khavisse (1993) insistirán en la permanencia en el tiempo del patrón de distribución inicial de la tierra del siglo XIX, dado que la subdivisión no habría sido más que una estrategia jurídica de reorganización de las grandes propiedades en otras más pequeñas para enfrentar los diversos intentos de reforma del sistema de tenencia, en especial a partir de la década de 1940. En la misma línea interpretativa se ubica Girbal-Blacha (2007).

    Más allá de estas discusiones, lo que sin duda puede plantearse es que la cuestión de la tenencia de la tierra comenzó a considerarse como un aspecto en el que la política pública debía intervenir activamente. Sin embargo, la retórica de una reforma agraria transformadora que signó el accionar del primer gobierno peronista se desplazó a partir de 1950, en el contexto de una crisis agravada por las condiciones climáticas, hacia una tónica más de tipo productivista, que en forma creciente desligaría el problema de la baja productividad del tamaño de la explotaciones. Esta visión se afianzó en los años posteriores al derrocamiento del gobierno peronista, cuando, a pesar de la reversión de muchas de las medidas implementadas por esa administración, la agricultura seguía sin recuperarse de su estancamiento (Sabato, 1993).

    El segundo aspecto a considerar en este repaso de la impronta que dio el peronismo al abordaje de la cuestión agraria se refiere al impulso dado a partir de 1946 al proceso de tecnificación mediante una política crediticia. En un contexto de difíciles condiciones para la adquisición de bienes de capital,[8] estas medidas de fomento de la industria local de maquinaria e implementos agrícolas redundó recién a partir de 1952 en una mejora en el nivel de capitalización del agro (Lattuada, 1986). Al mismo tiempo, los avances en la incorporación de otras técnicas fueron escasos, lo que podría atribuirse, como señala Barsky, a la falta de una tradición adecuada de participación activa del Estado en un área decisiva como la política de generación y difusión de tecnología agropecuaria (1993: 69). Sería recién a finales del decenio de 1950, mediante la creación del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), que el Estado buscaría plasmar acciones sostenidas en ese sector.

    Por último, la política de comercio exterior del gobierno peronista fue eje de virulentos conflictos con los sectores liberales más ortodoxos, identificados históricamente con la clase terrateniente pampeana.[9] Disposiciones como la que resolvió en 1944 que la Junta Reguladora de Granos no trasladara a los productores el diferencial originado en momentos de altos precios internacionales, o la creación en 1946 del Instituto Argentino de Promoción del Intercambio (IAPI), que nacionalizó las exportaciones y permitió al Estado captar dicho diferencial,[10] ponían en juego una concepción planificadora del desarrollo desde el Estado.

    El conflicto con la clase terrateniente no giró sólo en torno del libre mercado, sino de la orientación que el Estado daba al desenvolvimiento económico del país, volcando el excedente agropecuario a la promoción de la industria. Para voceros de la SRA como José Martínez de Hoz, la política agraria del peronismo en su conjunto era considerada la causa principal de la caída de la producción agropecuaria en la década de 1940 (Barsky, 1993). Según estos actores, las ventajas naturales del agro eran sacrificadas en pos de un crecimiento industrial centralizado, de carácter fuertemente estatal, y el magro desempeño del agro pampeano se debía a las políticas de transferencia de renta al sector industrial –a través de los impuestos a los productores agropecuarios– y al trabajo –vía los precios de los bienes salarios (Obschatko, 2003)–.[11]

    Como mencionamos, la política agraria del peronismo a partir de 1949 estuvo signada por un mayor tono productivista (Blanco, 2004). Este giro no fue ajeno a las crecientes dificultades de la balanza de pagos y al proceso inflacionario que perjudicaba la situación de los sectores asalariados urbanos, su base política nuclear. Esta situación se vio agravada por las sequías de 1949-1950 y 1951-1952, que redujeron al máximo los saldos exportables. En este contexto, y con el doble propósito de no perjudicar los ingresos de los asalariados y reducir la conflictividad con los sectores agroexportadores, el segundo gobierno peronista impulsó medidas de estímulo económico, como mejorar los precios nominales al productor y subsidiar la incorporación de tecnología. Al mismo tiempo, disminuyó las expropiaciones con vistas a la colonización, en particular las de las grandes propiedades, reemplazando la superficie de la propiedad como criterio para expropiar tierras privadas por otro que acentuaba el carácter irracional de la explotación, cualquiera fuese su extensión (Lattuada, 2002).

    Con el derrocamiento del peronismo, el problema del agro ya no puso en juego la distribución de la tierra sino que, progresivamente, se comenzó a pensar como una cuestión de modernización entendida en un sentido bien preciso, esto es, como la incorporación de tecnología. Así, más allá de algunos contrapuntos introducidos por los partidos de izquierda –que siguieron asociando a la gran propiedad con el atraso tecnológico–, la cuestión agraria fue replanteada cada vez más en términos de eficiencia productiva y ya no del tamaño de las explotaciones. Esa fue la veta que talló el grupo de terratenientes asociados en la AACREA.

    De la reforma agraria a la modernización tecnológica

    El golpe militar de 1955 estuvo signado por una fuerte retórica antipopulista, sin que ello significara la recomposición de la hegemonía de la clase terrateniente en el ámbito económico y social.[12] Hacia mediados de los años cincuenta, el sector agropecuario exhibía un desempeño deficitario para las necesidades del modelo de desarrollo vigente, al tiempo que el proceso de industrialización mostraba signos de agotamiento. Los grupos más conservadores, que se habían opuesto decididamente a la política agraria del peronismo, encontraron eco en el gobierno de la Revolución Libertadora (1955-1958) y apoyaron sus primeras medidas. Estas apuntaron a revertir la anterior estrategia de acumulación económica, para lo cual parecía necesaria la promoción de las exportaciones agrarias y el incentivo a la inversión. Sin embargo, hasta mediados de la década de 1970, la dinámica de transferencia de rentas desde el agro hacia otros sectores de la economía no fue desactivada por completo, si bien conoció diversos mecanismos de política económica y sectorial.

    La política agraria de la Revolución Libertadora apuntó a desarticular el régimen de tenencia de la tierra legado por el peronismo sin alentar grandes conflictos. Las medidas se orientaron inicialmente a dar solución al vencimiento de las prórrogas a los contratos de arrendamiento, un aspecto clave para los grupos terratenientes, para quienes las normativas impulsadas por el peronismo habían significado una amenaza al ejercicio del derecho de propiedad. El gobierno de facto propuso un período inicial de transición durante el cual se sostendría, como medida de emergencia, la extensión de los vencimientos de los arrendamientos por un año (hasta fines de 1956), proponiendo una suerte de descongelamiento paulatino del régimen vigente. Con posterioridad, en el marco del Plan de Transformación Agraria (1957), se otorgaron créditos para facilitar la adquisición de tierras. Estas medidas, que permitieron volver al sistema de libre contratación, contaron con el beneplácito de los grandes propietarios (Lázzaro, 2005). Además, el plan suprimía el instituto que había regulado la comercialización de la producción agropecuaria (el IAPI) con el objetivo, según las autoridades y los terratenientes, de impulsar la tecnificación de la agricultura, proceso que había sido limitado por la intervención estatal.

    La reformulación del régimen de acceso a la tierra impulsada por el gobierno de 1955 no apuntaba a la restitución de la gran propiedad como eje del desarrollo: antes bien, la figura clave del progreso agrario era el pequeño propietario, a imagen del farmer estadounidense.[13] Sin embargo, su alcance fue limitado: como sostiene Lázzaro (2005), no se diferenciaba la situación de grandes y pequeños propietarios, y en la práctica se fortalecía el sistema de arrendamiento al mejorar su funcionamiento de acuerdo con las necesidades de las clases propietarias.

    En 1958, Arturo Frondizi se impuso en las elecciones presidenciales. Su gobierno (1958-1962) transitó la problemática de la tenencia de la tierra inscribiéndose en la prédica radical de la reforma agraria.[14] Sin embargo, lo que parecía una política orientada a transformar de raíz la cuestión se convirtió gradualmente en versiones atenuadas, primero, y en el abandono de ese objetivo, después, como eje de la política agraria. En la práctica, la aplicación de la normativa que estimulaba la adquisición de tierras encontró numerosos escollos de tipo financiero –por el alto valor venal de la tierra– y la escasez de créditos bancarios pareció redundar en una clara ventaja para los grandes propietarios, que vieron sobrevaluadas sus propiedades.

    El clima intelectual y político hacia finales del decenio de 1950 y principios de 1960 se hacía eco de las tensiones internacionales moldeadas por la lógica de la Guerra Fría. Las ideas de la Alianza para el Progreso fueron retomadas por diferentes organismos, como la Cepal o la Comisión Interamericana de Desarrollo Agrícola (CIDA). En un escenario dominado por la experiencia de la Revolución Cubana y las reformas realizadas en Bolivia, estos organismos dieron lugar a una visión del desarrollo agrario que requería reformar la tenencia de la tierra, junto con un conjunto de políticas tendientes a promover el incremento de los niveles de renta y consumo de la población rural. El desarrollo fue planteado, entonces, como un proceso de modernización mediante el activo involucramiento de la esfera estatal, donde la reforma agraria era el paso previo a aumentar la productividad sobre la base de la incorporación de tecnologías.[15]

    En el ámbito nacional, los partidos Socialista y Comunista denunciaron que tanto la Revolución Libertadora como el gobierno de Frondizi habían permitido a la oligarquía latifundista restaurar sus privilegios y su poder económico (Graciano, 2008).[16] Para la izquierda, las medidas habían fortalecido la posición de ese sector al quedar en manos de acuerdos privados la realización efectiva del acceso a la propiedad, por lo que insistieron en el reclamo de una reforma agraria. En su crítica resaltaban que la sobrevaluación de las propiedades y los valores de los arrendamientos comprometían la rentabilidad del productor directo. En ese convulsionado clima, también sumaron sus voces de oposición las corporaciones agrarias como la SRA. Si bien esta entidad había visto con beneplácito que se solucionaran numerosos conflictos entre propietarios y arrendatarios, seguía manifestando su temor a que luego se avanzara en transformaciones mayores que desestabilizaran el control de las grandes extensiones, y reclamaba, junto con las Confederaciones Rurales Argentinas (CRA), que el problema se resolviera sobre bases económicas y no políticas (Lázzaro, 2005: 193). Uno de los más conspicuos voceros de esta posición fue Pablo Hary, importante propietario de la provincia de Buenos Aires, y fundador del primer Consorcio Regional de Experimentación Agrícola (CREA), para quien la reforma sólo podía llevar a la pulverización de los medios de producción (Hary, 1959, cit. en Lázzaro, 2005). Así, la posición de Hary desvinculaba el problema de la baja productividad del de la distribución de la tierra.

    En 1959, Frondizi promovió el desarrollo tecnológico del agro como medio de incrementar la oferta exportadora, en consonancia con la primacía de la llamada Revolución Verde como paradigma mundial de desarrollo capitalista en la agricultura. En rigor, esta constituía la exportación del modelo de agricultura moderna de los Estados Unidos a los países en vías de desarrollo (Otero, 2014). Este modelo involucró el uso de un paquete tecnológico específico integrado por semillas híbridas y mejoradas, pesticidas, fertilizantes –desarrollados por la industria química– y la mecanización de labores, y favoreció la aceleración de los tiempos productivos y la homogeneización de la producción. En tanto paradigma, la Revolución Verde supuso la adopción de un espectro de soluciones a los problemas de la producción agrícola [que] tiende a ser resuelto con base en una pequeña variedad de opciones (Otero, 2014: 25) y, por lo tanto, la exclusión de otras soluciones posibles. La expansión de este paradigma fue de la mano de la concentración y transnacionalización de la producción y comercialización de insumos agrícolas, constituyéndose en un vector clave en la conformación de circuitos globales de producción y consumo de alimentos.

    En ese escenario, y luego de décadas de debates y diversas iniciativas de política agraria, el estancamiento de la producción agropecuaria en la Argentina quedó asociado a la baja capitalización del sector y a las dificultades para acceder a las tecnologías impulsadas por la Revolución Verde. El viraje desestimaba los argumentos previos, movilizados en el marco de la cuestión agraria: a partir de entonces, la reforma radical del agro pasaba necesariamente por convertir o transformar las explotaciones agrarias en verdaderas empresas, cuya diferencia con la empresa propiamente industrial no sea otra que el objeto a que están dedicadas (Lázzaro, 2005: 198). Así, en la década de 1960 la cuestión tecnológica –los determinantes que intervienen en la adopción de tecnologías– comenzó a ser materia de debate, y el cambio tecnológico pasó a considerarse una llave prioritaria para abrir la puerta del desarrollo, dejando atrás los tiempos de estancamiento.

    Reformulada de esta manera la cuestión agraria, el Estado se convertía en un actor central, ya que era quien podía organizar un sistema nacional de ciencia y tecnología. El principal mecanismo puesto en marcha fue el INTA, en 1958. Su creación revela la penetración alcanzada por la Revolución Verde, al mismo tiempo que refleja la concepción desarrollista sobre la relación entre el agro y la industria, para la cual la antinomia entre ambos era cosa del pasado: el agro no sólo debía proveer las divisas para fomentar la industrialización sustitutiva, sino que también era un ámbito de inversión y rentabilidad para los capitales del sector.

    Sin embargo, lejos estaba de haber quedado atrás la impugnación social y política al papel y naturaleza de los terratenientes. En ese contexto, un grupo de terratenientes se inscribió en el proceso de modernización buscando restituir para sí un espacio de poder que le posibilitara orientar la dinámica del cambio en ciernes. Sabían que, para recuperar el lugar de elementos positivos para la economía nacional, debían recrear su actividad y mostrar que los actores tradicionales del campo pampeano eran capaces de transformar el agro en un espacio económico dinámico. Para eso, era necesario renovar sus ámbitos institucionales y sus identidades.

    [3] Del 33% en 1900-1904 al 25% en 1910-1914 (Sabato, 1993).

    [4] Entre ellos, la merma en la demanda mundial de materias primas pampeanas como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial, el boicot de los Estados Unidos a los intercambios comerciales con la Argentina –que afectó las importaciones de maquinaria agrícola, vehículos, etc.– y la exclusión del país del Plan Marshall en Europa.

    [5] En rigor, algunas de las políticas implementadas por el peronismo entre 1945 y 1955 retomaron ejes que los gobiernos conservadores habían puesto en marcha a partir de 1930, como las referidas al régimen legal de arrendamientos que, entre otros aspectos, prolongaron contratos, rebajaron cánones, suspendieron desalojos y crearon mecanismos arbitrales destinados a mediar entre propietarios y arrendatarios (Girbal-Blacha, 2007; Barsky, 1993).

    [6] En 1936 se creó la Comisión Nacional de Colonización para adjudicar tierras agrícolas a familias de arrendatarios y se promovieron créditos del Banco Nación a los arrendatarios. Como corolario, en 1940 se creó el Consejo Agrario Nacional, que se abocó a revisar el sistema de tenencia de la tierra e impulsó algunas expropiaciones (Girbal-Blacha, 2007: 235).

    [7] Analizando datos referidos para la provincia de Buenos Aires, Blanco señala que durante esos años las tierras adquiridas para la colonización y adjudicadas a las colonias correspondieron mayormente a expropiaciones, a diferencia del período anterior, cuando estas se instalaron sobre todo en tierras fiscales. A partir de 1952 y hasta el final del segundo gobierno peronista, las tierras adquiridas en la provincia para colonización fueron casi inexistentes.

    [8] Debido al deterioro de la balanza de pagos en la segunda posguerra y el posterior boicot de los Estados Unidos a la entrada de máquinas y repuestos.

    [9] También en esta materia los gobiernos conservadores posteriores al golpe militar de 1930 habían desplegado una serie de herramientas (fijación de precios mínimos, controles en la comercialización) para intervenir en los mercados agropecuarios a través de las llamadas Juntas Reguladoras de la Producción (Graciano, 2005).

    [10] La oposición al accionar del IAPI fue sistemática y alcanzó no sólo a los pilares del modelo agroexportador –encarnados en la voz de la SRA, que veía en él una apropiación ilegítima de su riqueza (Sowter, 2010)–, sino también a los sectores medios y cooperativos, beneficiados por otras medidas de la política agraria del peronismo.

    [11] La oposición del Partido Socialista a la política agraria del peronismo fue igualmente intransigente aunque por diferentes motivos (véase Graciano, 2005, 2006).

    [12] El período 1955-1969 se caracterizó por una gran inestabilidad social y política, en que ningún actor económico y/o político logró recomponer el sistema de poder a su favor. Cavarrozzi (1983) se refiere a esta etapa como la del gran empate.

    [13] Esta posición era consistente con la visión impulsada desde ese país por medio de la Alianza para el Progreso, para contrarrestar el influjo de movimientos radicales en América Latina que pugnaban por una reforma agraria.

    [14] Sus propuestas prohibían que las sociedades anónimas fueran propietarias de latifundios o adquirieran grandes extensiones de tierra, a fin de promover el acceso a la propiedad de los arrendatarios.

    [15] Como recuerda Lázzaro, en estos años se configura la noción de reforma integral como paradigma consensuado de las reformas agrarias latinoamericanas (2005: 168). Una de las expresiones más acabadas de este paradigma en América Latina fueron los proyectos de Desarrollo Rural Integrado (DRI), financiados por instituciones internacionales como el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), el Banco Mundial, el Fondo de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, y el Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA).

    [16] El Partido Socialista mantuvo una fuerte oposición al peronismo, al que caracterizó de fascista y totalitario. Por eso no resultó extraño que recibiera con beneplácito el golpe militar de 1955. Sin embargo, tras los fusilamientos a la resistencia peronista, se hizo visible la ruptura del consenso antiperonista en su interior. El Partido Comunista compartió al principio el espectro opositor, pero en 1952 comenzó a buscar acuerdos con el peronismo para conformar un frente popular que llevara adelante un programa antiimperialista.

    2. De estancieros a empresarios

    El surgimiento de la AACREA nos permite comprender el horizonte material, simbólico e ideológico en el que sus fundadores se situaron y buscaron generar sus propias respuestas al desarrollo del agro. Con un horizonte distinto del planteado por la histórica Sociedad Rural Argentina, la AACREA se propuso moldear una perspectiva propia sobre la modernización, fundando un imaginario de moderna empresa agropecuaria alejado del de la antigua estancia. Técnica y política serán articuladas de un modo preciso por ella para retomar la perdida vocación de progreso y de poder que había enarbolado la SRA entre 1866 y 1930.

    En continuidad con la

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