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Amor e historia.: La expresión de los afectos en el mundo de ayer
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Libro electrónico732 páginas13 horas

Amor e historia.: La expresión de los afectos en el mundo de ayer

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Los textos reunidos en este volumen se refieren a múltiples concepciones del amor, aunque inevitablemente predominen los referidos a la reminiscencia medieval del amor que hemos perpetuado como relación sentimental de una pareja. Pero también hablamos del amor o de la falta de amor fraterno y filial, del amor al arte y a la ciencia, al mar y a Dios
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 jul 2019
Amor e historia.: La expresión de los afectos en el mundo de ayer

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    Amor e historia. - El Colegio de México

    ÍNDICE

    PORTADA

    PORTADILLAS Y PÁGINA LEGAL

    INTRODUCCIÓN, Pilar Gonzalbo Aizpuru

    LO QUE LLAMAMOS AMOR

    EL AMOR EN LA LITERATURA MEDIEVAL. LA DAMA Y EL CABALLERO, Aurelio González

    CARENCIAS Y EXCESOS DEL AMOR

    VIDA EN FAMILIA. LAS MANIFESTACIONES DE LOS SENTIMIENTOS EN LA NUEVA ESPAÑA, Pilar Gonzalbo Aizpuru

    De amores y obligaciones

    Afectos y conflictos

    De fórmulas y realidades

    Entre la soledad y la indeseable compañía

    Las expresiones de amor

    Algunas reflexiones

    LOS MENSAJES DE LOS SENTIMIENTOS: JOSEFA Y FRANCISCO,OAXACA 1782-1786, Eduardo Flores Clair

    Introducción

    Deshojando la margarita

    Pétalos en el suelo

    Flor marchita

    Una reflexión final

    LAS SINRAZONES DEL CORAZÓN, Teresa Lozano Armendares

    Entre el amor y la deshonra

    El corazón tiene razones que la razón desconoce

    Lex dura lex

    Consideraciones finales

    ESCÁNDALO Y PASIÓN EN LOS ANDES. EL ROMANCE DEL VIRREY AMAT Y LA ACTRIZ MICAELA VILLEGAS, Pablo Rodríguez

    Conclusión

    CIENCIA Y PASIÓN EN AMÉRICA, Rafael Sagredo Baeza

    Pasiones andinas

    Calaveradas e imprudencias

    Calaveradas e imprudencias

    Pasión y tragedia en el trópico

    Pasión por la ciencia

    Ciencia y sentimientos

    MIEDOS Y MENTIRAS. FICCIONES Y SUCEDÁNEOS

    LOS COLORES Y EL AMOR: REALIDADES Y ENGAÑIFAS DE LAS TENSIONES ÉTNICAS EN LAS PAREJAS ANDINAS COLONIALES, Bernard Lavallé

    El argumento étnico en las solicitudes de disolución matrimonial

    El error sobre la persona: Verdad o coartada

    El revelador de los esponsales no cumplidos

    El argumento de la notoria desigualdad

    La oficialización del disenso matrimonial de los padres y sus consecuencias

    AFECTOS, COLORES Y LA NORMA QUE SE ROMPE, Dora Dávila Mendoza

    Introducción

    Amores maternales

    AMOR DE PAREJA Y PREJUICIOS. CÓRDOBA, ARGENTINA, EN LA TRANSICIÓN DEL ANTIGUO AL NUEVO RÉGIMEN, Mónica Ghirardi

    El amor ante los procesos de individuación

    El riesgo de un amor desigual en la sociedad iberoamericana tradicional

    El contexto sociocultural. Los criterios de diferenciación social y sus consecuencias de segregación y exclusión

    Valores y prejuicios sociales como límites del horizonte matrimonial

    ¿Qué espacio quedaba para el amor entre los pretendientes?

    AMOR Y PASIÓN SEXUAL EN EL MÉXICO POSREVOLUCIONARIO: EL CASO DE EDUARDO PALLARES, Ana Lidia García Peña

    Introducción

    El amor en el viejo régimen

    El quiebre del sistema y la difusión de un nuevo modelo amoroso

    La huella del recuerdo y el regreso de lo olvidado

    Al final, la máxima sublimación del amor

    GOZOS DEL ALMA

    EL AMOR DIVINO Y LA MÍSTICA HISPANOAMERICANA. UNA APROXIMACIÓN A LAS REPRESENTACIONES EMOCIONALES DE LA FEMINIDAD BARROCA, Rosalva Loreto López

    Antecedentes del discurso erótico amoroso dentro del catolicismo

    El gran tema de la escritura conventual. El amor divino

    Formas, representaciones y continuidades del modelo místico amoroso

    Las visiones

    El mensaje auditivo de Dios

    Las vías o los grados del amor puro

    LA AMISTAD ENTRE SOR JUANA Y LA CONDESA DE PAREDES: EL AFECTO COTIDIANO COMO CONSTRUCCIÓN DE LA IDENTIDAD FEMENINA, Estela Roselló Soberón

    SU OFICIO FUE CRIARLO, SUSTENTARLO Y TRAERLO EN BRAZOS: REFLEXIONES SOBRE LA IMAGEN DE SAN JOSÉ Y EL NIÑO JESÚS COMO IDEAL DEL AMOR PATERNO, Gabriela Sánchez Reyes

    Acreedor del título de padre de Jesús y cabeza de la Sagrada Familia

    El gesto del amor paternal

    La devoción popular a san José

    Reflexiones finales

    OTROS AMORES

    MIRAR EL MAR, SENTIR EL MAR, Flor Trejo Rivera

    El susurro del mar

    La mar es muy deleitosa de mirar y muy peligrosa de pasear

    LOS CEREMONIALES EN LA CONSTRUCCIÓN DE LA IMAGEN DEL REY AMABLE (NUEVA ESPAÑA, 1789-1791), Miguel Ángel Vásquez Meléndez

    Artífices de un sentimiento

    Protagonistas e intereses

    Consideraciones finales

    EL AMOR A LA PATRIA EN LA CIUDAD DE MÉXICO DECIMONÓNICA (1825-1850), Verónica Zárate Toscano

    Introducción

    La seducción de la palabra

    LASLas palabras en el tiempo

    La expresión del amor

    LA CIVILIZACIÓN DEL AMOR , Ana María Carrillo

    La defensa del patrimonio hereditario de la especie

    La eugenesia como base de la política sanitaria

    El papel de la escuela en la educación sexual

    Del amor romántico al amor a la raza

    La procreación de hijos sanos como deber. Algunas reflexiones

    EL AMOR DESDE LA PRÁCTICA DISCURSIVA DE LA IGLESIA CATÓLICA PRECONCILIAR (1930-1970), Valentina Torres Septién

    El amor, el matrimonio y la Iglesia católica

    El noviazgo y el matrimonio: Dos etapas diferenciadas

    La procreación como único fin del amor conyugal

    El matrimonio moderno: ¿La transformación del amor?

    REFLEXIONES FINALES

    IMÁGENES A COLOR

    COLOFÓN

    CONTRAPORTADA

    INTRODUCCIÓN

    PILAR GONZALBO AIZPURU[1]

    El amor no es un sentimiento fácil para nadie

    ERICH FROMM, El arte de amar

    No es fácil encontrar documentos que hablen del amor en la historia, mientras abundan los que se refieren a odios, rencores, violencia, intereses, miedos, venganzas... Pero el amor siempre ha existido y ha promovido iniciativas generosas, ha impulsado la tolerancia y el perdón, ha contribuido a suavizar las costumbres, ha sido y sigue siendo una opción de esperanza. Faltaba resaltar que en el amor, la forma de percibirlo, de expresarlo y de vivirlo es cultural y, por lo tanto, histórica. El amor, a lo largo de la historia, fue visto con recelo por filósofos y gobernantes porque consideraban, con razón, que se trataba de una fuerza poderosa, capaz de quebrantar un orden arbitrario y de generar iniciativas renovadoras.

    Hablar de amor es referirse a una gran variedad de afectos que pueden manifestarse en las más diversas formas. Tomo prestadas las palabras de Benedicto XVI, quien ha dedicado muchas páginas al tema del amor, como un esfuerzo por demostrar que la Iglesia católica no ha sido responsable de convertir en amargo lo más hermoso de la vida: se habla de amor a la patria, de amor por la profesión o el trabajo, de amor entre amigos, entre padres e hijos, entre hermanos y familiares, del amor al prójimo y del amor a Dios. Sin embargo, en toda esta multiplicidad de significados destaca, como arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer.[2]

    El amor es más, mucho más, que un impulso juvenil o una relación personal. ¿De qué amor hablamos? ¿Es el amor una necesidad profunda? ¿Podemos reconocerlo como un poder activo? ¿Hasta qué punto el amor o su carencia han influido en la historia? Una mirada superficial podría sugerir que el sufrimiento se relaciona con la falta de amor, pero no es raro que el amor sea causa de sufrimiento, lo que con frecuencia se identifica con la pérdida de lo que se ama, personas, ideales u objetos. Un amor amenazado ocasiona angustias a quienes viven bajo el miedo de guerras, epidemias o desastres naturales; el amor traicionado lleva consigo el deshonor, la vergüenza y la desilusión; el amor a la libertad ha impulsado a quienes estuvieron dispuestos a arriesgar su vida en busca de un ideal que defenderían con su sangre; los amores prohibidos por la Iglesia y el Estado acarrearon la desgracia a hombres y mujeres a lo largo de los siglos.[3] El amor, junto a otros sentimientos, puede explicar actitudes y acontecimientos. Si perdemos contacto con los sentimientos perdemos a la vez el contacto con nuestras cualidades más humanas.[4]

    Si bien es cierto que el amor es el arquetipo sentimental por antonomasia, también es verdad que hay tantos tipos de amor como tipos de objetos y tipos de deseo.[5] Los textos reunidos en este volumen se refieren a múltiples concepciones del amor, aunque inevitablemente predominen los referidos a esa reminiscencia medieval del amor como relación sentimental de una pareja. No es así como lo vieron pensadores de la Antigüedad, filósofos del Renacimiento y psicólogos o sociólogos de los últimos siglos. En varios de los capítulos queda implícita la referencia al criterio aristotélico de la amistad como expresión perfecta del amor.[6] Pero difícilmente podríamos atrevernos a dar una definición del amor cuando hemos tenido que reconocer que sigue vigente la humilde observación de Spinoza, quien magistralmente disertó sobre los sentimientos y observó que nadie, que yo sepa, ha determinado la naturaleza y las fuerzas de los afectos, ni lo que, a la inversa, puede hacer el alma para gobernarlos.[7]

    Y entre los autores que consideraron el amor como una enfermedad[8] y los que lo vieron en forma positiva, nos hemos acercado a estos últimos, comenzando por Luis Vives, para quien el amor no es otra cosa que el agrado confirmado y se puede definir como la inclinación o movimiento de la voluntad hacia el bien.[9] Al igual que otros sentimientos, el amor se contempló como un impulso que debería controlarse, y así se advirtió que el amor y la ambición eran las pasiones más favorables.[10] Más cercano a las modernas teorías sobre la percepción, Max Scheler señaló que hay una diferencia esencial entre la representación intelectual de un objeto que no nos conmueve y la de algo que apreciamos como bello o que nos recuerda experiencias placenteras o sentimientos de afecto.[11] Es muy diferente la reacción ante un objeto o una persona que nos resulta afectivamente indiferente y ante los mismos cuando tienen la capacidad de evocar experiencias personales. Estos conceptos son particularmente importantes en los amores dirigidos a lugares, vivencias o personas íntimamente unidas a nuestra vida. Podemos pensar en el amor al ejército como parte del orgullo familiar, o del amor al mar como realización de un modelo de hombría y valor, del amor a la naturaleza como búsqueda de un ideal de pureza primitiva. Incluso algunos autores distinguen el orden del corazón del orden del intelecto, que inclina a diferentes tipos de amor. El amor a la naturaleza y en mayor medida el amor a Dios rompe el círculo de una deseada reciprocidad cuando el hombre conscientemente se entrega mediante un gesto libre y unilateral.[12]

    Otro enfoque se refiere al amor como emoción y a su opuesto el odio o su manifestación en la hostilidad. Ambos pueden considerarse instintivos, pero no pueden manifestarse al margen de los valores culturales impresos en la mente de los sujetos. El amor, como el odio, nace y se recrea gracias al complejo de ideas y sentimientos previamente asimilados dentro de un ámbito cultural.[13] Amor y amores, enamoramiento y misticismo, son manifestaciones del sentimiento amoroso que responden a situaciones y personalidades diferentes, a condicionamientos culturales e incluso a distintas edades de un mismo individuo. Por cierto que el arrebato reconocido como enamoramiento es lo que más se aproxima a la experiencia mística. El místico como el enamorado, logra su anormal estado fijando la atención en un objeto cuyo papel no es otro que [...] hacer posible el vacío de la mente.[14] En definitiva, la intención de los autores de este libro es referirse al amor como realidad única, contemplada en sus diversas dimensiones.

    Quizá si hoy podemos hacer algo parecido a una historia del amor es porque ha perdido el halo romántico que lo envolvió hasta hace algunos años. En cierto modo parece que retornamos a un tiempo remoto en el que el amor poco o nada tenía que ver con la sexualidad, la familia y el matrimonio. Pero nunca es fácil hacer historia de los sentimientos y sólo los consideramos objeto de estudio porque son reflejo de ámbitos culturales complejos y en permanente proceso de cambio. El amor se ha estudiado como pasión, como sentimiento y como emoción, y aunque no todas las emociones son construcciones culturales, o no son exclusivamente construcciones culturales, es indudable que su interpretación y desarrollo dependen de la interacción con otros individuos y de la interiorización de conceptos y valores compartidos en la propia cultura.[15] Las manifestaciones de amor propias de un pueblo en cierto momento no serían explicables en una situación diferente.[16] Continuidades y cambios se alternan en el amor y eso es lo que reflejan los textos que presentamos a continuación, que, si bien se refieren a diferentes épocas, tienen en común que se refieren exclusivamente al ámbito hispanoamericano.

    En el mundo occidental, y al menos en el último milenio, no sólo la palabra amor se ha aplicado a realidades diversas, sino que el concepto mismo de amor ha tenido diferentes contenidos según las situaciones. Esto permite al historiador confrontar pensamientos y prácticas amorosas en distintos lugares, tiempos y circunstancias, como medio de aprender acerca del comportamiento sentimental de nuestros antepasados y apreciar cómo lo que fue un sentimiento sublime al que sólo accedían unos pocos elegidos fue transformándose en una rutina burguesa de conformidad doméstica o de frivolidad erótica. Puedo creer que el amor nació con los seres humanos, pero también estoy segura de que es algo diferente de eso que llamamos amor y que nació en un momento y un lugar determinado. Juglares y trovadores medievales exaltaron los sentimientos derivados de la atracción amorosa entre damas y caballeros, y con ello dieron origen a todo un universo literario y a una sensibilidad centrada en la sublimación del deseo carnal. El texto de Aurelio González define el origen y trascendencia del concepto de amor que prevaleció en Occidente durante varios siglos y que aún hoy se resiste a desaparecer. No sobra insistir en que el sentimiento, ambiguo e indefinido, ha existido siempre, mientras que lo que cambia es su consideración cultural y sus manifestaciones subjetivas.

    Por defecto o por exceso, por rechazarlo o por reducirlo a la satisfacción de los instintos, el amor ha sido motivo de frustraciones y angustias, de remordimientos e inseguridades. Lo que nos parece un amor natural e inevitable, el que se genera en la familia, alimentado por el afecto de padres a hijos y entre hermanos y parientes, no es ciertamente ni tan natural ni necesario. Hoy en día muchos padres y esposos defienden su derecho a la ternura[17] y la familia es el espacio adecuado para manifestarla, pero no fue así en tiempos pasados. Más bien lo que encontramos en los documentos es un vacío de expresiones de afecto y una ausencia referente a gestos de cariño. Aun así lo buscamos y pese a todo algo encontramos, en fechas remotas, en pocas y escuetas manifestaciones, pero suficientes para mostrar una espontaneidad que la difusión de los estereotipos románticos extinguió. Todas las sociedades reconocen la existencia de ciertas unidades derivadas de los primitivos grupos biológicos, intermedias entre el individuo y la sociedad en su conjunto y formadas por personas a quienes unen lazos de parentesco y de interés; son las que consideramos familias, y cada cultura, a lo largo del tiempo, les ha asignado diferentes funciones. Estas agrupaciones pueden ser más o menos extensas y es frecuente que las unidades menores tengan su residencia en un domicilio común. El factor de la residencia compartida proporciona uno de los mecanismos de convivencia que permite la incorporación de extraños al núcleo familiar, y pertenecer a estas unidades implica una serie de obligaciones y derechos en las relaciones entre sus miembros.[18] El capítulo En familia proporciona un acercamiento a ese mundo de la intimidad doméstica en la Nueva España en la que seguramente predominaron los afectos, pero que también fue el espacio propicio para la gestación de sentimientos de envidia, celos y rencores. Mientras el amor filial aparece como obligación cristiana y el paterno se manifiesta como responsabilidad y compromiso, faltan las palabras de intimidad afectiva y se identifican los sentimientos más por su carencia que por su presencia. No tengo la pretensión de equiparar las palabras con los sentimientos y estoy muy lejos de pensar que los alardes de aparente amor conyugal y familiar en fechas recientes equivalgan a la eliminación de sentimientos de agresividad, antagonismo y frustración; mayor cortesía en el trato no tiene por qué ser equivalente a sentimientos más sinceros y profundos. Quizá suceda lo contrario: que la popularización del lenguaje de los sentimientos ha banalizado la idea del amor y por ello esos pequeños amores con los que disfrazamos hoy las emociones naturales nos impiden tomar conciencia de hasta qué punto somos capaces de vivir sin amor. Ya que no podemos sentirlo, ofrecerlo ni conservarlo, inventamos sucedáneos y los etiquetamos a la medida de nuestras ilusiones. En gran parte son esos amores de artificio los que nos han dejado huella, porque han evolucionado a lo largo del tiempo y han influido en las relaciones sociales. El hecho de que nos conformemos con el amor de una pareja sentimental no significa que seamos incapaces de sentir un amor mucho más intenso y trascendente. Nuestra búsqueda de un compañero sexual en la vida adulta es la continuación por otros medios del deseo de encontrar un amor incondicional e indivisible.[19]

    Varios de los textos contenidos en este libro se refieren al conflicto generado cuando un afecto no es correspondido o cuando la pasión permite desafiar leyes, prejuicios o intereses. Eduardo Flores Clair se refiere a las desventuras de un inestable joven oaxaqueño que, en el siglo XVIII, como novicio primero y como fraile dominico después, sufrió su incapacidad de controlar el ejercicio de una sexualidad que el celibato eclesiástico le prohibía. Entre las normas rigurosas y la relajación tolerada no quedaba espacio para un venturoso amor terreno ni para el heroico amor divino. Las sinrazones del corazón han sido siempre más poderosas que las normas, o al menos lo han sido para quienes han encontrado la satisfacción de sus deseos fuera de las instituciones legitimadas por las leyes, aprobadas y bendecidas. Según muestra con varios ejemplos Teresa Lozano, ni las normas civiles, ni los mandamientos de la Iglesia, ni la severa mirada de la sociedad, fueron suficientes para extinguir el fuego de unos sentimientos en los que pudieron conjugarse los arrebatos de la pasión con la serenidad de amores generosos y duraderos.

    Pablo Rodríguez relata la forma en que el virrey Amat, ajeno a las críticas que suscitaba su desdén hacia los criterios de moralidad, se atrevió a vivir una pasión culpable y a ignorar las exigencias de quienes esperaban que sus responsabilidades políticas y su posición prominente en la sociedad lo obligasen a mantener un comportamiento ejemplar. Los encantos de una joven actriz le hicieron sucumbir al anhelo de una felicidad que ella podía proporcionarle, al menos en su modesta versión de la pasión satisfecha.

    En los albores del siglo XIX las provincias americanas vivían la influencia del despotismo borbónico y de las inquietudes científicas de los ilustrados, recibían con admiración y respeto a los investigadores europeos que los visitaban, pero veían con decepción, escándalo o preocupación los excesos de viajeros arrebatados por sus inclinaciones afectivas. Rafael Sagredo describe los conflictos desatados entre los participantes en varias expediciones científicas, confrontados con pasiones y afectos sobre los que ningún freno podía poner toda su ciencia.

    Durante los siglos XVI a XIX, en las provincias americanas del imperio español, hubo ocasiones en que las conveniencias sociales, los compromisos familiares, los intereses económicos, el orgullo de una presunta o real pureza de sangre y las responsabilidades políticas no fueron suficientes para eliminar un amor más profundo que cualquier arrebato derivado de una atracción momentánea. Bernard Lavallé se refiere a los topes impuestos por la distinción de castas en la sociedad del virreinato del Perú y a los contrastes entre parejas apasionadas que estuvieron dispuestas a cruzar las barreras de la raza y la posición económica, frente a otras, o aquellas mismas al cabo de algunos años, que encontraron en las diferencias de calidad razón suficiente para pedir la anulación de su matrimonio. En el capítulo sobre afectos, colores y la norma que se rompe, referente a la provincia de Venezuela del siglo XVIII, Dora Dávila sugiere que siempre existió algún recurso para preservar el amor materno, aun cuando los obstáculos no sólo fueran debidos a la diferencia de nivel social sino a la ilegalidad de amores ilegítimos, condenados por la Iglesia y por la sociedad. Y al referirse a los últimos años del virreinato del Río de la Plata, Mónica Ghirardi retrata los prejuicios de raza y de clase, y su influencia en las uniones conyugales y en la vida familiar.

    Es difícil evitar el juicio condenatorio contra una sociedad que alardeaba de cristiana mientras aplicaba criterios de origen étnico y orgullo familiar para segregar a individuos desposeídos de fortuna y con frecuencia de apellido. Pero los sentimientos no cambiaron radicalmente en dos siglos, y tampoco desaparecieron los prejuicios y las normas explícitas o implícitas que regulaban el comportamiento sexual y familiar. El conflicto entre la razón y la pasión, la fe y los sentimientos, ha sido, a lo largo de la historia, motivo de frustraciones e impedimento para el libre gozo del amor, y el ejemplo del abogado Eduardo Pallares, en el texto de Ana Lidia García Peña, ilustra la forma en que en pleno siglo XX un abogado brillante y personaje eminente dentro de su ambiente sufrió las consecuencias de la contradicción entre sus convicciones, la fuerza de sus pasiones y la complicación de su vida conyugal. Frente a barreras ideológicas y sociales la realidad muestra que amor y pasión se confunden casi siempre. No se puede rechazar la fuerza del deseo para romper moldes y transgredir reglas. En la actualidad existen defensores de dos puntos de vista opuestos: el derivado de la tradición cristiana, en la que el sexo sólo adquiere sentido si está avalado por el amor, y el contrario, que considera el sexo como una forma de placer tan válida como una comida sabrosa o un ejercicio estimulante.[20]

    El término y el concepto mismo de amor fueron empleados desde sus orígenes por el cristianismo. El amor es el fundamento teológico del misterio de la redención y el mandamiento supremo que debe comprender a todos los demás. Jesús, en la última cena, advirtió a los apóstoles: Un último mandamiento os doy: amaos los unos a los otros. Sin embargo, la palabra amor y su exposición como característica esencial del cristiano apenas tienen lugar en los textos doctrinales, que concretan las manifestaciones del amor a Dios en adorarlo con fe, esperanza y caridad; y la caridad, la virtud del amor, se reduce en muchos casos a cumplir los mandamientos.

    El amor como emoción que surge sin esfuerzo y se presenta como si procediese de una fuerza ajena al sujeto, está siempre de algún modo condicionado a ideales o prejuicios que convierten a determinado individuo en objeto de deseo.[21] Pero ese amor que solemos considerar natural y espontáneo, que surge sin premeditación pero fructifica con apoyo de la voluntad, que une cuerpos e ilusiones, pasó a segundo plano cuando los padres de la Iglesia miraron con sospecha cualquier afecto terreno y con verdadero horror las relaciones sexuales, que se mencionaban apenas como el débito entre los casados. Por ello, la mayoría de los textos morales del catolicismo que tratan del matrimonio como sacramento se refieren a las obligaciones, nunca a la dicha corporal y terrena. En el mundo hispanoamericano, durante los últimos siglos, cuando se hacía referencia al amor en el matrimonio se advertía que debía tratarse de un amor puro, lo cual ya implica una valoración moral en la que se enfrentan pureza contra impureza, que, por principio, debería ser ajena al amor. Al sugerir la posibilidad de algo sucio relacionado con un sentimiento que el mismo evangelio recomienda y ordena, se condiciona su mérito y se subordina a criterios mezquinos de pecado y vergüenza.

    El amor en textos religiosos, desde la Edad Media hasta nuestros días, en el cristianismo como en el islam, es una entrega gozosa, absoluta e incondicional a la divinidad. Y esa entrega sólo puede expresarse mediante la caridad en el amor a las criaturas; pero amarlas a todas, amarse también a uno mismo y amarlas con alegría y hasta el último aliento. Inútilmente los místicos pretendieron reflejar ese amor en unas composiciones de mayor o menor mérito literario, pero en las que la intención era expresar el diálogo directo con la divinidad. Ningún amor puede ser exclusivo y excluyente; en el verdadero amor tienen cabida fieles e infieles, amigos y enemigos, personas y seres animados o inanimados. Sin el paso previo de amor a las criaturas, las exaltaciones piadosas pierden su valor como testimonio amoroso. Los arrebatos místicos de monjas y beatas reflejaban el esfuerzo por orientar sus ansias amorosas a un amado espiritual cuya correspondencia imaginaban o reclamaban. El místico (o la mística en el texto de Rosalva Loreto) tiene que realizar proezas espirituales para merecer un trato preferente de parte de su amado; no acepta compartir sus sentimientos con los millones de otros creyentes igualmente amados por el redentor.

    Amor y amistad, tan cercanos en los sentimientos humanos y sus orígenes literarios, se mantuvieron como motivo central en la literatura en lengua castellana. Sor Juana Inés de la Cruz ofrece un ejemplo de la diversidad de los sentimientos amorosos en el texto de Estela Roselló. No es posible discernir hasta qué punto una amistad puede sustituir a un amor, y tampoco sabremos cómo pudo afectar a sor Juana la ausencia de su amiga la virreina. Pero ¿sabemos, acaso, si un poeta puede sentirse feliz y satisfecho cuando percibe su incapacidad para transmitir en sus poemas la fuerza del amor que lo abrasa? ¿De verdad las gracias espirituales compensan la carencia de una comunicación inmediata y sensible? Quizá la excepcional monja poeta pretendía engañarse a sí misma cuando escribió: ¿Qué importa cegar o ver, si gozos que son del alma también un ciego los ve?[22]

    Inventar amores, proponer modelos y sugerir formas de estimular o refrenar el amor, han sido tareas de quienes han pretendido influir sobre la sociedad. En los orígenes mismos del sentimentalismo burgués la Iglesia escogió símbolos favorables a la estabilidad familiar y la responsabilidad paterna. El ejemplo más reconocido se encuentra en el patrocinio de san José, al que se refiere Gabriela Sánchez Reyes. Mientras se controlaban las expresiones de cariño consideradas excesivas, aun dentro del matrimonio, se sugería un comportamiento acorde con los patrones de afecto espiritual, exento de las debilidades del amor terreno e impregnado de una sensibilidad aséptica en la que el deber sustituía a la espontaneidad.

    Tan lejos de la perfección espiritual como de la rutina del desahogo de momentáneas necesidades, hay formas de amor que justifican una vida, que dan sentido a una profesión o que enriquecen una relación. El amor ha movido a revolucionarios y ha impulsado la tarea de científicos, ha superado distancias y ha alentado la perseverancia de ideales. Así como hay profesiones rutinarias que no implican emocionalmente a los individuos, otras exigen una vocación absorbente que influye en la propia vida y en la de quienes los rodean. La actitud ambivalente hacia el mar puede apreciarse en la atracción del marinero hacia la grandiosidad de su horizonte, que contrasta con el miedo muy justificado a los peligros de la navegación. Flor Trejo descubre la forma en que se forjaron dos actitudes diversas, la de los castellanos, en quienes predominaba el miedo a las amenazas del océano, y la de los británicos, para quienes el mar era la fuente de su riqueza y el elemento en que manifestaban su poderío.

    Por amor ha sobrevivido una institución como la familia y el amor ha respaldado proyectos de solidaridad y cooperación en todos los niveles. El amor da vida a las artes y conmueve a hombres y mujeres, jóvenes y adultos. El amor a la patria, espontáneo o programado, individual o impulsado por movimientos de masas, ha sido capaz de conmover a poblaciones en luchas civiles o externas, por motivos justos o injustos y con resultados venturosos o trágicos. Verónica Zárate se refiere a la forma en que los líderes políticos de las sociedades modernas recurrieron a imágenes capaces de conmover a los ciudadanos y de convertir el natural apego a la propia tierra en la decisión de defender el espacio de convivencia que llamamos patria. La dramatización de las situaciones puede servir para crear un sentimiento similar al amor, como una fuerza motivadora de esfuerzos y lealtades. Desde hace siglos, y el texto de Miguel Ángel Vásquez lo demuestra, los políticos han utilizado recursos de atracción popular para promover el amor a un monarca, un dictador o un gobernante democrático, como compensación al saludable miedo a las instituciones, tan necesario a la república, según las más reconocidas teorías políticas.

    La secularización de la sociedad, la legislación sobre el matrimonio y la confianza en supuestos principios científicos influyeron en actitudes hacia el amor y la familia que los gobiernos pretendieron aprovechar en busca de una sociedad más libre en apariencia, pero con frecuencia más controlada en algunos aspectos, con recursos sutiles como la propaganda y la educación. El divorcio y el control del comportamiento de los jóvenes católicos fueron temas discutidos en el siglo XX, cuando el amor se convertía en un instrumento utilizable con motivos políticos o religiosos. A ello se refiere el capítulo de Valentina Torres Septién. Ya en los años treinta del siglo XX, amor, matrimonio, procreación y políticas públicas se enredaron en una propaganda que aspiraba a manipular la vida familiar, en México como en otros muchos países, ya en lo que consideraríamos el extremo de la intervención del Estado. Ana María Carrillo muestra la facilidad con la que higiene, salud pública y prevención de enfermedades se convirtieron en coartada de una política basada en el darwinismo social.

    ¿Cómo sería nuestra vida sin ese impulso de atracción hacia alguien o algo que es el objeto de nuestro deseo? Aunque haya existido siempre, hubo un momento en que se le dio nombre y se rodeó de gestos y palabras que lo han acompañado durante siglos. Es lo que llamamos amor. Cuando el amor se extingue o no llega a nacer, por falta de expresiones y actitudes que lo alimenten, deja un vacío que a veces se llena con el derroche de pasiones irrefrenables en un torbellino incontrolable. Son las consecuencias de las carencias y los excesos del amor. Y, con mayor frecuencia, el temor a contravenir las reglas y sufrir el rechazo social movió a muchos de nuestros antepasados a renunciar al amor o a fingirlo, en medio de miedos y mentiras. Al rechazar la fuerza de los sentimientos y convertirlos en anhelos espirituales, se buscaron los gozos del alma, siempre remotos y con frecuencia inaccesibles. Al mismo tiempo, la patria, el arte, la naturaleza, el conocimiento o un ideal se convirtieron en otros amores, capaces de suplir o acompañar a las satisfacciones proporcionadas por afectos compartidos.

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    Ulich, Dieter, El sentimiento. Introducción a la psicología de la emoción, Barcelona, Herder, 1982.

    Viscott, David, El lenguaje de los sentimientos, Buenos Aires, Emecé, 1978.

    Vives, Juan Luis, Tratado del alma, Buenos Aires, Espasa-Calpe Argentina, 1942.

    Walton, Stuart, Humanidad. Una historia de las emociones, México, Taurus, 2005.

    NOTAS AL PIE

    [1] El Colegio de México.

    [2] Benedicto XVI, encíclica Deus caritas..., primera parte, incisos 2 y 3.

    [3] Algunos de estos ejemplos proceden de las publicaciones Gozos y sufrimientos... y Tradiciones y conflictos.

    [4] Viscott, El lenguaje..., p. 17.

    [5] Marina, Diccionario..., pp. 137-147.

    [6] Aristóteles, Retórica..., pp. 144-146.

    [7] Spinoza, Ética..., p. 102.

    [8] Lo que se llamó la melancolía erótica fue discutido por varios autores. A ello se refiere Roger Bartra, El siglo..., pp. 128-129 y 145.

    [9] Vives, Tratado..., p. 143.

    [10] Es la tesis del Discours sur les passions de l’amour, atribuido a Pascal y comentado por Castilla del Pino, Teoría..., p. 285.

    [11] Castilla del Pino, Teoría..., p. 286.

    [12] Bodei, Geometría..., pp. 330-331.

    [13] Arnold, Emotion..., pp. 136-137.

    [14] Ortega y Gasset, Estudios..., p. 107.

    [15] Reddy, The Navigation..., p. ix.

    [16] Benedict, El hombre..., pp. 16-17.

    [17] Restrepo, El derecho..., pp. 15-20 y varias más.

    [18] Linton, Estudio..., pp. 158-160.

    [19] Walton, Humanidad..., p. 207.

    [20] Walton, Humanidad..., p. 216.

    [21] Ulich, El sentimiento... p. 51.

    [22] Sor Juana Inés de la Cruz, glosa en quintillas dobles Cuando el amor intentó.

    LO QUE LLAMAMOS AMOR

    EL AMOR EN LA LITERATURA MEDIEVAL. LA DAMA Y EL CABALLERO

    AURELIO GONZÁLEZ[1]

    A partir del siglo XII la cultura occidental maneja el término amor en un sentido que en varios aspectos es muy distinto de como lo había hecho anteriormente. Este cambio de sentido es lo que llevó a investigadores como Jeanroy[2] a decir que en realidad el amor era un invento medieval del siglo XI. El amor, en cuanto expresión de sentimientos elevados, tratamiento de privilegio, maneras corteses y atentas, la mujer como foco de la atención en la reunión social o en la relación hombre-mujer, en síntesis: las relaciones sentimentales como resultado de la idealización de la mujer, son términos de conducta que, en formas diluidas, siguen teniendo vigencia en nuestros días, pero que a un ciudadano serio y formal de la Roma imperial le hubieran parecido absurdos, y a un hombre formado en la cultura oriental tradicional poco menos que incomprensibles.

    Este amor de origen medieval se conoce como amor cortés[3] y se halla asociado al alma noble [...] Nada hay, pues, de un trato burdo en la forma como interactúan hombres y mujeres, tampoco se pretende el solo placer.[4]

    Pero durante la Edad Media no es solamente el concepto de amor cortés el que se desarrolla en todos los medios sociales. En otros ámbitos más allá de la nobleza, como el de la clerecía, el amor se ve desde otra perspectiva, mucho más tabernaria. Se trata del amor que se puede identificar como goliárdico, que era el que difundían clérigos y estudiantes trashumantes en cantos al vino, al juego y la fortuna y al sexo —como los Carmina burana (manuscrito de los siglos XII y XIII del monasterio benedictino de Benediktbeuern)—, de una manera lúdica y posiblemente más cercanos al concepto ovidiano. Encontramos presencias de esta literatura amorosa, vitalista y sexual en el ámbito hispánico en el Libro de buen amor, de Juan Ruiz, arcipreste de Hita, especialmente la disputa con Don Amor, la troba cazurra, la cántica de los clérigos de Talavera contra el celibato sacerdotal y la parodia de las horas canónicas (coplas 372-287), cargadas de referencias humorísticas y sexuales.

    El papel de la mujer, la institución del matrimonio y el concepto del amor en la época medieval son temas que han sido bastante estudiados y que, sin embargo, siguen siendo fuentes de datos que iluminan no sólo el contexto social sino la propia creación literaria de la época.

    Para entender el innovador concepto del amor medieval o cortés hay que tomar en cuenta primero cuál es el papel de la mujer en esta sociedad y cuál el que se le había atribuido tradicionalmente. Por una parte tenemos como antecedente la visión de padres de la Iglesia (siglos V-VIII) como san Juan Crisóstomo, san Juan Damaceno o san Jerónimo, para quienes la mujer puede ser soberana peste, puerta del infierno, amor del diablo, larva del demonio o flecha del diablo, posición que indudablemente implica la consideración de la mujer esencialmente como posible fuente del pecado. Posteriormente, en el siglo XIII, todavía para santo Tomás de Aquino (1225-1274) la mujer es una deficiencia de la naturaleza, de menor valor y dignidad que el hombre y claramente creada para la reproducción.

    Por otra parte, y en relación con el amor, el hombre aparece fundamentalmente como el caballero y, como bien ha dicho José Amezcua, La idea de caballero, en su trayectoria por la Edad Media, participa de las múltiples transformaciones sociales y culturales de esos siglos; por eso puede encontrarse varia su figura.[5]

    En este sentido hay que recordar que en general los historiadores coinciden en señalar que fue de hecho a lo largo del siglo X que se eliminó la antigua división de la sociedad cristiana en liberi y servi y se sustituyó por una organización más práctica y significativa de milites y rustici, lo cual implicaba una separación precisa, ya no en el campo normativo institucional, sino en el de las funciones sociales y los géneros de vida entre aquellos que podían portar armas y aquellos que no podían hacerlo porque su función era llevar a cabo labores productivas (fundamentalmente trabajo agrícola y en algunos casos actividades artesanales).[6]

    Leopold Genicot ha señalado, según sintetiza Duby, que a principios del siglo XII era solamente un grupo muy minoritario el que puede definirse como noble, que en realidad tiene su origen en los antiguos hombres liberi; este grupo reducido estaba formado por unas cuantas familias o linajes, que tenían la riqueza necesaria y poder efectivo sobre una extensión territorial considerable, la cual tenía su origen en alguna merced, reconocimiento o dotación real, y que además eran poseedores de algún castillo o plaza fuerte para defenderlo. La nobleza de estos grupos ya no dependía de la capacidad personal sino que además era hereditaria. En torno a este señor noble se reunía un grupo de hombres pertenecientes a la familia, vasallos que se distinguían de los siervos, pero que no poseían los atributos de los nobles. Algunos de ellos empiezan a ser definidos como caballeros, según explica el historiador francés, porque "Aparentemente el servicio militar a caballo les confiere tal honor; más necesarios al príncipe [...] Estos milites constituyeron una aristocracia que se fue consolidando, pero que se mantuvo por debajo de la elite de las familias ‘nobles’ ".[7]

    Con el paso del tiempo, ya entrado el siglo XIII desaparece la distinción entre nobles y caballeros, aunque sigue teniendo importancia el ser armado caballero. En otro trabajo el mismo Duby considera que la caballería se convierte en una auténtica institución a finales del siglo XII, siguiendo tanto las presiones que venían desde niveles inferiores que buscaban un reconocimiento, como las del rey, que buscaba, impulsando las costumbres corteses, poner coto a las pretensiones eclesiásticas y aumentar su prestigio.[8]

    Sin embargo, la estabilidad que alcanza el sistema feudal —y con ella el consiguiente ocio del estamento de la nobleza guerrera— altera la organización social en general —y con ella las relaciones entre el hombre y la mujer del estamento superior de la sociedad— con la introducción del concepto del amor. Para entender estas relaciones y su reflejo literario tenemos que considerar la transformación que tiene el hombre y su comportamiento en la sociedad. El hombre que forma parte de la nobleza, por la organización funcional de la sociedad, será necesariamente guerrero, pues si no cumple con esta función no podrá ser miembro del estamento superior de la sociedad, pero a lo largo de la Edad Media este hombre tiene un proceso evolutivo que lo lleva del fervestu,[9] guerrero bárbaro cubierto de hierro, al caballero (dando un nuevo sentido al término), también vestido de hierro, pero refinado y con una codificación de su conducta tanto en el ámbito bélico como en la vida cotidiana, especialmente en lo que atañe a la relación con la mujer transformada en dama en el contexto de la corte reunida en torno a un señor. Así, será un amigo convertido en enamorado que corteja galante y cortésmente a la mujer, independientemente del estado social de ésta. En este proceso hay que tomar en cuenta tanto la influencia de la Iglesia como la transformación económica y estructural de la sociedad.

    En este paso del noble simplemente guerrero al caballero es indudable la importancia de la instauración, por presión de la Iglesia, de mecanismos como la tregua de Dios (prohibición de combatir en adviento, cuaresma, témporas, días de fiesta y domingos), que de manera indirecta reglamentan la guerra; así como el reconocimiento del espacio real de la Iglesia como santuario de protección y el espaldarazo con toda la ceremonia caballeresca de vestir la armadura en el ámbito de la Iglesia y sancionado de la institución religiosa, ceremonia en la cual tiene participación la mujer, ya sea portando la loriga o la espada o calzando las espuelas al caballero, como nos lo recuerda un romance viejo que trata de la supuesta relación de doña Urraca con Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid:

    Acordársete debería

    de aquel tiempo ya pasado

    cuando fuiste caballero

    en el altar de Santiago,

    cuando el rey fue tu padrino,

    tú, Rodrigo, el ahijado:

    mi padre te dio las armas,

    mi madre te dio el caballo,

    yo te calcé las espuelas

    porque fueses más honrado.[10]

    Otros hechos que tuvieron que ver con la transformación de la sociedad nobiliaria medieval fueron las cruzadas, pues por medio de ellas los señores nobles entraron en contacto cultural y tuvieron conocimiento de una sociedad más refinada, como la que se desarrollaba en el Oriente musulmán. Esto modificó el comportamiento que se tenía en los castillos con la convivencia de hombres y mujeres en torno a fiestas y torneos donde las buenas maneras, la generosidad y el refinamiento ya eran tan importantes como la habilidad con las armas y el valor guerrero.[11]

    Por otra parte, cuando hablamos en general de imágenes literarias o artísticas, podemos suponerlas constituidas, o al menos condicionadas, por una serie de elementos que dependen de códigos de comportamiento externos reales, así como por tópicos de representación estéticos y artísticos. Por otra parte, los tópicos generales de representación y su significado varían según las distintas épocas y lugares; y así, en el ámbito medieval cortés, pueden tener usos y significados específicos,[12] que en el ámbito del amor cortés generan una literatura particular.

    Uno de estos elementos, en el caso de la imagen del caballero y por tanto de su complemento infaltable, la dama, es el vestido, obviamente parte muy importante en la apariencia de todo ser humano, pero que tradicionalmente reviste especial o mayor importancia en la mujer.

    Así es como la dama de cabellos rubios, piel fina y talle esbelto[13] es la mujer idealizada que sustituye, al menos como imagen, a partir del siglo XII, a la mujer que era larva del demonio o la puerta del infierno, la ingrata descripción ya mencionada que nos daban de lo femenino los padres de la Iglesia. Esta transformación de la imagen femenina, debida en buena medida a la literatura cortés, convierte a la mujer en el centro del desarrollo poético, y a la vida de la corte en el ámbito que es punto de partida y fin de la actividad social y cultural de guerreros, castellanas, doncellas y escuderos, hombres y mujeres de la nobleza.

    Esta mujer-dama llegará a ser un ideal en la época de los cancioneros, época tardía para lo medieval y por tanto más próxima a la idea renacentista, que, al menos como imagen, caracterizará a la dama como un dechado de perfección, pero fría e insensible a las solicitudes del galán. Su rasgo más propio es la absoluta superioridad sobre el amante;[14] esto es, ya no será alcanzable para su enamorado que difícilmente podrá ser entonces su amigo, y será la belle dame sans merci.

    Pero en el contexto medieval del mundo trovadoresco y cortés la dama es una mujer sólo idealizada, y con esto quiero decir que es alcanzable por el caballero. Se trata entonces de un ser que por yacer con su amante, con toda la discreción del caso, no pierde su condición de dama. Recordemos, por ejemplo, las intensas relaciones de Ginebra con Lanzarote o de Tristán con Iseo, que no se limitan a una contemplación por parte del enamorado y a una frialdad lejana de la dama, sino que llegan al contacto físico pasional sin que por ello estas mujeres pierdan su condición honorable y elevada socialmente de damas. En cambio, en la concepción de la dama de corte renacentista la mujer no puede ser alcanzada por el enamorado pues, de ser así, en ese mismo momento ya no es ideal. Esto hace que la imagen de la mujer tenga que modificarse. Con esto no quiero decir ni que en el mundo medieval no existiera la imagen de la belle dame sans merci ni que todas las damas renacentistas representadas estuvieran poseídas de una castidad alucinada, sino señalar la existencia de un tópico cultural o literario en torno al amor y a las relaciones sentimentales y sexuales de una época.

    ¿Cuál es la apariencia de las damas en la realidad cotidiana medieval? Por ejemplo, Gilbert de Tournai, franciscano del siglo XIII, dice que las mujeres que se maquillan y se visten suntuosamente van contra la voluntad de Dios, ya que privilegian la vil exterioridad del cuerpo alejándose del cuidado amoroso de la virtud.[15] Con lo cual, desde esta perspectiva, la representación de una dama ricamente vestida implicaría una desvalorización de ésta, lo cual no se corresponde con las imágenes literarias o plásticas que nos ha legado el Medievo.

    Desde luego que no es el único punto de vista de la época. Otra posición, menos comprometida con los valores religiosos, es la sostenida por autores laicos, como Francesco da Barberino (muerto en 1348), quien recomienda a las mujeres, sobre todo de condición elevada, aparecer en público con una vestimenta adecuada para representar el poder y la riqueza de la familia a la que pertenecen.[16]

    En el famoso tratado De amore, de Andreas Capellanus, al definir el amor, le dice a Gualterio, su supuesto interlocutor, que el amor no nace de acción alguna sino únicamente de la reflexión del espíritu a partir de aquello que ve.[17] La apariencia de la dama es entonces un factor fundamental en el surgimiento del amor, ese descubrimiento del siglo XII, como lo llamó Charles Seignobos.[18] Este embellecerse como muestra de refinamiento y condición social elevada entronca directamente con las concepciones del mundo cortés y del amor.

    Dentro de todo este contexto social de estabilidad, nuevos conocimientos, formas de convivencia y codificación de las relaciones entre el hombre y la mujer, es a fines del siglo XI, en el Mediodía de Francia, en el Languedoc, donde aparece una concepción de la relación amorosa —fin’amor— totalmente nueva, que se expresará especialmente a través de la poesía de trovadores y trouvères y de las narraciones caballerescas. Esta poesía —lírica, artificiosa y enigmática— expresa una forma de amor cuyas características básicas son la humildad, la cortesía, la relación adúltera y el vasallaje de amor.

    El caballero amante es un vasallo, y por tanto entre sus virtudes está la lealtad que implica la obediencia y la aceptación. Este concepto del siervo de amor está moldeado sobre el esquema del pacto feudal, y por tanto el amante será vasallo de la dama y se dirigirá a ella como midonz, término de género masculino que quiere decir mi señor. Esta similitud con los rituales del pacto vasallático se prolonga al asimilar en la relación amorosa los actos del homenaje como la immixtio manuum (el señor toma entre sus manos las del vasallo), el volo (donde el vasallo expresa su voluntad y su fidelidad) y el osculum (beso de confirmación de las obligaciones contraídas).[19] Todas estas acciones serán las que el amante solicitará o realizará con su amada:

    El caballero, además de ser guerrero, acata el patrón de comportamiento de la courtoisie, y su amor se encauza en el código del amor cortés, por tanto, debe ser de origen noble, refinado y expresarse cortésmente. Ha de ser, por tanto, buen guerrero y buen amador. El amor cortés o fin amor, cantado por los trovadores provenzales y codificado por Andrés el Capellán, en el tratado De amore, era la fuerza que inspiraba las acciones valiosas de los caballeros.[20]

    Sin embargo, esta forma de entender la caballería y al caballero, habitual y correcta para nosotros, no es el punto de partida sino que es el resultado de un proceso con muchas variantes que se desarrolló a lo largo de la actividad cultural y la vida social de la Edad Media.

    Pero el amor no es solamente un código social de relaciones; a fin de cuentas tendrá como objeto fundamental la fruición y el deleite concretos, joi, y su fuente será la contemplación de la belleza visible. En la relación amorosa que se establece, por lo general de tipo adulterino, se hace obligada la discreción absoluta, por lo que la dama será nombrada mediante un seudónimo, senhal, que identificará siempre a la dama o al amante y que no se deberá hacer público por ningún motivo, bajo pena de cometer una felonie (infidelidad) que hace indigno, permanentemente, al caballero; así se construye en la novela de caballerías. En este sentido hay que subrayar la relación que se establece entre la literatura y la realidad, pues si bien la realidad es el punto de partida para la creación literaria, la obra creativa, concretamente la novela de caballerías, influirá en la realidad, ya que en muchas ocasiones las damas y caballeros reales tomarán como modelo de comportamiento lo que sucede en las novelas, tal como lo hará, ya de una manera hiperbólica, don Quijote en la magna novela cervantina que retoma los códigos amorosos y de comportamiento de la andante caballería.

    El deleite que plantea el amor cortés medieval no será ideal o platónico, como erróneamente muchas veces se ha querido considerar, posiblemente olvidando que la dama simplemente se ha idealizado y que esto no condiciona el resultado de la relación.

    La sensualidad está presente en el amor medieval explícitamente en la propia perspectiva cortés. El mismo Andreas Capellanus distingue dos formas del amor: el amor purus y el amor mixtus. Según el capellán, el amor puro es el que une los corazones de dos amantes con toda la fuerza de la pasión [...] incluye el beso en la boca, el abrazo y el contacto físico [...] con la amante desnuda, con exclusión del placer último, pues éste está excluido a los que quieren amar puramente.[21] En cambio llama amor mixto al que incluye todos los placeres de la carne y llega al último acto de Venus [...] éste también es un amor verdadero y digno de elogio.[22]

    El anónimo autor de un salut d’amor de mediados del siglo XIII explica que en el amor hay cuatro niveles o grados que corresponden a los estados en que se encuentra el amante. Estos grados son los siguientes: fenhedor (tímido), en el cual el enamorado no se atreve a dirigirse a la dama; pregador (suplicante), ésta es la categoría en la cual se encuentra el enamorado que ha sido alentado por la dama a declarar su amor;

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