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Civismo y ciudadanía
Por Higinio Marín
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Este libro es como el cuaderno de bitácora de un filósofo enfrentado a lo que sucede con la aspiración de comprenderlo y de dar razón del asunto en público. Se compone de asuntos de la actualidad que impelían a ser pensados y de reflexiones sobre cambios culturales que dan forma a nuestras sociedades en el intento de sobrevivir a ese naufragio que acecha de continuo en el olvido y la falta de sentido.
Y según su autor, unos pocos están escritos con una sonrisa, porque, como dijo Hegel, una cierta ternura indulgente es a veces la clase de inteligencia que requieren las cosas humanas.
Y según su autor, unos pocos están escritos con una sonrisa, porque, como dijo Hegel, una cierta ternura indulgente es a veces la clase de inteligencia que requieren las cosas humanas.
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Civismo y ciudadanía - Higinio Marín
Ruth
introducción
Estar a la altura de nuestro tiempo comprendiéndolo no es algo que nos pase, sin más, por saber manejarnos con destreza en entornos sociales nuevos y complejos, ni por dominar con soltura la tecnología punta o transitar las vías de comunicación físicas y telemáticas del planeta. Ni siquiera frecuentar las moquetas de los despachos más elevados nos pone a la altura real del tiempo. Todo lo anterior, es cierto, nos sitúa en el rompiente de los acontecimientos, surfeándolos, que no es poco. Pero si se desconoce el fondo marino, o el litoral y las corrientes y sus cambios estacionales, o se ignora el océano inmenso que se mueve en esas minúsculas elevaciones, no se sabe dónde se está, y más bien nos dejamos arrastrar de cuerpo presente. Baricco lleva razón al proponer al surfista como imagen del sujeto contemporáneo: es la nueva existencia de cabotaje a la que nos empujan las dificultades para entendernos y entender nuestro tiempo.
Para estar en el mundo hay que poder hacerse una cierta imago mundi, una visión del mundo que nos deje saber dónde estamos. Estar en un lugar o en un momento preciso, requiere poder orientarse en él, aunque sea mínimamente, y contar con una cierta opinión sobre lo que ocurre. La ignorancia por desinformación o por perplejidad es una forma de ausencia, de extemporaneidad. Estar en el mundo requiere comprenderlo, tal vez parcial y fragmentariamente, pero el hombre necesita habitar comprensivamente lo que vive para vivirlo humanamente: nadie está propiamente en un lugar (ni en una época) si no sabe dónde está. Y nadie sabe bien lo que pasa antes de poder contar lo que pasa. Por eso, la contemporaneidad es un logro que requiere que nos demos una interpretación, que arriesguemos una visión de lo que ocurre, que nos permita tomar posición libre, pero justificadamente.
Pero, para conseguir la visión de una totalidad rápida y esencial —es decir, comprensiva—, antes es necesario sumar perspectivas, dejarse ilustrar por lo que otros han visto y comprendido, articular visiones contrapuestas. Cartografiar nuestro tiempo requiere multiplicar las incursiones reflexivas y arriesgar interpretaciones en todas las direcciones. Y a pesar de todo, no es probable que tengamos un mapa mínimamente orientativo antes de haber recorrido una larga ruta en compañía de muchos otros.
Este libro se compone de una veintena de esas breves incursiones. Es como el cuaderno de bitácora de un filósofo enfrentado a lo que sucede con la aspiración de comprenderlo y de dar razón del asunto en público. Tales incursiones responden, a veces visiblemente, a motivos de la actualidad que impelían a ser pensados. Otras veces, se trata de reflexiones sobre cambios culturales que dan forma a nuestras sociedades en el intento de sobrevivir a ese naufragio que acecha de continuo en el olvido y la falta de sentido. Finalmente, unos pocos están escritos con una sonrisa, porque, como dijo Hegel, una cierta ternura indulgente es a veces la clase de inteligencia que requieren las cosas humanas.
Inevitablemente, todas esas visiones informan sobre el que mira y perfilan una mirada particular que les presta la unidad que un pintor da a los múltiples y diversos paisajes que pinta. Además, en su conjunto trazan una ruta y son como jornadas de un viaje a través de acontecimientos y cambios que han compuesto la actualidad de quienes vivimos estos días: mis coetáneos. Así que en cierta medida se trata de un viaje por la actualidad en veinticuatro jornadas. No obstante, al lector le resultará fácil detectar unos cuantos núcleos recurrentes que se reflejan en múltiples asuntos y que cabe resumir en los siguientes.
La convicción de que vivimos en una época insólita, sin precedentes que nos pudieran ahorrar el esfuerzo de pensarla, y en la que declinan concepciones que han sido dominantes y sostuvieron grandes unidades temporales y geográficas, hoy en crisis. Los retos medioambientales y los cambios culturales, antropológicos, geopolíticos y tecnológicos son de tales proporciones que no se dejan reducir a grados en la escala de procesos continuos, y muchos de ellos han alcanzado un umbral de ruptura o discontinuidad. Pocas veces, la idea de que no hay nada nuevo bajo el sol ha resultado tan despistada (y perezosa).
El sistema político y económico occidental ha socavado su propia consistencia y viabilidad en su pretensión de autonomía e independencia respecto de la naturaleza moral de sus agentes, a los que había concedido licencia para procurar su exclusivo provecho e interés. Pero no hay sistema político o económico cuya eficiencia se baste para suscitar prosperidad material o convivencia pacífica, y que pueda prescindir de la calidad moral de sus agentes particulares, ni que sea capaz de reciclar en provecho común la toxicidad social de las malas prácticas éticas: ni los mercados y la mano invisible, ni el Estado todopoderoso, ni las fórmulas mixtas o compuestas entre ambos, ni la supervisión colegiada en instituciones globales.
Tales sistemas dependen de un principio de cohesión y consistencia, de naturaleza antropológica, que han erosionado con pertinaz obcecación: tanto las personas como sus acciones tienen como medida propia un exceso respecto del propio interés que se expresa en la demasía con la que se procura la perfección de lo que se hace y de uno mismo a su través. Esa libérrima gratuidad es el exceso justo, el dispendio vital con el que los hombres se vuelcan en lo que hacen, sin ahorrarse esfuerzos, cuya gratuidad es del todo necesaria para que los sistemas sociales y económicos tengan una viabilidad que no pueden suscitar por sí solos. Tal demasía vital, es decir, lo que cada uno tiene para ofrecer a los demás como realización de sí mismo en y mediante lo hecho, constituye la propiedad y riqueza originaria de los sujetos, sin la que los sistemas sociales o políticos resultan inoperantes.
Por otra parte, la creciente divergencia y antagonismo entre las concepciones del bien y de la existencia en nuestras sociedades nos han revelado una dimensión más modesta y realista de la política, en cuyo orden, las distintas visiones del bien no pueden aspirar a objetivarse en el orden legal o institucional sin sojuzgar o lesionar gravemente las concepciones y libertades ajenas. Es necesario, pues, la despolitización del bien común, pues hoy, tal vez más que nunca, resulta visible que no es el Estado la instancia de realización de las diversas y plurales concepciones de la vida personal ni del bien común. Hay que desistir de la pretensión moral e ideológica que anima a hacer el bien a los demás, aunque no quieran, y convenir en que no hay concepción del bien que sobreviva a su imposición, ni siquiera aunque fuera capaz de suscitar la sumisión aquiescente de los adoctrinados. Al menos desde san Agustín, esas pretensiones corrieron por cuenta de confesionalismos políticos que la modernidad recrudeció, y que hoy anidan en ideologías estatalistas que asimilan lo público con la realización moral del bien.
Por último, entre todos los cambios que nuestro tiempo trae y en medio de su portentoso desarrollo tecnocientífico no disminuye, sino que crece la necesidad de intensificar el cultivo de los saberes comprensivos de lo humano y de lo real, y de arraigar los hábitos personales de la reflexión, la lectura y la conversación. Estos deberían ser tiempos propicios para el pensamiento, pero no lo son, a pesar de que nuestra perplejidad no tiene precedentes y nuestra desorientación, tampoco. La literatura, la historia y la filosofía son lujos del todo imprescindibles, si es que todavía cabe aspirar a vivir en nuestras sociedades comprendiéndolo y comprendiéndolas.
Agradecimientos
A Juan Ramón Gil le debo el impulso por escribir estos textos. Higinio Marín Cánovas ha leído y corregido el libro, pero yo le debo además su compañía intelectual
A la editorial La Huerta Grande y a su directora Philippine González-Camino se debe que el lector pueda tener este texto a su disposición
Me gustaría, además, expresar mi gratitud a mi universidad, la Universidad Cardenal Herrera CEU, a la que debo la posibilidad de llevar una vida de estudio
I
sobre nuestro mundo
1.
el mundo mundial
Se suele decir que el mundo cambia rápidamente, pero lo que distingue nuestro tiempo es que cambia más deprisa que nosotros. Hasta el último tercio del siglo XX, las personas cambiaban más rápidamente que el mundo, que permanecía relativamente estable a su alrededor y a lo largo de casi toda su vida. Ahora, sin embargo, la velocidad punta de cambio del mundo es superior a la de individuos y comunidades, que se quedan continuamente rezagados.
El mundo ha dejado de ser el marco fijo en el que se desenvuelven los procesos para convertirse él mismo en el mayor de los procesos. De ahí, la sensación de licuación y de que la realidad se haya convertido en un flujo que nos arrastra en ese entorno líquido que ha glosado Bauman. Por eso, el
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