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Josef Gris
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Libro electrónico119 páginas1 hora

Josef Gris

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George es un escritor que ha logrado la fama y la fortuna gracias a su héroe J. Pondius. Después de tres exitosos libros, no encuentra la inspiración para seguir escribiendo sus aventuras. Luego de un viaje a París con su novia Nadime, encerrado en su escritorio, ve cómo se va transformando y alejando la joven, de la misma manera que se alejó la inspiración. Desesperadamente solo, vuelca su tristeza en su héroe, J. Pondius. Este vuelve entonces a cobrar vida con otro nombre, y se ve obligado a seguir su propio camino para poder sobrevivir y cumplir la misión que George le confió, en un mundo que ya no lo conoce y en una época –la actual– nueva para él.

Con una escritura fluida y dinámica, Héctor Caro Quilodrán nos presenta una novela en la que se entrecruzan distintos mundos; en ellos, los diversos personajes se van perdiendo y/o encontrando, y a medida que va avanzando la historia la distinción entre realidad y ficción se hace cada vez menos evidente, tanto para los personajes como para el lector, creando una tensión que se mantiene hasta la última línea de esta novela.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 ago 2016
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    Josef Gris - Héctor Caro

    Josef Gris

    Autor: Héctor Caro Quilodrán

    Editorial Forja

    General Bari N° 234, Providencia, Santiago-Chile.

    Fonos: 224153230, 224153208.

    www.editorialforja.cl

    info@editorialforja.cl

    www.elatico.cl

    Dibujo de portada: Sergio Contreras Q.

    Foto autor: Felipe García Peña.

    Diseño y diagramación: Sergio Cruz

    Edición electrónica: Sergio Cruz

    Primera edición: julio, 2016.

    Prohibida su reproducción total o parcial.

    Derechos reservados.

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

    Registro de Propiedad Intelectual: N° 265266

    ISBN: Nº 978-956-338-259-4

    La línea azul del horizonte ya no invitaba a George, como otras veces, a escribir sobre ella el comienzo de las aventuras de J. Pondius: se sentía prisionero de su éxito que lo había hecho famoso, rico; y optó por lo más sencillo, cerrar los ojos, quedándose dormido con la boca abierta, con el brazo derecho ajeno al resto de su cuerpo, la mano exangüe, el periódico del día a medio leer sobre la toalla roja, que vista desde la distancia parecía sangre coagulada en la arena y él, un cadáver abandonado en la playa, producto de una refriega entre bandas rivales. Así lo encontró la hermosa Nadime.

    –Por Dios, George, te lo has pasado durmiendo –dijo, sacudiendo su cabellera mojada sobre su vientre.

    George sintió las gotas de agua perforarle las entrañas en la mitad de una pesadilla. Despertó sorprendido, palpándose el vientre por donde habían entrado los dolorosos impactos.

    Nadime saltaba frente a él, riéndose de su broma como una niña malcriada por él mismo. Así era. Nadime era su niña malcriada y consentida.

    Ya en el hotel, se ducharon y vistieron para salir a cenar. Nadime se puso un vestido de una pieza, de color naranja, cortado diagonalmente en la parte superior derecha, dejando su hombro dorado y juvenil al aire; arregló su pelo, largo y liso, en un moño apretado por horquillas de madera, y calzó sandalias del mismo color de su vestido para la ocasión. George, por su parte, eligió tonalidades ocres para vestirse: pantalón de lino, camisa y un sweater liviano dispuesto elegantemente sobre sus hombros, y optó por un par de mocasines para sus pies. Ambos olían a Chanel y a Azzaro, respectivamente, cuando salieron en dirección al Club de Yates, a unos minutos de allí, bordeando el malecón protegido por enormes piedras de la fuerza del mar, mientras que a su abrigo descansaba una larga fila de yates silenciosos, amarrados cada uno a sus sitios de atraque, identificados por nombres femeninos, de dioses o de sus propios dueños. El arquitecto del restaurante del club lo había dibujado con la forma de la quilla de un barco desafiando el oleaje. Todo estaba concebido para que el mar, la sal, el sol y la luna, en la noche, hicieran nacer en el visitante el deseo de volver. Llegaron a esa hora después del crepúsculo a la que George, en sus mejores arrebatos románticos, llamaba la hora azul. La mesa, ya reservada, los estaba esperando. George se sentó, cogió la pequeña mano de Nadime entre las suyas, robándole su energía; ella, generosa, confiada en su manto protector, cerró los ojos, indefensa. George la atrajo hacia sí para decirle algo al oído.

    –Oh, George, tú no olvidas nada –dijo Nadime pestañeando unos segundos antes de posar su mano sobre la de George, haciéndose ambas un gran puño de nervios, huesos y carne trémula. La música suave, de mar sosegado, ambientaba esta escena donde los dos eran sus protagonistas cada tarde. George, sin soltarle las manos, pidió dos gin tonic, trago tradicional, sin ser exótico, para comenzar a vivir la hora azul.

    George había educado o, mejor dicho, mal educado a Nadime. Ella era su obra tanto como J. Pondius. Todo comenzó una tarde típica de Londres, cuando firmaba uno de sus últimos libros sobre J. Pondius. De eso hacía ya cuatro años. Nadime era una más en la fila esperando con un ejemplar en la mano de La tercera salida de J. Pondius para un autógrafo. Para Nadime escribió George, y firmó sin que ella le hubiera llamado la atención, a no ser por su boina roja y su nombre, no común, Nadime. Firmado el último ejemplar, abandonó el lugar en busca de un taxi justo cuando empezaba a llover.

    –Soy Nadime –dijo la joven de la boina roja, acercándose con su paragua abierto, protegiéndolo del agua. Esa escena fue una de las mejores de su vida y ni siquiera la había escrito él. Un taxi se detuvo; ella subió también. Desde entonces no se habían separado; mejor dicho, no la había dejado irse, diciéndole sí a todos sus caprichos, protegiéndola, igual como lo hizo ella de la lluvia, de todo peligro. Habría vendido su alma para que eso no ocurriera. George, mientras cenaban, miraba el mar desapareciendo en la lejanía cada vez más oscura; esa sensación de finitud le dibujó un remolino en la frente que borró, distraídamente, con la punta de sus dedos.

    George prolongó su llamada hora azul con uno de sus vinos preferidos, un buen Barolo, y, con una copa casi llena de su líquido oscuro, brindaron.

    La botella de Barolo con su etiqueta, el año, lugar de procedencia, ya vacía, los vio levantarse de la mesa y salir acompañados del suave compás de la orquesta hasta que fue remplazado por el rumor de sus propios pasos sobre la gravilla. A la hora de acostarse, George esperó a Nadime, estirándose a lo largo de la cama, sintiendo la frescura de las sábanas. Nadime apareció desnuda, la cabellera suelta cayendo sobre su cuerpo bronceado, salvo el pequeño triángulo del pubis, que lo llevó a pensar en una estampilla timbrada en un país remoto. Acostumbraba a dormir desnudo y Nadime también. Su cuerpo junto al suyo era un premio que le traía cada noche. Hicieron el amor. Se quedaron dormidos. Él no pensó en el otro día.

    ***

    George no quería pasar por París, pero Nadime insistió. Se alojaron en un hotel distinto al habitual para que su presencia pasara inadvertida por quienes se interesaban por él, y por eso ni siquiera avisó a su amigo Marcel Dubois como acostumbraba hacerlo cada vez que se encontraba en la ciudad.

    –Te mostraré un París desconocido –le dijo a Nadime, aunque ella hubiera preferido frecuentar otros lugares como restaurantes o boutiques.

    El París desconocido llenó varios días. Para el final George había dejado las catacumbas de París.

    –Una expedición –dijo–, no a lo que ven los turistas habitualmente, sino a lo vedado para ellos.

    Contrató a un guía para ser conducido a esos sitios prohibidos y misteriosos. Nadime no quiso, y se excusó:

    –Sufro de claustrofobia, lo sabes, no insistas. –George cedió, no podía obligarla a una excursión clandestina; terminó diciéndole:

    –Diviértete, niña mal educada, pero observa siempre a tu alrededor si alguien te mira o sigue tus pasos. –Algo no tan fácil para Nadime, acostumbrada a su protección; sin George, su orfandad era infinita.

    ¿Por qué George buscaba experimentar algo nuevo, un poco distinto, cuando podría haber usado otros medios, como drogas por ejemplo? Pero George no era ese tipo, tampoco era un bohemio y si lo fue, fue un corto período en sus comienzos literarios. George se había transformado en un tipo cómodo, amante del confort, de la buena mesa; su éxito había matado su imaginación tanto que la visita a las catacumbas era para él era una aventura capaz de provocarle un golpe de adrenalina. Y lo fue, pues, apenas se internó por la oscuridad subterránea, en menos tiempo que él mismo había calculado, lo sorprendieron las miles de calaveras adosadas unas sobre otras a lo largo de los muros, riéndose del tiempo, recordándose a sí mismas cómo fueron, cuando ya solo eran hueso mudo, cuencas vacías, bocas desdentadas alumbradas por las luces de visitantes furtivos como él. No quedó inmune y pensó en su propia muerte, la que no vio como una amenaza, porque un hombre como él, que ama y se siente amado, no piensa en eso, sino en disfrutar de la vida. El guía lo condujo más lejos, más al fondo, a través de galerías estrechas, oscuras, húmedas, inaccesibles. A veces se vieron obligados casi a arrastrarse o a hacerse pequeños para pasar de un pasaje a otro. Las paredes cubiertas por algo parecido a grafitis lo hicieron detenerse, pensar en las pinturas rupestres, a las que llamó para sí neo-rupestres; las examinó, acariciando su mentón, pensativo. La linterna del guía lo retrató en ese momento como si fuera un personaje de Rembrandt, más con sombras que con luces.

    Cuando salió a la superficie de nuevo, sus ojos necesitaron tiempo para habituarse al cambio brusco de la oscuridad y del silencio a la luz artificial de la noche, al ruido infernal de la metrópoli en constante movimiento, incapaz de detenerlo, pues el acero se cansaría, y su cuerpo dejaría de respirar y se llenaría de maleza. Una vez en el hotel, no encontró a Nadime y eso le preocupó.

    –Fui un irresponsable –se dijo– al dejarla sola en París expuesta a peligros. –Pensó en asaltos, secuestros, sobre todo en esto último. George, sin reconocerlo, en el fondo era un hombre miedoso, algo extraño para

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