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Kaamos
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Libro electrónico192 páginas2 horas

Kaamos

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Un extraño fenómeno climático, conocido como el kaamos (tiempo de penumbra), se instala en el pequeño pueblo de Lonenskrid. Si bien al principio solamente genera sorpresa entre sus habitantes, a medida que se prolonga la preocupación va aumentando: el sol parece haberse ido para siempre. Niklas Janvers, joven funcionario del gobierno de Lonenskrid, ve cómo su pueblo se va sumiendo en un ambiente de tensión, de conflictos internos y, finalmente, de desesperación.

En este relato lleno de suspenso –el que se mantiene hasta la última línea–, Juan Manuel Courard nos muestra la fragilidad de lo que llamamos “civilización” ante situaciones extremas, y cómo es capaz de reaccionar el ser humano cuando está asustado y desesperado. A través de esta entretenida novela, el autor nos invita entonces a reflexionar sobre temas como el instinto de supervivencia, las pugnas de poder, la religión y la fe, y sobre la humanidad en general.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 nov 2016
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    Kaamos - Juan Manuel Courard

    KAAMOS

    Autor: JUAN MANUEL COURARD

    Editorial Forja

    General Bari N° 234, Providencia, Santiago-Chile.

    Fonos: 24153230, 24153208.

    www.editorialforja.cl

    info@editorialforja.cl

    www.elatico.cl

    Edición: Isabelle Ahués.

    Diseño y diagramación: Sergio Cruz

    Edición electrónica: Sergio Cruz

    Primera edición: agosto, 2016.

    Prohibida su reproducción total o parcial.

    Derechos reservados.

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

    Registro de Propiedad Intelectual: Nº 256.411

    ISBN: Nº 978-956-338-278-5

    Dedico este libro a todos los que

    me han acompañado en esta difícil vida.

    SEMANA I

    Era la mañana más fría en la que Niklas recordaba haber despertado. El invierno estaba llegando a su fin —según el normal transcurso de las estaciones en Lonenskrid— y las temperaturas en las últimas semanas lentamente habían comenzado a subir, pero aquel lunes hacía recordar los días más fríos y oscuros del crudo invierno nortino. Mal presagio, pensó Niklas, encendiendo el fuego de la chimenea para calentar su casa. Este hombre, quien había logrado alcanzar el puesto de secretario del gobernador del pueblo a temprana edad —cosa que, dicho sea de paso, le valió el respeto y la mal llamada amistad de la mayor parte de la gente— era un joven de contextura robusta, de tronco atlético y espaldas anchas, aunque de aspecto descuidado.

    Si bien la carrera política no era de su agrado, Niklas siempre aceptó que provenir de la familia Janvers implicaba una responsabilidad hacia el pueblo de Lonenskrid y sus tradiciones, que debía primar por sobre las afinidades personales. Desde pequeño mostró aptitudes de perseverancia y disciplina, lo que lo llevó siempre a estar dentro de los mejores de su clase en la escuela; logros académicos que, unidos a la decisiva influencia de su padre (un terrateniente poseedor de una de las más grandes fortunas del pueblo), lo llevaron a estudiar en una de las más prestigiosas universidades del continente, donde aprendió todas las ciencias necesarias para convertirse en un buen gobernante.

    Su personalidad parca e introspectiva lo volvió un hombre solitario y de pocos amigos. No era un tipo huraño ni descortés, pero era algo serio, y en sus relaciones siempre mantuvo una distancia que, a ratos, se volvía punzante; por lo cual se convirtió en un personaje respetado por su educación, inteligencia y alcurnia, pero poco querido por su trato con el prójimo. Particularmente por sus colegas del Magisterio.

    El día que le esperaba a Niklas era particularmente aburrido y ajetreado. Debía realizar numerosas visitas a distintos lugares con diversos fines, ya sea de fiscalización de las actividades comerciales, de censo acerca de la delincuencia en distintas zonas o de recepción de las peticiones de los pobladores. Se le hacía atractiva la idea de hacerse el enfermo, de hacer llamar a un mensajero para que fuera al Magisterio a comunicar en la oficina del gobernador que no podría realizar la ruta de fiscalización por motivos de salud, y de quedarse en su cama leyendo. Pero al mismo tiempo, recordó que una de las personas a quien debía visitar ese día era quien, con su sola presencia, le alegraba la vida. El recuerdo de la cara de aquella muchacha fue incentivo suficiente para que el joven funcionario decidiera ponerse su grueso y roñoso saco de invierno, y saliera a trabajar como todos los días.

    Vería a Kristina.

    La segunda parada de su recorrido (la primera fue hacer el recuento de la cantidad de alumnos matriculados en la escuela de la zona oeste, tan fugaz y rutinaria que no merece descripción) fue donde Bjorn, el verdulero. La personalidad de este fornido y calvo agricultor, de sonrisa perpetua en su rostro, le era particularmente desagradable. Su pequeño huerto no aportaba más que una mínima ración mensual de papas y lechugas a la población, pero Bjorn siempre hablaba como si fuera uno de los grandes terratenientes de las afueras del poblado. Había conseguido una franquicia importante del mercado agrícola gracias a verduras y frutas de los terrenos pertenecientes a los grandes latifundistas de Lonenskrid, que vendía cobrando comisiones ínfimas, pero que le ayudaban a parecer importante y a codearse con los más poderosos personajes de la sociedad lonenskridiana. En resumidas cuentas, era un arribista.

    —¿Qué tal, señor secretario? —preguntó Bjorn al ver llegar a Niklas, siempre con la misma expresión—. ¿Viene por el catastro de las ventas del invierno? Siempre es bueno que visite a la gente prominente de este pueblucho.

    —Sí, tiene razón, aunque a veces también hay que hacer un pequeño desvío y visitar a gente como usted, Bjorn —respondió Niklas con ironía.

    —Jejeje. Siempre con su sentido del humor tan particular —contestó Bjorn—. A veces podría llegar a pensar que usted me dice esas cosas en serio.

    —No, no, ¿cómo se le ocurre? —replicó Niklas—. Entrégueme el catastro, si fuera tan amable, que tengo un día muy ocupado por delante.

    —Seguro que sí, señor secretario —y a continuación le entregó el libro de contabilidad reservado para el Magisterio—. Este invierno las ventas estuvieron flojas como siempre. Pero como todas las primaveras, las cosechas revivirán y volveré a ser el principal proveedor de verduras de Lonenskrid. ¿Usted sabía que el señor Kovusari me apadrinó?

    —Bien por usted. —Y a cambio le lames el culo, ¿cierto, arribista de mierda?, pensó el secretario—. Bueno, debo irme. Que tenga un día de regular para abajo, Bjorn.

    —Jajajaja. Usted siempre me hace reír, señor secretario. —Hijo de puto. Juro que si no fueras el perro del señor Johanssen te molería a mamporros, se dijo rabiosamente el agricultor sin, por supuesto, abandonar la eterna sonrisa.

    La próxima parada del segundo hombre a cargo del pueblo nortino era verificar la llegada de Hansen, el mercader de Holopain, el pueblo más cercano a Lonenskrid —a cientos de kilómetros de distancia.

    Hansen era quien les vendía todos los artículos y productos que no se podían conseguir en el pueblo. La tarea del magistrado era revisar que todo lo pedido por el Magisterio se encontrara dentro de lo traído por él y su séquito de ayudantes y carros y, de paso, supervisar que le pagaran lo acordado.

    Hansen era un tipo rústico y descuidado, cuyo lacónico hablar denotaba su increíblemente simple y cerrada manera de ver la vida. Era el único mercader del exterior a quien el pueblo podía comprar a un precio menor lo necesario para la subsistencia. Por otra parte, era como un regalo del cielo para el limitado mercader, quien se aseguraba una fuente de ingresos permanente que, hasta ese momento, le había sido esquiva.

    —En la lista que le acabo de entregar se encuentra todo lo que me pidió el Magisterio: pollos, medicinas, sal, tabaco, naipes y arroz para el patrón —dijo Hansen.

    —Muy bien —contestó Niklas—. Me aseguraré de que le paguen el precio convenido.

    —Sabe, patrón, me gustaría una indemnización —espetó repentinamente el mercader con cierta timidez.

    —¿Indemnización? —preguntó extrañado Niklas—. ¿Por qué?

    —Es que sabe… el camino hasta acá está cada año más difícil. La ruta de la montaña está cada día en peor estado y se nos rompió una rueda, la tuvimos que cambiar, y también perdimos un caballo, porque se fracturó una pata y lo tuvimos que sacrificar.

    —Ya... ¿Y qué pruebas tiene de que pasó todo eso que me acaba de contar?

    —Ehhh... pues... es lo que le digo, patrón —respondió el mercader encogiéndose de hombros.

    —Mi querido amigo, no es que desconfíe de usted, pero entenderá que no puedo ir adonde el gobernador y decirle que le pague una compensación, basándome solamente en su palabra. Lo siento, pero no puedo acceder a lo que usted me pide. Para la próxima vez que usted tenga un accidente durante el camino hasta acá, guarde alguna prueba de ello, como por ejemplo la rueda rota o lo que sea que acredite su percance y, en ese caso, con gusto le daremos una indemnización. ¿Le parece?

    —Bueno, está bien —respondió Hansen resignado.

    Niklas sabía que un pobre diablo como él era incapaz de mentir para sacar provecho, pero, al mismo tiempo, se veía en la obligación de custodiar el erario público. No podía rendirle cuentas al gobernador y decirle que había excedido el gasto fiscal confiando en la mera palabra de un mercader analfabeto.

    —Patrón, quizás ya no venga más para acá a venderle —declaró súbitamente Hansen.

    —¿Por qué? —se extrañó nuevamente Niklas—. No me diga que se enojó porque no accedí a pagarle compensación. Usted debe entender que...

    —No, no se trata de eso —le interrumpió el mercader—. Lo que ocurre es que... —Hansen se detuvo y pronunció las siguientes palabras con dificultad—. ¿Usted sabe lo que es el Kaamos?

    —Sí, por supuesto. Es la noche polar. En ciertas partes de la isla, en la mitad del invierno la noche, consume por completo el día y puede durar más de 24 horas. ¿Por qué razón me lo pregunta?

    —Es que en el camino hacia acá nos encontramos con una adivina, y accedí a que me leyera la mano. Ella me dijo que no debía venir más, pues en este pueblo se instaló el Kaamos.

    —Jajajajaja. Amigo mío, no haga caso a las adivinas. Son solo charlatanas que buscan lucrar con la credulidad de gente como usted. En este pueblo nunca sucede un Kaamos. Ocurre más al norte. Así que quédese tranquilo, y vuelva en cuanto pueda. Es más, ¿ve acaso ahora que sea de noche en vez de día?

    —Pero es que quizás lo decía de manera... mmmh... ¿Cómo habla uno cuando dice algo que en realidad significa otra cosa?

    —¿Metafóricamente?

    —¡Eso! Eso mismo.

    —Bueno, déjeme explicarle, Hansen, que no existen las brujas ni las maldiciones. Y si la adivina quiso decir metafóricamente que en Lonenskrid se instaló el Kaamos porque se ha vuelto un pueblo muy deprimente, tenga en cuenta que nunca ha sido de otro modo aquí, como tampoco en Holopain, ¿cierto?, ni en ningún otro pueblo del Norte. Después de todo, somos los habitantes de la Gran Isla del Norte. La melancolía corre por nuestras venas.

    El proveedor de Holopain miró a Niklas con la misma cara de extrañeza de aquellos que escuchan a otra persona hablando en un idioma que no conocen. Incluso se observó los brazos intentando descifrar qué había querido decirle el muchacho. Niklas entendió que lo que acababa de explicarle era demasiado complejo como para que la mente limitada del mercader lo entendiera.

    —Mire, no se preocupe —agregó, tratando de tranquilizar a Hansen—. En dos meses más enviaremos un mensajero con la nueva lista de cosas que queremos de usted. Por el momento, ya mandé llamar a un funcionario que le entregará su dinero una vez que los ayudantes hayan terminado de descargar todas las cosas. Me retiro entonces. Hasta la próxima, Hansen.

    —Hasta la próxima, patrón.

    La penúltima parada del día (la última era en las oficinas del Magisterio; allí debía rendir cuentas ante el gobernador) era lo que Niklas había estado esperando ansiosamente: debía visitar la casa de Kristina, a quien el gobernador había designado para comunicar al Magisterio todas las peticiones, inquietudes y quejas que tenían los pobladores de la zona norte.

    Esta joven era una especie de servidora civil de la comunidad, a sueldo. Lavaba, planchaba, organizaba comidas, fiestas y arreglaba muebles a quien estuviera dispuesto a pagar por sus servicios; incluso vendía esporádicamente piezas de cerámica que ella misma confeccionaba. Su versatilidad, su determinación y su innata facilidad para relacionarse con gran cantidad de gente, lograron que el gobernador la escogiera para ser portavoz de los pobladores de la zona norte. Era el nexo entre la gente y el Magisterio. Al contrario de lo que podría pensarse, esta muchacha —un poco más joven que Niklas— no aceptó el cargo por gusto o por ambición personal. Ella necesitaba imperiosamente el dinero, pues su madre había caído gravemente enferma. Ante eso, tuvo que abandonar sus estudios en el continente y regresar a Lonenskrid, ya que era la hija única de una mujer soltera. Desde entonces Kristina aprovechó sus múltiples talentos para promocionar incesantemente sus servicios y realizar diversos tipos de faenas, con las que lograba reunir el dinero necesario para comprar la gran cantidad de medicamentos que necesitaba su madre.

    Su vida llena de sacrificio contrastaba con su personalidad optimista y siempre dispuesta a reír ante la adversidad. Su apariencia era también parte importante de su carisma: tenía una piel suave y blanca, con cierto colorido, era de mejillas lozanas, nariz pequeña, cabello castaño, liso y siempre suelto, y ojos que inspiraban simpatía. Su baja estatura, comparada con el común de las mujeres nortinas, era compensada con una hermosa figura, y piernas fuertes debido a todo lo que debía caminar durante el día. Era, en resumidas cuentas, una joven bella. Niklas la conoció cuando ella volvió del continente, y la contrató para que realizara diversos arreglos en su casa. Al verla, quedó inmediatamente fascinado. Sin embargo, su personalidad y la torpeza con la que toda su vida había demostrado sus sentimientos le impidieron llamar la atención de Kristina, quien desde su regreso parecía haber perdido por completo el interés en los hombres.

    Para Niklas Janvers, sin embargo, su sola presencia era suficiente para alegrarle el día.

    —Buenos días, Niklas —lo saludó Kristina—. Vienes por el censo, ¿verdad?

    —Así es, Kristi —le respondió dulcemente—. Qué frío hace hoy, ¿cierto?

    —¡Uff! Increíble, y pensar que para esta época del año ya debería hacer más calor, ¿no es cierto? No recuerdo la última semana en que tuvimos un día de sol.

    —Sí, bueno, así son los inviernos en esta isla. Afortunadamente ya está llegando a su fin. Mira, toma —dijo entregándole unas bolsas—. Te traje las medicinas que me encargaste la otra vez. Hoy en la mañana vino Hansen con las provisiones y aproveché de guardarte estos medicamentos que sé que tu madre necesita.

    —¡Oh, gracias! ¡Eres muy considerado, Niklas! De verdad que los necesitaba. Los doctores de este pueblo no tienen las medicinas suficientes para tratar todos sus malestares. Gracias a Dios Hansen puede traerlas de afuera.

    —¿Y cómo se ha sentido tu madre últimamente?

    La expresión risueña de Kristina empezó a tomar un cariz oscuro.

    —Hmm... Los medicamentos le evitan el dolor, pero en ocasiones le vienen vómitos y escupe sangre. Menos mal que no pasa con mucha frecuencia. A pesar de todo lo que ha trabajado en ella el doctor Mikko, su enfermedad no tiene cura. —Súbitamente su cara volvió a retomar su expresión risueña—. Pero sé que mientras continúe cuidándola, trabajando duro y manteniendo mi fe en Dios, ella no

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