El calígrafo y otros cuentos: Concurso Santiago Negro
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El calígrafo y otros cuentos - Cristián Geisse; Inti Carrizo; Diego Corvera; Antares Segundo; Paolo Becerra; Katiuska Oyarzún; Egon Alvarez; Eugenio Figueroa; Francisco Gallegos; Daniel Carrillo; Gregorio Alayón; Alfredo Rodríguez
Concurso Santiago Negro
El calígrafo y otros cuentos
LOM
PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL
© LOM Ediciones
Primera edición, 2012
ISBN: 978-956-00-0378-2
Diseño, Composición y Diagramación
LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago
Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88
www.lom.cl
lom@lom.cl
Presentación
En una iniciativa conjunta con el Centro Cultural de España, Lom ediciones se complace en publicar los cuentos seleccionados y premiados luego de la convocatoria a participar en el Primer Concurso de Cuentos Santiago Negro
que se hiciera el año 2011, en el marco del Segundo Festival Iberoamericano de Novela Policíaca, de mismo nombre.
La narrativa negra tiene una larga tradición dentro de la historia de la literatura mundial y realizar un concurso para escritores menores de treinta y cinco años, nos parece un valioso aporte al género en Chile y una significativa reactualización, además de un descubrimiento e incentivo de la escritura de jóvenes narradores.
El concurso contó con un jurado compuesto por los escritores Ramón Díaz Eterovic y Poli Délano y el editor Paulo Slachevsky, quienes designaron dos primeros premios, tres menciones honrosas y seleccionaron otros siete cuentos que conforman el libro que hoy les presentamos.
El calígrafo¹
Katiuska Oyarzún Neilson
I
Había llegado hacía tres meses al país. Un año y medio atrás le había encargado a su asistente encontrar una casa espaciosa que pudiera contener todos sus objetos; incluso viajó un par de veces para supervisar personalmente los arreglos una vez escogido el lugar. No quería sorpresas, la casa debía ser perfecta; volver no sería asunto fácil después de haber estado afuera veinticinco años y enviudado dos veces, sin rastro de hijos.
Tras un minucioso recorrido por las habitaciones, Mariano corroboró que ya estaban listos casi todos los detalles, cada uno de los tesoros traídos en container estaba allí, en su lugar. Al llegar a la cocina, sin embargo, notó que era necesario cambiar las etiquetas en los frascos del especiero. Su segunda mujer, Corina, había escrito con impecable caligrafía los nombres en francés de sus especias favoritas. Pensó en los problemas que tendría con la recién contratada empleada si las etiquetas no estaban en perfecto español; cambiarlas resultaba indispensable para evitar malentendidos e indigestiones.
Tomó uno de los frascos y retiró con cuidado el papel. Lo sostuvo en su palma observando meticulosamente la letra. Recordó sus años como profesor universitario y el examen que despertó su curiosidad por la alumna más distraída de la clase, Corina. En esa oportunidad, le devolvió a Corina la prueba intacta junto a una hoja adicional con las correcciones y comentarios mecanografiados pues le incomodaba sobremanera presentar su caótica letra al lado de la elegante manuscrita de ella. Dos meses después la invitó a salir.
Con la etiqueta aún en la mano salió de la cocina y cruzó el living en dirección a la biblioteca. Dejó la pequeña tarjeta sobre el escritorio y abrió el tercer cajón de la derecha: allí estaba el diploma que obtuvo al titularse de diseñador, a la espera de ser enmarcado y colgado en su oficina. Extendió el documento en el escritorio ocultando la etiqueta, los perfectos trazos manuscritos dibujaban distinguidamente su nombre, Mariano Argarañáz. Le pareció entonces que tenía que ser esa y no otra la letra en las nuevas etiquetas. Sonrió satisfecho ante otra más de sus certezas.
II
Bajó del auto con el portadocumentos bajo el brazo y despachó al chofer. Se dirigió con trancos largos a la entrada de la Facultad de Diseño deteniéndose bajo el arco de concreto para confirmar con el portero la ubicación de la secretaría académica. El lugar permanecía exactamente igual que hacía veinticinco años, sin duda un buen augurio, pensó. Subió la escala desplegando su abrigo, cruzó el familiar pasillo con taconeo decidido y entró a un pequeño despacho calefaccionado por una estufa a gas.
Se quitó el sombrero para saludar con gesto elegante a la chica tras el escritorio: conocía perfectamente el efecto de sus maneras en las mujeres. A pesar de todo se sabía un hombre más que atractivo. Recibió como respuesta los buenos días con una sonrisa coqueta.
–¿Qué puedo hacer por usted?
–Verá, necesito averiguar los datos de contacto del calígrafo que trabaja para la universidad.
–¿El calígrafo? –preguntó la secretaria confundida.
–Sí, el calígrafo. Me titulé hace unos años y necesito encontrar a la persona que escribió mi título.
Sacó entonces del portadocumentos una copia de su diploma y la dejó sobre el escritorio. Ella leyó en susurros y reconoció el nombre de inmediato: estaba frente al tipo de quien todo el mundo hablaba, ese cuyo apellido aparecía en varios libros del estante del director, el mismo nombre en la placa afuera del auditorio.
–Yo solo estoy reemplazando a la secretaria de planta, señor Argarañáz. Tendría que revisar la agenda de los teléfonos por lo del calígrafo, ¿me da un segundo?
Se levantó de la silla lentamente, marcando el movimiento para que la falda color lavanda se ajustara a sus caderas. Él sonrió mientras regresaba la copia del diploma al portadocumentos; le seguía halagando la forma en que las mujeres le coqueteaban, en especial las jóvenes: le producía cierta ternura. La secretaria sacó de una repisa el cuadernillo de los teléfonos y lo revisó hasta que dio con lo que buscaba.
–Aquí está: Calígrafo Abelardo Seroni, 633789, calle Palaciegos número 318. ¿Se lo anoto?
–Me urge contactarlo, ¿sería posible usar su teléfono?
–Por supuesto, yo le marco.
Le alcanzó el auricular mientras digitaba los números. Argarañáz tomó el aparato sin quitarle los ojos de encima. Ella sostuvo la mirada un instante antes de sonrojarse y voltear pretendiendo volver a sus tareas. Escuchó en el teléfono una grabación informando que el número estaba temporalmente inhabilitado para recibir llamadas. Decidió ir directamente a la casa del calígrafo.
–No responden –mintió–. Creo que es mejor que me lleve la dirección.
Entonces tomó el papelito amarillo con el domicilio del calígrafo que la chica había apuntado y salió de la oficina tras darle las gracias. Se detuvo una vez más bajo el arco de la facultad y procedió a revisar la letra de la secretaria con cuidado. Era una letra corriente, como ella.
III
Eran ya cerca de las doce del día, pero el sol aún no lograba calentar el ambiente. Le indicó la dirección al conductor del taxi y se abandonó a la contemplación. Llevaba tiempo sin recorrer esa ciudad. Después de varias vueltas por barrios antiguos, el vehículo se detuvo frente a una casa de cuatro pisos dividida en departamentos. Tocó el timbre del cuarto. Ya se iba cuando escuchó una voz femenina que le gritaba desde el cielo, desde arriba, invitándolo a subir. Apenas pudo distinguir las formas, el sol del mediodía lo cegaba.
Tras setenta y dos peldaños, llegó a una puerta pintada de rojo. Allí, recargada en el umbral, lo esperaba una mujer de unos veinte años, piernas largas enfundadas en jeans agujereados por el uso que dejaban ver gruesas medias de colores, el torso cubierto por varias capas de camisetas y un chaleco de lana cruda.
–Hola –dijo ella, sonriendo fresca.
–Buenas tardes, busco al calígrafo.
–Soy yo –respondió ella con desparpajo. Él la miró inquieto.
–Estoy confundido, busco a la persona que escribió esto –extrajo nuevamente de su maletín el duplicado de su diploma. Ella tomó el documento sin solemnidad alguna y lo observó con atención.
–Esto lo escribió mi papá.
–¿Podría hablar con él, por favor?
–Él falleció hace ocho meses –dijo casi condenándolo por la pregunta.
–Lo siento, yo…
–¿Te puedo ayudar en algo?
–Necesito un calígrafo. Se trata de un trabajo técnico.
–Yo soy calígrafa –Se rascó la cabeza y sonrió, desarmándolo–. ¿Quieres pasar?
–Claro, gracias.
Ella abrió la puerta por completo para que él entrara. Era un departamento luminoso, el sol de la una se colaba por la ventana. Lo primero que le llamó la atención fue un gran tablero de dibujo en el que descansaban miles de artículos de las más variadas naturalezas y colores: pomos de acrílico, pinceles, lanas, tachuelas, retazos de tela, libros con dibujos. Parecía, sin embargo, que había un orden intrínseco en el desastre.
La chica enfiló con pasos sin ruido en dirección a un cuarto que hacía de cocina; desde allá le preguntó si quería un café. Él estaba a punto de responder cuando ella asomó solo su cabeza por el marco de la puerta. Parecía una marioneta.
–¿O prefieres compartir el mate conmigo?
Él se percató entonces de que, entre incontables objetos, en el tablero humeaba una calabaza con su bombilla matera.
–Prefiero café, gracias.
Tres minutos después ella reapareció con un tazón de café que le entregó con un gesto infantil. Se sentó en un piso alto junto a la mesa y sorbió ruidosamente su mate. Él se acomodó en el taburete contiguo.
–Natalia –dijo ella sin más y le tendió una diestra sin joyas.
–Mariano Argarañáz, un gusto.
–Dime, ¿qué puedo hacer por ti, Mariano Argarañáz?
Comenzó a hablarle de la casa nueva, de los arreglos planeados con meses de anticipación, de los valiosos objetos traídos del otro lado del charco y del especiero. Le contó luego de las etiquetas en francés y la necesidad de reemplazarlas. Natalia escuchaba atentamente, sin cuestionar ninguno de los ridículos detalles. Cuando Mariano hubo terminado, ella indagó sobre algunos aspectos específicos del trabajo.
–Perfecto, tengo todo claro –dijo ella–. ¿Cuándo empezamos?
–Espero no te moleste, pero me gustaría ver una muestra de tu trabajo antes.
–Claro, faltaba más –se incorporó riendo y caminó hasta un estante desde donde tomó una pluma y un trozo de papel finísimo–. ¿Cuál es el nombre de tu esposa?
–¿Esposa?
Ella le indicó la argolla de oro en su dedo.
–Este anillo perteneció a mi padre, era su anillo de bodas –mintió.
–El nombre inscrito dentro del anillo entonces.
–Sandra Galletti.
Ese era en realidad el nombre de su primera mujer, el nombre que ella misma había grabado con impecable letra manuscrita dentro de su argolla de matrimonio tres meses después de que se conocieran, en un taller de diseño de joyas, en Niza. Volvió casi de inmediato de su recuerdo, vio a Natalia bajar los ojos y deslizar la pluma sobre el trozo de papel, moviendo la muñeca sutil y graciosamente. Tras marcar el punto sobre la i, le entregó el papel con el mismo gesto lúdico con que le había dado la taza de café.
Mientras paladeaba con la vista los trazos perfectos en el nombre de su primera mujer, Mariano sintió que la caligrafía de Natalia se conectaba con las de Sandra y Corina, un trazo similar las unía. Natalia era definitivamente una mujer extraordinaria.
IV
Llegó personalmente a buscar las etiquetas, tal y como habían acordado. Dos días atrás había enviado los materiales a Natalia con su chofer, indicando que el trabajo debía estar terminado en cuarenta y ocho horas. La encontró leyendo envuelta en un chal sobre el sillón. El día estaba frío y nuboso y ya empezaba a oscurecer.
–¿Cómo estás, Natalia?
–Bien, con algo de frío. Preparé café de verdad, ¿quieres un poco?
–Sí, me encantaría.
–Si quieres puedes ver el trabajo mientras sirvo. Las etiquetas están en el taller, es por la puerta verde.
Entró a un cuarto pequeño, un estudio muy limpio, donde había una mesa de trabajo, un taburete y una repisa con materiales perfectamente organizados. Sobre la mesa descansaba un álbum solitario. Se acercó y lo abrió. Notó que cada página estaba protegida por una delicada lámina de papel translúcido. Levantó con gentileza el velo de la primera y vio aparecer seis etiquetas con una caligrafía exquisita.
–Aquí está el café.
Natalia estaba en el umbral de la puerta sosteniendo dos tazones de colores. Había dejado la frazada que la envolvía y llevaba calzas púrpura de bailarina, un sweater gris tres tallas más grande y una bufanda fucsia que le daba varias vueltas al cuello.
Volvieron a la sala, se acomodaron ambos en el sillón y conversaron por largo rato sin hacer la menor alusión a las etiquetas. Cuando oscureció del todo, ella encendió el calentador a parafina y puso música.
–¿Por qué el otro cuarto está tan ordenado y este tan desastrado?
Ella rió divertida por la pregunta.
–Porque allí trabajo en serio y mantengo las cosas de mi viejo. Están sus muebles, sus materiales, su colección de plumas…
–¿Coleccionaba plumas tu padre? –la interrumpió él.
–Sí, ¿quieres verlas?
–Claro, me fascinan las plumas.
Natalia partió al estudio y regresó con una caja tapizada. Se reacomodó en el sillón y abrió el contenedor desplegando dos bandejas forradas en tela blanca; allí parecían descansar las plumas como niños en una gran cama. Había unas cuarenta piezas, justo en medio de la bandeja superior se apreciaba una marca que denotaba ausencia.
–¿Qué pasó con esta?
–Tuve que venderla, vendí quince. Todo se puso muy pesado con la cuenta de la clínica, después que mi viejo murió.
–¿Qué pluma era?
–Una Waterman 12 de 1915. ¿Tú sabes algo de plumas?
–Un poco, tengo una colección también, me gustan como objetos de diseño. La verdad es que no escribo bien con pluma.
–Mi